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AcordeónEl cuarto poder en red. Por un periodismo (de código) libre

El cuarto poder en red. Por un periodismo (de código) libre

 

Sobre héroes, tumbas y la arboleda perdida

 

Convocamos a constituir el cuarto poder en red. La viabilidad del periodismo como oficio y negocio está en juego; pero, en realidad, hablamos del futuro de la democracia. La esfera pública, allí donde decidimos nuestros representantes y metas colectivas, es ahora digital y puede fomentar nuevas formas de democracia. O de totalitarismo. Nuestra esperanza reside en recuperar la comunicación como un bien común; es decir, resultado de la colaboración entre los periodistas y las comunidades a las que sirven. Deberían hacerlo de dos formas. Primero, generando de forma mancomunada, con los individuos y colectivos más dinámicos, un contrapoder. Se trata de afirmar el control y la supremacía de la sociedad civil sobre sus representantes. Segundo, ayudándonos a componer narraciones sociales que nos reconozcan como actores políticos y comunicativos de pleno derecho. Mostrándonos capaces de debatir y decidir nuestro destino.

 

Para castigar la corrupción y el engaño no bastan la tecnología ni los modelos de negocio digitales. Estas son las dos obsesiones que acaparan el debate. Pero de nada sirven los nuevos formatos y empresas de noticias si no nos dejan decidir, en pie de igualdad con los poderosos, quiénes somos y a dónde queremos ir. El periodista debería reconocer, de una vez por todas, que ahora comparte protagonismo y visibilidad con unos ciudadanos que pueden producir noticias. Su capacidad para liberar datos les convierte en aliados imprescindibles. Respecto a los empresarios, por lo que les atañe y por su propio bien, mejor que entiendan, cuanto antes, que ya no basta con vender nuestra atención (las cuotas de audiencia) a los publicitarios para hacer negocio. Ese negocio ya no es de ellos, sino también nuestro. Podemos intervenir en el producto, su procesamiento y difusión, generando atención social; por ejemplo, en las redes sociales.

 

En vez de maximizar beneficios económicos (sueldos y cotizaciones bursátiles), los amos de la comunicación debieran entender las noticias como un bien común. Sobrevivirán si se aseguran ingresos suficientes para sostener medios independientes. Lo lograrán si rentabilizan lo que no tiene un retorno económico inmediato, pero les confiere credibilidad, que es la base de su actividad. Para ello han de aliarse con los sectores ciudadanos más capaces y valientes, tal como hizo el periodismo en épocas de cambios sociales drásticos. No necesitan héroes ni líderes carismáticos, pero sí individuos comprometidos, con destrezas técnicas y valores éticos sólidos. Ciudadanos que se saben capaces de ejercer la sanción política y tomar la palabra. Preparados para narrar su propia historia en tiempo real. Y, no menos importante, dispuestos a pagar por ello, porque el código libre no es gratis, hay que trabajárselo y costearlo. Sobran las tumbas donde entonar letanías y recrearnos en la nostalgia por un pasado que (por fortuna) no va a volver.

 

Estamos en crisis y, por tanto, en tránsito. No es fácil ver hacia dónde. El 1% de la población se vuelve cada vez más opaco y no cesa en su ansia de privatizar lo que debiera ser patrimonio común de todos. Debemos ampliar la definición de ciudadanía digital, para incorporar a quienes se preocupan de crear un espacio de debate abierto, menos a la mentira y la incompetencia. Los hackers aportan nuevas herramientas y recursos comunicativos de código libre. Son modificables y están disponibles sin apenas restricciones. Aunque importa más su ética que sus capacidades tecnológicas. Porque con las herramientas digitales podemos destruir los secretos de Estado, pero también nuestra privacidad.

 

Están de sobra las propuestas cerradas sobre cómo debe ser la esfera pública digital. Será democrática si permite que surja la sorpresa, lo inesperado. Todo lo contrario a la puesta en escena del poder y los panegíricos que caracterizan a las dictaduras de los Mercados o del Estado. Podemos reinventar el periodismo, aplicando el ensayo y el error, con valores firmes y de altura para no perder el horizonte. Invocando metáforas que los acerquen a ras de suelo. El sol y el bosque comunal aportan dos imágenes que se complementan. Recuerdan la importancia de la luz como fuente de transparencia e higiene democráticas. Evocan el cuarto poder en red como un bosque de información mancomunada que hemos de sembrar y preservar.

