Luis aparece en una esquina del Parque Central de Ciudad de Guatemala, entre los bancos de piedra ubicados entre la sexta y la quinta avenida, cerca del escenario para conciertos de marimba conocido como la Concha Acústica. Su aspecto y, sobre todo, su mirada de desesperación, hacen parecer que es la primera vez que pisa esta gran plaza, circunscrita por la catedral y el palacio de ladrillo verde construido en los años 40 por el dictador Jorge Ubico. Aunque, en realidad, es uno de los jóvenes sin hogar que deambula diariamente por el parque, entre los taxistas, los funcionarios, los vendedores, los lustradores de zapatos y los hombres que buscan el calor de las soleadas mañanas de esta ciudad tropical para leer el periódico.
Mide aproximadamente 1,40, es delgado y pálido. Su cabello es castaño, con un flequillo mal igualado y desgreñado a la altura de los hombros. Lleva unos pantalones vaqueros muy grandes que le obligan a subírselos constantemente, como si el peso fuera demasiado para sus escuálidas piernas. Cada pocos minutos acerca a su nariz un pedazo de toalla impregnado en disolvente. Al preguntarle si puede ser fotografiado, su voz se quiebra: “noo”, y pone un tono lloroso, “no, no”.
Va acompañado de un amigo, de su misma estatura aunque más corpulento. Ambos pasan delante de un grupo de jóvenes concentrado unos minutos antes por Luis Enrique, el delegado del Parque Central del Movimiento de Jóvenes de la Calle (Mojoca), una organización conformada por este grupo de población que cada martes y jueves realiza un recorrido por diferentes puntos de la ciudad para comprobar sus condiciones y tratar de persuadirlos a que se acerquen al movimiento, cuyo objetivo final es su reinserción en la sociedad.
Mojoca nos ha ofrecido acompañarles en su trayecto con el fin de conocer el paso de estos jóvenes por diferentes hogares abrigo, la palabra más políticamente correcta para llamar a los anteriormente denominados orfanatos, después de las denuncias por extorsiones, agresiones sexuales, fugas y el asesinato acontecido en noviembre de 2013 en hogar para niños desamparados del Estado, el Hogar Seguro Virgen de la Asunción.
Prácticamente todos los jóvenes preguntados –cerca de 30- han pasado por hogares, tanto los estatales como de la beneficencia, generalmente cristianos evangélicos, en los que fueron entrando cuando eran muy pequeños, escapando de situaciones de violencia física, psicológica o sexual en su entorno familiar. De allí pasaron a un hogar o a la calle, desde donde la Procuraduría General de la Nación, el ente estatal encargado de representar y defender los derechos del Estado, los rescató para introducirlos en alguno de los hogares.
En Guatemala existen 126 hogares registrados en el Consejo Nacional de Adopciones (CNA), 34 autorizados y 92 en proceso de autorización. Estos deben pasar por ciertos estándares de calidad del CNA, que reguló e hizo más estrictos los requisitos de estos centros desde la entrada en vigor la Ley de Adopciones en 2007 (decreto 77-2007), aprobada tras muchos esfuerzos para erradicar las grandes mafias de venta de menores, sobre todo a Estados Unidos, muchos de ellos huérfanos del conflicto armado interno, que causó 200.000 bajas –de ellas, 50.000 desaparecidas–, entre 1963 y 1996, pero también niños separados de familias con escasos recursos.
Sin embargo, en un país donde no se cumple prácticamente ninguna de las condiciones del Estado de Derecho, donde la media de asistencia a la escuela es de tres años y la sanidad es prácticamente privada, la atención destinada a los jóvenes deja mucho que desear; y los centros de acogida se convierten en grandes agujeros negros donde la falta de atención, la precariedad de sus condiciones y la violencia ejercida como medio de solventar los problemas hace que los menores se fuguen constantemente. “Existe una cifra en negro de jóvenes que escapan de estos hogares”, dijo el juez Carlos Menchú, coordinador de juzgados de niñez y adolescencia del Organismo Judicial.
La mayoría de los jóvenes que viven en la calles de Guatemala, de hecho, ha pasado su vida escapándose de un hogar y entrando en otro. “Es la generalidad de los niños de la calle. Muchos de ellos estuvieron en hogares abrigantes. Entran y salen constantemente de diferentes hogares y centros de rehabilitación”, dijo al respecto Erik Cárdenas, procurador de la Niñez de la Procuraduría General de la Nación (PGN).
