Cuando un amigo me suplicó que me encargara de su mascota durante su viaje olvidó mencionar dos cosas: una, que su mascota era un jodido cocodrilo. La otra, que sus vacaciones eran más bien una huida sin fecha de retorno para evitar ser encarcelado por tráfico de especies.
Ahora tengo un cocodrilo en el baño. Y es algo difícil de explicar a la gente. A la señora que me ayuda con la limpieza, por ejemplo. Encierro a mi cocodrilo bajo llave para evitar infartos innecesarios. Pero una mañana la señora tuvo la ocurrencia de solicitar mi permiso para ocupar el inodoro. Escondí mi pánico con un sonriente y muy hipócrita “claro que sí”, sabiendo de antemano que la puerta no cedería cuando ella enroscara sus dedos en el picaporte y tirara hacia delante. Yo fingí sorpresa e inventé una fiesta la noche anterior con muchos invitados borrachos, alguno de los cuales habría sido el tonto que olvidó quitar el seguro de la puerta al salir. Pero la verdad es que no hubo fiesta, ni invitados y todas esas botellas vacías de cerveza y ceniceros repletos de colillas sembrados caóticamente en todo el departamento se deben solo a mí.
Con una calma muy precaria le pedí que fuera a hacer las compras, mientras yo me ocupaba de destrabar la puerta. Pero debía ser mucha su urgencia porque ella seguía forzando el picaporte. Me dijo que podía abrirla si tan solo le acercaba un cuchillo de cocina. Mi ansiedad se incrementó, le dije que esa puerta no se abría así, porque era… una… puerta especial. ¡Eso! Una puerta especial. De esas que nunca ceden a los cuchillos. Sugerí llamar al cerrajero mientras ella iba al mandado, maldita sea, ¡lárguese a hacer el mandado! Pero ella me miró con callada suspicacia. Seguro pensaba que ahí dentro había un hombre desnudo que huyó de mi cama al baño en cuanto ella tocó el timbre. Pero, ¿cómo le explico que no? Que el animal encerrado está desnudo, es macho, pero no es mi amante porque la zoofilia no es lo mío. Aterrada, opté por la actitud más racional: la empujé a la puerta de entrada, le di una lista de compras y azoté la puerta. Cuando regresó, no volví a abrir. Ahora ya no tengo quién me ayude con el quehacer…
Pero tengo un cocodrilo…
…en el puto baño.
Y es difícil explicárselo a mi madre. A veces me habla por teléfono, porque cree que paso mucho tiempo sola. Me pregunta si sigo triste. Si salgo con alguien. Le digo que no. Pero no me cree. Porque es costumbre de las madres no creer lo que una les dice. Quiere saber si estoy sola en ese momento y le digo que sí. Entonces me pregunta qué comí. Como si yo tuviera siete años. Pizza. Pedí una pizza grande. Su voz cambia, la inunda la sospecha: ¿Pediste una pizza GRANDE para ti SOLA? Y ¿cómo le digo que no era para mí sola? ¿En verdad comprendería que al cocodrilo que vive en mi baño le gusta la pizza de salami? Seguro que no. Entonces le digo que sí, que soy capaz de devorar una pizza grande sin sentir culpa y cuelgo el teléfono, argumentando previamente que tengo que destapar el inodoro… lo cual no es totalmente una mentira, porque ocurre frecuentemente que el cocodrilo que vive en mi baño meta el hocico en la taza y jale la palanca con su pata. No saben qué molesto es.
Sí. Es muy molesto tener un cocodrilo en el baño porque dos pisos debajo de mi apartamento vive un argentino quien, siempre que discute por teléfono con su novia, se acerca a la ventana y a gritos despotrica utilizando todas las groserías surcontinentales que conoce. ¿Y cómo les explico a ustedes que el cocodrilo de mi baño las aprende todas? Como si fuera un loro, pero con escamas en vez de plumas… y dientes filosos en vez de pico… y bueno, ustedes saben las diferencias entre ambas especies, así que no vale la pena enlistarlas todas.
Así que ahora tengo un cocodrilo en el baño…
…que habla como argentino.
Y no puedo hacer nada. No puedo bajar dos pisos y tocar la puerta del vecino con enojo y esperar a que abra y pedirle con severidad que, si va a insultar a su novia por teléfono, que al menos cierre la ventana, porque el cocodrilo que vive en mi baño lo escucha y se aprende sus palabrotas y las repite a todas horas.
Solo hay una cosa que puedo hacer. Querer mucho al animal. Hasta le puse nombre. Se llama Mozart, porque es muy simpático que la gente bautice a sus perros con apellidos de compositores y es muy gracioso que yo bautice a mi cocodrilo con un nombre de perro. Quise tejerle un suéter para imitar a esas señoras que visten a sus canes. Pero no sé tejer y opté por algo más práctico: le adapté unas gafas oscuras y le puse un gorrito con hélice y ahora mi cocodrilo luce más cool que un poodle en tutú. Se lo aseguro.
Eso no suprime el hecho de que es muy vergonzoso tener un cocodrilo con lentes oscuros y gorrito ridículo en el baño. Sobre todo si el cocodrilo tiene un teléfono. Una vez, se me cayó el celular y ya no pude volverlo a levantar porque, ¿han intentado arrebatar un celular a un cocodrilo? Yo tampoco. Qué miedo. Mozart pasa horas enteras tecleando números al azar y cuando alguien contesta al otro lado de la línea, lo insulta con acento bonaerense: HijaDePutaBoludaDeMierdaMéteteTuHisteriaPorElCulo. Ahora debo esperar a que el aparato se quede sin batería o sin crédito, lo que ocurra primero. Y todo gracias al cabrón vecino. Qué difícil es tener un vecino argentino que habla como albañil alcoholizado.
Aunque, honestamente, es más difícil tener un cocodrilo en el baño.
Porque la señora que antes hacía la limpieza de mi departamento tenía razón. A veces, hay un hombre desnudo en mi cama. Y resulta que a mitad de la madrugada, cuando yo estoy dormida, ese hombre se levanta al baño. Yo soy un poco descuidada y puede ser que haya olvidado cerrar la puerta con llave. ¿Y cómo explicarle al pobre que hubiera sido mejor que meara en mis macetas, en vez de haber girado el picaporte y entrado al baño a oscuras?
Cuando enciende la luz, es demasiado tarde para dar explicaciones.
Tatiana Maillard (Ciudad de México, 1983) es periodista. Ex editora de Emeequis y reportera, en su país ha colaborado para revistas como Forbes, Expansión, Obras, Dónde ir, La Mosca y (obvio) Emeequis. Residente temporal en Madrid como parte del Curso Iberis para Jóvenes Periodistas 2014. A veces escribe cuentos