Durante las cuatro semanas siguientes prosiguió en “La Caverna” el reinado incesante del terror. Los hombres trabajaban como esclavos, como muchos convictos, bajo la atenta vigilancia de Crass, Miserias y Rushton. Nadie se sentía libre de observación ni un solo momento. Con frecuencia sucedía que un hombre que estaba trabajando en solitario —pensaba él— descubría al darse la vuelta que tenía de pie detrás de sí a Hunter o a Rushton; o levantaba la vista de su faena y divisaba una cara observándole a través de una puerta o una ventana, o por encima de la barandilla. Si estaba trabajando en una habitación de la planta baja, o junto a una ventana en alguno de los pisos superiores, sabía que tanto Rushton como Hunter tenían por costumbre esconderse entre los árboles que rodeaban la casa y espiarlos de ese modo.
Había un fontanero trabajando en el exterior en la reparación de los canalones que rodeaban el borde inferior del tejado. La vida de este pobre desdichado era una desgracia irreparable: se imaginaba que veía a Hunter o a Rushton detrás de cada arbusto. Tenía dos escaleras desde las que trabajar y, cuando empezó a utilizarla, Miserias concibió un nuevo modo de espiar a los hombres. Al apreciar que nunca conseguía pillar a nadie haciendo nada indebido cuando entraba en la casa por una de las puertas, Miserias adoptó el plan de encaramarse a una de las escaleras, entrar por alguna de las ventanas del piso de arriba y descender sigilosamente por la escalera interior entrando y saliendo de las habitaciones. Ni aun así atrapó nunca a nadie, pero no importaba, pues él cumplía su propósito principal: todo el mundo parecía temer dejar la tarea aunque fuera un instante.
El resultado de todo esto era, claro está, que la obra avanzaba con rapidez hacia su finalización. Los obreros refunfuñaban y maldecían, pero todos los hombres se entregaban igualmente a ella con todas sus fuerzas. Si bien el propio Crass apenas hacía nada, observaba y metía prisa a los demás. Él estaba “a cargo de la obra”: sabía que si no conseguía que este trabajo rentara, no se le pondría al mando de otro. Por el contrario, si lograba que rentara tendría preferencia sobre los demás y se le mantendría siempre que la empresa tuviera encargos. La empresa le daría preferencia siempre que le rentara hacerlo.
En lo que se refiere a los obreros, todos los hombres sabían que no había ninguna posibilidad de conseguir trabajo en ningún otro sitio en este momento; ya había docenas de hombres sin empleo. Además, aun cuando hubiera habido alguna posibilidad de encontrar empleo en algún otro lugar, sabían que las condiciones serían más o menos las mismas en todas las empresas. En algunas, incluso, peores que en esta. Todos y cada uno de los hombres sabían que si no se esforzaban absolutamente al máximo, Crass informaría de ellos diciendo que eran lentos. Sabían también que cuando empezara a aproximarse la conclusión de la obra el número de hombres empleados en ella se reduciría y, llegado ese momento, los obreros que hicieran más trabajo se quedarían y los más lentos, quedarían apartados. Por tanto, era con la esperanza de ser uno de los pocos agraciados por lo que todo el mundo, mientras maldecía al resto en su fuero interno por “esforzarse tanto”, seguía y “se esforzaba tanto” igualmente como medida de protección.
Todos hablaban mal de Crass, pero la mayoría se habría alegrado de cambiarle el puesto: y si alguno de ellos hubiera estado en su lugar, se habría visto obligado a actuar de la misma forma… o correr el riesgo de perder el trabajo.
Todos vilipendiaban a Hunter, pero la mayoría de ellos se habría alegrado de cambiarle el puesto también: y si alguno de ellos hubiera estado en su lugar, habría estado obligado a hacer las mismas cosas… o correr el riesgo de perder el trabajo.
Todos odiaban y culpaban a Rushton. Sin embargo, si hubieran estado en el lugar de Rushton, habrían estado obligados a adoptar los mismos métodos… o correr el riesgo de quebrar: pues es evidente que el único modo de competir con éxito contra los demás empleadores que son negreros es ser uno mismo un negrero. Por tanto, nadie que sea un defensor del actual sistema puede culpar con coherencia a ninguno de estos hombres. Debe culpar al sistema.
Si usted, lector, hubiera sido uno de esos obreros, ¿habría sudado tinta trabajando? ¿O habría preferido pasar hambre y ver pasarla a su familia? Si hubiera estado en el lugar de Crass, ¿habría abandonado antes que hacer un trabajo tan sucio? Si hubiera estado en el puesto de Hunter, ¿lo habría abandonado y se habría rebajado voluntariamente al nivel de los obreros? Si usted hubiera sido Rushton, ¿preferiría declararse en bancarrota antes que tratar a sus “obreros” y a sus clientes igual que sus competidores trataban a los suyos? Podría ser que, una vez en ese puesto, usted —siendo el dechado de noble actitud que es— se hubiera comportado sin egoísmo. Pero nadie tiene ningún derecho a esperar que nadie se sacrifique en beneficio de los demás, quienes no harían más que llamarle idiota por semejantes desvelos.