Para los niños de la calle, el ingreso en estos centros es todavía más complicado. Si bien el hogar estatal no puede negarles la admisión, los vínculos con las drogas y con la violencia callejera hace que prácticamente ninguna de estas casas permita la entrada a los jóvenes de la calle. En las que sí lo aceptan la experiencia ilustra la falta de atención y la escasez de fondos con que cuentan para hacer su labor. “Los grupos de la calle no son estructurados ni jerárquicos. No hay jefes, y tienen libertad de ir de un sitio a otro, están acostumbrados a esa libertad y llegar a un hogar les cuesta adaptarse a las normas”, explica Carlos Castillo, miembro del consejo directivo de Mojoca.
Al preguntarles por los hogares por los que han transitado, la mayor parte de los jóvenes menciona Casa Alianza, uno de los más emblemáticos del país centroamericano, que abrió en 1981 con el fin de acoger a víctimas del conflicto armado, y cerró en 2009, ante la falta de recursos económicos. Casa Alianza se transformó en Fundación Alianza, pero ya no aceptan a niños de la calle. Muchos de ellos también dicen haber ingresado en la Fundación Castillo de Amor para la Niñez, que se describe a sí misma como “una organización Cristo céntrica que promueve la erradicación de la situación de calle en la niñez y adolescencia en Guatemala, a través de proveer oportunidades de incorporación a un proceso de desarrollo integral”. También hablan de Remar, Camino Seguro. Y también de Regalito de Dios, el Buen Samaritano, Guerreros de Cristo o Yireh, los cuales, a pesar de que los jóvenes describen como hogares se tratan en realidad de centros de rehabilitación para drogodependientes.
Aunque por su aspecto parece que Luis no supera los 12 años, más tarde dice tener 16. Le cuesta expresarse. Su mirada está perdida. Ha estado en Casa Alianza, Fundación Castillo, también en un antro conocido entre ellos como El Cholo, “pura masacre”. Pero es difícil saber qué piensa o qué vivió. Él sólo repite lo que los demás compañeros del grupo afirman. Luis Enrique, el representante del Parque Central, dice que a veces pasan los camiones de los hogares por las noches y se los llevan. A veces, según cuenta, pasan Toyotas hilux de sicarios y también se los llevan. En estos casos ya no regresan nunca. Erik Cárdenas, procurador de la Niñez, aseguró no tener ninguna información respecto de estas afirmaciones. Pero las alusiones a sicarios hacen recordar los planes de limpieza social de carácter extrajudicial aplicados por el Estado en los años 90, que fueron condenados en una sentencia de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos en 1997 por el llamado caso Los niños de la calle, cuando la CIDH responsabilizó al Gobierno guatamalteco del secuestro, tortura y asesinato por agentes de la Policía Nacional de cinco jóvenes de la calle de entre 15 y 20 años en abril de 1990.
Todos cuentan que por ser tan pequeño Luis no pudo oponer resistencia y se lo llevaron al “Cholo”. Allí le maltrataban. “Nos maltrataban”, confirma él, y se le quiebra nuevamente la voz, poniendo un tono lloroso, aunque en sus ojos no hay lágrimas. Está en la calle desde muy pequeño, explica su amigo. No tiene madre, agrega. Aunque después de mirarle rectifica: “sí la tiene, pero que nunca la ve”.
Como parte del recorrido, Mojoca visita a los jóvenes que se encuentran en el Parque Central y el Parque Concordia, en la zona 1, en la Terminal, zona 4, a un lado de la sede central del lujoso Banco Industrial. Y también en avenida Bolívar, la gran calle de venta de muebles usados que conduce a la avenida Roosevelt, donde se encuentra otro de los puntos donde pernoctan estos jóvenes, un supermercado abierto las 24 horas del día donde encuentran la poca luz que necesitan para no dormir entre las tinieblas salvajes de una de las capitales más peligrosas del mundo. Solo en 2013 fueron asesinadas en Guatemala 6072 personas, una media de 16 personas al día, donde los jóvenes situaciones de pobreza y desestructuración familiar son el caldo de cultivo de las llamadas maras, pandillas organizadas para la delincuencia.
