No podemos calcular los ingresos,
porque los impuestos han sido suprimidos
Lenin[1]
Sin desmarcarse de la obviedad, un sociólogo objetó que “las investigaciones de El capital se hicieron para confirmar una doctrina preestablecida, en vez de ser esa doctrina el resultado de alguna investigación”[2]. Menos obvio es recordar que Marx se detuvo bruscamente cuando sus manuscritos contenían la totalidad de los cuatro volúmenes previstos, y solo faltaba precisar cómo el plusvalor se convierte en tasa de beneficio. Lejos de usar escritos ulteriores, Engels hubo de completar esa omisión recurriendo a escritos previos, quizá porque la irrupción del marginalismo dinamitaba el puente entre valor de cambio y “trabajo social medido por unidad de tiempo”, imponiendo no solo combatir contra las estadísticas sino contra un modo menos tortuoso de pensar los precios[3].
La ferocidad con la cual trata Marx a los economistas de su generación le valdrá descalificaciones análogas[4], así como juicios más ponderados. Galbraith no pone en duda la agudeza de su pensamiento, aunque el influjo de “un ánimo poco equitativo y bastante ofuscación” explica por qué “la historia y el desarrollo de la sociedad económica fueron tan inmisericordes con él”[5]. Schumpeter le considera no solo un profeta sino un científico, pionero a la hora de introducir factores dinámicos en la estructura económica, sin perjuicio de que El capital sea un libro “difuso y repetitivo, inconcluso en la argumentación de un sistema gravemente equivocado, incapaz de no violentar los hechos”[6]. Marx se vio a sí mismo siempre como un devoto de la objetividad —y denunció “la arrogancia repulsiva de todos los vendedores de panaceas”[7]—, sin perjuicio de ignorar el estado de cosas en algunas ocasiones.
Por ejemplo, especifica la página del Wealth of Nations donde Smith declara que “el salario normal es el más bajo compatible con la simple humanidad, es decir: una existencia propia de bestias”[8], cuando Smith escribe allí que “el salario del trabajo no está en ningún punto de este país regulado por la tasa más baja conciliable con la humanidad común”[9], y ese capítulo —el 8 de la primera parte— menciona poco después claros progresos “en la recompensa real del salario durante la presente centuria”[10].
También pone en boca de Gladstone que “este embriagador aumento de riqueza y poder […] se limita enteramente a las clases acomodadas”, cuando según las actas parlamentarias dijo: “Contemplaría casi con aprensión y pena este embriagador aumento de riqueza y poder si creyera que se restringe a las clases acomodadas”[11]. Enfrentado a la disparidad, y aun admitiendo que ni había asistido a aquella reunión de los Comunes ni podía aportar datos de apoyo en la prensa, adujo que “Gladstone maquilló a posteriori su versión, ingeniándoselas para escamotear un pasaje harto comprometedor”[12].
Nada tiene de nuevo que la intensidad de nuestras expectativas y representaciones distorsione el mero estado de cosas, pero el presente ensayo no reconstruye la evolución del comunismo para confirmar o desmentir alguna hipótesis, sino para ver de cerca algo que se defiende y refuta a sí mismo, como el resto de los fenómenos históricos, demostrando una y otra vez que lo cortés no quita lo valiente. Nuestra cultura no conoce quizá una amalgama tan perfecta de erudición y delirio, ni por tanto un modo mejor de percibir cómo las facultades del homo sapiens potencian en ocasiones las del homo demens, presto a todo con tal de lograr que lo real y lo ideal coincidan.
I. Fundamentos para una filosofía de la sospecha
Lejos de ser circunstancial, el estilo es la forma del contenido, y entre las peculiaridades expresivas de Marx están una frecuente inversión del sujeto y el predicado[13], servirse de las comillas no para enmarcar citas sino para sugerir contradicción en los términos[14], un uso abrumador de la palabra subrayada[15] e incluso dos signos de exclamación[16]. Dichos recursos corresponden a un genio satírico de grandes proporciones, comparable con el de Aristófanes, Juvenal o Quevedo, donde el lenguaje grueso opera como pedernal para la chispa[17]. Antes de terminar la primera sección de El capital somos informados de que Bastiat es “un pigmeo”, MacCulloch “menea aduladoramente el rabo”, Stuart Mill es “insípido”, Say es “insulso”, Proudhon es “filisteo” y Senior “está crudo”[18]. Incluso Hegel padece “una aturdida y repugnante incoherencia”[19]. En el Epílogo a su reedición observa que:
“los portavoces cultos e ignaros de la burguesía alemana procuraron aniquilar con su silencio El capital, como lograron hacer con mis obras anteriores. Los tartamudos parlanchines de la economía alemana reprueban el estilo de mi obra y mi sistema expositivo, aunque nadie puede juzgar más severamente que yo sus deficiencias literarias”[20].
El sentido crítico se gradúa del insulto directo a la falta de alguna sutileza, y donde otros escritores mantienen una distancia irónica él muestra una combinación de superioridad altiva y sed de reconocimiento. De ahí que el Epílogo siga colacionando tres reseñas elogiosas[21] —una de ellas durante un centenar de líneas—, para demostrar que “el señor Marx se coloca con este tratado al nivel de las mentes analíticas más eminentes”[22]. Mucho más expresivo de su grandeza había sido repetir el “soy un apestado, como Job, pero no temo a Dios”, pues ni siquiera le disuadió la embarazosa situación de un mesías cuyos servicios no se solicitan mayoritariamente. Lo único que su orgullo iba a vedarle fue un sentido del humor que desde Aristóteles se define como educada disconformidad ante lo feo[23].
Reivindicando lo necesario de “compartir”, su vida discurre torturada entre el “cruel pago al contado” y el “usurero interés del crédito”, dos costumbres que aligeradas de sus adjetivos no dejaban de parecerle oportunas a buena parte de la ciudadanía. Parejamente arduo resultaba convencer de que el orden económico es prescindible, poniendo en lugar de la siempre privada responsabilidad personal[24] el “de cada cual según sus aptitudes, a cada cual según sus necesidades”. Lejos de ser arbitraria, la aspereza formal de su estilo responde a un contenido tan desgarrador como la paz conquistada mediante guerra civil, y más precisamente a su capacidad para pensar el mundo como un guante ofrecido del revés, que podemos volver del derecho rasgando el velo de secreto y misterio creado por la institución de los precios.
Byron, que dormía con bigudíes “para disponer de rizos desde el desayuno”, no dejó de sugerir en su Don Juan (1824) algo tan pertinente para la promesa mesiánica actualizada como que “el fruto de la ciencia es amargo, porque su árbol no es el de la vida”. Retomando esa línea, Marx trasmuta la nostalgia por haber elegido el árbol erróneo en decisión de crear un paraíso terrenal, donde el árbol de la ciencia será siempre el de la vida si la especie evita el escamoteo (“mistificación”) ligado a fetiches que nacieron al tasarse las cosas, imponiendo primero el trueque y luego el dinero. Cuando el valor de cambio triunfó sobre el de uso las cosas comunes desaparecieron, mecanismos encubridores se apoderaron de la “realidad física sensible” y los humanos se avinieron de modo más o menos consciente a la rapiña del individualismo, enajenando su esencia social.