Tal vez sea cierto que si alguno de los obreros —por ejemplo, Owen— hubiera sido un contratista de mano de obra, habría hecho lo mismo que los demás empleadores. ¡Algunas personas parecen pensar que eso demuestra que el actual sistema es correcto! Pero, en realidad, lo único que demuestra es que el actual sistema impone el egoísmo. Uno debe escoger entre pisotear a los demás o ser pisoteado. Quizá se pudiera alcanzar la felicidad si todo el mundo fuera desprendido; si todo el mundo pensara en el bienestar de su vecino antes de pensar en el propio. Pero, como sólo hay en el mundo un porcentaje muy reducido de este tipo de personas desinteresadas, el sistema actual ha convertido la tierra en una especie de infierno. Bajo el sistema actual no hay suficiente de nada para que todos tengan bastante. En consecuencia, hay una lucha, a la que los cristianos llaman “La Lucha por la Vida”. En esta lucha algunos reciben más de lo que necesitan, otros apenas suficiente, otros muy poco y los últimos, nada en absoluto. Cuanto más agresivo, astuto, insensible y egoísta sea uno, mejor le irá. Mientras perviva este sistema de “Lucha por la Vida”, no tenemos ningún derecho a culpar a los demás por hacer las mismas cosas que nosotros mismos nos vemos obligados a hacer. Hay que culpar al sistema.
Pero eso es justo lo que los obreros no hacían. Se culpaban entre sí; culpaban a Crass, y a Hunter, y a Rushton, pero con el Gran Sistema del cual eran todos más o menos víctimas se mostraban todos bastante satisfechos, convencidos de que era el único posible y el mejor que la sabiduría humana era capaz de concebir. La razón por la que todos lo creían era porque ninguno de ellos se había molestado nunca en indagar si sería posible organizar las cosas de otro modo. Estaban satisfechos con el sistema vigente. Si no hubieran estado satisfechos, habrían estado deseando encontrar algún modo de cambiarlo. Pero nunca se habían tomado la molestia de averiguar seriamente si se podía encontrar algún modo mejor y, aunque todos tenían una vaga idea de que ya se habían propuesto otros métodos para gestionar los asuntos del mundo, se negaban a investigar si esos otros métodos eran posibles o viables, y estaban dispuestos y deseando oponerse mediante la mofa ignorante o la fuerza bruta a todo aquel hombre que estuviera lo bastante loco o fuera lo bastante quijotesco como para tratar de explicarles los detalles de lo que él considerara que fuera un modo mejor. Aceptaban el sistema vigente con el mismo espíritu con que aceptaban la alternancia de las estaciones. Sabían que existían la primavera y el verano y el otoño y el invierno. De cómo llegaban esas diferentes estaciones, o qué las causaba, no tenían la más remota idea, y es en extremo dudoso que a alguno se le hubiera ocurrido alguna vez la pregunta; pero no cabe duda del hecho de que ninguno de ellos sabía. Desde su más tierna infancia se les había enseñado a desconfiar de su propia inteligencia y a dejar la gestión de los asuntos de este mundo —y, en ese sentido, también del otro— a sus mejores; y ahora la mayoría de ellos era absolutamente incapaz de pensar en ningún tipo de asunto abstracto. Casi todos sus mejores —esto es, las personas que no hacen nada— aceptaban unánimemente que el sistema actual es muy bueno y que es imposible alterarlo o mejorarlo. Por tanto, pese a que no sabían nada de nada al respecto, Crass y sus compañeros aceptaban como un hecho inmutable e incontrovertible que el estado de cosas vigente era inamovible. Lo creían porque alguien les había dicho que lo creyeran. Habrían creído cualquier cosa, con una condición, a saber: que sus mejores les hubieran dicho que lo creyeran. Ellos decían que ciertamente no era para Personas como Ellos pensar que sabían más que aquellos que habían recibido más educación y disponían de infinidad de tiempo para estudiar.
A medida que iba progresando el trabajo en el salón, Crass fue abandonando la esperanza de que Owen lo echara a perder. Algunas habitaciones de arriba estaban ya listas para empapelar. Se encomendó a Slyme que empezara ese trabajo, apartando a Bert de Owen para que acompañara a Slyme como ayudante para encolar, y se dispuso que Crass ayudara a Owen cada vez que éste necesitara que alguien le echara una mano.
Sweater se presentó allí con frecuencia a lo largo de esas cuatro semanas, pues estaba interesado en el progreso del trabajo. En esas ocasiones, Crass se las arreglaba siempre para estar presente en el salón y proporcionaba la mayor parte de la conversación. Owen estaba muy satisfecho con esta disposición, pues siempre se sentía incómodo conversando con un hombre como Sweater, que hablaba de un modo ofensivamente paternalista y esperaba que la gente corriente le rindiera cortesía y le llamara “señor” en cada réplica. Crass, sin embargo, parecía disfrutar haciendo ese tipo de cosas. No es exactamente que se postrara en el suelo cuando Sweater le hablaba, pero lograba transmitir la impresión de que estaba dispuesto a hacerlo si se deseaba.
