Cuando el avión aterriza en una gran ciudad latinoamericana puede golpearte una sábana de humedad asfixiante, un sol ardiente, un cielo encapotado, una lluvia descerrajada o un resuello de aire que parece imposible de respirar debido a la altura. El viajero europeo suele recibir otro golpe, más intrínseco y difícil de definir: la sensación de inseguridad. ¿Por qué tantos se sienten inseguros en Latinoamérica? Existe una respuesta lógica: la miseria y la indigencia nos asustan. Hay otra que pertenece a nuestro subconsciente: el paisaje que vemos cuando salimos del avión se asemeja al de tantas películas, documentales, libros y periódicos. Un paisaje asociado a las pandillas y a los tiroteos, a los secuestros y a los asesinatos. Cuando un español decide instalarse en este continente, la pregunta se impone: ¿Es seguro vivir en una ciudad latinoamericana?
Diversos organismos (gubernamentales o no) lanzan cifras que muchos periódicos publican como si fueran sagradas. La ONG mexicana Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal enumera cada año las cincuenta ciudades más peligrosas del mundo según la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes. Su difusión en los medios digitales es masiva. En 2013, según sus datos, 41 de las cincuenta más violentas son latinoamericanas, 16 son brasileñas, 9 mexicanas, 6 colombianas, 5 venezolanas y 4 estadounidenses. La hondureña San Pedro Sula ocupa el primer lugar en crímenes por tercer año consecutivo, seguida de Caracas (la única capital, junto a Guatemala y San Juan de Puerto Rico, que aparece en la lista). Sorprendentemente, Acapulco (el antiguo paraíso turístico del Pacífico) ocupa el tercer lugar.
Aunque no conozco todas las ciudades de la lista, creo que algunos datos de este macabro escalafón pueden llevar a engaño. En realidad medir la inseguridad de una ciudad es una misión imposible. El número de muertos puede ser un indicador, pero la indigencia, los asaltos, la oscuridad en las calles y la conflictividad social pueden mermar la vida diaria mucho más que el recuento de asesinatos pertenecientes a ajustes de cuentas entre bandas criminales. Además, creo que la inseguridad no solo se mide con cifras sino con algo tan intangible como el nivel de agresividad humana. Cualquiera que haya vivido en Latinoamérica sabrá que, curiosamente, la gente aquí no se caracteriza por ser agresiva, sino por todo lo contrario. Seguramente es más fácil llevarse un puñetazo o una paliza en un garito de Londres que en cualquier antro de México DF.
Mi trabajo me ha llevado a vivir en varias capitales y a viajar por casi todos los países del continente americano. He salido de noche en muchas ciudades, he callejeado por los barrios marginales y he viajado por zonas selváticas e inhóspitas. Jamás me ha ocurrido algo grave. Nada más allá de un robo o una estafa. Y a pesar de ello reconozco que la violencia en Latinoamérica es uno de los problemas más lacerantes y que más lastran la calidad de vida, sobre todo por el miedo que imprime en los ciudadanos y la consecuente pérdida de libertad que ello genera. Es un gran problema, sin duda, pero es un problema que no afecta a todos los países ni a todas las ciudades por igual.
Existen decenas de reportajes y artículos sobre la peligrosidad en Latinoamérica, pero siempre parecen el mismo repetido: la injusta y arbitraria repetición de las cifras, método en el que se basa el periodismo exprés para sacar conclusiones a golpe de clic y para explicar el mundo sin moverse de la pantalla del ordenador.
El propósito de este texto es justo el contrario: contar lo que he visto y vivido y lo que la gente me ha transmitido en las calles de las ciudades latinoamericanas. Aclaro que todo está basado en mi experiencia y en mi interés por la violencia en la región a lo largo de los años. No es, por tanto, un nuevo ranking, ni un reportaje para sacar conclusiones. Es una visión subjetiva y personal. Probablemente tan injusta e incompleta como cualquier otra, pero al menos basada en lo que creo que es el elemento más fiable para sentirse seguro en una ciudad: la experiencia real de la gente.