 

 

Hackers y ciudadanos digitales

 

Un marine de 22 años, entonces llamado Bradley Manning, expuso en 2010 las patrañas que sostienen el Nuevo Desorden Mundial. Denunció, primero, las masacres del Pentágono y, después, a las embajadas de Estados Unidos imponiendo un neocolonialismo contrario a la legalidad internacional. Mostró la cara oculta del poder. “La luz del sol es el mejor desinfectante”. Se trata de una receta médica ancestral, con la que nuestros viejos se automedican, incuso aunque hayamos agujereado la capa de ozono. Y también es una frase emblema de la libertad de expresión. Encabezados por Manning, los hackers pusieron a la mayor potencia mundial bajo los focos. Y echaron una semilla en la tierra baldía del periodismo corporativo. En la semilla ya está el árbol, dijo Gandhi. Es un espécimen descomunal, hasta ahora desconocido.

 

Lo reconocerá quien crea que, en determinadas ocasiones, participar en el debate público no es una opción sino algo obligado. Un deber que no puede imponerse a los demás. Y que por eso, ante todo, tiene naturaleza ética. En las “sociedades de la información o del conocimiento” muchos trabajadores gestionan bases de datos. Además disponen de la tecnología para hacerlas públicas y que la ciudadanía las procese y juzgue por sí misma. Muy pocos son conscientes del poder que esto les confiere. Aunque casi nadie se siente informado de lo que ocurre, incluso en los ámbitos más cercanos.

 

Se habla de ciudadanía digital reduciéndola a votar o pagar los impuestos desde el hogar. La ficción de “la república de mi casa” limita el uso de la tecnología a los roles pasivos que han permitido consolidar centros de poder cuyos errores y delitos resultan impunes. Y, además, se saben inmunes a nuestras demandas. No pensamos en usar los ordenadores para liberar información, sancionarles y así hacernos más conscientes y libres. Porque este es el primer paso de un debate realmente público y pegado a la realidad. De la información que compartimos y contrastamos dependen nuestras decisiones colectivas. No sabernos legitimados para generar información por nosotros mismos es el primer obstáculo para entender el alcance de WikiLeaks.

 

Dedicamos la primera entrada en el blog ProPolis[1] al principal protagonista de esta historia, “uno de los nuestros”. Sin el paso que dio, nada de lo que vino después habría ocurrido. Escribía J. L. Valhondo: “Quieren pintar a Bradley Manning en la prensa de referencia como a un desequilibrado con sueños de gloria… Metió un CD virgen con un rótulo que decía Lady Gaga y se puso a descargar los datos mientras cantaba una canción de la susodicha”. Creíamos que este era su único “delito”: tararear a Lady Gaga, en lugar de, por ejemplo, los temas de M. I. A. Ella habría aportado mejor fondo musical. Comparte con Assange el compromiso político… y la grandilocuencia[2].

 

Empezamos a dar cera con WikiLeaks en ProPolis, entendiéndola como una impugnación en toda regla al sistema comunicativo, hasta quedarnos casi solos. Defender a esta organización representa para muchos una exhibición de infantilismo. Algo propio de exaltados que aún creen en superhéroes o sueñan serlo. Pero creímos ser testigos de algo importante. Queríamos, con cierta rimbombancia, acompañar un tsunami generacional: los nativos digitales iban a rescatar el periodismo. Todo empezaba con un soldado gay que anteponía su sentido del honor a los galones. Rechazó el guión que le habían escrito. En él América salvaba la democracia. Decidió protagonizar otro.

 

Los productores del filme bélico en el que nos habían metido iban a ser desnudados por las nuevas “exigencias de guión”. Manning señalaba con el dedo las inmundicias del emperador y sus cónsules. Era una versión del cuento de Andersen con el que acostumbramos a empezar las clases. El rey, creyéndose protegido por un traje invisible, se ve expuesto a las risas del pueblo. Y un niño es el primero en soltar la carcajada. El periodismo es un cuento, así tituló Manuel Rivas una recopilación de sus reportajes.