En el exterior de la casa, Bundy y sus compañeros habían cavado zanjas profundas en el terreno húmedo en el que estaban tendiendo nuevas canalizaciones. Esta tarea, como la de pintar el interior de la casa, estaba casi concluida. Era una labor penosa. Como hizo muy mal tiempo durante cierto periodo y el suelo estaba empapado de agua de lluvia y había barro por todas partes, la ropa y las botas de los hombres se habían enfangado. Pero lo peor de este trabajo era el olor. Las canalizaciones viejas estaban deterioradas y había fugas. Pocos centímetros por debajo de la superficie, el suelo estaba saturado de una humedad fétida y de la tierra abierta emanaba un hedor como el de un millar de cadáveres putrefactos. La ropa de los hombres que trabajaban en las zanjas acabó impregnada de este horrendo aroma y, de este modo, también los propios hombres.
Decían que no dejaban de olerlo y saborearlo todo el tiempo, aun cuando estuvieran lejos del trabajo, en su casa, y en las horas de las comidas. Pese a que fumaran pipa continuamente cuando estaban trabajando —para lo que Miserias les había concedido permiso de mala gana— en varias ocasiones Bundy y uno u otro de sus compañeros sufrían algún ataque de vómitos.
Pero, cuando empezaron a darse cuenta de que la finalización de la obra estaba a la vista, una especie de pánico se apoderó de los obreros, en especial de aquellos que habían sido contratados los últimos y que, por tanto, serían los primeros en “ser apartados”. No obstante, Easton se sentía bastante seguro de que Crass haría todo lo posible por mantenerle hasta el fin de obra, pues últimamente habían congeniado bastante y solían pasar juntos unas cuantas tardes a la semana en el Cricketers.
—Aquí va a haber una carnicería enseguida —comentó un día Harlow a Philpot mientras estaban pintando las barandillas de la escalera—. Calculo que la semana próxima estará a punto de acabarse el interior.
—Y fuera la cosa no va llevar mucho tiempo, ya sabes —respondió Philpot.
—No tién ingún otro encargo, ¿verdad?
—Que yo sepa, no —respondió Philpot con aire lúgubre—, y tampoco creo que lo tenga nadie.
—¿Conoces ese sitio pequeño que llaman “El Kiosko”, en el centro, en la Gran Avenida, cerca del templete los músicos? —preguntó Harlow al cabo de una pausa.
—¿Donde vendían refrescos?
—Sí, pues es de la Corporación, ¿sabes?
—Últimamente estaba cerrao, ¿no?
—Sí, la gente que lo llevaba no podía hacerlo rentable; pero anoche oí que Grinder, el mayorista de fruta, va a volver a abrirlo. Si es cierto, habrá algo de trabajo para alguien, porque habrá que reformarlo.
—Bueno, espero que salga —respondió Philpot—. Será un trabajo para unos cuantos desgraciaos.
—Digo yo si habrán encargao ya alguien las persianas venecianas desta casa —comentó Easton después de una pausa.
—No sé —respondió Philpot.
Volvieron a sumirse en el silencio durante un rato.
—Me gustaría saber qué hora es —dijo por fin Philpot—. No sé cómo vas tú, pero yo empiezo a querer almorzar.
—Es justo lo que estaba pensando; no pué quedar mucho ya. Hace casi media hora que bajó Bert pacer el té. Se me está haciendo la mañana larga del demonio.
—Igual ca mí —dijo Philpot. Asómate arriba y pregunta a Slyme qué hora es.
Harlow dejó la brocha atravesada en lo alto de su lata de pintura y subió las escaleras. Llevaba un par de zapatillas de paño y caminaba despacio, pues no quería que Crass oyera que había interrumpido el trabajo, así que sin intención ninguna de espiar a Slyme, llegó sin ser oído a la puerta de la habitación en la que aquél trabajaba y, al entrar de repente, sorprendió a Slyme —que estaba de pie junto a la chimenea— en el acto de partir todo un rollo de papel pintado con la rodilla como quien rompe una vara. A su lado, en el suelo, había lo que antes era otro rollo, también partido en dos pedazos. Cuando Harlow entró, Slyme se sobresaltó y se puso colorado y se obnubiló. Reunió a toda prisa los rollos rotos y, agachándose, encajó los pedazos en el tiro de la chimenea y cerró la compuerta.
—¿De qué va este juego? —preguntó Harlow.
Slyme se reía fingiendo despreocupación, pero le temblaban las manos y la cara se le había quedado muy pálida.
Tenemos que cubrirnos las espaldas de algún modo, Fred, ya sabes —dijo.
Harlow no respondía. No entendía. Después de romperse la cabeza unos minutos, abandonó.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Las doce menos cuarto —dijo Slyme y, cuando Harlow se iba, añadió—: No le cuentes nada del papel a Crass, ni a nadie de los otros.
—No diré nada —respondió Harlow.