Aunque no hubiese elemento novedoso en llamar restitución a la expropiación, la perspectiva del secreto y sus encubridores inauguraba una filosofía construida sobre la sospecha, capaz de proyectar lo antes introyectado y ver en la realidad el fruto de escamoteos sucesivos, un hilo conductor retomado por Nietzsche algo después[25]. Nada impide que el acto de sospechar y el acto de investigar mantengan una relación tan estrecha como la sugerida por Sherlock Holmes, descubriendo el lado oculto de las cosas al observar con gran finura su lado manifiesto. Con todo, tanto Holmes como los detectives de carne y hueso mantienen la desconfianza vuelta hacia sí mismos hasta hallar pruebas palpables, y en el caso de Marx[26] esto último admite amplias excepciones.
Su sospecha es compatible con ver en la credulidad el “defecto humano más perdonable”[27], y no reclama mantener a raya la inclinación personal. Al contrario, cualquier elemento de idea fija progresa sin obstáculo tomando como objeto las intenciones secretas del otro, pues no procede investigar lo palpable de los fenómenos tanto como lo impalpable, con vistas a confirmar tal o cual conspiración. Abandonando su lado introspectivo o autoanalítico, el acto de sospechar se realimenta con una teoría del movimiento suspendido por la mistificación, que “transforma los procesos en cosas”.
1. La cosificación. Marx destacaba entre sus hallazgos la definición del precio como “gelatina de trabajo indiferenciado”, al mostrar cómo la mercantilización cosifica la realidad, ocultándonos su fluir bajo el disfraz de “hechos” dispersos. Y, en efecto, los objetos ofrecidos al comprador en cualquier tienda rara vez contienen una descripción de sus productores y del medio donde fueron manufacturados o recogidos. Sin embargo, basta pensar las mercancías como modelos de una actividad cosificada o coagulada para comprender que semejante rasgo es un fenómeno universal. El hijo puede sentirse tentado a cosificar las reacciones de su padre (o viceversa); la rigidez ideológica del geólogo puede inclinarle a hacer lo propio con las edades del planeta, el derecho propende a anquilosarse en reglamentos, las Academias se obstinan en petrificar las lenguas…
Tan infinito es el horizonte de la cosificación que el proyecto genérico de las ciencias es devolverle su vivacidad a los procesos, para no confundir lo real con una secuencia de accidentes aislados, ni con algún plan abstracto ajeno a su plasmación. Al decir que “lo verdadero es el resultado” reclamamos precisamente que en cada fenómeno se coordinen su tendencia y aquello que va siendo momento a momento: que no se separe la acción de sus actos o hechos. Desde Heráclito y su contemporáneo Lao-Tsé, las filosofías del movimiento polemizan por eso con sistemas “fijistas”, apoyados sobre la estabilidad de algún ser natural o sobrenatural, y hubo ocasión de ver cómo Hegel profundizó concretamente en la dinámica derivada de “la contradicción de algo consigo mismo”[28], descubriendo uno de esos ejes en la alienación o “ser para otro” que encarna ejemplarmente el esclavo.
Marx se propuso superar dicha alienación con una praxis revolucionaria no ajena al análisis empírico —pues dejaría ser científica— aunque sí libre del “conformismo” unido a la “mera contemplación”[29], y el hilo metodológico de la sospecha le lleva a formular una teoría de la cosificación tanto más original cuanto que centrada en el acto de disfrazar. El supuesto prototípico lo ofrece el propio capital, que captado ingenuamente es aquella parte ahorrada del trabajo, y al desenmascararse revela ser Monsieur Le Capital, una entidad que “impone la transformación de los productos en dinero”[30] y “preside un mundo embrujado y cabeza abajo”[31]. Sin ser alguien en particular, opera como un designio que corrompe al empleado con promesas siempre incumplidas de promoción, desempeñando por eso funciones de alcahuete universal, que convierte el esfuerzo humano en “una objetividad extrañada”[32] y las cosas mismas en seres travestidos.
Un telar, por ejemplo, es cierto objeto creador de cosas útiles, que cuando entra en la esfera de los negocios se transforma en “fantasmagoría misteriosa y mistificada, al encontrarse desfigurado en su objetividad por su carácter mercantil”[33]. Telar en sí y telar-fetiche están separados por la diferencia que hay entre algo “natural” como el valor de uso y algo “inhumano” como el valor de cambio. Pero eso no altera que sea la utilidad —no el tiempo— el factor determinante en la formación de los precios[34], y resulta más veraz derivar la diferencia entre valor natural e inhumano del descubrimiento hecho por Marx ya en 1843: “La necesidad de una cosa es la prueba más evidente, más innegable, de que me pertenece”[35]. Por lo demás, si el telar se hubiese mantenido como objeto extracomercial seguiría ostentando el perfil técnico de los diseñados en el Neolítico.
Bergson identificó como “ilusión fotográfica del movimiento” nuestra tendencia a descomponerlo en instantáneas separadas, porque captar el móvil resulta cualitativamente más difícil que cada momento de lo movido. La cosificación marxista alude al mismo fenómeno, aunque al vincularlo con mecanismos encubridores, ligados a intereses inconfesables, desemboca en una denuncia del fetiche paradójica —dada su afinidad con el propio animismo primitivo—, donde las adversidades se proyectan en forma de individuos metafísicos. Está lejos de ser claro qué distingue a Monsieur Le Capital de Satán —dos representaciones sustantivadas de la adversidad (para algunos)—, y si aspiramos a recobrar lo fluyente del mundo se diría que el camino menos adecuado es aliterar epítetos, cuando el lenguaje expone el movimiento a través de verbos, aprovechando los sustantivos para describir el paso de estación a estación.
Si se prefiere, es difícil imaginar algo tan cosificado y cosificador como su noción del capital, apoyada sobre una previa idea de la mercancía como objeto “fantástico, invertido, fantasmagórico, misterioso, cósico, enigmático, secreto, mistificado, embrujado, endemoniado, jeroglífico, malicioso, mágico, suprasensible, quimérico, danzante, envuelto en un místico velo neblinoso” e incluso dado a sostener monólogos[36]. Desplante por desplante, nada impide llamarlas también cosas laicas, sensibles y transparentes, porque etiquetarlas como flores del mal no las extrae del Haber en los balances, y una alternativa al simplismo podría ser pensarlas como obras de arte más o menos logradas, donde el criterio es la relación calidad-precio.
Ser fetiches derivaría de serlo el dinero, pero el dinero se distingue del plusvalor por la densidad de actos y actores implicados en la gestación de cada uno. El plusvalor o Mehrwert reelabora una idea de Owen, y el dinero nace de un proceso tan anónimo y complejo como la materia orgánica, donde convergen no ya innumerables condiciones sino otras tantas acciones. Entre los determinantes de que el plusvalor pudiera considerarse una magnitud precisa parece imposible exagerar la circunstancia de que Marx y Engels rechazaran la división del trabajo, concibiendo el espíritu profesional como “mezquindad”. Mientras sus prójimos intentaban salir adelante o sobresalir con alguna maestría, luchando contra la inepcia y la indolencia adheridas en principio a todos nosotros, no verse movidos ellos a lo mismo cristalizó en la visión de una sociedad donde cada uno tenga su identidad absuelta de ascensos y descensos, redimida de “competencia” hasta el punto de que “la alternativa sea dormir o no una siesta, comer, beber y engendrar”[37].
