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La increíble y triste historia de una cándida bailarina y su pueblo desalmado

 

Eran las dos de la mañana cuando un hombre ebrio reventó una botella de cerveza y se la clavó en el cuello a su vecino. Ambos habían protagonizado, minutos antes, una discusión acalorada, en medio de una fiesta popular en La Pampa, la zona más grande de minería ilegal en Madre de Dios. Wendy Ayquipa –minifalda negra, pantis, botas blancas, y una blusa corta que mostraba su ombligo– bailaba sobre el escenario, presagiando ya aquel desenlace fúnebre. Sus años de experiencia, como cantante y bailarina de grupos de cumbia de la selva peruana, la hacían confiar en sus corazonadas. Ese día, que ya no recuerda cuándo fue, ella sabía que todo terminaría mal.

 

El hombre se desplomó sobre la tierra, y la sangre brotó de su cuello a borbotones. Wendy se tomó la cara con ambas manos y soltó un grito ahogado. La música se detuvo. El público  se amontonó sobre el hombre herido. Los músicos de la orquesta descendieron del escenario y corrieron a socorrerlo. Una mujer se ofreció a coserle el cuello con aguja e hilo, pues no había posta médica adonde llevarlo. Era eso o dejarlo morir desangrado. La mujer procedió con la precisión de un cirujano. Había mucha gente ensangrentada. Wendy tuvo miedo.

 

El hombre no murió, pero quedó marcado con una cicatriz en forma de collar que aún conserva. La fiesta terminó luego de ese incidente, y Wendy recuerda que ese día no pudo dormir. Como tampoco lo haría otras veces, cuando desde el escenario viera gente fallecer, lanzar disparos al aire, pelearse con cuchillos filudos, matarse sin piedad. En su trabajo el miedo es una constante con la que debe aprenderse a convivir.

 

 

*     *     *

 

Wendy ha sobrevivido a dos guerras: la de Sendero Luminoso y la de minería ilegal. Esta última, aún no ha terminado, pero ella la libra con valentía. Su historia, en cierto sentido, está marcada por esos dos episodios lúgubres en la historia peruana. Nació en Cusco hace 28 años, cuando Perú se desangraba por los ataques del grupo terrorista Sendero Luminoso. Los recuerdos que ella tiene de esa época son difusos. Tenía apenas cuatro años.

 

Hay, sin embargo, un suceso que carga en su memoria como un sello imborrable. Wendy viste una blusa celeste con escote bastante pronunciado, jeans apretados, zapatos negros y de taco, y lentes oscuros. Desde aquí, sentados en una juguería, sentimos la ciudad sudando a chorros y cómo el aire caliente se desliza por las calles. Puerto Maldonado, capital de Madre de Dios, es una ciudad de la selva peruana ubicada a 1.637 kilómetros de Lima, a dos horas de viaje en avión, o a más de cuarenta a bordo de un bus.

 

Mis papás –me dice con la mirada extraviada en el pasado– tenían un restorán en Sicuani [una ciudad comercial ubicada a dos horas de la cosmopolita Cusco] donde vendían pollipapas, salchipapas, y hamburguesas. Atendían solo hasta las nueve de la noche. Después de esa hora estaba prohibido salir a la calle, o mantener las luces encendidas. Iniciaba el toque de queda: nadie podía deambular por las calles, pues no había garantías para tu vida. Un día entraron terroristas a nuestra casa. Apuntaron con sus armas a mi papá, a mi mamá, a mis tíos. A uno de mis tíos se lo llevaron. Yo tenía cuatro años.

 

Ese día entendieron que debían marcharse. Vendieron todo y emigraron a la selva. Wendy creía que así cerraba un círculo y abría otro más esperanzador. Ignoraba, sin embargo, que se dirigía hacia su segunda guerra. En aquella época, Puerto Maldonado descubría que sus ríos, quebradas y espejos de agua eran ricos en oro; y lo más importante: que ese oro podía extraerse con relativa facilidad. Viajaron desde Cusco a bordo de un camión, el único vehículo para transportarse. El periplo duró casi una semana, pues los bloqueos en la carretera eran constantes por las lluvias y los huaicos.

 

Su padre no tardó en conseguir trabajo. Había un campamento minero donde requerían obreros. Se ubicaba en el kilómetro 101, cerca de Malinowsky, una zona que tiempo después sería una gran mina de oro. “Mi papá trabajaba como obrero y mi mamá como cocinera del campamento –relata Wendy–. El jefe era muy malo. Los explotaba. Mis padres se cansaron de tanto maltrato, y un día se marcharon y nunca más volvieron”.

 

No se sabe con precisión cuándo se inició la minería artesanal en Madre de Dios, pero fue hace más de cincuenta años. Al inicio solo se veía lavadores de oro, que con bateas (depósitos pequeños) separaban el oro de la arena. Trabajaban en la ribera de los ríos, cargando material aurífero en carretillas. La tecnología, como en casi todos los campos, sofisticó el negocio. Ahora ya casi no hay lavadores de oro. En los campamentos mineros hay retroexcavadoras, camiones, chutes, balsas gringo y dragas, una especie de barcos con grandes motores para extraer oro a gran escala.