Poco a poco, mientras le iba dando vueltas, Harlow empezó a comprender el sentido de la destrucción de los dos rollos de papel pintado. Slyme trabajaba a destajo con el empapelado… a tanto por rollo colocado. Las cuatro habitaciones de arriba se habían empapelado con el mismo papel y Hunter, a quien no sobraban destrezas en estas cuestiones, había enviado a todas luces más papel del necesario. Al deshacerse de esos dos rollos, Slyme podría conseguir que pareciera que había colocado dos rollos más de los que en realidad había puesto. Los había roto para poder llevárselos de la casa a hurtadillas y los había ocultado en lo alto del tiro de la chimenea hasta que encontrara la oportunidad de escondérselos. Harlow acababa de alcanzar la solución de este problema cuando, al oír crujir el tramo inferior de la escalera, se asomó y vio a Miserias arrastrándose sigilosamente hacia arriba. Había venido a ver si alguien había dejado de trabajar antes de la hora estipulada. Pasando junto a los dos trabajadores sin hablar, ascendió al siguiente piso y entró en la habitación donde estaba Slyme.
—Será mejor que no hagas esta habitación todavía —dijo Hunter—. Van a poner una chimenea y una repisa nuevas.
Se acercó a la chimenea y se quedó mirándola pensativo unos minutos.
—Bueno, no es mala chimenea, ¿verdad? —comentó—. Podremos usarla en algún otro sitio.
—Sí, está muy bien —dijo Slyme, a quien latía el corazón como un martillo neumático.
—Vale para una habitación principal de una casa de campo —prosiguió Miserias agachándose para examinarla más de cerca—. No veo que tenga nada roto.
Puso la mano en la compuerta e intentó en vano abrirla.
—Hmm, aquí pasa algo raro —comentó al tiempo que tiraba con más fuerza.
—Lo más probable es que haya caído dentro algún ladrillo o algo de yeso —dijo Slyme con la voz entrecortada, acudiendo en ayuda de Miserias—. ¿Trato de abrirla yo?
—No te preocupes —respondió Nemrod poniéndose de nuevo de pie—. Será lo que tú dices. Me ocuparé de que manden la nueva chimenea después de la comida. Bundy puede colocarla esta tarde y, luego, tú te pones a empapelar en cuanto quieras.
Diciendo esto, Miserias salió de la habitación, bajó la escalera y abandonó la casa, y Slyme se secó el sudor de la frente con el pañuelo. Luego, se arrodilló y, abriendo la compuerta, sacó los rollos de papel rotos y los escondió en la chimenea de la habitación contigua. Mientras lo hacía, el sonido del silbato de Crass dejó un pitido estridente por toda la casa.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Philpot con entusiasmo mientras dejaba la brocha en lo alto de su lata y se unía a las prisas generalizadas por llegar a la cocina. Aquí la escena ya resulta familiar para el lector. Por asientos, los dos pares de borriquetas colocadas a los lados y paralelas entre sí, separadas por unos dos metros y medio y formando ángulo recto con la chimenea y con el tablón largo atravesado encima; y las cubetas de pintura y los cajones del aparador del revés. El suelo sin barrer y lleno de suciedad, trozos de papel, terrones de yeso, pedazos de tubería de plomo y barro seco; y, en el medio, el balde humeante de té cargado y la colección de tazas resquebrajadas, botes de mermelada y latas de leche condensada. Y sobre los asientos, los hombres con su ropa gastada y, en algunos casos, harapienta, sentados y comiendo su tosca comida y haciendo sus chistes.
Era un espectáculo patético y prodigioso y, al mismo tiempo, despreciable. Patético que los seres humanos se vean condenados a pasar la mayor parte de su vida rodeados de semejante entorno, porque se debe recordar que la mayor parte de su tiempo lo pasaban en una u otra obra. Cuando estuviera acabada “La Caverna”, acudirían a otro «trabajo» similar, si es que tenían la suerte de encontrarlo. Prodigioso porque, pese a que sabían que hacían más de lo que les correspondía de su cuota del magnífico trabajo de producir los bienes esenciales y las comodidades de la vida, ¡no creían que tuvieran derecho a recibir una parte proporcional de las cosas buenas que contribuían a generar! Y despreciable porque, si bien veían a sus hijos condenados a la misma vida de degradación, trabajo duro y privaciones, se negaban sin embargo a contribuir a alumbrar un estado de cosas mejor. La mayoría de ellos pensaba que lo que era lo bastante bueno para ellos, era también lo bastante bueno para sus hijos.
Parecía como si contemplaran a sus hijos con una especie de desdén, como si sólo fueran adecuados para crecer hasta convertirse en sirvientes de los hijos de personas como Rushton o Sweater. Pero se debe recordar que los habían enseñado a despreciarse cuando eran niños. En las denominadas escuelas “cristianas” a las que asistieron entonces se les enseñó a “someterse humilde y fervorosamente a sus mejores”, ¡y ahora, a su vez, enviaban de hecho a sus propios hijos a aprender las mismas enseñanzas degradantes! Tenían una vasta consideración por sus mejores y por los hijos de sus mejores, pero muy poca por sus propios hijos, por sí mismos y los unos por los otros.