Peligros reales
Cada año aparecen nuevas cifras y listas macabras en las que Latinoamérica sale tristemente ganando. Con casi el 9% de la población mundial, la región concentra el 27% de los homicidios del mundo. Ello se debe a la mezcla entre desigualdad, pobreza, marginación y corrupción que reina en ciertas ciudades y municipios. La solución adoptada por los políticos y la clase alta latinoamericana es construir barrios para las clases altas, parapetados con cercas espinosas, alambradas eléctricas y guardias privados armados hasta los dientes; y abandonar a su suerte las zonas pobres, tomadas literalmente por los capos y las pandillas del crimen organizado. Como resultado de ello, las periferias de importantes urbes centroamericanas como Guatemala, San Pedro Sula o San Salvador son prácticamente intransitables por la noche.
Ciudad Juárez (en Chihuahua, al norte de México) fue la más violenta del mundo durante los años 2008, 2009, 2010 y la segunda en 2011, pero en 2013, inexplicablemente, ocupa el puesto número 37. Los medios y el Gobierno reiteran que Juárez ha reducido sorprendentemente el número de homicidios durante los últimos años, pero la inseguridad que se sigue respirando en sus calles es absoluta e incuestionable.
El centro de la urbe parece haber sufrido un bombardeo, los jóvenes indigentes te acechan sin parar, las colinas fronterizas tienen el aspecto de un poblado chabolista interminable, a cada rato pululan coches negros con cristales tintados y chóferes con aspecto de narcotraficantes. Los juarenses con los que hablé aseguran haber sufrido asaltos, secuestros, golpizas o extorsiones; me contaron que en más de una ocasión han sido testigos de balaceras, matanzas, cuerpos colgados de los puentes y escenas de crimen. Estar en un bar tomando algo y presenciar cómo ametrallan a una decena de clientes es una escena que muchos aseguran haber presenciado. Oír tiroteos y asistir a secuestros y asesinatos fue algo cotidiano durante los años de la guerra del narco (2007-2012) y aún hoy no es extraño. El miedo se palpa en cada una de las esquinas del centro y mucho más en los barrios pobres periféricos, donde un turista literalmente se juega la vida.
Contemplar la naturalidad con la que la gente afronta los crímenes y asesinatos es un indicador infalible para comprender la presencia real del peligro. Hace un mes visité la ciudad, acompañé a periodistas de sucesos y conviví con noticias terroríficas: un decapitado y seis muertos en un solo fin de semana; dos muertos más el lunes, una niña ahorcada y dos cuerpos calcinados el martes… Y así sucesivamente, la gente se pregunta cuántos morirán al día siguiente.
Me cuesta mucho creer, tal como afirma el citado escalafón, que Juárez sea la 37ª más mortífera y que Acapulco sea la tercera más letal del mundo y la más peligrosa de México. La ciudad costera tiene grandes desigualdades y está ubicada en una zona (el estado de Guerrero) golpeada por la lucha de cárteles y el crimen organizado. Tiene zonas muy transitables y otras muy degradadas y marginales, pero en ningún momento comparables a Juárez. Cada fin de semana, los capitalinos visitan Acapulco y sus playas y ninguno regresa contando las atrocidades que cualquiera puede ver y oír en la frontera norte de México. Las cifras dirán lo que quieran, pero el ambiente de ambas ciudades es incomparable. Quien ha estado lo sabe.
El mismo Consejo Ciudadano que elabora la lista reconoce que los gobiernos proporcionan cifras falsas y que hay casos escandalosos de tergiversación de datos en ciudades del norte de México como Nuevo Laredo, Torreón y Chihuahua. Aceptando esa premisa: ¿Qué lleva a pensar que Ciudad Juárez no sea un caso más de manipulación? ¿Qué fiabilidad puede tener una lista como esa?
“Las declaraciones de los políticos son, como siempre en México, más propaganda y buenos deseos que otra cosa”, concluye el periodista Sergio González Rodríguez, escritor y periodista experto en crimen organizado.