“Las asaltaba por el mismo rencor”
A un lado del Súper 24 de la avenida Roosevelt, unos kilómetros después del Trébol, el gran enjambre de carreteras lleno de puestos de venta informal de toda clase y las paradas de autobuses que llevan al occidente del país, los jóvenes de la calle obtienen el dinero para subsistir cuidando los coches de los conductores que llegan a las tiendas ubicados a un lado de la avenida. Quizá por el sol, o por las edades de estos jóvenes, que no superan los 30 años, el ambiente resulta menos hostil. Es el grupo donde hay más mujeres. Una de ellas está embarazada, espera su segundo hijo; también hay una adolescente con el pelo muy corto, que parece un muchacho, con la cara muy sucia. Al igual que el resto está sentada, inhalando disolvente, con la mirada extraviada. Hay otra joven corpulenta, también con el pelo muy corto y mucha seguridad a la hora de expresarse y comportarse, que contrasta con la de las demás muchachas, que hablan en susurros, una constante en las mujeres de los estratos bajos del país. Les acompañan dos jóvenes de aspecto saludable. Uno de ellos no disimula los tatuajes de sus brazos y cuello, indicativos de haber sido miembro de pandillas.
Los que no tienen ningún coche a su cargo se desplazan unos metros más allá, a una acerca que bordea un restaurante. Allí hacen prácticas de autoestima bajo la dirección de Poncho, Alfonso Villalta, delegado de calle de Mojoca. Mientras tanto, Alejandra Suárez, la representante del Súper 24, prepara unos sandwiches que ofrecerán a estos jóvenes al terminar la actividad.
Alejandra Suárez, de 20 años, fue nombrada la representante del grupo de la Súper 24 el día anterior. Es una de las jóvenes que nos acompaña en la segunda parte del recorrido. Cuenta que tras haber sido elegida como portavoz, una muchacha resentida porque también aspiraba al puesto le robó sus mantas. Que ha dormido mal y ha pasado frío. Explica que inhala disolvente para matar el frío y el hambre. Un bote cuesta dos quetzales (20 céntimos de euro), es más barato que la comida. Pero añade que ha disminuido de tres a uno los botes de disolvente diarios que consume. Tiene un aspecto curtido por la calle, pero su mirada está más atenta. Cuentra su historia. Su padrastro le golpeaba.
—Me metía en la cabeza que yo no servía para nada. Porque de pequeña yo fui violada. Tenía rencor hacia mí misma. Pensaba en disuadirme. Me empecé a drogar con pegamento. De ahí el thinner [disolvente], marihuana. Sentía odio hacia mí misma, odio hacia la sociedad, miraba a las patojas con rencor, pensaba ¿por qué ellas tienen una corona y yo no? Las asaltaba por el mismo rencor.
Alejandra ya ha tratado de salir de la calle en varias ocasiones, pero siempre ha vuelto a caer. En una de estas fue cuando perdió un niño que esperaba a causa de la paliza que le propinó una compañera. La segunda vez que recayó fue cuando falleció su hermano.
Entre tanto, los demás jóvenes comienzan a relatar su paso por diferentes hogares, siempre de forma escueta y sin poner mucha atención, acercándose continuamente el disolvente a las fosas nasales.
―Yo a los siete años ingresé en Camino Seguro [una organización estadounidense que trabaja con niños que trabajan en el basurero de la viudad, ubicado en la zona 3]. De ahí, estuve en Regalito de Dios [no fue posible encontrar información sobre esta institución] y en Casa Alianza.
―Yo estuve en Casa Alianza, en el preventivo de zona 18 [la principal prisión de la ciudad, donde en principio son internadas las personas que todavía no han sido sentenciadas], en la casa de Camino Seguro, allá en la casa del coreano que se llamaba Leonel, allá cerca del Cementerio General.
―Yo estuve en Remar, esos cristianos te apoyan en todo, de los 11 a los 13, de ahí salí a trabajar en una maquila [fábricas acogidas a un régimen de exención de impuestos promovido por el país para incentivar al inversión en el país de industrias extranjeras].
―Estuve en Reto a la Juventud [centro de desintoxicación], ya lo cerraron. En Casa Alianza, lo cerraron. Fundación Castillo, cerraron.
