Recupero lo que escribí hace años en un diario: “Cuanto más se entierra a Marx y al socialismo, más descubre la derecha el viejo encanto de la lucha de clases. Gary Becker, Premio Nobel de Economía en 1992, declaraba ayer en ABC que el nuevo Gobierno de España (se supone que del PP) deberá “tener mano dura para aplicar una reforma radical de las pensiones y desregular el mercado de trabajo”. Aboga también por bajar los impuestos y recortar los gastos sociales. Y todo esto aderezado con una gotas de cinismo cuando explica, esta vez en El País: “Hay mucha gente joven en paro, sí, pero, bueno, la gente joven no vota mucho…, así que no importa”. Todo un curso de filosofía política abreviada para tiempo de crisis.
Y ahora estamos notando sus efectos. La anotación es del 3 de octubre de 1995. Son declaraciones, pues, de hace más dieciocho años y sorprenden por su rigurosa actualidad. Porque aquello que se preconizaba es justamente lo que ahora se ha puesto en marcha: recortes de gastos sociales, reforma radical de las pensiones, desregulación del mercado de trabajo, privatización de los servicios públicos… y todo lo que día a día nos irá llegando con absoluta inflexibilidad y con la mano dura aplicada por quienes dictan las normas, que no son los parlamentos ni los Gobiernos, sino eso que genéricamente denominamos los mercados.
Con la distancia de los años, las declaraciones de Gary Becker ayudan a entender con la perspectiva adecuada la dinámica que nos ha conducido a la presente situación. Porque nos hacen ver hasta qué punto, y con qué paciencia estratégica, las clases dominantes, encabezadas por el capitalismo financiero, tenían claro el proyecto de demolición del Estado de bienestar que se proponían perpetrar; y hasta qué punto, igualmente, les sobraba el control democrático para llevar adelante esos planes. Planes que incluían una voladura controlada de los poderes representativos, vaciándolos progresivamente de todos sus contenidos, potencialidades y margen de actuación, al servicio de los intereses generales.
Y, a este respecto, quizás no sea ocioso recordar que las declaraciones del Premio Nobel de Economía coincidían en el tiempo con la aparición de un fenómeno hasta entonces inédito en el escenario europeo: la irrupción de Berlusconi, en lo que fue el primer asalto directo del mundo de los negocios al poder político. Algo que tenía su lógica. Si las instituciones públicas se iban poco a poco convirtiendo en una terminal de los grupos empresariales, ¿qué de extraño podía tener que fueran los propios empresarios quienes defendieran directamente al frente de las instituciones sus propios intereses?
Unos intereses que eran, además, según se nos hacía creer, los de las economías nacionales. Porque, a esas alturas de la película, las clases dominantes hacía tiempo que tenían tomadas las medidas a una socialdemocracia débil y a la defensiva y con unas banderas ideológicas cada vez más desteñidas. Porque hay que recordar también que estamos hablando de la época en que el ministro de Economía de un Gobierno de Felipe González, Pedro Solbes, definía con mucha crudeza cómo había que animar las inversiones que España necesitaba para salir adelante: “El 99 % de los habitantes de este país somos trabajadores, parados o pensionistas y sólo el 1 % son empresarios; desgraciadamente quien genera empleo son los empresarios y, si queremos solucionar el problema del paro hay que darles ventajas”. Una línea de pensamiento que, con los años, desembocaría en la idea de que bajar los impuestos es de izquierdas; y en abrazar el dogma del déficit cero, vía reforma de la Constitución impuesta, y sin consulta popular, por el Gobierno de Zapatero.
Y, sin abandonar aún la década de los noventa, dos líderes de la socialdemocracia europea entonces gobernante –Tony Blair y Gerard Schröder– hacían público el Manifiesto de la Tercera Vía, que insistía hasta el aburrimiento en las maravillas de la economía desregulada, la flexibilidad laboral, la disminución del gasto público y el adelgazamiento del Estado. Y establecía, igualmente, que la acción política no pasaba de ser un mero complemento de la función de los mercados.
De aquellos polvos han venido estos lodos, que, en avalancha incontenible, están sepultando todos los mecanismos de protección social que los países más desarrollados habían ido levantando a lo largo de muchos años. Un sistema de bienestar que veníamos considerando, y con razón, elemento esencial de una democracia creíble; entre otras razones, porque diluía en la práctica esas distinciones entre democracia formal y democracia real que alimentaron la radicalidad de las confrontaciones de clases hasta mediados del pasado siglo.
Un Estado del bienestar que, al ligar el futuro de la democracia al de los derechos sociales de los ciudadanos, habíamos considerado irreversible y hasta cierto punto natural y ahora vemos que se nos está yendo por el sumidero de la crisis. Y asistimos al espectáculo protagonizado por quienes, amparados en la fortaleza del dinero, se sienten liberados del control o del contrapeso estatal, para proclamar a los cuatro vientos: El Estado somos nosotros.