¡Esa era la razón por la que se sentaban con sus harapos y almorzaban su comida basta y soltaban sus chistes aún más bastos y bebían té requemado y se daban por satisfechos! Mientras hubiera Trabajo en Abundancia y mucho —Algo— para comer y la ropa gastada de otro que ponerse, ¡se daban por satisfechos! Y estaban orgullosos. Se vanagloriaban. Aceptaban y se aseguraban entre sí que las cosas buenas de la vida no eran para “la Gente como Ellos”, ni para sus hijos.
—¿Qué ha sido del Profesor? —preguntó el caballero que se sentaba en el rincón, en el cubo del revés, refiriéndose a Owen, que todavía no había bajado de su faena.
—A lo mejor está preparando el sermón —comentó Harlow con una carcajada.
—Últimamente, desde que está en esa habitación no hemos tenido muchas conferencias suyas —señaló Easton—. ¿Verdá?
—¡Bendito trabajo! —exclamó Sawkins—. Me saca quicio oírle decir siempre lo mismo, una y otra vez.
—Pobre Frank —comentó Harlow—. Se disgusta con esas cosas, ¿no?
—¡Más tontos él! —dijo Bundy—. Yo me cuidaría mucho de andar muriéndome de preocupación como él por malditas las tonterías.
—Yo creo queso es lo que lace parecer tan enfermo —apuntó Harlow—. Esta mañana bía veces que no he podido evitar oír que no dejaba de toser.
—Pensé cahora estaba un poco mejor —comentó Philpot—, más alegre, más impático y con más ganas de divertirse un poco.
—Es un tipo bastante divertido, ¿no? —dijo Bundy—. Un día muy contento, cantando, haciendo chistes y contando historias, y al día siguiente apenas diz una palabra.
—Un maldito papanatas, eso me pareza mí —intervino el hombre de la cubeta—. ¿Para qué demonios nos sirve a gente como nosotros andar rompiéndonos la cabeza con la política?
—Bueno, yo no lo veo así —respondió Harlow—. Votamos y, en realidad, somos la gente que controla los asuntos del país, así que supongo que deberíamos tomarnos algún interés en ella pero, al mismo tiempo, no veo ningún sentido a este chanchullo socialista del que Owen no para de hablar.
—No, ni nadie —dijo Crass con una sonrisa de mofa.
—Y aunque todo el maldito dinero del mundo se repartiera por igual —dijo el hombre del cubo, en tono serio—, ¡no serviría de nada! Al cabo seis meses taría tó de nuevo en las mismas manos.
—Claro —coincidió todo el mundo.
—¡Pero el otro día se locurrió decir quel dinero no era bueno en absoluto! —comentó Easton—. ¿Nos acordáis que dijo quel dinero era la principal causa la pobreza?
—Y es la principal causa de la pobreza —dijo Owen, que entraba en ese momento.
—¡Hurra! —gritó Philpot desatando unas aclamaciones que los demás acompañaron—. Ha llegado el Profesor y ahora pasará a hacer algunos comentarios.
La agudeza fue acogida con un rugido de júbilo.
—Tengamos primero lalmuerzon paz, por el amor de Dios —reclamó Harlow con desdén burlón.
Cuando Owen se sentó en su lugar habitual, después de haber llenado la taza de té, Philpot se puso de pie con solemnidad y, mirando a su alrededor, a la concurrencia, dijo:
—Caballeros, con su amable permiso, tan pronto como el Profesor haya terminado su almuerzo pronunciará su célebre conferencia, titulada “El dinero, la principal causa de andar sin un chavo”, que demuestra que el dinero no es bueno para nadie.
Al final de la conferencia se realizará una colecta para dar un poco de ánimo al conferenciante.
Y Philpot volvió a su asiento en medio de vítores.
En cuanto terminaron de almorzar, parte de los hombres empezó a hacer comentarios sobre la conferencia, pero Owen sólo se reía y seguía leyendo el trozo de periódico en el que había llevado envuelta su comida. Por lo general, la mayoría de los hombres salía a dar un paseo después de almorzar, pero como resultaba que ese día llovía, estaban decididos, si era posible, a que Owen cumpliera el compromiso hecho en su nombre por Philpot.
—Vamos a buchear lun poco —dijo Harlow.
Y la propuesta se llevó a cabo de inmediato; abucheos, quejidos y silbidos inundaron el aire, mezclados con gritos de “¡Fraude!”, “¡Impostor!”, “¡Devuélvenos el dinero!”, “¡Vamos a destrozar el salón!” y otros.
—¡Vamos! —lloriqueó Philpot poniendo la mano en el hombro de Owen—. Demuestra que el dinero es la causa de la pobreza.
—Una cosa es decirlo y otra demostrarlo —se burló Crass, que estaba deseoso de encontrar una oportunidad para sacar el recorte del Obscurer, demorado tanto tiempo.
—El dinero es la verdadera causa de la pobreza —dijo Owen.
—Demuéstralo —repitió Crass.
—El dinero es la causa de la pobreza porque es el mecanismo por el que a quienes son demasiado perezosos para trabajar se les permite robar a los trabajadores los frutos de su trabajo.
—Demuéstralo —dijo Crass.
Owen dobló cuidadosamente el trozo de periódico que estaba leyendo y se lo guardó en el bolsillo.
—Muy bien —respondió—. Os enseñaré cómo se ha inventado la Gran Trampa del Dinero.