―Yo estuve en los Guerreros de Cristo. Sin decirte mentira, calidad. Te sacaban a la piscina.
Jerson Daniel García Barrios tiene 20 años y aunque se le pregunta por los hogares, él explica que estuvo en el preventivo de zona 18: “Estuvo tuanis porque caí en el sector seis con unos amigos del Break”, dice refiriéndose a la mara los Breakers. “Me hacían el paro [el favor], mano”. Explica que estuvo un año y medio en la cárcel, por robo.
Claudia Morales tiene 20 años, aunque parece tener 16, o 15, o 14. Tiene la cara muy sucia al igual que su cabello. Llaman la atención sus manos resecas, que parecen de un hombre de 60 años, con la piel levantada a retazos, quizá por el disolvente o el pegamento.
―Yo entré en Manchén, porque a mí me violaron y me llevaron allá –explica Claudia, con una voz muy suave, refiriéndose al hogar estatal para niñas, ubicado en La Antigua Guatemala hasta que en 2010 pasó a formar parte del complejo del Hogar Seguro Virgen de la Asunción, ubicado en una ciudad aledaña a la capital llamada San José Pinula–. Allá es bonito. Llegaban unos cristianos, nos daban la palabra de Dios, comida, hacíamos cruces en papel de aluminio, íbamos a ayudar a las enfermitas. Salí a los 15 años. Yo quisiera regresar a un internado. Yo quiero ir a San José Pinula.
“Tenía que limpiar la suciedad de una chucha”
Un día antes, en las instalaciones de Mojoca, ubicada en la 13 calle entre Segunda y Tercera avenida de la zona 1, el centro histórico, los jóvenes reciben clases de educación primaria sentados en varias mesas, bajo la supervisión de dos maestras. Se trata de una gran casa con un patio interior, una de las residencias del centro de la ciudad desalojadas por las familias acaudaladas cuando la zona cayó en decadencia y se dispararon los índices de delincuencia. Quizá por llevar un rato sin inhalar disolvente, requisito para entrar en las instalaciones del Mojoca, los jóvenes ofrecen respuestas más claras y elaboradas que en los demás puntos del recorrido.
Acostumbrado a las actividades que organiza en los puntos que recorre el movimiento, Poncho solicita a todos los jóvenes que tomen sus sillas y formen un círculo en la habitación. La pregunta es si alguno ha estado en el hogar de San José Pinula, en el del Estado, el hogar Seguro, el hogar Solidario. “La pregunta es si han estado en algún hogar”. Y los jóvenes empiezan a hablar de hogares.
Uno de ellos es Jonathan Antonio, cuenta que es de Central Park, la forma que tienen estos jóvenes para llamar en broma al Parque Central. Tiene 21 años, su aspecto es saludable. Mide cerca de 1,65, lleva pantalones cortos, con una cinta con los colores de África ajustada en una de sus piernas y una camiseta ancha. Tiene la tez oscura, los ojos achinados y su cabello negro tizón engominado hacia arriba, que muestran remanencias de su ascendencia maya. Al igual que un buen número de compañeros, Jonhatan Antonio menciona Remar, una organización cristiana que inició en España en 1983 y que actualmente trabaja en 64 países del mundo. En Guatemala cuenta con 24 hogares, donde albergan tanto a menores como a población adulta con diferentes problemas.
―Yo estaba en la calle, en el Central –cuenta Jonhatan–. Pasaron los de Remar, en un gran camión, que dan de comer a todos de la calle. Y me metieron cabeza que vaya a Remar. Que allí iba a estar bien. Que me iban a dar de comer. Me dijeron que iba a estar tuanis ahí. Me subo al camión ya cuando estaba en Remar me metieron en un cuarto encerrado, peor que preso, con unos ponchos [mantas] todo shucos [sucios] y como no había lugar me quedé en el suelo. Al otro día me desesperé y me vine a la mierda a las cinco de la mañana.