 

Como una plaga, esta actividad –que representa más del 50% del PIB en Madre de Dios– se expande sin restricciones. Aunque ocupa el 9,69% del territorio de esta región, se la ve en bosques vírgenes, comunidades nativas y poblaciones agrícolas. Su explosión se debió, en gran parte, al incremento del precio internacional del oro. En la actualidad un gramo cuesta entre 90 (25,7 euros) y 120 (34,2 euros) soles en esta región peruana. Por eso es común que allí se consuma tanta cerveza como combustible.

 

Según el Ministerio de Energía y Minas de Perú, Madre de Dios produce anualmente 16,39 toneladas métricas de oro, que representa el 9,2% de toda la producción de oro del país. El detalle es que, así como produce, contamina. Por cada kilo de oro extraído se utiliza 2,8 kilogramos de mercurio, un insumo que termina regado en los ríos y ecosistemas acuáticos. En Madre de Dios, por eso, la mayoría sabe que está prohibido comer pescado. Lo saben, y lo ignoran.

 

Wendy se ha puesto cómoda. Ha pedido un segundo vaso de maracuyá, mientras me dice que evita comer pescado, aunque a veces sucumba ante un cebiche. Lo come para saciar el hambre que produce la fiesta noctámbula. Eso me cuenta mientras agita su pierna derecha y mira hacia el techo como una niña que ha cometido una travesura. Cuando era pequeña, prosigue su relato, ayudaba a sus padres en el campamento minero.

 

—Yo cocinaba –dice–. También cargaba el agua desde una quebrada. El negocio era familiar y rudimentario. No había máquinas, como ahora. Recuerdo que, al finalizar la jornada de trabajo, llenábamos de oro la mitad de una lata de atún.

—¿Pero el negocio era rentable, o no?

—Claro que no. En esa época el gramo de oro costaba 20 soles (5,7 euros); ahora vale 120 soles (34,2 euros).

 

Esa diferencia de precios explica el boom minero que se vive aquí. Madre de Dios, me dijo hace un tiempo el párroco suizo Xavier Arbex, es como el paraíso para los foráneos. “A ellos (mineros) no les importa matar gente, asesinar la naturaleza, dejar hijos regados por el mundo, autodestruirse. Solo les interesa el vil metal”. Cada vez que ha conversado con ellos siempre le han dicho lo mismo: “Acá he venido a enriquecerme, padre; no a compartir mi dinero”. El párroco tiene un albergue donde refugia a niños en riesgo por la minería ilegal.

 

 

*     *     *

 

La vida era difícil para la familia de Wendy. Trabajaban en una zona enmarañada, rodeada de árboles y maleza, caminaban ocho horas desde la carretera hasta el campamento. Las canoas, porque había que cruzar el río también, se demoraban una semana en llegar. Cuando mi mamá se enfermó de paludismo –prosigue Wendy–, mi padre hacía largos viajes hasta la ciudad, en busca de medicina. Mi madre se quedaba en el campamento llorando. Todas las noches esperaba a mi papá, a que vuelva. Pero él no regresaba. Se quedaba bebiendo en Puerto Maldonado. Volvía, días después, con los bolsillos vacíos. Fue su época de mujeres y trago. De mujeres fáciles a las que les gustaba el dinero fácil.  

 

Han pasado tantos años desde entonces, y Wendy ya no trabaja más con sus padres. Ellos siguen ligados al negocio del oro, pero ella se volvió cantante y bailarina. A los 14 años interpretó una balada de Laura Paussini con la que obtuvo el segundo puesto en un concurso escolar. Dos años después quiso estudiar canto en Lima, pero nunca consiguió el dinero suficiente para viajar. Olvidó esa idea y se lanzó a la piscina solo con su voz, con esa voz raspadita que encandila a quien la escucha.      

 

Ha sido vocalista de Tropicana Banda Show, Grupo Caoba, Son Latino, Selva Sur, y otros tantos que ya ni recuerda. También le cuesta acordarse de todos los lugares que ha pisado como cantante y bailarina. La Novia, Alerta, Mavila, Iñapari, Laberinto, Delta I y II, Colorado, Huepetuhe, Santa Rosa, Santa Rita Baja y Alta, Mazuco, Quincemil, Cusco, La Pampa, toda la Carretera Interoceánica, son solo algunos de esos lugares.

 

Es viernes por la noche y Wendy se maquilla antes de salir al escenario. Hace dos años es la vocalista de la orquesta Teocas. La mujer viste minifalda roja, pantis transparentes, y unas botas negras que se encaja con delicadeza mientras conversamos. Se mira al espejo, se pinta los labios, cruza las piernas. Más tarde, en el escenario, sentiré que es otra persona. Bien dicen que somos una suma de máscaras, que usamos de acuerdo a la ocasión.    