La buena y la mala prensa
Desde el año 2008 los periódicos dibujan un México letal y terrorífico, pero la realidad es que en la mayoría de los estados se puede vivir tan seguro o más que en otros países sin tanta mala prensa, como Colombia o Ecuador. En el año 2006 trabajé como cooperante en un proyecto de Chicos de la Calle en el centro de Quito (exactamente en el barrio La Tola) y fui asaltado con navaja y pistola tres veces en dos meses (en más de tres años en México no me ha sucedido ni una sola vez). Jamás había leído noticias sobre la inseguridad en la capital de Ecuador (ninguna ciudad ecuatoriana aparece en la lista de las más letales), pero al llegar, todos mis conocidos de la ONG contaban que habían sido víctimas de atracos y agresiones y me preguntaban si ya me habían “bautizado”. “Aún no”, respondía nervioso. “Pues ya te pasará, no te preocupes, tú solo dales todo lo que te pidan”. Cada vez que salía de noche y recorría la ciudad, me preparaba para “mi bautizo”. Por eso, el día que un joven se sentó a mi lado en el autobús con una pistola en la mano, no me supuso un gran trauma. Le dije: “Tranquilo parserito” –trabajando con los chicos de la calle aprendí que el acento paisa de Medellín siempre funciona de cara a los delincuentes callejeros, acostumbrados a ver películas de narcos y bandidos colombianos–, le di las pocas monedas que llevaba, me saqué los bolsillos afuera y asunto terminado. “Bienvenido a Latinoamérica”, me dijo el director del proyecto, el cura Ivano Zanovello, cuando se lo conté. Corría el año 2006: había sido bautizado.
Numerosos periodistas elogian la reducción de la violencia en Colombia, pero quien se adentre en sus principales ciudades percibirá que la lacra del narcotráfico y la narcocultura sigue muy presente. El recorrido nocturno por el casco histórico de Bogotá es un muestrario de indigentes y toxicómanos, de suciedad, de locales cerrados, calles vacías y policías que en voz baja te aconsejan guardar tu cámara de fotos y regresar a casa cuanto antes. Los mismos bogotanos recomiendan evitar el centro y sus alrededores de noche: “Está tomado por drogadictos y gonorreas”.
En Medellín (en el puesto 35, por delante de Ciudad Juárez) se observa un ambiente mucho más dinámico, concurrido y transitable. El paisaje nocturno es espectacular, los jóvenes llenan las calles bebiendo y desparramando tal como ocurría en el centro de Madrid hace quince años. La presencia de la droga es constante. La cocaína mana por las esquinas con una frecuencia cardiaca. Jóvenes estudiantes esnifan en plena calle con la naturalidad con la que fuman un cigarrillo. Jamás me han ofrecido tantas veces, a precios tan bajos y con tal descaro como en Medellín, Cartagena de Indias y Santa Marta (en el puesto 32). No creo que el consumo de drogas vaya unido a la peligrosidad, pero la presencia de toxicómanos pululando como muertos vivientes en busca de basuco (la pasta de coca que inhalan), definitivamente sí. En muchas de las ciudades colombianas uno se ve obligado a evitar varios callejones oscuros plagados de yonquis. El llamado Bronx de Bogotá (a dos cuadras del centro de la capital), algunas comunas de Medellín y ciertas calles céntricas de Santa Marta parecen literalmente un videojuego de zombies.
Aunque parezca increíble, a pesar de todo el mal que hizo a Colombia, el espectro del capo Pablo Escobar sigue siendo reivindicado por muchos jóvenes colombianos. Comprobé que mencionar despectivamente su nombre en ciertos barrios de Medellín no es nada recomendable. Una noche, mientras regresábamos a casa en un taxi por las comunas, una de mis amigas de Medellín hizo un comentario crítico sobre su figura: “Lo peor de todo es que fue un asesino, pero aquí sigue siendo un héroe para muchos”. El taxista se puso nervioso y nos advirtió con voz ronca y pegajosa: “Parseros, aquí no se habla mal del Patrón. Él nos dio todo lo que tenemos, construyó barrios, ayudó a los pobres…”. El resto del camino permanecimos en silencio escuchando las virtudes filantrópicas del capo antioqueño.