Andando el tiempo, llevar a la práctica este modelo —“donde cada cual no tiene acotado un círculo exclusivo de actividad”[38]— crea la primera sociedad definida por un reclutamiento laboral indiscernible del militar, donde la hambruna alterna con desnutrición crónica. Esto podría incluirse entre tantos otros efectos imprevistos de la acción, si su origen no hubiera sido proyectar el personal rechazo de ambos por el profesionalismo, y su común desprecio por el trabajo ajeno. De una cosa y otra partió limitar la condición de Arbeiter o trabajador a alguien tan resuelto como ellos a “dedicarme hoy a esto y mañana a aquello”[39], pues cumplir alguna tarea por sentido del deber y cuenta propia solo podría a su juicio generar desgana, y contubernio con los explotadores.
II. La ontología colectivista
Feuerbach resumió sus objeciones a Hegel afirmando que “el pensamiento procede del ser, no el ser del pensamiento”. Ahora bien, ¿a qué “ser” se refería? El realismo propone que de cierta entidad —bien sea la tensión del vacío y los átomos (Demócrito) o una substancia infinita (Spinoza)— se siguen “indefinidas cosas, en indefinidos modos”, engarzados por una cadena de causas eficientes. Cuando la Crítica de la razón pura (1871) demostró que el mundo no se nos ofrece directamente, sino mediado por un entendimiento que filtra y ordena las impresiones, la propia posibilidad de una ontología o metafísica pareció colapsar ante su consejo de entregar a la física matemática el estudio de los fenómenos naturales, y a la teoría del conocimiento y la antropología lo correspondiente a nosotros en particular.
Sin embargo, Kant había puesto de relieve la necesidad y ubicuidad del entendimiento [40], y sus tres discípulos iniciales —Fichte, Schelling y Hegel— se negaron a admitir la cesura entre sujeto y objeto, alegando que su hallazgo había sido precisamente la “síntesis” de ambos, y que la substancia del mundo podía concebirse “también” como subjetividad. Las intrincadas argumentaciones de cada uno sobran aquí, y baste recordar que de ellas partió un concepto del movimiento como acto de perderse y recobrarse, en términos de una odisea donde volver a Ítaca pasa por el “extrañamiento” de buscar en vano las leyes de algún Hado o Designio. Esto implica imaginar lo real como algo “hecho”, cuando su fluir desvela una “acción de auto-reconocimiento”[41], en la cual el sujeto-objeto se descubre al término como “libertad”[42].
La principal consecuencia de abandonar la noción griega de physis había sido que la libertad dejara de sustantivarse —sustituida por la voluntad del Todopoderoso, o por un engranaje mecánico de causas—, y recobrar ese concepto fue tanto más estimulante para la juventud alemana cuanto que llevaba consigo una alternativa a la idea lineal del tiempo, pasando de la entropía a la evolución (Entwicklung)[43]. Feuerbach, que empezó traduciendo “espíritu” por “Hombre-Dios”, acabó desengañado del antropomorfismo y al final de sus días se hizo spinozista[44]. Marx pudo ignorar el debate ontológico, pero prefirió entrar resueltamente en ese terreno con un materialismo original, apoyado sobre una “realidad física sensible” derivada de la “esencia humana genérica” (Gattungswesen), planteada a su vez en términos de “único principio divino”[45]. Teniendo como materia su propia unidad, más allá de cualquier diferencia cultural, la especie debe atravesar la odisea de un extravío individualista que tampoco puede considerarse arbitrario, ya que lo exige el paso del estado salvaje al civilizado, y “toda la llamada historia universal no es sino la producción del hombre a través del trabajo”[46].
Dicha ontología podría considerarse ecléctica —al combinar el aparato conceptual hegeliano con principios racionalistas, empiristas y materialistas—, pero una filiación más precisa ofrece el titanismo, una escuela de pensamiento identificada recientemente[47] aunque al menos tan antigua como el alquimista y la piedra filosofal, cuyo denominador común es concebir el mundo físico como material a explotar, en contraste con una versión clásica donde aparece como tesoro de vida y sentido.
1. El reduccionismo. Cuando la leyenda de la piedra alquímica empezaba a ser sustituida por la de Fausto —un estudioso dispuesto a vender su alma con tal de conquistar poderes demiúrgicos[48]—, Francis Bacon (1561-1626) racionaliza esas esperanzas entrelazándolas con el mito prometeico, y extrae de ello la idea de una ciencia “totalmente empírica” que “asegure al hombre la soberanía sobre el medio” e interrumpa la tendencia a ignorar que “la contemplación corrompe al conocimiento”[49].
Como muchos recordarán, el titán Prometeo se compadeció de los desvalidos seres humanos, y para asegurar su dominio eventual sobre el mundo físico les transmitió el secreto del fuego. Zeus se lo había prohibido expresamente, según Esquilo por “sentir celos” del hombre, y le castigó a vivir encadenado eternamente a una roca en el Cáucaso, mientras un buitre le devora también eternamente el hígado. Simplificado luego por la teología medieval[50], el mito prometeico se coordina de modo explícito con el progreso técnico cuando Bacon compara el dominio del fuego con el principio de la palanca, capaz de alzar cualquier grave disponiendo de una barra lo bastante larga. El titán pecó de rebeldía, como Lucifer, pero que el hombre conquiste las fuerzas naturales lo justifica el mandato de Génesis: “creced y multiplicaos, someted la Tierra”.
La industrialización transformará la actitud titanista en ingeniería social, que a través de Bentham postula lo útil de codificar todo el derecho en reglamentos, y a través de Comte lo positivo de una “dictadura empírica” ejercida por el conjunto sobre las partes. Marx da un paso adelante en esa línea, al presentarse como reencarnación mortal de Prometeo y exponer algo todavía más contundente en la dirección del control, que es sustituir el análisis por “praxis”. Su formación filosófica le ahorró por otra parte lo más incoherente de sus precursores, que es pensar la experiencia como reflejo inmediato del mundo exterior, y la consiguiente inmersión en el “sueño dogmático” del cual despierta Kant[51].
Emancipado de esa ingenuidad, Marx solo sigue teniendo en común con ellos y con Bacon el propio afán de control, que desconfía de la actitud contemplativa como el diligente del perezoso, viendo en el saber por saber no solo esteticismo vacío sino dejación de responsabilidad. En el marco acotado por la voluntad de poder no hay espacio para el ánimo conmovido por el aletear de una mariposa, el “poderoso silencio de la piedra” o “el júbilo de la ociosa vacación primaveral”[52], y sin perjuicio de ser escritores muy prolíficos los titanistas no legarán una sola línea dedicada a bendecir o maldecir lo sobreabundante de la vida. Ese lado de las cosas tropieza con la reducción del campo perceptivo aparejada a dominarlas, algo singularmente manifiesto en la decisión de llamar al placer “lo deseable” —como Bentham— para esquivar las complejidades de atenerse a las modalidades de lo deseado efectivamente.
En el caso de Marx, la propuesta de deificar al ser humano sería una excepción a esa regla, e incluso un ejemplo de bendición suprema, aunque su reduccionismo parte del equivalente a “lo deseable” que es la autenticidad, una noción redundante[53] gracias a la cual cobra existencia un Hombre contrapuesto a un no-Hombre. El auténtico lo compondrían víctimas de la propiedad particular —que se redimirán potenciando su condición de masa indiferenciada—, y el inauténtico todos los ajenos a “compartir”. No obstante, esa construcción transforma en substancial un factor accesorio, omitiendo su inevitable fundamento común[54]. Así como una mesa puede ser blanca o marrón, del color no brota mesa alguna, y el hecho de que otros géneros literarios se permitan definir acumulando adjetivos no autoriza al discurso científico para omitir la diferencia entre aquello sobre lo cual recaen las cualidades y ellas mismas. El adjetivo depende siempre de un opuesto, como frío y caliente, cuando el nombre es tan ajeno a esa polaridad como el caballo al no-caballo, la cabra a la no-cabra y el hombre al no-hombre.