Owen abrió la cesta de la comida y sacó de ella dos rebanadas de pan, pero como no eran suficientes pidió que alguien a quien hubiera sobrado pan, se lo entregara. Le dieron varios trozos, que colocó en un montón sobre un pedazo de papel limpio y, después de tomar prestadas de Easton, Harlow y Philpot las navajas que utilizaban para cortar y comer la comida, se dirigió a ellos del siguiente modo:
—Estos trozos de pan representan las materias primas que existen de forma natural dentro y en la superficie de la tierra para el uso de la humanidad; no las ha fabricado ningún ser humano, sino que fueron creadas por el Gran Espíritu para beneficio y sustento de todos, igual que el aire y la luz del sol.
—Hace bastante que no veo a otro hombre hablar con tanto nestidá —dijo Harlow guiñando un ojo a los demás.
—Sí, amigo —dijo Philpot—. ¡Cualquiera estaría de acuerdo con eso! ¡Está claro como el fango!
—Bueno —continuó Owen—. Yo soy un capitalista; o, mejor dicho, represento a la clase terrateniente y capitalista. Eso quiere decir que todas estas materias primas me pertenecen. Para este razonamiento no importa cómo tuve posesión de ellas, o si de verdad tengo derecho a ellas; lo único que importa ahora es el hecho reconocido de que todas las materias primas que son necesarias para la producción de los bienes básicos de la vida son en este momento propiedad de la clase Terrateniente y Capitalista. Yo soy esa clase: todas estas materias primas me pertenecen.
—¡No está mal! —aceptó Philpot.
—Ahora, vosotros representáis a la Clase Trabajadora; no tenéis nada y, en lo que a mí se refiere, aunque yo tengo todas estas materias primas, no tienen utilidad para mí…, lo que necesito son… las cosas que se pueden obtener de estas materias primas mediante el Trabajo. Pero como yo soy demasiado perezoso para trabajar, he inventado la Trampa del Dinero con el fin de que trabajéis por mí. Pero primero debo aclarar que poseo algo más, aparte de las materias primas. Estas tres navajas representan… toda la maquinaria de producción: las fábricas, las herramientas, los ferrocarriles, etcétera, sin los cuales no se pueden producir en abundancia los bienes básicos para la vida. Y estas tres monedas —dijo sacando del bolsillo tres medios peniques— representan mi Capital Monetario.
“Pero antes de seguir —dijo Owen interrumpiéndose—, es muy importante que recordéis que se supone que yo no soy simplemente ‘un’ capitalista. Yo represento a toda la Clase Capitalista. Se supone que vosotros no sois sólo tres trabajadores…,
vosotros representáis a toda la Clase Trabajadora”.
—Vale, vale —dijo Crass con impaciencia—, todos lo entendemos. Sigue con ello.
Owen pasó a cortar una de las rebanadas de pan en una serie de taquitos pequeños.
—Esto representa las cosas que se producen mediante el trabajo, con ayuda de la maquinaria, a partir de las materias primas. Supongamos que estos tres taquitos representan… una semana de trabajo. Supongamos que una semana de trabajo vale… una libra. Y supongamos que cada uno de estos medios peniques es un soberano[1]. Podríamos representar mejor la trampa si tuviéramos soberanos de verdad, pero se me olvidó traerlos.
—Yo te prestaría alguno —dijo Philpot, lamentándolo—, pero me dejaol bolson cima del piano cola.
Por una extraña coincidencia, resulta que nadie llevaba nada de oro encima, así que se decidió arreglarlo con medios peniques.
—Bueno, pues así es como funciona la trampa…
—Antes de seguir —interrumpió Philpot con inquietud—, ¿no te parece que sería mejor que alguien vigilara la puerta por si aparece algún poli? No queremos que nos lleven presos.
—No creo que haya necesidad —respondió Owen—, sólo hay una poli que nos podría molestar por jugar a esto, y son los Agentes del Socialismo.
—No te preocupes por el Socialismo —dijo Crass, irritado—. Sigue con la maldita trampa.
Owen se dirigió entonces a las clases trabajadoras, representadas por Philpot, Harlow e Easton.
—Decís que necesitáis empleo y, como yo soy la bondadosa clase capitalista, voy a invertir todo mi dinero en diferentes industrias, para daros Trabajo en Abundancia. Pagaré a cada uno de vosotros una libra por semana, el trabajo de una semana es…, debéis producir cada uno tres de estos taquitos. Por hacer este trabajo recibiréis cada uno vuestro salario. El dinero será vuestro, podréis hacer con él lo que queráis y, por supuesto, las cosas que produzcáis serán mías y yo haré con ellas lo que quiera. Cada uno de vosotros cogerá una de estas máquinas y, tan pronto como haya concluido el trabajo de una semana, recibirá su dinero.
En consecuencia, las Clases Trabajadoras se pusieron a trabajar y la clase Capitalista se sentó a observarlas. Tan pronto como hubieron terminado, entregaron los nueve taquitos a Owen, que los colocó a su lado sobre un trozo de papel y pagó el salario a los trabajadores.
