En un pasaje de Vida y destino, de Vasili Grossman, dos personajes discuten sobre la cobertura periodística de la batalla de Stalingrado. Uno de ellos, un general, se queja de que los periodistas escriban sin haber estado en la ciudad. Como ejemplo de lo contrario, pone a León Tolstói y su descripción de la invasión napoleónica de Rusia en Guerra y paz. Cree que el motivo por el que las personas siguen leyendo ese libro es por su veracidad, lograda precisamente por la participación del conde en el conflicto. Su interlocutor le aclara que Tolstói no había nacido en 1812. Por supuesto, el general se niega a creer que el escritor ruso nunca estuvo en la guerra napoleónica.
El motivo por el que todavía se lee a Tolstói y al propio Grossman es literario. Los guiños de sus obras a la no ficción son un añadido del que nos sonreímos, nada más. Aunque si ese general resucitase, quizá podría agregar, maliciosamente, que los mejores reportajes periodísticos son recordados por sus dosis de literatura. Pero el general está muerto y no va a recordárnoslo. Sin embargo, su caso sirve para tener en cuenta un par de cosas al volver a los tres meses de crisis ucraniana entre finales del año pasado y principios de este. Una, que el escepticismo del general ilustra que las mentiras se ramifican en las ideas preconcebidas. La otra, que el periodista necesita un distanciamiento para ordenar qué queda después del ruido político y mediático.
La estampa comienza con un miliciano low cost que se protege de las balas con planchas metálicas. Quiere derribar un gobierno. Esta contención mágica, inspirada en Mijaíl Bulgákov, la tienen otras escenas del pasado invierno en Kiev. La imagen del miliciano low cost aparece en las televisiones de los 28 países de la Unión Europea (UE), como un niño que se sube a su caballo de madera y, con una espada también de madera, arranca los ojos a monstruos que habitaban en los armarios del palacio del gobierno. En las televisiones rusas, ese miliciano monta un lobo y su espada de madera se cambia por un punzón con el anagrama Sector de Derechas. Horas después, todas las televisiones coinciden. El miliciano tiene un tiro en el pecho y es arrastrado por un compañero al que un viejo casco, al menos el lapso que dura el vídeo, le torna invisible ante las balas. El mercadeo de puestos entre quienes se lo habrían ganado en la calle y los que otorgaron al campamento su previo buen nombre, el consenso de los oligarcas tras cambios de chaqueta in extremis, la trastienda económica para insuflar dinero al previsible nuevo gobierno y lograr préstamos que lustren el desastre de lo macro, la compraventa de lealtades étnicas y, en general, las otras suciedades indistinguibles de la política quedan para la gestión de la postcrisis.
Para explicar la revuelta se ha hablado de conflictos antiguos, como un río que divide un país, o modernos, como unas trenzas que separan a la Yulia Timoshenko rubia de la morena. Hay algo más en el invierno ucraniano: el anquilosamiento de un sistema político incapaz de consolidar un putinismo[1] sin una figura política como Vladimir Putin. Idóneo para aglutinar todos los fantasmas históricos de la URSS y repoblar el cadáver gigantesco que dejó ese ente político, Putin ha sabido maniobrar en los engranajes y las tuercas de la maquinaria de represión ex soviética y ha dado un sentido a la posición rusa en el tablero mundial. En cambio, protegidos como el ex presidente ucraniano Víktor Yanukóvich se quedan en una ideología rebotada, de hechos consumados, donde las paradojas disecadas y la querencia por las conspiraciones del putinismo son los marcos pálidos de su autoritarismo. Putin y su corte de puntos suspensivos permiten las exageraciones aforísticas.
La UE tiró de nuevo de listín telefónico para empotrar a alguien en la crisis, una posición que obliga a rastrear en la literatura ejemplos de la estupefacción con la que, quien es feliz, encara los problemas. Algunos medios de comunicación europeos, que en estas revueltas son como las vocecitas que fuerzan al esquizofrénico, daban una visión romántica de choque de trenes, lo que, como otras veces, perfilaba la posición de la UE en términos morales. Probablemente alguno de los 28 presidentes supo qué resortes tocar y quiénes eran los políticos ilustres que mejor se adecuaban a la nueva dinámica, pero sin tener mucha idea de en qué acabaría el Euromaidán. Los opositores continuaban usando la sinergia mediática y retroalimentando sus demandas. La crisis crecía. Putin probablemente bromeaba con sus perros sobre bombardear Kiev. Barack Obama, ese portavoz de gobierno que se hizo presidente, instaba por enésima vez al reformismo. Mientras, un alto funcionario europeo desde su loft bruselense bajaba el volumen del televisor y se sentía aliviado al ver cómo las imágenes del Euromaidán perdían peso en el silencio, confiando en que eso ralentizaría la crisis:
“—Otro cuervo ruso cojo–, dijo el centinela, y señaló al oscuro cielo invernal”[2].