Por otra parte, es impreciso alegar que “el ‘materialismo’ de Marx no remite a postulados de alguna ontología razonada en términos lógicos”[55], pues fundarla en un factor solo adjetivo debe atribuirse a combinar lógica titánica con lógica mesiánica, y a que su materialismo sea una forma extrema de voluntarismo, donde cumplir la Gattungswesen equivale a asegurar el dominio exclusivo de “actos conscientes e intencionales”[56].
Que las instituciones provengan de actos anónimos, y estén abiertas por definición a fines incontrolados, mueve a concebirlas como focos alienantes para la “esencia genérica”, cuando son precisamente el modo inventado por la especie para procesar la información infinita y en alta medida inconsciente generada en cada momento por sus propios actos. Cabría suponer que esta consideración merecen el dinero y los mercados, y que otros frutos del genio anónimo no resultan deshumanizadores; pero para el titanismo mesiánico cualquier complejidad es estéril anarquía, y el orden espontáneo una invitación a recaer en el extrañamiento. Su praxis se sobrepone en todo caso a lo que pudiera recomendar el tratamiento más eficiente de una información.
III. Tiempo e interés
Sin perjuicio de dedicarse nominalmente al proceso formativo del capital, el pie forzado por la hipótesis del plusvalor absoluto y relativo determina que el volumen I sustituya el análisis de dicho asunto por la suposición de que seguirá creciendo la inversión en salarios, cuando resulta manifiesto más bien que la producción masiva parte de invertir ante todo en modos de racionalizar la propia actividad laboral —a la manera del taylorismo y sus análogos—, y potenciar el equipo a través de recursos técnicos patentables. La promesa del volumen I del Das Kapital era estudiar los nexos del flujo inversor con variaciones en el tipo de interés, y el hecho de que soslaye la interdependencia de tiempo y liquidez puede relacionarse —siquiera sea en parte— con tantos años de tormento a cuenta de letras protestadas, alquileres acumulados y otros recargos unidos genéricamente a demora.
Desde sus primeras notas de lectura sobre economía política las explosiones de indignación hicieron que Marx omitiese la parte dedicada al sistema crediticio por el tratado de James Mill[57], y en 1867 —cuando publica El capital— tampoco se muestra dispuesto a considerar lo sugerido por su hijo, John Stuart Mill, que retomando sugestiones de Senior relaciona el interés del dinero con un esfuerzo de “abstinencia” o “desutilidad” hecho por el ahorrador. Más adelante, en 1881, cuando Marx vivía aún, el marginalista Böhm-Bawerk propuso una explicación mejor adaptada todavía al propio desarrollo industrial:
“Por una parte, los humanos tienden a sobreestimar los recursos actuales y a subestimar las necesidades del mañana. Por otra, los bienes presentes tienden a cobrar un valor creciente. A la luz de estas tres razones —psicológicas las dos primeras y tecnológica la tercera— el hecho de que las personas tiendan a valorar más los bienes presentes que los futuros, aún siendo de la misma clase y en la misma cantidad, determina que para inducirlas a cambiar los bienes presentes por otros futuros será preciso pagar un agio o prima, que recibe el nombre de interés”[58].
1. El dinero gratuito. Descartando el criterio de Stuart Mill como “monserga ajena por completo a cualquier búsqueda científica de la verdad”[59], El capital considera que el ahorro realizado otrora por millones de personas en función de veleidades “puramente subjetivas” está llamado a convertirse en un sistema de inversión planificada, cuya aplicación evita “concitar las más violentas, mezquinas y aborrecibles pasiones del corazón humano, que son las furias del interés privado”[60]. Ilegalizar no solo el interés del dinero sino toda variante de comercio privado empezará produciendo una fuga de recursos, pero la sociedad comunista cuenta con el fondo aportado por la expropiación general, y ante todo con el salto cualitativo en productividad que se seguirá de transformar al trabajador explotado en copropietario de los medios productivos. Unido al ahorro logrado evitando el devengo de beneficios, esto compensará sobradamente la inversión antes conseguida pagando por la liquidez, pues “el dominio de las relaciones y la causalidad sobre los individuos pasa a ser dominio de los individuos sobre la causalidad y las relaciones”[61].
Queda, pues, librado a la prueba del tiempo que el tránsito de la empresa privada a la pública elevará no solo cuantitativa sino cualitativamente la retribución del trabajo. Para Marx constituye una evidencia; sus discípulos inmediatos le confieren el estatuto de verdad autoevidente también, y medio siglo después de publicarse El capital los bolcheviques transforman dicho criterio en ley positiva. Frente a la apuesta de los países prósperos —“garantizar al empresario un goce seguro del éxito, evidenciándole al tiempo que no espere ayuda en caso de fracaso”[62]—, la URSS optará por amputar la mano de la avaricia, aboliendo no solo la empresa privada sino el agio o premio pagado para que otros cambien bienes presentes por futuros, gestando una empresa original por depender sistemáticamente de subvenciones[63].
Los precios se fijaron por decreto, acuñar moneda dejó de estar constreñido por el patrón oro o cualquier otro límite, y el encargado de imprimirla pasó a decidir también no solo qué otras cosas se producirían sino en qué volumen. Exaltando una economía de “control consciente”, todo se ordenó a que la voluntad pudiese hacer y deshacer sin trabas, siendo libre incluso de publicar o no las órdenes impartidas en cada caso, como testimonio de que las relaciones y la causalidad habían pasado a ser dominadas por el hombre en vez de dominarle. Habrá ocasión de seguir en detalle la evolución de salarios y precios en la URSS desde 1917, y basta ahora tener presente lo más general pasado por alto: que dominar una economía política difícilmente se logra por procedimientos distintos de una asfixia.
Exportar e importar siguió tasando todos los bienes escasos —empezando por el propio rublo—, y algo equivalente al nudo gordiano impidió suplantar la productividad efectiva, o siquiera maquillarla con propaganda. Con el prestamista particular desapareció para el adquirente la posibilidad de pagar mañana o pasado lo adquirido, y a partir de su erradicación las cosas debieron pagarse hoy mismo por no decir que ayer, en función de un Tesoro público abrumado por la factura del propio control consciente, que no pudiendo gravar la renta de personas físicas se encarnizó con las cosas. Un par de botas sin calidad valía cinco meses de sueldo en 1928, cuando las metas del primer Plan Quinquenal acababan de cumplirse antes de terminar el cuarto año, asegurando que en otros cinco la capacidad adquisitiva del pueblo ruso superaría la norteamericana[64].
Marx no supo que seguir su consejo convertiría el pasaporte en un privilegio, determinando límites a la movilidad espacial y profesional desconocidos desde el Bajo Imperio romano; y tampoco que la ley del bronce del salario se cumpliría exclusivamente en los países adheridos al control consciente. Pero haber pernoctado en su obra y su temperamento tiene como principal ventaja poder asegurar que habría preferido dicho resultado al capitalismo liberal, considerándolo más acorde con la “vitalidad”. De ahí que sea poco ecuánime atribuir a factores como el infortunio, la obstrucción del enemigo o incompetencia burocrática el fruto de aplicar a rajatabla su idea de un plusvalor absoluto, una idea inútil para predecir la fluctuación de los precios, aunque suficiente para fundar una sociedad donde nadie sale ganando, ni la hormiga acaparadora ni la cigarra derrochadora.
