Durante meses perseguí la misma idea, la misma trama, la delineación exacta de mi personaje. Sospecho que a otros como yo les ocurre con suficiente frecuencia, sin embargo intenté no desistir a las primeras de cambio para escribir el cuento acerca de un pobre diablo enamorado de una voz femenina en la radio, una locutora con la cual se entrevistó en ocasión del lanzamiento de su novela —actualmente olvidada y enterrada a tres metros bajo tierra— y no volvió a ver más. Ese era el plot básico, el mismo que se me resistió como el león más indomable de la jungla literaria.
Meses dando vueltas alrededor de un relato que jamás logró despegar. Siempre me quedaba varado en la realidad, al igual que su hipotético título, A ello me consagro, una frase idiota y, para colmo de males, real, proveniente de un texto igualmente real, escrito por un tarado cuyo nombre me reservo.
No deja de parecerme un desperdicio: A ello me consagro. No todos los días se encuentra uno joyitas semejantes.
Según yo, el cuento estaba escrito y resuelto antes de sentarme ante la computadora.
Con el propósito de hacerme de material para mi relato, a lo largo de varias noches seguí, confieso que con devoción amarillista, el célebre programa de radio La mano peluda. Qué cosa: en esa cabina de radio vaya que sí se cumple aquello de la realidad supera a la ficción. Lo único que quería era ambientarme, tomar la temperatura del mundo de la amplitud modulada. A cambio me llevé sensaciones que todavía no logro definir del todo. Pasmo, espanto, incluso una especie de convulsa incredulidad —no exagero: los invito a que sintonicen el AM al filo de la medianoche— ante el discurso delirante tanto por parte del conductor del programa como de quienes se comunicaban con él por vía telefónica. Su puta madre puede entender, si acaso, esos desvaríos y demás cosas como las siguientes, que me tocó escuchar a la tercera o cuarta noche. No extraigo ni una sola coma. Escuchen, o lean, que yo ya me confundí:
—Es que se oyen los ruidos, mi hijita los escuchó y su hermana también, hasta los vio una como sombra, oiga.
—Si le entendí bien quiere decir usted, Felipe, ¿no me equivoco, verdad, don Felipe se llama usted, verdad?, que sus dos hijas han visto las apariciones.
—No, bueno sí, o sea de que mire, señor, mi hija y su hermana no son hermanas, le digo.
—Ahora sí no le entendí don Felipe…
—O sea de que mi hija sí es mi hija, pero su hermana es la hija de la hermana de mi señora, o sea de que su mamá se fue a trabajar a los Estados Unidos, pero a la niña pues mi mujer y yo la tratamos como si fuera nuestra hija. Imagínese: a la hermana de mi señora la abandonó este señor y no sabemos nada de él y pues así.
—Ya, don Felipe. ¿Qué es lo que han escuchado y visto sus hijas? Bueno, su hija y su sobrina, porque la niña técnicamente vendría siendo su sobrina…
—¿Sí? ¿No? Sí.
—Bueno don Felipe, dígame: ¿qué escucharon o vieron sus hijas?
—Pues mire, han escuchado cosas como que se arrastran, en la noche, y pues mire se espantan, están todavía chiquitas… Yo también he escuchado los ruidos…
—¿Y qué clase de ruidos son esos, don Felipe? ¿Qué es lo que oyen?
—O sea de que son como cadenas, sí, como cadenas que se oyen arrastrándose en el piso, allá en la casa.
—¿En qué parte de su casa, don Felipe?
—Pues mire, en la parte de atrás y en la azotea, sobre todo…
—Ruidos de cadenas en el piso, comprendo. ¿Esta noche se ha escuchado algo, don Felipe? ¿Puede ir al lugar donde se escuchan las cadenas?
—… sí, bueno no, o sea de que ‘orita no estoy en mi casa, ando afueras, le digo.
—¿Dónde está usted, don Felipe?
—¿’Orita? Aquí ‘orita en la Central del Norte.
—Entonces no se halla usted en su domicilio, ¿nos podría hacer favor de volver a echarnos una llamadita cuando esté usted en su casa, don Felipe?
—Bueno ‘orita no puedo porque estoy chambeando, ya voy para siete años de chófer de autobús, aquí sobre todo cubriendo lo que es las rutas del norte, le digo. Y si viera las cosas que ve uno en la carretera, sobre todo como sombras que se cruzan, y también aparecidos en la cuneta. Ya me han tocado varios, sí le digo, señor.
Después de escuchar lo anterior no puede uno más que quedarse atónito, sentirse una especie de cósmico pasajero en el autobús a cargo de don Felipe y del conductor de La mano peluda.
Mejor ni hablar a estas alturas de mi idea original: la de un tipo que se la pasa pegado a la radio on-line escuchando a quien cree —o cree creer, da igual— es el amor de su vida. Lo mismo con A ello me consagro, una frase ridícula proveniente de un texto real. Por eso un mal poema de amor, también real, de no digo quién:
Oí tu voz,
A 600 y tantos kilómetros de distancia oí tu voz,
y todo fue clarísimo
en el día más contaminado de la ciudad de México.
Escribir el cuento que yo quería se volvió una tarea imposible de acometer, la demasiada realidad se entrometió en la historia como un maldito tren fantasma. Quedaron piezas sueltas, inconexas, como los pocos bártulos y prendas que Robinson Crusoe rescató del naufragio. Empero, si me dan a escoger entre el programa de radio La mano peluda, la supuesta frase que serviría de título a este relato, A ello me consagro, y la voz poética sonando a años luz de distancia, sin pensarlo dos veces me quedo con toda la mugre cósmica suelta, dispersa, flotando como caca en las profundas galaxias.
Bruno H. Piché (Montreal, 1970) es ensayista y narrador. Ha sido editor, periodista, diplomático y promotor cultural. Ha sido nombrado recientemente miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Su libro más reciente, El taller de no ficción (2012), se publicó en México bajo el sello de la editorial Magenta. En FronteraD ha publicado, entre otros, El cuaderno de Fabian Avenarius, Frontera y terror. La DEA, el FBI, los Zetas y los nuevos agentes migratorios de México, Mi vida con Rodriguez, Tierras baldías: Este-Oeste, Norte-Sur y Huesos (piernas y muñones) en el desierto