 

Una vez fuimos a tocar a Delta I, por el aniversario de un colegio –me dice mientras esparce perfume por su cuerpo–. La gente me regalaba dinero para cantar o por tomarme fotos. El viaje de regreso lo hicimos en canoa. Los chicos de la orquesta conversaban. Yo preferí recostarme un rato. A mi costado una persona dormía tapada con una frazada. El resto de gente permanecía en silencio. Yo miraba al que dormía. En esas estaba cuando alguien dijo: ¿dónde vamos a velarlo?, ¿adónde lo llevaremos?, ¿dónde estará su familia? Me incorporé de un salto. La imagen del hombre con la frazada me atormentó los días siguientes.

 

Así también atormenta a cualquiera la imagen de varias canchas de fútbol que antes lucían verdes y ahora son pampas solitarias. Según el Ministerio del Ambiente de Perú, la minería ilegal ha destruido cerca de 50.000 hectáreas de bosques en Madre de Dios. Pero el problema no acaba allí: Macroconsult, una firma peruana que brinda servicios de consultoría económica, dice que esta actividad exporta cada año cerca de tres mil millones de dólares en oro. Con ese récord, hace cuatro años desplazó al narcotráfico (que exporta 1.208 millones de dólares en cocaína al año) como la principal actividad ilícita en Perú.

 

César Ipenza, un reconocido abogado especialista en temas ambientales, sostiene que las 25 regiones de nuestro país presentan minería ilegal. Esta actividad emplea a 500.000 personas. Wendy no entiende de cifras, solo sabe que la minería es un problema social. “Las personas sobreviven con ese dinero –dice–. Pero están trabajando desordenadamente, causando daño ambiental, eso también es cierto”. Sus palabras suenan sinceras, limpias de algún discurso político. Un hombre interrumpe nuestra charla y le dice que es hora de cantar. Wendy sube unas escaleras, coge el micro y saluda. El local está repleto de gente eufórica.

 

 

*     *     *

 

—Estoy dispuesto a pagarte lo que sea, para que me acompañes –le dijo sin titubeos un minero de Huepetuhe a Wendy, cierto día después de un baile popular.

 

Todos sabemos que acompañar es un eufemismo que esconde deseos reprimidos, y Wendy así lo tomó. La muchacha de ojos claros y cabello largo sintió que su cuerpo se le congelaba. Respiró profundo, puso la mirada rígida, y soltó una frase fulminante:

 

–Señor, con todo el respeto que usted se merece, yo soy la vocalista de la orquesta, y también bailarina, pero no una dama de compañía –le respondió.

 

El hombre, un poderoso minero, insistió y ofreció pagarle 50 gramos de oro. En aquella época el gramo de oro costaba 98 soles (28 euros). Wendy no pensó en el dinero, sino en su libertad. Tenía miedo, así que se despidió –aunque el hombre intentó retenerla–, y corrió hasta donde estaban sus amigos. Porque ella lo tiene claro: uno nunca debe acostarse por plata, sino por amor. Lo dice ella, una mujer seductora con su voz, con sus trajes diminutos, que todos los fines de semana canta en el restorán-peña Teocas, en Puerto Maldonado.  

 

No fue la única vez –ni será la última– que intentaron comprarla. Hace años, cuando cantaba en el bar La Choza, recuerda que bajó por una botella de agua hasta la barra. Un sujeto la tomó del brazo y soltó las lágrimas, mientras la sujetaba fuerte. Le dijo que la amaba, que se acostara con él, que invertiría todo su dinero si ella accedía a su pedido. Wendy gritó para que los agentes de seguridad la rescataran de aquel desconocido.

 

Otro día, un manojo de hombres intentó secuestrarla. Conducía en su moto cuando distinguió unas sombras afuera de su casa. Era de madrugada. Wendy frenó antes de llegar a su destino, y llamó  a un primo policía que la auxilió después. Por eso quiere cambiar de trabajo, y ejercer su carrera de Administración de Empresas. Lamentablemente –y ella lo sabe– en Madre de Dios todo sigue girando en torno a la minería ilegal.

 

Sube la música en Teocas, Wendy agarra el micrófono y mira hacia el horizonte, hacia la nada. Los clientes, la mayoría de ellos mineros, levantan la cerveza en señal de salud-señores-porque-esto-es-vida. Algunos bailan como borrachitos. Wendy canta Mis días se tornan tristes, la noche me hace llorar, mi almohada está mojada, ella sabe mi penar…

 

 

 

 

Ralph Zapata Ruiz estudió Periodismo en la Universidad de Piura. Desde hace cinco años trabaja en el diario El Comercio de Perú. Actualmente es corresponsal en Cusco. El año pasado entrevistó al camarada Gabriel, cuarto mando militar del grupo terrorista Sendero Luminoso. Le fascinan, además, las historias vinculadas a la selva peruana. En FronteraD ha publicado El pueblo que sobrevivió en la selva peruana al terror (y a la indiferencia). En Twitter: @ralphzapata

 

 

 

 

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