Dicho de manera más simple: estamos asistiendo al triunfo del golpe de Estado internacional puesto en marcha por los poderes económicos del planeta. Al ordeno y mando de los mercados, que se está revelando bastante más inclemente que los autoritarismos y totalitarismos conocidos hasta la fecha; y que al acabar con derechos básicos reconocidos que ahora, según nos dicen, no pueden ser pagados, priva al Estado de cualquier tipo de legitimación social.
Máxime teniendo en cuenta que quienes han traído esta crisis –o, al menos, se están aprovechando de ella– han conseguido imponer sus reglas de juego y hacer creer a una amplia mayoría social que el ejercicio de la política es absolutamente prescindible y superfluo, cuando no intrínsecamente perverso. Sólo falta, para rematar la faena, que quienes más sufren los efectos de la crisis acaben convencidos de que su derecho al voto (el único del que, al menos de momento, no han sido privados) no sirve para nada. Que es, por cierto, lo que esperan, frotándose las manos, quienes, sin concurrir a unas elecciones, tratan de imponer sus intereses al conjunto de la población. Los poderes financieros y de las grandes empresas conseguirían, así, su mayor victoria, aprovechando el descontento de la gente de izquierda para aumentar el poder de la derecha, en España y en el resto de Europa.
Todo conspira para que la política deje de ser factor de transformación y de mejora de las condiciones de vida de las mayorías. Circunstancia esta que abre de par en par las puertas al peligro, siempre al acecho, de los populismos y fascismos. Un peligro que asoma su dentadura en toda Europa. Y también en España, donde, no lo olvidemos, una sana reacción contra los partidos y los políticos estuvo en la base justificadora del movimiento salvador que, acaudillado por Franco, acabó por largo tiempo con las instituciones democráticas de la República española.
Mucho me temo que si Carlos Arias Navarro levantara la cabeza cambiaría su expresión apesadumbrada de la mañana del 20 de noviembre de 1975, para anunciarnos por televisión, y con sonrisa propia del 18 de julio: “Españoles, Franco ha vuelto”. Y no le faltaría razón, a juzgar por algunas cosas inquietantes que se están viendo. Porque no deja de suscitar algún escalofrío que, en un país tan marcado por el golpismo, las encuestas de opinión nos confirmen que militares y policías acaparan los primeros puestos de aprecio ciudadano, en detrimento de los políticos, considerados ya como un problema nacional a resolver. Y, si esto es así, no faltarán quienes acaben instalando entre la opinión pública española esta pregunta insidiosa: “Y los militares, ¿qué van a hacer para solucionar el desbarajuste causado por estos políticos ineptos que nos han llevado a la ruina?”.
¿Una pregunta de ciencia ficción? No lo creo, teniendo en cuenta que el discurso neofranquista avanza en nuestra sociedad de una manera alarmante. Ya no se hace distinción alguna entre las opciones de izquierda y derecha. Se habla simple y despectivamente de los políticos, perdiéndose todo sentido de matización y toda perspectiva sobre lo que unas u otras tendencias han representado en nuestro país en lo que respecta a la gestión de los intereses públicos. Nada de todo eso importa cuando se confunde la crítica necesaria (y merecida) a nuestros representantes con la descalificación global de trazo grueso. En buena parte por indignación auténtica con lo que está ocurriendo, pero también por la necesidad de tantos de buscar un chivo expiatorio que resulte útil para eludir temas espinosos, como la corrupción social, que algo tiene que ver con lo que hoy nos está ocurriendo. Salvo que alguien nos convenza de que esa mayoría absoluta que votó al PP no estaba enterada de sus clamorosos casos de corrupción; o que ya no recuerde nadie que, hace no tanto tiempo, comprar un piso no era simplemente satisfacer una necesidad vital, sino hacer una inversión.
Sean por las razones que sean, por indignación auténtica o por ganas de exculparse moralmente, lo cierto es que se observa una curiosa unanimidad en esta cacería contra los políticos, en la que participan sectores del más variado pelaje: quienes claman por el fin de las “intromisiones” del Estado y quienes más razones tienen para defenderlo; quienes se apropian de los poderes públicos como si se tratase de su finca particular y quienes, tras deslegitimarlos, reclaman su protagonismo para poner coto a los intereses privados; quienes han hecho todo lo posible por arruinar el sistema de bienestar y quienes lo están reivindicando por las calles; quienes son perfectamente conscientes de lo que están haciendo y quienes, sin saberlo, muchas veces les están siguiendo el juego como clase de tropa.