Daba lo mismo que el cuervo ruso estuviera cojo. Le bastaba volar para picar los ojos del europeo que aún pensaba en Rusia como un simple paisaje de oscuro cielo invernal del que venían, azarosamente, gas, tormenta y vientos. Y no como un rival geoestratégico en desacuerdo con que todos los ciudadanos de Europa Oriental aspiren a ser alemanes.
La contemporización no fue lo que disipó la niebla de la posición europea, sino la claridad, casi teológica, de la geoestrategia. El hecho de que la crisis provoque un ménage à trois forzado entre Ucrania, Rusia y Crimea recoloca las piezas para entender que una de las fechas del conflicto es el 1 de enero de 2015, cuando entra en vigor el tratado de la Unión Euroasiática (UE)[3]. Es decir, hay que añadir ese plano de análisis a la tradicional rivalidad de Estados Unidos/OTAN con Rusia. Puede que la UE de ese país con, en principio, Kazajistán y Bielorrusia suene a proyecto en la tradición del doble malvado, tan presente desde Anfitrión de Plauto al episodio ‘The Bizarro Jerry’, de la telecomedia Seinfeld. Dicho lo cual, si según Snyder, “la Unión Euroasiática es el enemigo de la Unión Europea, no sólo estratégica sino ideológicamente”[4], entonces la UE debería alegrarse. Por fin tiene un rival estratégico tangible. El oso ruso puede ocupar mucho mapa. De hecho, ¡se quiere comer el mapa!, pueden exclamar los 28 al unísono. Pero el oso sólo parece que aumenta de tamaño porque le acompañan un niño kazajo y una niña bielorrusa. Es decir, el reto para la UE estaba antes de 2015 y ahí seguirá tras esa fecha.
La sociedad civil europea ha tenido una reacción un poco más clara a favor de los manifestantes del Euromaidán. Tomemos la parte, los intelectuales con vocación europea, por el todo de la sociedad civil continental. Entre los intelectuales se ha significado Bernard-Henry Lévy. Por ejemplo, estos fragmentos de su discurso del 16 de febrero de 2014[5] en Kiev:
“No la Europa de los contables, la Europa de los valores.
No la Europa de los burócratas, la Europa del espíritu.
No esa Europa cansada de sí misma que duda de su vocación y de su sentido, sino una
Europa apasionada, ferviente, heroica”.
Con textos así, el filósofo francés reúne la virtud y el defecto de las esposas que, como contrapunto a la seriedad de unos maridos poderosos (banqueros, políticos, propietarios de medios de comunicación), muestran su contrapunto creativo vistiendo de colores chillones. Como si la Europa de los contables no llevase implícita unos valores, aunque aburran. Como si los burócratas no tuvieran una mística de cuerpo que se encarna en unas instituciones, aun alejadas del ciudadano. Lévy habla de sí mismo, seguramente un hombre “apasionado, ferviente y heroico” que considera lo espiritual un valor. En su discurso político, belleza es equivalente a verdad. Lo que supone, como la otra cara de la moneda, ver a Europa como un cuarentón que necesita engañar a su esposa enamorándose de una joven por su juventud. De declaraciones y noticias similares se desprende que el corazón de las instituciones europeas ronda sin aparente dueño por muchas ciudades, y que los términos “cultura” e “historia” son las mejores coartadas para no explicar los motivos reales de por qué una movilización como la que condujo al Euromaidán debía ser apoyada por la UE.