Jaquelin, de 17 años y con un hijo de dos, tampoco tiene buenos recuerdos de esta ONG. “En Remar me pegaban, la encargada. Nos trataban mal, no nos daban de comer, nos ponían a hacer ejercicio…”. Otro compañero, que prefiere no identificarse, también comparte un mal recuerdo de Remar. Explica que estuvo varios meses en el hogar con el que cuenta la organización cristiana en Sanarate, una ciudad del departamento del Progreso, ubicado al este de país, donde “lo mandaban a uno a traer agua un kilómetro empinado”.
A Luisa Hernández, responsable de relaciones públicas en Remar Guatemala, le pregutamos sobre las acusaciones de los jóvenes. Ella dijo que muchos se inventan cosas, que esta información también le había sido trasladada por psicólogos, pero que no es cierta. “No puedo negar que sí ha habido casos, pero no es así”. Hernández agregó que el hogar de Sanarate es para drogadictos y alcohólicos y solo se permite la entrada de adultos. Confirmó el problema del agua y que las personas que viven en el hogar están encargadas de subir a un cerro a recoger el líquido vital. Añadió que todos tienen la libertad de entrar y salir cuando quieren y que dependiendo del número de veces que estos han salido son enviados a módulos con normas más estrictas de disciplina.
A este respecto, Erik Cárdenas, el procurador de la Niñez, indicó que “muchas de estas denuncias son falsas”. “Los adolescentes lo que quieren es un cambio de hogar, lo que hacemos es cambiarles de hogares”, y agregó que no han recibido ninguna denuncia.
Las experiencias dentro de la sede de Mojoca continúan. Los relatos se hacen más extensos y también más escalofriantes. Uno de ellos es el de Zaida, una de las más mayores, de 25 años. Es otra de las jóvenes que pasa sus días en el Parque Central. Es dulce, a pesar de que físicamente se ve golpeada por los años. Le faltan dientes, está muy delgada. Podría tener 40 años.
―Yo estuve con 14 años en Manchén [el hogar estatal], y me salí por malos tratos. De ahí estuve en el lugar de Casa Alianza hasta los 15, allí me dieron un buen trato, me salí por la desesperación de la droga, la verdad.
Zaida prosigue su relato hablando de una mala experiencia sobre de unos “supuestos cristianos” que llegaron a la avenida Bolívar desde un hogar llamado El Buen Samaritano [tal como es corroborado posteriormente, no se trata de un hogar abrigo, sino de un centro de desintoxicación]. Nos ofrecieron la luna y las estrellas y nosotros como éramos más pequeños de tontos nos fuimos, porque lo que queríamos era superarnos. Pero cuando llegamos al hogar las personas ya cambiaron. Nos obligaban a vender droga. Nos pegaban con una manguera. A mí me encerraron en un cuarto donde había una perra que tenía sus chuchos, y yo tenía que limpiar todo lo que era su suciedad. De ahí yo me logré fugar.
Las experiencias malas se mezclan con las buenas. Luis Enrique, el representante del Parque Central, entró con 13 años en el hogar estatal de Quetzaltenango, la segunda ciudad más grande del país, ubicada en el Altiplano. Se escapó de su casa por el maltrato físico que sufría por parte de su padrastro, que le pegaba con un alambre y un día, cuando vagaba por las calles de Mazatenango, en la costa pacífica de Guatemala, la policía lo capturó y lo trasladó al hogar público de Quetzaltenango.
―Ahí todos los días a uno lo pasaban bañando con agua fría, en Xela –indica Luis Enrique refiriéndose al nombre maya de Quetzaltenango, donde por su altitud la temperatura es más baja que en el resto del país–. Nos ponían a hacer ejercicio, cuando planchaba uno [cometía un error], había un cuartito donde lo metían por semanas.
A continuación, Luis Enrique cuenta que lo trasladaron al hogar estatal San Gabriel, en San José Pinula.
―Ese San Gabriel sí era del Gobierno. Ahí estaba por sectores, están los más pequeños, están los mareros. Una vez planché y me pusieron a hacer una pista, un como estadio. Ese día contesté mal a un monitor y me pusieron a hacer sentadillas, y si no lo hacías te pegaban, como en la cárcel.
Luis Enrique permaneció dos años en San Gabriel. Entonces, afirma que por su buen comportamiento, lo trasladaron a Buckner, una organización, también cristiana, de apoyo a la población vulnerable que comenzó con un orfanato en 1879 en Dallas, Texas, y que actualmente trabaja en Guatemala y en otros siete países.