Estudiado con gran detenimiento tiempo atrás [65], El capital fue dejando de serlo a medida que crecía la disonancia entre sus análisis/pronósticos y el estado de cosas, hasta convertirse en una pieza de museo básicamente atractiva para psicólogos y antropólogos, dada la intensidad excepcional de su invitación a la discordia. Decidirse a convertir la mano invisible en planificación, y a cortar la mano de avaricia, desoyendo así lo preconizado por Smith y Saint-Simon, no le puso a cubierto del tercer elemento impersonal mencionado por sus maestros —la hegeliana astucia de la razón—, y el efecto más amargo de someter la inteligencia a la voluntad iba a ser que las condiciones laborales solo empeorasen por sistema allí donde el poder de uno se sobrepuso a la iniciativa de muchos.
2. Una filantropía ambigua. Reconsiderando la dialéctica del amo y el siervo, que Hegel plantea como etapa particular en una lucha por el reconocimiento inseparable de la autoconciencia, Marx compone un raciocinio tanto más distinto cuanto que la sed de reconocimiento le parece algo llamado a aplacarse eventualmente. En su silogismo la primera premisa es una comunidad primitiva caracterizada por el “vitalismo”, que se paga con “indefensión” ante el medio e “ingenuidad” del pensamiento. La segunda introduce la propiedad privada como antídoto “ascético” frente a la intemperie, que al inaugurar el “rendimiento” crea al tiempo madurez intelectiva y ruina para la “esencia genérica”. La conclusión afirma que las propias circunstancias materiales —no algún factor espiritual— determinan un restablecimiento del paraíso primitivo sin sus insuficiencias, zanjando el periodo “prehistórico” al sancionar “el dominio del hombre sobre el proceso de producción”[66].
La ley rectora del progreso se cumple aboliendo el tuyo y el mío, un acto a partir del cual el cuanto de trabajo irá reduciéndose de modo progresivo[67], y donde en principio siguen siendo válidos algunos valores burgueses y pequeño-burgueses como tenacidad, previsión, iniciativa, ahorro, diligencia y destreza profesional, mientras se complementen con culto a la cooperación y la solidaridad. Al mismo tiempo, el comunismo científico se distingue del utópico por no hacerse ilusiones sobre el futuro; sabe que su proyecto pasa por una lucha de clases donde debe vencer conquistando, y que no se enfrenta a algún enemigo externo sino a la parte del cuerpo social seducida por el espíritu competitivo, que al volcarse en la recompensa del más apto ignora y agrede al más necesitado.
Su mensaje al proletario es rechazar cualquier lucha despiadada por la vida, y simultáneamente asumir el compromiso con una guerra civil sin otro término que la victoria incondicional, todo ello antes de hacerse consciente al respecto. Cuanto más científica es la perspectiva comunista más cifra su cumplimiento en un engranaje objetivo —el creado por una “materia” equivalente a “relaciones de producción”—, y no es el obrero sino “la historia quien condena al resto de las clases de modo inapelable, convirtiendo en humanitarismo falaz cualquier intento de rescatarlas”[68]. Hasta entonces las disputas ideológicas admitieron retractación y conversión del vencido, pero la ideología ha pasado a considerarse espejo del “ser social”, y quien pertenece físicamente al bando explotador envenena aún sin pretenderlo al bando opuesto.
Psicosomática por el hecho mismo de ser un ente material, la salud del proletariado depende de no confundir clemencia con tolerancia hacia aquello que corrompe y disuelve, y solo en el futuro —no durante el fragor de la guerra civil— habrá tiempo y recursos para reeducar a los supervivientes del socialtraidor. El comunista científico insiste en descartar focos sentimentales de ofuscación, teniendo presente que su objetivo de preservar al “ser social” reclama asepsia, y debe reducir al mínimo los dolores de parto del Hombre Nuevo, sin olvidar tampoco que solo el sacrificio de unos abre camino y depura la vida del resto[69]. Ya Marat propuso que “matar ahora a 600 os asegura reposo, dicha y libertad, y en otro caso millones de vuestros hermanos perderán la vida”[70], si bien sus sans-culotte confraternizaron con cualquier monárquico realmente arrepentido.
Esto se convierte en “anacrónico” cuando el conflicto no oponga personas sino clases[71], entidades que Marx no llegó a identificar más allá de la diferencia entre explotador y explotado. Sin perjuicio de que la historia esté jalonada por masacres, guerras y sueños monstruosos de la razón, es preciso esperar al Manifiesto de 1848 para que la violencia se intelectualice como conflicto evolutivo entre yo egoísta y yo masa, donde consideraciones de “infraestructura material” desatan “fuerzas de agresión a una escala solo lograda hasta entonces por movimientos religiosos”[72]. Poco antes de cumplir los veinticinco años, Marx pensaba que el comunismo renacentista
“quiere aniquilar todo lo no susceptible de apropiación general, prescindir del talento violentamente, etcétera. La envidia general y constituida en poder no es sino la forma escondida en que la codicia se establece y, simplemente, se satisface de otra manera. Es un regreso a la antinatural simplicidad del hombre pobre y sin necesidades, que no sólo no ha superado la propiedad privada, sino que ni siquiera ha llegado a ella”[73].
A ese comunismo opuso “una superación positiva de la propiedad privada”[74], que la URSS y sus satélites no cumplirían sin mantenerse pobres en términos comparativos, mientras los propietarios de Europa occidental se avenían de mejor o peor gana a ver cómo el dominio y las rentas iban siendo gravados cada vez más, para financiar sistemas de seguridad social que entre otras cosas defendiesen del marxismo. Retrospectivamente, “la grandeza de El capital reside en ser la única teoría económica evolucionista de su tiempo”[75], capaz de pensar el capitalismo industrial como un estado de cosas por fuerza pasajero. El resto de sus elementos analíticos no merecen quizá otro estatus que el de curiosidades vengativas, ligadas por un hilo incoherente.
Addenda
Tras los Manuscritos llegan los textos escritos en colaboración con Engels, ya mencionados. Al describir el alzamiento parisino de 1848 hubo también ocasión de comparar la primera parte de Las luchas sociales en Francia (1849) con los Recuerdos de Tocqueville, y su opúsculo La miseria de la filosofía (1847) fue aludido a propósito de Proudhon. Junto con la Crítica a la teoría hegeliana del Estado, estos textos son la cosecha de una década caracterizada por desahogo material y un sostenido ascenso en autoridad y fama; lo primero tras constituirse en líder indiscutible de la Liga Comunista, y lo segundo gracias al efecto combinado del Manifiesto y el último número de la Nueva Gaceta del Rhin, que resuenan por toda Europa como trompetas anunciadoras del Juicio Final.