Si la posición del putinismo y sus aliados ucranianos estaba clara desde el principio, y la de la UE acabó despejada por los hechos, la ideología del Euromaidán era una hoguera que, mientras se consumía a sí misma en el presente, proyectaba sombras hacia el pasado y el futuro. Las sombras del pasado eran cercanas y lejanas: la relación de la elite ucraniana con la europea y la rusa, la situación geoestratégica del país, las heridas de la Segunda Guerra Mundial y bajo la URSS, el vínculo entre nacionalismo ucraniano y fascismo, el papel de las minorías, la división entre este y oeste. Las sombras futuras son las compartidas con movimientos similares: cómo gestionar una oposición institucional fuera de los aleph de la plaza del pueblo, “cunas para movimientos democráticos, pero […] uno no puede vivir en una cuna para siempre”[6]. La hoguera se consumió del 21 de noviembre de 2013 (comienzo de las manifestaciones) al 22 de febrero de 2014 (dimisión de Yanukóvich). Esa cronología parece la única luz en una bruma fragmentaria. El malentendido ha sido alentado por el bajo coste de generar (des)información, más barato incluso que la promoción de la violencia y que permite obtener réditos sin sangre. Esta facilidad para generar, combinar y difundir la información ha cambiado la presentación de las tesis, pero sin añadir nada sustancial a las ideologías que han regido en Europa en las últimas décadas, salvo por su hibridación con axiomas, deseos y prejuicios del ciudadano de hoy.
La estampa bélica del Euromaidán es el trasunto de la cronología. Comienza con la construcción de barricadas, un juego orgulloso que confirma lo imitativo y lúdico de la épica de la sedición. Los manifestantes oponen sus cuerpos a la opacidad de las fuerzas de seguridad, lo único que queda del Estado ante las cámaras. El gobierno refuerza el discurso de la coacción: “Luchamos verdaderos ucranianos contra los ucranianos extranjerizados”. “Hay judíos entre sus líderes que buscan acabar con la unidad del país”. “Son fascistas que quieren pisotear nuestra democracia”. Esas máximas, como cuervos, se posan en los árboles y en las fachadas de las instituciones, rodean el Euromaidán y graznan a las cámaras. Como respuesta, los manifestantes, cada vez más enmascarados, contraponen sus máximas: “Sois esbirros de Rusia”. “Queréis devolvernos a la Unión Soviética”. “Venderéis nuestra patria por miedo a la modernidad”. La capital se explaya en su simbolismo, con cotas inauditas como la del ahorcado que a finales de enero apareció colgado del árbol de Navidad en la plaza de la Independencia. Los medios tienen la concreción deseada: primero, Kiev; luego, el Euromaidán; después, quien llora un cadáver.
Las causas que generaron las protestas pueden ser banales, hasta contradictorias, pero una democracia pierde la iniciativa cuando la crisis pasa de conciencia proeuropea a proclama maximalista que echa a rodar con objetivos concretos. Por ejemplo, la caída de un presidente. Si la democracia es débil, entonces la dinámica la desborda. Contra la perspectiva clásica de un ataque planificado por una vanguardia dirigiendo a líderes de base y la moderna de una movilización ciudadana espontánea, lo que cortocircuita a gobiernos cleptoescleróticos, como el ucraniano, es la mezcla de reivindicaciones concretas y maximalistas de los ciudadanos y los métodos no convencionales de activismo, como el enjambramiento[7], del que es una variante la “toma de la plaza”, o la multiplicación del impacto mediático por la tecnología, similar al milagro de los panes y los peces.
Crisis como la ucraniana crean un clima moral en el que muchos ciudadanos están predispuestos a considerar al gobierno culpable de cualquier hecho que anteceda a la revuelta y se desarrolle durante ella. A esto se añade la facilidad con la que poderes preexistentes pueden empotrarse en esos movimientos y darles un peso decisivo. El ejecutivo se convierte en un agujero inmenso al que la opinión pública arroja todo tipo de agravios. Se sigue el silogismo de que, dado que no sabe gestionar inmediatamente el mal mayor, tendrá alguna culpa de los males menores. El desarrollo extremo al que llegan estas crisis demuestra, más que crearlos, que en Ucrania existían factores de inestabilidad que se activaron fácilmente. La consolidación de un sustrato insurreccional cambia los tiempos y la crisis se vuelve intratable. La ciudad se traslada de calendario, para adaptarse a ritmos históricos, no cotidianos, como los de la Comuna de París (1871), la caída de la URSS (1991) o la Revolución Naranja (2004). Ese viraje facilita un contexto de traspaso continuado de límites, para lograr un acto fundacional violento. El terror y el terrorismo anidan con naturalidad en un Rattenkrieg[8] donde las armas reglamentarias se mezclan con las domésticas y muchos quieren hacer arder al que está al otro lado de la barricada.