―Ahí, como dice ella [Zaida], a nosotros nos ofrecieron el cielo y las estrellas, y así fue. Nos ofrecieron los estudios, una bicicleta a cada quien, no más llegaba uno: ropa, una habitación a cada quien… Ese hogar es diferente porque es de americanos, y desde allá les mandan dinero para que nos den nuestros estudios, todo… porque nos dejaban ir a la escuela solos…”.
Luis Enrique explica que se escapó porque conoció a una chica, a “una patoja”. “De ahí caí preso”. Pasó en la cárcel su 18 cumpleaños y salió. Le gustaría rehabilitarse, encontrar un trabajo, asegura que lo tiene difícil.
Pura masacre
Y entonces todos comienzan a hablar de “la más masacre de todas las casas hogares” (también se trata de un centro de desintoxicación), al que llaman El Cholo, aunque su nombre real es Jireh (Yireh). “Ahí le encierran como en prisión y le ponen pesas, y ¡pa, pa, pa, pa, pegándole! A patadas, y uno con pesas, bajando así”, explica un joven hondureño, también llamado Luis.
Otro de los jóvenes, Jonhatan, estuvo allí. Al principio no quiere hablar, de hecho durante toda la sesión cierra sus ojos, al igual que otros compañeros, dando muestra del cansancio de dormir en la calle en un lecho duro, pero después de que varios de los jóvenes hablan de El Cholo, Jonhatan se anima.
―Yo estuve en un hogar que se llama Jireh. Nosotros le decimos Cholo porque la persona que lo dirige está tatuado, es marero, y nosotros lo llamamos así. Él es mala onda. Te levantan a las cuatro de la mañana. El desayuno es un vaso de agua fría con pan o un café, y el almuerzo es verduras, sin nada más. Y, supuestamente, él dice que se porta bien, pero no es así. Si tú le contestas mal a él te pegan los colaboradores.
Jonhatan lleva el pelo con greñas en la parte trasera. Tiene la mirada perdida, pero una vez comienza a hablar sigue de forma prolongada su relato del paso por este centro, como si nunca lo hubiera contado. Confunde los tiempos verbales y las personas.
―Tenía que estar sentado en el suelo, sin poder platicar con nadie. Si querías ir al baño tenías que pedir permiso. Te mantenían descalzo. Por ejemplo, yo voy así vestido, al llegar me quitan mis zapatos, ropa, todo te quitan y te dan ropa vieja. Y cuando te sacan de ahí, te sacan sin tus zapatos y no te devuelven lo que tú llevaste. Y lo amenazan a uno antes de salir porque le dicen a uno que si llega a decir algo más de algo le va a pasar algo en la calle. No me dejarán mentir mis compañeros, por temor no denuncian la casa, porque sí es feo esa casa, es lo más masacre.
―Y me llevan hacia el fondo –prosigue–, me ponen castigado con un bote lleno de agua y hasta que ellos quieran te quitan de ahí, y si te seguís portando mal te pegan a patines. Hay varias personas que están enfermitas, como por ejemplo hay un enfermito, él pelaba cables. Le pegaban porque molestaba mucho a los demás. Y para la Navidad nos metieron una comida mera fea, va unas papas todas mohosas, nos dio chorrillo –diarrea–, y todo con un pollo medio crudo, la comida no fue acertada. La onda es que lo tratan mal a uno.
Glenda López, asesora de Mojoca y ex joven de la calle, dio fe sobre las afirmaciones de los jóvenes acerca de la realidad de este centro de rehabilitación. Esta indicó que existe una denuncia en el Ministerio Público, interpuesta después de que un joven muriera cuando uno de los colaboradores le tiró una pesa encima, pero que hasta el momento no han hecho nada. No fue posible conseguir información al respecto del Ministerio Público.
Tanto sobre los sucesos relatados por los jóvenes sobre el Buen Samaritano como de Yireh, Erik Cárdenas informó que no son hogares abrigo sino centros de rehabilitación privados y que por lo tanto no son responsabilidad del Estado. Éste informó que solo actuarían en el caso de recibir una denuncia formal al respecto, algo que no ha sucedido.