Durante la década siguiente se convierte en un economista erudito, coincidiendo con el dramático empeoramiento en sus condiciones de vida, y abandona prácticamente el trabajo de investigación aparejado a confirmar que la pauta del progreso histórico gira sobre la lucha de clases. Seguirá postulando esa “ley”, desde luego, pero a la objeción fundamental —el nexo de dicho principio con el los últimos serán los primeros de la promesa mesiánica— iba a añadirse “la ironía de que muriese cuando iba a hacer un análisis sistemático del concepto de clase”[76], o —en palabras de otro historiador— “que fuera postergando la tarea hasta cuando resultó demasiado tarde”[77]. Su última hora iba a llegar cuando había tomado un cuaderno en blanco y escrito lo siguiente, bajo el título Las clases sociales:
“¿Qué constituye una clase? A primera vista, la identidad de ingresos y fuentes de ingreso. Sin embargo, desde esta perspectiva médicos y funcionarios, por ejemplo, constituirían también dos clases, porque pertenecen a dos grupos sociales distintos, y cada uno de esos grupos recibe su ingreso de una y misma fuente. Lo mismo sería cierto también de la infinita fragmentación en interés y rango provocada por la división del trabajo social, que escinde tanto a trabajadores como a capitalistas y terratenientes, estos últimos por ejemplo en vinateros, granjeros, propietarios de bosques, dueños de minas o pesquerías”[78].
El texto se interrumpe aquí, tras detectar una “infinita fragmentación” en el terreno que treinta y cinco años antes caracterizada “por haberse simplificado en dos grandes campos hostiles”[79]. Aunque el futuro atribuiría a Marx la idea de sincronizar el cambio económico con el cambio social, e ilustrarlo a través de las clases, dicho logro corresponde a la generación inmediatamente anterior y en particular al grupo formado por Benjamin Constant, Charles Dunoyer, Charles Comte y Augustin Thierry[80], que describió con gran lujo de detalle el tránsito de la sociedad estamental a la sociedad de clases, concibiéndolo como fruto de la capacidad productiva inaugurada por “la decadencia en el derecho de conquista”.
Enfrentados a la Restauración, para estos liberales los gobiernos y oligarquías del momento son “sociedades anónimas dedicadas a la explotación” y ante todo anacronismos, ajenos al hecho de que “conquistar” ha cedido su puesto a “producir”, una perspectiva puntualmente inversa a la de Marx[81]. En 1848 el Manifiesto afirma que “el tipo de acumulación” unido a la existencia de siervos persiste intacto en el capitalismo desarrollado, y en 1817 —al prologar los cuatro volúmenes de su Traité de legislation— Charles Comte deduce de sus pesquisas “lo incompatible del sistema industrial con el inmovilismo aparejado a cualquier tipo de servidumbre”[82]. En principio se trata sencillamente de dos opiniones, pero la escuela sociológica francesa se tomó el trabajo de investigar el desarrollo concreto de las diversas clases (burguesía pequeña y media, pequeña burguesía, proletariado, lumpen, así como sus equivalentes rurales), y Marx prefiere reducir ese campo al dualismo del explotador y el explotado.
Para Charles Comte la gran fábrica deriva de un proceso formidablemente complicado, que tras introducir la propiedad intelectual y el papel moneda desemboca en un creciente blindaje de la iniciativa particular y sus frutos ante el expolio del señorío tradicional. Cuando se torne posible generalizar la retribución en dinero —tras el largo ayer de pagos en especie— la sociedad coagulada en estamentos institucionaliza la “migración” del rango, rematando el tránsito del privilegio hereditario a una escala siempre temporal de capacidades profesionales. De ahí que la sociedad clasista sea la primera propiamente “aristocrática”, donde la recompensa de cada uno se acerca a “la utilidad de los servicios prestados a terceros”[83].
Vimos ya que la sociología del intelectual tampoco mereció la atención de Marx, y el malentendido de considerarle sociólogo —cuando la diferencia entre simple y complejo fue lo menos desarrollado de su pensamiento— culmina en el carácter puramente ideal de su clase obrera, a la que no corresponde el deseo de abolir la propiedad y el comercio. En términos estadísticos, el homo proletarius es menos generalizable aún que el homo economicus del utilitarista y el homo pateticus del romántico, uno guiado permanentemente por el cálculo sensato y el otro por figuras heroicas como Mahoma y sus análogos. Estos tres moldes tienen en común precisamente su deficiencia como conceptos sociológicos, al no derivar de la observación sino de un criterio normativo o legislador. Ese rasgo deslinda también la historia del historicismo, la analítica de la dogmática y la espontaneidad del esfuerzo por implantar reflejos condicionados.
Sin embargo, lo que cabe objetar al Marx sociólogo no es válido para su actividad como historiador de la economía y la teoría económica[84], un campo donde el hecho de trastocarse sus condiciones de vida realimenta el extraordinario esfuerzo de documentación y crítica cumplido durante los primeros quince años de estancia en Londres.
Estos textos (editados por Guillermo Herranz) forman parte del segundo volumen de la trilogía Los enemigos del comercio, titulada Una historia moral de la propiedad, publicado por Espasa.
Antonio Escohotado (Madrid, 1941), profesor jubilado de la UNED, es jurista, filósofo y sociólogo. Ha traducido a Hobbes, Newton y Jefferson, y ha publicado más de una decena de libros, entre los que destacan La conciencia infeliz. Ensayo sobre la filosofía de la religión de Hegel (1971), Realidad y sustancia (1986), El espíritu de la comedia (1991), Rameras y esposas (1993), y su ya clásica Historia de las drogas, reeditada por última vez en 2008.
Este artículo es el octavo de una serie dedicada a la actualidad e inactualidad de Marx que publicamos los primeros jueves de cada mes:
Marx en red. (El origen de la religión verdadera), por Ignacio Castro Rey
¿Es el capitalismo inmoral? La mirada de Marx, por Félix Ovejero Lucas
Dónde hallar nuestro lugar (por qué sigo siendo marxista), por John Berger
Cinismo, nihilismo, capitalismo, por Jorge Álvarez Yagüez
Hablar de la revolución es por esencia reaccionario. Apotegmas sobre el marxismo, por Anónimo (Comuna Antinacionalista Zamorana)
Mirando hacia Marx sin ira, por Xenaro García Suárez
Marx y el espejo de la producción, por Jean Baudrillard
Notas
[1] De los Ríos, 1973, pág. 202, al comentar las dificultades para confeccionar el presupuesto soviético de 1921.
[2] Durkheim, 1970, pág. 271.
[3] De hecho, Marx registra ya en una nota al capítulo I “la incongruencia entre la magnitud del valor y su expresión relativa, de la cual pretende sacar partido la economía vulgar” (págs. 67-68). Somos informados gracias a él de que el Political Economy (1842) de J. Broadhurst —treinta años antes de Jevons, Menger y Walras— cuestiona “la doctrina según la cual la cantidad de trabajo empleada en hacer un artículo regula el valor del mismo, y también la que sostiene que ese valor lo regula su coste”. En cualquier caso, Engels siguió prestando oídos sordos a la revolución marginalista, y Marx no volvería a escribir una línea sobre teoría económica tras ver confirmado por otros el criterio de Broadhurst.
[4] Destaca en ese sentido la monumental e inacabada History of Economic Thought (1995) de M. Rothbard.
[5] Galbraith, 1998, págs. 153 y 150.
[6] Schumpeter, 1995, págs. 446-447.
[7] Como se observa tanto en el Manifiesto como en el Das Kapital. (Carta a Sorge, 20/6/1880).
[8] Tomo la observación de Dumont, 1999, pág. 188
[9] Smith, 1982, pág. 72.
[10] Smith, ibíd., pág. 76. Smith no vaciló en afirmar que el gobierno inglés de su tiempo protegía al rico contra el pobre, siendo por eso “el Lutero de la economía política” según Marx. Pero su afirmación de que los salarios progresan es para el Das Kapital fruto de un análisis “estúpido”.
[11] Engels ofrece estos datos en su prólogo a la 4a edición alemana de El capital.