En español hay una palabra para los disparos que, como venidos de ninguna parte, han insuflado surrealidad a las estampas ucranianas: el paqueo[9]. Los pacos se insertan en una oleada a la que puede unirse cualquier que tenga un arma y una posición clara de disparo. Uno de los más misteriosos ocurrió en la revolución contra el dictador rumano Nicolae Ceaușescu en diciembre de 1989. Las hipótesis fueron tales como que se trataba de la guardia personal del dictador, ciudadanos armados equivocados metódicamente al disparar a sus compatriotas o terroristas árabes expertos en el caos. Incluso se llegó a plantear que nunca hubo terorişti. Olvidar que desconocidos disparaban desde lugares no localizados suena tan normal como desear dormir tras un día de extenuación física. Lo pavoroso del paqueo es que son tiradores sin un ejército detrás al que pedir explicaciones y sin un contexto bélico que dé sentido a las muertes. Pero, a su vez, no pueden ser etiquetados como exclusivamente azarosos, al participar de un magma caótico de raíz política. A la dificultad de los poderes públicos para investigar este tipo de delitos, se añade el reto de anular la carga conspiratoria de esos hechos, que prende con facilidad en la población. Las teorías de la conspiración son como autómatas. Para estar siempre en marcha, viven de ensamblarse con nuevas piezas, que los hacen más refinados o más grotescos.
Escritas estas líneas, se desconoce el origen de los disparos del 20 de febrero en Kiev. Los medios de comunicación aluden a una llamada entre Katherine Ashton, alta representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad y Urmas Paet, ministro de Asuntos Exteriores de Estonia. En ella, Paet sugiere que los pacos de Kiev pudieron ser individuos de la “nueva coalición” del Euromaidán y que el gobierno entrante no va a investigar al respecto. La teoría de Paet abre más interrogantes que los que zanja. ¿De dónde recoge esos datos? Parece que los infiere de una médico en el campamento proeuropeo que dijo haber tratado a manifestantes y policías heridos con las mismas balas, pero luego afirmó que no había tenido acceso a los convalecientes de las fuerzas de seguridad[10]. Puesto que seguía habiendo un gobierno durante los disparos, ¿no deberían recaer las primeras sospechas sobre él? Ni la estructura de seguridad ni el sistema judicial ucranianos se derrumbaron con la revuelta, ¿por qué no investigaron con prontitud? ¿A quién le interesa que los hechos queden en una nebulosa de rumores? Además, ¿qué demostraría que los disparos los hubieran hecho individuos vinculados al Euromaidán? Habría que concretar a qué parte de la oposición pertenecían. O con conocimiento de qué sectores del campamento se inició el tiroteo. O qué líder lo autorizó. O si los tiradores obraron por su cuenta. O si eran infiltrados. O por qué las fuerzas de seguridad no impidieron los disparos o los reprimieron lo más pronto posible. O si había un porcentaje de tiradores vinculados al Euromaidán y otro vinculado a las fuerzas de seguridad. Sin contar con que un gobierno como el que regía el país durante la crisis, desacostumbrado a rendir cuentas, es idóneo para promover un escenario semejante, como toque final a una escalada de violencia.
A pesar de la oscilación en el poder político, las instituciones del Estado ucraniano están intactas. Esas instituciones pueden verse como una máquina que ha seguido funcionando durante la crisis y que ha sido cubierta por una sábana en la que se leía “Euromaidán”. La máquina puede seguir cegada, hasta que se construya una alternativa, e incluso ese proceso de construcción puede acelerarse si se despieza a aquélla para reforzar a ésta. Pero todo eso requiere años. Una enseñanza de la caída de dictaduras con prensa menos mala, sea por tener una retórica de izquierdas (como la de la URSS), sea por maniobrar en el poder con un autoritarismo ambiguo y flexible (como la del PRI en el México del siglo pasado), es que las malas prácticas en los servicios de seguridad no sólo no se corrigen, sino que los sujetos que quedan no consideran que deban cambiar de valores. Ven la transición a otro sistema como un período de reajustes violentos y de sedación democrática, que obliga a un repliegue parcial o a ser menos explícito en sus asuntos. Algo así sucede en la Ucrania post Yanukóvich. El ex presidente ha saltado por la ventana y se ha refugiado en el sótano, a la espera de que el pluralismo agriete el último piso, donde habitan quienes gobiernan ahora. Lo que hay entre el último piso y el sótano es un baile de ciudadanos que alaban el peso de Polonia y otros países orientales en la UE, miedo a los asesinatos extrajudiciales de antiguos opositores y a los riesgos de la depuración de ex compañeros del Euromaidán, boicots locales a medidas provenientes del gobierno de transición o alineamiento de prohombres adinerados que, con sarcasmo, cambian su discurso por uno con tics europeos.