La transformación desde el centro
Hoy en día los cascos históricos del “primer mundo” son modernos escaparates donde las chicas en minifalda caminan solas a cualquier hora de la noche sin problema. Latinoamérica lleva el mismo camino, pero a su propio ritmo. Poco a poco las plazas principales van convirtiéndose en pasarelas de gente bohemia y moderna.
Los peruanos que conozco aseguran que caminar de noche por el centro de Lima hace diez años era muy poco recomendable, pero cuando visité la capital hace pocos meses me sorprendió el ambiente noctámbulo y festivo, las calles iluminadas y llenas de jóvenes y la gran oferta cultural y gastronómica. Lo mismo podría decir de Santiago de Chile, Buenos Aires e incluso de México DF: son ciudades en las que uno pasea sin problemas si evita ciertas zonas rojas. ¿A qué se debe? No lo sé y creo que nadie lo sabe con certeza, pero en todas estas capitales cada vez hay más jóvenes repoblando el centro urbano. Como consecuencia cada vez hay más cultura, más negocios y más vida nocturna. Y por necesidad: más luz, más vigilancia y menos asaltos.
Las zonas rojas de los núcleos urbanos van reduciéndose hasta convertirse en pequeñas manchas, muy localizadas y fácilmente evitables. El temido barrio de Tepito y sus alrededores, en el centro de México DF, aún presentan un aspecto sucio, oscuro e imponente, pero son perfectamente transitables de día. Incluso se ha llevado a cabo con éxito considerable un ingenioso “safari teatral” por el barrio, cosa impensable en ciudades verdaderamente peligrosas. El debate acerca de la peligrosidad en el DF no pasa de moda. Hace un año, el procurador del Distrito Federal, Rodolfo Ríos Garza, aseguró que el DF es una de las ciudades más seguras del mundo. Su insultante mentira contrasta con la percepción del 70% de los capitalinos que, según la ONG Causa en Común, afirman sentirse inseguros en la ciudad. En mi opinión, la manipulación es una burda estrategia para ocultar el problema de la seguridad, pero el miedo de los capitalinos, hoy en día, es exagerado.
La Plaza Once (o Miserere) y el barrio de Boca en Buenos Aires también pueden llegar a ser problemáticos, pero raramente lo son. En la citada plaza me tocó ver una pelea a navajazos, pero no conocí a ningún porteño que se hubiera llevado uno. El barrio del Callao en Lima y algunas zonas del centro de Santiago de Chile y Montevideo pueden suponer un cierto riesgo si se recorren de noche y sin un rumbo fijo. Pero en general uno puede caminar por todas estas capitales a cualquier hora del día sin que le pase nada. Los taxistas secuestradores tan famosos en México, las peleas de bandas en Lima y los violadores y los asesinos tan temidos en todo Latinoamérica cada vez son menos y están más vigilados.
En realidad, muchas ciudades europeas han experimentado la misma transformación. A principios del siglo XX Pío Baroja describía poblados marginales semejantes a “aduares africanos” en pleno centro de Madrid. Pero con el tiempo estos poblados van desplazándose hacia la periferia, cada vez más lejos, cada vez menos visibles. Hoy, para ver villorrios de esas características hay que salir de la ciudad y llegar a Valdemingómez (al sureste de la capital). Las autoridades siguen sin poder solucionar el problema. Lo importante para ellos es alejarlo y volverlo invisible.
Nací y crecí en el barrio de Aluche (a unos cinco kilómetros del centro de Madrid) que por los años ochenta y noventa aún exhibía extensos poblados chabolistas como el del Cerro de la Mica. Ser asaltado por un yonqui o un navajero no era nada extraño. Desde la ventana de mi casa veía peleas de clanes gitanos, intercambios de alijos de coca y violentas redadas policiales: un paisaje tan degradante o más que el que hoy veo en la periferia de las ciudades latinoamericanas. Hoy en día, esos poblados chabolistas son parques ajardinados con canchas deportivas llenas de latinoamericanos, columpios en los que juegan niños y senderos por los que pasean ancianos.