—Estos taquitos representan los bienes esenciales para la vida. No podéis vivir sin parte de estas cosas, pero como me pertenecen, tendréis que comprármelas: el precio de estos taquitos es de… una libra cada uno.
Como las clases trabajadoras necesitaban los bienes esenciales de la vida, y como no podían comerse, beberse, ni ponerse el dinero, que era inservible, se veían obligadas a aceptar las condiciones del bondadoso Capitalista. Todos compraron y, al instante, consumieron un tercio del fruto de su trabajo. La clase capitalista también devoró dos de los taquitos y, por tanto, el resultado de la semana de trabajo era que el bondadoso capitalista había consumido las cosas producidas mediante el trabajo de los demás por valor de dos libras y, tasando los taquitos en su valor de mercado de una libra cada uno, había más que duplicado su capital, pues todavía poseía las tres libras en dinero y, además, bienes por valor de cuatro libras. En lo que se refería a las clases trabajadoras, Philpot, Harlow e Easton, una vez que hubieron consumido los bienes necesarios que por valor de una libra habían comprado con su salario, volvían a estar exactamente en la misma situación que cuando empezaron a trabajar: no tenían nada.
Este proceso se repitió varias veces: por cada semana de trabajo, los productores recibían su salario. Seguían trabajando y gastando todas sus ganancias. El bondadoso capitalista consumía el doble que cualquiera de ellos y su pila de riqueza no dejaba de crecer. Al cabo de un rato, contabilizando los taquitos por su valor de mercado de una libra cada uno, él tenía aproximadamente cien libras y las clases trabajadoras seguían en la misma situación que cuando empezaron y seguían trabajando como bestias como si su vida dependiera de ello.
Al cabo de un rato, el resto de la concurrencia empezó a reír, y su júbilo se acrecentó cuando el bondadoso capitalista, justo después de haber vendido una libra de bienes esenciales a cada uno de sus trabajadores, de repente, les quitó las herramientas —la Maquinaria de Producción, las navajas—, y les informó de que, como debido a la Sobreproducción todas sus tiendas y almacenes estaban abarrotados de bienes esenciales para la vida, había decidido cerrar las fábricas.
—Bueno, ¿y qué diantres vamos a hacer ahora? —reclamó Philpot.
—Eso no es cosa mía —respondió el bondadoso capitalista—. Yo os he pagado vuestro salario y os he dado Trabajo en Abundancia durante mucho tiempo. No tengo más trabajo para vosotros en este momento. Pasaros por aquí dentro de unos meses y veremos qué puedo hacer.
—¿Y qué pasa con los bienes esenciales para la vida? —preguntó Harlow—. Nos hace falta algo para comer.
—Claro, tenéis que comer —respondió el capitalista afablemente—, y muy gustosamente os venderé lo que queráis.
—¡Pero no tenemos dinero!
—Bueno, ¡no esperaréis que os entregue mis bienes a cambio de nada! Vosotros no trabajasteis para mí a cambio de nada, ya veis. Yo os pagué vuestro trabajo y vosotros deberíais haber ahorrado algo: deberíais haber sido ahorrativos como yo. ¡Mirad cómo me ha ido a mí por ser ahorrativo!
Los desempleados se miraban sin comprender, pero el resto no hacía más que reír; y entonces, los tres desempleados empezaron a insultar al bondadoso capitalista y a exigirle que les diera parte de los bienes necesarios para la vida que él había acumulado en sus almacenes, o que les permitiera trabajar y producir más para cubrir sus necesidades; e incluso le amenazaron con arrebatarle por la fuerza parte de las cosas si no se avenía a satisfacer sus demandas. Pero el bondadoso capitalista les dijo que no fueran insolentes, y les habló de la honestidad y les dijo que si no se andaban con cuidado haría que la policía les machacara la cabeza o que, si era necesario, llamaría al ejército y haría que los fusilaran como a perros, igual que había sucedido ya en Featherston y Belfast[2].
—Claro —prosiguió el bondadoso capitalista—, si no fuera por la competencia exterior yo podría vender estas cosas que habéis producido, y entonces podría ofreceros Trabajo en Abundancia otra vez: pero hasta que las hayamos vendido a alguien, o hasta que yo mismo las haya utilizado, tendréis que permanecer sin hacer nada.
—Bueno, estos el puto colmo, ¿no? —dijo Harlow.
—Lo único que se me ocurre —dijo Philpot con tristeza— es hacer una marcha de desempleados.
—Buena idea —dijo Harlow, y los tres empezaron a desfilar por la habitación en fila india, cantando:
“¡No tenemos trabaaaaaaaajo!
¡No tenemos trabaaaaaaajo!
Por haber trabajao demasiaaaaaao,
¡Ahora no tenemos trabaaaaaajo!”.
Mientras desfilaban, la multitud se burlaba de ellos y les hacía comentarios ofensivos. Crass dijo que cualquiera se daría cuenta de que eran un hatajo de vagos, de holgazanes borrachos que no habían trabajado un solo día en su vida y que no pretendían hacerlo jamás.
—Así nunca conseguiremos nada, me parece —dijo Philpot—. Probemos con el truco la religión.