De las tuberías oscuras de ese edificio ucraniano surgen los encapuchados de Crimea[11]. La estampa acaba, de momento, con “autodefensas” operando en la península, eufemismo para aludir a paramilitares tolerados por Rusia, poder de facto en el territorio como potencia ocupante y próximamente de iure, tras el referéndum de anexión de Crimea. Como en los comienzos del conflicto de Transnistria, el otro clavo que permite encajar a Ucrania, se robustece la presencia rusa para afianzar a la zona en la órbita moscovita. En términos jurídicos, la posición de Rusia hace agua. También en otros lugares el Derecho Internacional está hundido, con una piedra atada al cuello, pero la costumbre internacional de hundir el Derecho crea Derecho.
Que una crisis sea política significa que a corto y medio plazo admite otras medidas de gestión, pero que a la larga sólo puede ser gestionada políticamente. Quizá el consenso llegue en torno a una próxima federación del Estado ucraniano. Es probable que una mayor autonomía para sus regiones ponga las bases para solucionar los problemas de fondo del país. Pero con ello aparecería lo único en común de la crisis de tres meses en Kiev con la de la guerra de Bosnia: dar como resultado un país donde las diferencias se legalizan y se puede, con pulcritud, empezar a construir parcelas administrativas étnicamente homogéneas que puedan ser tuteladas por cada una de las potencias. Toda decisión política lleva en su seno una solución y un problema.
Jesús Pérez Caballero (Gandía, 1981) es escritor y jurista. Ha vivido en Berlín (Alemania) y Covasânt (Rumanía). Acaba de volver de Guadalajara (Jalisco, México), donde repasó unos textos y acabó su tesis doctoral sobre crímenes contra la humanidad y crimen organizado. En FronteraD ha publicado El muro de 2017 y las pasiones de Transnistria, un país arbitrario y Pueblos prendados de fantasmas: Cioran en España, yo en Rumanía
Notas
[1] Applebaum, Anne, Putinism: The ideology, The London School of Economics and Political Science, Strategic Update 13.2, febrero de 2013 (consultado el 29 de marzo de 2013), pp. 5-7.
[2] Grossman, Vasili, Vida y destino, Random House Mondadori, Barcelona, 2009, p. 936.
[3] En tinta roja, para acentuar su malignidad.
[4] “The Eurasian Union is the enemy of the European Union, not just in strategy but in ideology”. Snyder, Timothy, Fascism, Russia, and Ukraine, The New York Review of Books, 20 de marzo de 2014 (consultado el 29 de marzo de 2014).
[5] Lévy, Bernard-Henry, ¡A todos los pueblos de Ucrania!, El País, 16 de febrero de 2014 (consultado el 29 de marzo de 2014).
[6] “Public squares can be cradles for democratic movements but, to paraphrase Tsiolkovsky, one cannot live in a cradle forever”. Ford, Matt, A Dictator’s Guide to Urban Design, The Atlantic, 21 de febrero de 2014 (consultado el 1 de abril de 2014).
[7] Es decir, un conjunto de fuerzas distintas que acuerdan atacar conjuntamente un objetivo y después dispersarse. De ahí la figura del enjambre. Arquilla, John y Ronfeldt, David, “La aparición de la ‘guerra en red’ (revisado)”, en John Arquilla y David Ronfeldt (eds.), Redes y guerras en red. El futuro del terrorismo, el crimen organizado y el activismo político, Alianza Editorial, Madrid, 2003, 31-54, pp. 42-44.
[8] “Guerra de ratas”, en referencia a Stalingrado, en Beevor, Antony, Stalingrado, Editorial Crítica-Círculos de Lectores, Barcelona, 2001, pp. 162-169
[9]
Según la RAE: “paco. (De la onomat. pac).
1. m. En las posesiones españolas de África, moro que, aislado y escondido, disparaba sobre los soldados.
2. m. Combatiente que dispara en igual forma”.
[10] Denber, Rachel, Dispatches: Leaked Call, But Where’s the Truth in Ukraine?, Human Rights Watch, 6 de marzo de 2014 (consultado el 30 de marzo de 2014).
[11] Un brillante flash en Pérez Triana, Jesús Manuel, La invasión rusa de Crimea, Guerras Posmodernas. Los conflictos armados en el siglo XXI, 2 de marzo de 2014 (consultado el 30 de marzo de 2014).