Sandy pide ser eximida en la ronda de contar las experiencias, pero al terminar pide la palabra para agregar:
―Mire usted, como en los tres últimos meses llega el pisto [el dinero] a las organizaciones, empiezan la cacería.
Sandy explica que las organizaciones llegan en sus camiones a “cazar a los jóvenes de la calle”. Aunque Julio, otro de los jóvenes le corrige, “no se dice cazar, se dice reclutar”. “Y también llegan esos otros policías”, prosigue Sandy, “hace dos meses hicieron una cacería”·. ¿Cómo son esos otros policías?, pregunta a los demás. “Los de la PGN (Procuraduría General de la Nación)”, responde uno de los jóvenes.
Erick Cárdenas, de la PGN, explicó que existe un programa con la municipalidad de Guatemala, la fiscalía de trata de personas del Ministerio Público y la División Especializada en Investigación Criminal (DEIC) de la Policía Nacional Civil (PNC) para “descallejizar a estos niños”, aunque según cifras ofrecidas por la PGN solo 9 menores fueron rescatados de procesos de callejización de enero de septiembre de 2013.
¿Y si ellos no quieren irse a un centro?, se le pregunta. “Si no encontramos un recurso idóneo tenemos que ingresarlos”, responde.
Existe una cifra no determinada, de 2.500 a 5.000 adolescentes y jóvenes viviendo en las calles de Guatemala. El censo realizado en 1998 por la Secretaría de Obras Sociales de la Esposa del Presidente (SOSEP), estableció que para ese entonces existían en el país 5.994 niños, niñas y adolescentes viviendo en la calle, de los cuales 3.520 se encontraban en las calles la ciudad capital y 2.474 en áreas urbanas de Quetzaltenango, Escuintla, Mazatenango y otras ciudades. No se tienen cifras actualizadas.
En Guatemala la llamada callejización está íntimamente conectada o genera condiciones de máxima vulnerabilidad. “La vulnerabilidad frente a la violencia es una constante en aquellos adolescentes que han sido abandonados por sus familias, quienes viven en la calle o se encuentran en la calle”, indica un informe de situación de la Adolescencia en Conflicto con Ley Penal en Centros de Privación de Libertad, elaborado en 2011 por el Movimiento Social por los Derechos de la Niñez Adolescencia y Juventud.
Según otro informe, presentado en 2012 por la Coalición Guatemalteca a favor del cumplimiento de los derechos de la niñez y la adolescencia de Guatemala, este país invierte 1.915 dólares al año por cada niño o niña, cantaidad que lo convierte en el país con menos inversión en la niñez en América Latina.
* * *
Ellos no saben de cifras ni de presupuestos. De hecho saben muy poco de lo que sucede en Guatemala. Sus días y sus noches pasan de la misma forma durante años. Poncho, el delegado de calle de Mojoca tiene 28 años y lleva en la calle desde los ocho. “Mi abuela me golpeaba y ella ponía a mi madre en mi contra, por eso decidí huir de mi casa. En la calle estoy medio bien, estoy con los amigos, mi juventud la pasé drogándome, intenté la manera de salir, pero cuesta”, explica. “A mí me gusta iniciar las dinámicas con una oración”, agrega. Y todos los jóvenes que se encuentran a un lado del Súper 24 inician la oración. Cierran los ojos y miran hacia el suelo. “Señor, bendice a todas las personas que están en las cárceles”, comienza Poncho. “Para que todos nosotros salgamos de la calle”, continúa Claudia, la niña de las manos resecas. Y Hellen, la joven de 19 años que es confundida con un muchacho, la finaliza:
―Pase lo que pase, tengamos nuestros problemas, sigamos adelante, porque Dios tiene algo positivo para nosotros y nosotros tenemos una mano para salir de la calle. Todos somos una familia, pase lo que pase siempre lo seremos.
Una versión algo más breve de esta crónica apareció en Plaza Pública, de Guatemala.
Carolina Gamazo (Pamplona, 1985) es periodista desde 2007. Después de estudiar un postgrado en información internacional se trasladó a Ciudad de Guatemala, donde vive desde hace cuatro años. En el país centroamericano ha trabajado en dos periódicos nacionales y desde hace un año y medio en el medio digital Plaza Publica. Especializada en tema sociales y ambientales aunque le gusta escribir sobre casi todo. En Twitter: @carolgamazo