Las zonas más canallas de la capital española hoy son barrios multiculturales repletos de turismo y parranda. En el mismo barrio de Lavapiés (en pleno centro de la ciudad), que para muchos aún es una zona para andarse con cuidado, cohabitan latinos, africanos y asiáticos llegados de las zonas más calientes del planeta. A pesar de que muchos de ellos son pobres y se dedican al menudeo, la seguridad es casi absoluta. ¿A qué se debe? Se habla de la presencia policial, de la vigilancia de las cámaras, etcétera, pero creo que la seguridad es fruto de la convivencia y la integración cada vez mayor entre los propios vecinos del barrio. Los jóvenes y estudiantes (que hace unos diez años apenas habitaban la zona) hoy se mudan a Lavapiés premeditadamente buscando un ambiente popular y multiétnico, acuden a los restaurantes exóticos, se emparejan con gente de todos los colores y hasta han formado brigadas vecinales para impedir las redadas policiales “xenófobas” en el barrio. En este ambiente ¿a quién le interesa delinquir y ganarse enemigos?
La repoblación de estudiantes e inmigrantes ha convertido el centro de Madrid en un lugar cosmopolita y muy seguro, lleno de ambiente nocturno y cultura popular. Si todo sigue mejorando, si la inmigración sigue aumentando y ninguna crisis o guerra lo impide, los centros de las ciudades latinoamericanas experimentarán el mismo proceso, se llenarán de extranjeros y de gente joven que reinventa los barrios. Como en el caso español, se perderán algunas tradiciones por el camino, pero sin duda será una transformación a mejor.
¿Es seguro viajar y vivir en Latinoamérica?
El viajero y bloguero de El País Paco Nadal, se plantea la misma pregunta refiriéndose a México y da una lúcida respuesta: “Es tan seguro como tú y tu sentido común quieran hacerlo”. Yo añadiría que la seguridad depende de dónde estés y qué hagas: No es lo mismo ser periodista en Juárez, actor en Buenos Aires o cooperante en Centroamérica. Si uno se decanta por una vida tranquila, toma las debidas precauciones y escoge un buen barrio para vivir, las posibilidades de que le ocurra algo son mínimas.
Que Latinoamérica aún tiene un gran problema de violencia nadie lo puede negar. Pero esa violencia no afecta a todos los órdenes sociales. Desde el estallido de la crisis miles de españoles siguen llegando al continente y adaptándose a un nuevo estilo de vida, al caos de las ciudades, al picante de las comidas, a los peligros humanos y naturales y a la inquebrantable alegría de la gente. Con el tiempo el ceño fruncido se nos relaja, el miedo se evapora, la sonrisa comienza a brotar por nuestros labios y sin darnos cuenta, hasta comenzamos a adoptar su jerga: “órale, chévere, boludo, cachai, parsero…”. A muchos, América Latina nos da una nueva vida.
Desgraciadamente mientras los políticos consientan los niveles de corrupción, miseria y desigualdad social, mientras opten por esconder y ocultar el problema en vez de erradicarlo, la violencia homicida en Latinoamérica no podrá extinguirse.
Una versión más reducida de este texto apareció en el número especial del Heraldo de Madrid, publicado 75 años después de su incautación, al término de la guerra civil española.
Javier Molina es reportero, licenciado en Historia, doctorado en Literatura hispanoamericana y narrador. Ha publicado libros académicos sobre los hispanoamericanos en la Guerra Civil española y ha escrito en El País, Letras Libres,Vice y otros medios hispanoamericanos. En FronteraD ha publicado Un tesoro oculto en la Casa Azul. Frida Kahlo y León Trotsky y La sonrisa de Alberto Patishtán, indígena de Chiapas indultado y mantiene el blog Reportero salvaje. En Twitter: @javimolinav