—Muy bien —coincidió Harlow—. ¿Qué les ofrecemos?
—¡Ya sé! —gritó Philpot después de un instante de deliberación—. Let me lower lights be burning. Eso siempre les aflojal bolsillo.
En consecuencia, los tres desempleados reanudaron su marcha en torno a la habitación, cantando lastimeramente e imitando el quejido habitual de los pedigüeños:
“Trim your fee-bil lamp me briter-in,
Some poor sail-er tempest torst,
Strugglin’ ‘ard to save the ‘arb-er,
Hin the dark-niss may be lorst,
So let me lower lights be burning,
Send ‘er gleam acrost the wave,
Some poor shipwrecked, struggling seaman,
You may rescue, you may sabe[3]”.
—Queridos amigos —dijo Philpot quitándose la gorra y dirigiéndose a la multitud—, todos nosotros somos trabajadores honrados, pero llevamos sin trabajo los últimos veinte años a cuenta de la competencia extranjera y la sobreproducción. No hemos venido porque seamos demasiado perezosos para trabajar; es porque no podemos encontrar empleo. Si no fuera por la competencia extranjera, los bondadosos capitalistas ingleses podrían vender sus artículos y darnos Trabajo en Abundancia, y si ellos pudieran, os aseguro que todos nosotros estaríamos absolutamente dispuestos a seguir trabajando y satisfechos de hacerlo hasta echar el puto bofe en beneficio de nuestros patrones durante el resto de nuestras vidas. Tenemos ganas de trabajar: eso es lo único que pedimos, Trabajo en Abundancia, pero como no podemos conseguirlo nos vemos obligados a salir aquí y pediros la chatarra que os sobre para conseguir un mendrugo de pan y un lugar donde pasar la noche.
Mientras Philpot sostenía la gorra para pedir donativos, algunos hicieron el gesto de escupir en ella, pero los más caritativos depositaron algunos trozos de rescoldos o de porquería cogida del suelo y el bondadoso capitalista se sintió tan conmovido por la imagen de tanta desgracia que les dio uno de los soberanos que llevaba en el bolsillo: pero como esto no les valía para nada de inmediato, se lo devolvieron a cambio de uno de los pequeños taquitos de bienes básicos para la vida, que se repartieron y devoraron con ansia. Y cuando hubieron terminado de almorzar, se reunieron en torno al filántropo y cantaron Porque es un muchacho excelente…, y a continuación Harlow propuso que le preguntaran si aceptaría ser candidato al Parlamento.
Este texto corresponde al capítulo 21 de la novela Los filántropos en harapos, que acaba de publicar la editorial Capitán Swing, traducida por Ricardo García Pérez. Publicada en 1914 e inédita en España, es una novela explícitamente política, considerada un clásico de la literatura obrera. Ofrece una visión global de la vida social, política, económica y cultural de Inglaterra en un momento en que el socialismo estaba empezando a ganar terreno. George Orwell elogió su capacidad para transmitir sin sensacionalismo el detalle real del trabajo manual.
Robert Tressell fue el seudónimo que utilizó Robert Noonan por temor a ser incluido en alguna lista negra por sus opiniones políticas. El apellido alude a la mesa de empapelador propia de su oficio. Hay pocas certezas acerca de las dos primeras décadas de vida de Tressell. Fue hijo ilegítimo de Robert Crooker (oficial de policía) y Mary Noonan, a finales de la década de 1880 emigró a Suráfrica, donde contrajo matrimonio y tuvo una hija, y destacó por su habilidad como pintor y decorador. Pero también forjó su radicalismo político en los albores del movimiento sindical. Separado de su esposa, regresó con su hija a Inglaterra en 1901, instalándose en Hastings, donde vivió y continuó ejerciendo su oficio y participando activamente en el movimiento obrero. Trabajó para diferentes empresas y redactó su obra entre 1906 y 1908, aunque no se publicó por primera vez, y sólo de forma abreviada, hasta tres años después de su muerte por tuberculosis.
Notas
[1] Un soberano es una moneda de oro de reserva con un valor nominal de una libra.
[2] Célebres incidentes que comportaron el uso de la fuerza militar para aplastar revueltas de trabajadores en huelga. En 1893, los disturbios en la industria en Featherstone Colliery, en Yorkshire, desembocaron en el asesinato a tiros de dos hombres por parte de las tropas enviadas para hacer frente a la situación. En 1907 se produjo un suceso similar en Belfast, cuando la policía irlandesa se declaró en huelga por cuestiones salariales, sindicales y relativas a las condiciones de trabajo; fueron sustituidos por 7.000 soldados llegados de Dublín y en agosto de ese año los defensores de la policía de Belfast fueron reprimidos por el ejército y dos personas murieron como consecuencia de disparos.
[3] El himno podría traducirse como Enviadme tenues luces y la estrofa, al modo en que se transcribe: “Alumbrad conté nuesluces, hermanos / almarinér osacudí donlatormenta / que lucha por llegara puerto / perdidón loscuridá. / Enviad meté nuesluces / vuestros desté llos por las olas / alpobrenáu frago que lucha / por su rescá teysál vación”.