Y, lo que es peor, de esta cacería participan tanto el pueblo llano como los representantes más encumbrados del ámbito de la cultura. Que, por otra parte, nunca han hecho buenas migas con el mundo de la política. Hasta el punto de que, hoy en día, sigue conservando plena actualidad lo que Manuel Azaña afirmaba hace más de ochenta años: que a quien da el paso hacia la política los intelectuales “le borran de la lista de lo apreciable y le condenan a un averno de vulgaridad”.
En tal contexto, hemos pasado, sin transición, de rendir homenajes entusiastas a una transición considerada “modélica”, a abominar del sistema político que fue construyéndose a su sombra. Un sistema que ahora se ve corroído por la partitocracia y el bipartidismo (al parecer, fuente de todas las corrupciones), sin que nadie se moleste ya en recordar que nos ha sido útil hasta hace nada para recuperar libertades, modernizar el país y avanzar en transformaciones económicas y sociales a lo largo de más de treinta años.
Y, por supuesto, ha adquirido arraigo de dogma de fe la idea de que todos los políticos son iguales. Una simpleza que no resiste el contraste con la realidad. Y no hace falta remitirse a la prehistoria para comprobarlo. Es verdad que, en épocas duras como la que estamos viviendo, todos los gobiernos, de un signo o de otro, han defraudado a la gente. Pero hay otras verdades que no hay por qué perder de vista.
Quizá no está de más recordar que las libertades y derechos cívicos y sociales que ahora echamos de menos, porque los estamos perdiendo, no cayeron del cielo, sino que fueron consecuencia de opciones políticas tomadas fundamentalmente por gobiernos de izquierda, en el curso de toda nuestra aún breve historia democrática. A lo mejor conviene tener presente que derechos sociales que existían, e incluso se incrementaron, en la etapa del presidente Zapatero, están dejando de existir en la de Mariano Rajoy. A lo mejor conviene también recordar que mucho de lo que ahora se reivindica estaba ya garantizado por la universalización de la sanidad, la educación y las pensiones, que, junto con el sistema de protección a la dependencia (creado con el Gobierno socialista y malogrado con el del PP) han conformado un Estado de bienestar que ahora la derecha está desmantelando. Quizá necesitemos todos un poco de añoranza de los avances conseguidos cuando, mal que bien, funcionaba esa España constitucional considerada como un Estado social y democrático de derecho. Esa España constitucional que, con todas sus goteras y necesidades de reformas, habría que seguir defendiendo. Porque, para cargarse nuestro “viejo y anquilosado sistema político” ya se basta y se sobra la derecha que nos gobierna. Y sin necesidad de cambiar ninguna coma de la Constitución. Basta simplemente con dejarla inoperante e irla desnaturalizando por la vía de los hechos consumados, como desgraciadamente viene ocurriendo en los últimos tiempos.
Pocas coyunturas como la presente nos hacen ver tan claramente que la defensa de la igualdad, de los derechos sociales y de la democracia van, todas ellas, juntas en el mismo paquete; y que, por eso mismo, la reactivación de la izquierda va muy unida a la defensa de la autonomía de la política. ¿Y cómo la va a defender? Aquí va a estar la “prueba del nueve” de la consistencia y credibilidad del socialismo democrático en el futuro. ¿Pueden tener hoy los partidos socialdemócratas capacidad de preservar la autonomía de la política cuando gobiernan? ¿Puede tener capacidad real un Gobierno socialista de sacar adelante un programa de izquierdas, imponiéndose a la voracidad de las grandes empresas? ¿Tendría incluso un Gobierno socialista voluntad y fuerza real –la que le dan los votos– para enfrentarse en última instancia a las exigencias de los mercados si fuera necesario? Éstas son, a mi entender, las grandes cuestiones que un partido de izquierda debería despejar, si realmente quiere seguir siendo una referencia de avances efectivos hacia la igualdad social.
Ahora bien, ¿cómo se le pone el cascabel al gato, considerando la fuerza y la peligrosidad del felino? ¿Habrá que recordar que aún existe la lucha de clases, esa referencia tan aparentemente anacrónica, que parecía definitivamente enterrada en los libros de Historia? Quizá no esté de más recordar las advertencias de otro Premio Nobel de Economía, Paul Krugman, alertándonos sobre su realidad, hasta el punto de considerar que la guerra de clases de los ricos contra los pobres es, en este momento, un elemento fundamental de la actual situación política en los Estados Unidos. Y si esto ocurre en el corazón del imperio, ¿qué no ocurrirá en las provincias? ¿Habría que empezar a prepararse desde la izquierda para afrontar esta guerra con la seriedad que merece?
Javier Arteta es periodista. En FronteraD ha publicado Esto es lo que hay, Cautivo, desarmado y sin memoria, ¡Cuán gritan esos malditos… indignados! y Hermano Ángel