[12] Años después el asunto seguía provocando ironías, y Engels defendió “la escrupulosidad de Marx” ironizando a su vez sobre “la infalibilidad papal de Hansard”, el editor que acababa de convertirse en cronista oficioso del Parlamento. El maquillaje que Marx atribuyó a Gladstone debería atribuirse por tanto al taquígrafo.
[13] Filosofía de la miseria se convierte en miseria de la filosofía, guerra de beneficios en beneficios de la guerra, leyes del terror en terror de las leyes…
[14] Por ejemplo la “sociedad” burguesa, la “libertad” parlamentaria, la “teoría” del capital, la “justicia” de los tribunales o la “rectitud” del derecho.
[15] Entre ellas “la unidad social del trabajo es de naturaleza puramente social y sólo puede ponerse de manifiesto en la relación social” (Marx, 1984, vol. I, pág. 58).
[16] Es el caso de “¡¡as letras protestadas!!” y “¡¡el cruel pago al contado!!” de Las luchas sociales en Francia.
[17] Entre las observaciones está una descripción de la obra de Bruno Bauer como “el más monótono chismorreo, semejante a boñigas de vaca aplastadas”, o llamar “borrico cuatricornudo” a su colega Willich, “judezno negroide” a Lassalle, “descendiente de un gorila” a su mestizo yerno Lafargue, “conciencia meada de caniche” a su íntimo Freiligrath y “tocino rancio” a Bakunin. Su correspondencia ha permitido ordenar alfabéticamente injurias y elogios relacionados con el círculo de conocidos (cf. Enzensberger, 1999, págs. 523-533), y entre un centenar de personas solo el sindicalista Bebel y la esposa de su amigo Freiligrath no merecen una combinación de aprecio y desprecio, sino únicamente lo primero. W. Liebknecht pensaba que “Marx fue el hombre más generoso y justo a la hora de celebrar los méritos ajenos”, aunque ser considerado unas veces “honorable”, y otras “valiente”, no le ahorró ser tachado también de “majadero, tramposo, mentiroso, hipócrita y débil de carácter” (ob. cit., págs. 176 y 529-530).
[18] Jacques Ellul, citado por Sandrine Lefranc en su libro Políticas del perdón. Norma, Bogotá, 2005, p. 193.
[19] Cf. Marx, 1984, págs. 100, 176, 152, 249, 258 y 269. Atendiendo al catálogo compilado por Enzensberger, filisteo es el término denigratorio usado más asiduamente. Hoy en desuso, dicho insulto empezó designando a los antiguos moradores de Canaán, y en algún momento pasó a ser sinónimo de “persona vulgar, con escasos conocimientos y poca sensibilidad” (RAE). Aplicarlo entre otros muchos a Proudhon indica hasta qué punto su idea de la distinción resultaba exigente.
[20] Marx, 1968, pág. 16.
[21] Una de la Saturday Review y dos de publicaciones rusas (el S.P.Viédomosti y la Vietsnik Ievtropi).
[22] Marx, 1968, pág. 15
[23] “Solo nos mueve a sonreír aquella fealdad que no disgusta” (Poética, 1449a).
[24] El escolástico Duns Escoto definía al individuo como ultima solitudo.
[25] De combinar a Marx con Nietzsche vive aún un tipo de ensayo cultivado por enfants terribles de la vanguardia cultural, que hace cuatro décadas produjo cumbres del género como Foucault, Deleuze y Guattari.
[26] Y en el de Nietzsche, aunque sería intempestivo entrar en ello ahora.
[27] Véase antes, pág. x.
[28] La dialéctica como ciencia de las contradicciones lógicas había sido ya sistematizada por el Parménides platónico, donde la cuestión de «si lo Uno es, lo Uno no es, o lo Uno es/no es» aparece en la primera línea y no se interrumpe hasta la última, desplegando un gigantesco silogismo que sigue siendo la «caja de herramientas» de la ontología o metafísica. Hegel completó esa ciencia de las contradicciones abstractas con un análisis de las ofrecidas por el curso histórico del mundo, y descubrió algo tan ajeno a pura lógica como la «negación de la negación» implicada en el movimiento evolutivo.
[29] A eso dedica sus Tesis sobre Feuerbach, un breve texto redactado durante la estancia en Bruselas.
[30] Ibíd., pág. 132.
[31] Ibíd., vol. III, pág. 366. En esa segunda mención aparece acompañado por una renta territorial aludida como Madame La Terre.
[32] Marx, 1984, vol. I, pág. 87.
[33] Lukács, 1965 (1919), pág. 131.
[34] El valor de uso sigue determinando el de cambio, sin perjuicio de hacerlo mediante el arbitraje operado en cada caso por vastas redes de productores, intermediarios y consumidores.
[35] Marx, 1965, pág. 149.
[36] “Si las mercancías pudieran hablar, lo harían de esta manera: ‘Quizá a los hombres les interese nuestro valor de uso, pero a nosotras no nos incumbe en cuanto cosas. Lo que nos concierne en cuanto cosas es nuestro valor de cambio. Nuestro propio movimiento como cosas mercantiles lo demuestra. Únicamente nos relacionamos entre nosotras como valores de cambio’” (Marx, 1984, vol. I, pág. 101).
[37] Marx, 1965, pág. 175.
[38] Ibíd.
[39] Ibíd.
[40] Su hallazgo no fue solo describir en detalle las formas y categorías empleadas al efecto, sino la razón como “facultad de los principios”, cuya sensibilidad para las regularidades le descubre leyes al acontecer.
[41] Hegel, 1966, págs. 15-16.
[42] El idealismo ético o subjetivo de Fichte parte del “acto en cuya virtud el yo pone en el yo un no-yo”. El idealismo objetivo de Schelling plantea dicha odisea con la Natur como sujeto, evolucionando desde lo inorgánico a la conciencia. Hegel la identifica con el curso de la historia general. Ya Aristóteles había definido el movimiento como “realización de lo que es en potencia”, y el dinamismo cósmico como una progresiva penetración de la materia por la forma.
[43] Bruno Bauer, el discípulo predilecto de Hegel, definirá “la libertad como el poder infinito del espíritu […] y también el único fin de la historia, pues la historia no es sino el espíritu haciéndose ‘consciente’ de su libertad”; cf. Moggach, ‘Bruno Bauer’, en Stanford Encyclopaedia of Philosophy.
[44] Tras El espíritu del cristianismo (1841), texto seminal para los jóvenes hegelianos, volver desde la filosofía de la subjetividad a la Naturaleza como “razón objetiva” fue el tema de su último ensayo, Deidad, libertad e inmortalidad (1866).
[45] Un análisis de su ontología como tal ofrece Hyppolite, 1955, págs. 120-141.
[46] Marx, 1965, pág. 155.
[47] La afinidad entre titanismo y “espíritu de la técnica” fue pensada simultáneamente por Heidegger en Ser y tiempo(1927) y los hermanos Jünger —Ernst en El Trabajador (1932), Friedrich Georg en La perfección de la técnica (1946)—, dentro del fenómeno ontológico descrito por el primero como “olvido del ser”.
[48] En el primer Fausto representado, que fue el de Christopher Marlowe (1604), el pacto concede 24 años de proezas —entre ellas convocar a Helena de Troya y besarla— a cambio de ir voluntariamente al Infierno, un espacio donde lo trágico es “no estar en la jubilosa contemplación de Dios”.
[49] El prefacio a su Novum Organum (1620) propone “someter el sentido a una especie de reducción que rechace la mayor parte del trabajo hecho por la mente”. Si cumpliésemos dicha premisa “podremos identificar y producir cosas que jamás se hicieron antes” (1, 2), más propias de creadores o demiurgos que de observadores.
[50] Que disocia la rebeldía y el altruismo de Prometeo en las figuras de Lucifer y Cristo, reflejo a su vez del desdoblamiento padecido por el fiel en pecador e hijo de Dios.
[51] Kant se hallaba sumido en esa dogmática ingenuidad, según cuenta, hasta leer a Hume. Bentham y Comte no consideraron oportuno leerle a su vez (el segundo lo justificó por “higiene cerebral”), o siquiera informarse en líneas generales sobre el punto de vista “crítico”. De ahí declararse empíricos “puros”, como Bacon.
[52] Goethe, Fausto, vv. 638 y 780.
[53] Véase antes, págs. 307-308. Auténtico es algo realmente real, o verdaderamente verdadero, una duplicación que solo hallamos cuando un elemento subjetivo aspira al estatuto de objetividad por caminos retóricos, análogos a subrayar una palabra, escribirla con mayúscula o encerrarla en exclamaciones.
[54] Al abordar la cuestión de aquello que funda las cosas en general, y cada una, Spinoza explica que imaginar alguna esencia no asegura ni implica su existencia, pero que en todo caso “la esencia pone, no quita” (Ética, II, Def. 2).
[55] Giddens, 1998, pág. 62.
[56] Hyppolite, 1955, pág. 61.
[57] Parte de ellas se reseñaron ya, véase págs. 379-380.
[58] Cf. Spiegel, 1973, pág. 628.
[59] Marx, 1984, vol. I, págs. 272-275.
[60] Ibíd., págs. 8-9.
[61] Ibíd., pág. 525.
[62] Schumpeter, 1998, pág. 451.
[63] Un estudio ejemplar sobre la empresa soviética, desde sus comienzos, ofrece Olson, 2000.
[64] Cf. Koestler, 1950, pág. 68.
[65] Como críticos destacarán Böhm-Bawerk y Mises, como seguidores Rosa Luxemburg y el grupo llamado austro-marxista (Hilferding, Bauer y Adler). Lenin y Bujarin, por ejemplo, nunca llegaron a familiarizarse con el pensamiento económico antiguo y contemporáneo, ni con el aparato técnico ofrecido inicialmente por Ricardo. El salto de precisión que introdujeron luego los marginalistas —y Marshall— no solo demandaba estudio, sino desafiar el tabú del valor-trabajo.
[66] Marx, 1984, vol. I, pág. 99.
[67] En 1844 aventura que “en la sociedad comunista podré dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, cazar por la mañana, pescar después de comer, criar ganado al atardecer y hacer crítica literaria a la hora de la cena, sin necesidad de convertirme en cazador, pescador, pastor o crítico” (Marx, 1965, pág. 284). En 1883, poco antes de morir, desaconseja a su yerno P. Lafargue la publicación de El derecho a la pereza, donde argumenta que el proletariado se distingue de la burguesía precisamente por amar la indolencia sin avergonzarse de ello. Marx no deja de coincidir en el fondo con él, pero en esos cuarenta años el dualismo trabajo-capital progresó identificando al enemigo de clase como indolente, y lo más probable es que sea mal interpretado. En efecto, el libro de Lafargue será el prototipo de literatura comunista maldita hasta algo después de morir Stalin.
[68] Berlin, 1996, pág. 207.
[69] En términos arquetípicos, según vimos, descubrirse como promesa mesiánica hizo que la cura transferencial basada en chivos expiatorios encontrase una víctima capaz no solo de descargar la culpa colectiva, sino de vengar a parte del grupo. Andando el tiempo, en un mundo donde la magia proyectiva dejó supuestamente de existir, el bucle de realimentación puesto en marcha iba a poder ser negativo (suscitando rectificaciones del rumbo como el propio Jesús, al interpretarse en términos de reconciliación general) o positivo (optando por el círculo vicioso de la venganza), a través de mesías que reclaman su don de “incendiar el mundo”.
[70] Véase vol. I, pág. 506 y ss.
[71] Comprobaremos, por ejemplo, que durante la guerra civil el Politburó soviético dedica sesiones monográficas a calcular qué proporción del censo reclama exterminio, no por odio sino para progresar en la dirección correcta, y cómo ninguna de las cifras sugeridas entonces a Lenin por Zinoviev, Kamenev o Bujarin fue inferior al 20 por ciento. Veremos también cómo en la década siguiente esa lógica suscita las purgas estalinistas, el sistema de gulags y el juicio-farsa, instituciones capaces al fin de hacer cumplir la media calculada en 1918-1919. El telegrama genérico sobre el terror rojo, que Lenin dicta en agosto de 1918, declara 2la necesidad de asegurar la República Soviética ante el enemigo de clase, que debe ser inmediatamente fusilado o aislado en campos de concentración”; cf. Lenin, en Werth y otros, 1999, passim.
[72] Berlin, 1996, pág. 208.
[73] Marx, 1965, págs.141-142.
[74] Ibíd., pág. 143.
[75] Schumpeter, 1995, pág. 498.
[76] Giddens 1998, p. 84.
[77] Schumpeter 1975, pág. 13. A su entender, “la historia como historia de la lucha de clases […] es una hipótesis comparable a la historia como lucha de razas planteada por Gobineau, o la teoría de las clases basada en el antagonismo de grupos vocacionales articulada sobre la división del trabajo, a la manera de Schmoller o Durkheim” (ibíd, pág. 14).
[78] Con este párrafo (incorporado como “Capítulo 52”) termina el volumen III de El capital.
[79] Marx-Engels 1998, pág. 51.
[80] Estos pensadores son mencionados unas veces como liberalismo clásico y otras como escuela sociológica francesa. Un ensayo monográfico sobre Comte, Dunoyer y Thierry, que contiene también las escasas (y en alguna ocasión elogiosas) observaciones de Marx sobre ellos, se encuentra online por gentileza de Hart 1993.
[81] En Las luchas sociales en Francia, Marx hace suya la frase “sociedades anónimas dedicadas a la explotación”, si bien en sentido contrario al evocado por Comte, Dunoyer y Thierry. Ellos documentan el ocaso en el derecho a conquistar, y Marx lamenta allí que el proletariado “no se haya dado el honor de ser una clase conquistadora”.
[82] La vida breve de Comte (1782-1837) no le impedirá encontrar tiempo también para ser condenado por desacato al rey Carlos, resultar elegido diputado dos veces en tiempos de Luis-Felipe, pasar muchos ratos junto a Bentham y casarse con una hija de Say.
[83] En Valor, precio y beneficio (1865), Marx opondrá que “solo una falsa apariencia distingue el trabajo asalariado del servil. Como no hay contrato ni compraventas entre amo y esclavo se diría que éste entrega todo su esfuerzo por nada, cuando a fin de trabajar el esclavo debe vivir”. Procurarle techo, vestido y alimento (una condición que desaparece al convertirse en siervo de la gleba, por cierto) equivale a un sueldo “que nunca desbordará el mínimo de supervivencia”.
[84] “Genios y profetas rara vez destacan por su formación profesional, y su originalidad —caso de existir— se debe frecuentemente a eso mismo. Pero nada en la teoría económica de Marx puede atribuirse a falta de formación en sentido académico” (Schumpeter 1942, pág. 21).