 

Que la prensa alimente narraciones sociales no niega su veracidad. Necesitamos relatos que nos permitan soñar lo que podríamos construir al despertar. Y, sobre todo, que no provoquen las pesadillas. Al contrario, que nos quiten el miedo. WikiLeaks representa una de las fábulas digitales más estimulantes. Y acabó advirtiéndonos del horror que sobrevendrá si no hacemos algo para detenerlo. Un internet, bajo control estatal-corporativo, propiciará (como poco) un autoritarismo amable o (como mucho) nuevas formas totalitarias de gobierno y explotación.

 

La insumisión digital del ciudadano Manning impide que el cinismo y el nihilismo secuestren nuestra capacidad de trabajar con los medios tecnológicos a nuestro alcance. Su castigo nos recuerda qué lejos hemos acabado de las democracias que vencieron y juzgaron al nazifascismo en Núremberg. Entonces se sostuvo que un soldado no deja nunca de ser un ciudadano. Y que tiene el derecho y la obligación de tomar una “elección moral”, aunque desobedezca a sus superiores. Su encarcelamiento desde mayo de 2010 manifiesta el retroceso civilizatorio que vivimos. El tribunal que en verano de 2013 solicitaba para él más de cien años de cárcel pretendía que envejeciese entre rejas.

 

Estas son las palabras de Manning en un chat y por las que fue condenado: “Si tuvieses manos libres sobre redes clasificadas… y vieses cosas increíbles, cosas horribles… cosas que pertenecían al dominio público, pero que estaban almacenadas en un cuarto oscuro en Washington D. C.… ¿Qué harías?… Dios sabe lo que pasará ahora. Ojalá haya una discusión mundial, debates y reformas… Quiero que la gente vea la verdad… porque sin información no puedes tomar decisiones informadas como público”.

 

Manning ha contestado a quienes le creen un chiquillo desequilibrado: “I prefer a painful truth over any blissful fantasy” (prefiero una verdad dolorosa a una alegre quimera). Es la elección opuesta a la de las audiencias más conformistas. Nosotros profesamos devoción por absurdas fantasías, para evitarnos dolores de cabeza. Nos creemos actores soberanos ante los folletos en que se han convertido los medios de comunicación. Los anuncios corporativos y los eslóganes electorales se disfrazan de noticias que ocultan nuestra indigencia. Una pobreza que, por desgracia, es triple: económica, moral y política.

 

La prensa difunde un falso igualitarismo consumista que encubre la precariedad, las diferencias de clase y el empobrecimiento. No podemos acceder a lo que nos ofrecen. Pero lo deseamos. Y somos presa de una indigencia moral, un individualismo posesivo que además fomentan. Los medios nos ofrecen tenerlo todo, sin limitaciones, y sin compartir. Lógico, así multiplican la demanda. No quieren que distribuyamos el conocimiento que ellos privatizan y convirtamos la información en un bien común, compartiéndola, poniéndola en común. Indiferentes a todo lo que no sean patrones de consumo, nos quieren consumiendo hasta morir. Mientras la publicidad nos induce a desdeñar los insostenibles costes, sociales y ecológicos, de nuestra ambición. Y, por último, los periodistas nos dejan políticamente indefensos. Presentan un único modelo de desarrollo, disfrazado de siglas e idearios que se dicen diferentes. Pero que cuando toman el poder resultan intercambiables. Disculpen el panfleto. Puedo aceptar matices o críticas al tono.

 

Se preguntarán, ¿podemos hacer otra cosa? ¿Les parece si recordamos de dónde venimos? La prensa ha explotado unos prejuicios que restan valor del gesto de Manning y nos quitan las ganas de imitarle.

 

Con estos mimbres se tejió la imagen pública que estigmatiza a los hacktivistas. Ya se sabe: Denuncian a los demás, sintiéndose superiores. Lo hacen para acaparar protagonismo. Y, además, nada consiguen, ni conseguirán; excepto empeorar las cosas. Son la excusa perfecta para que quienes mandan golpeen más fuerte.

 

Esta es la incultura política que nos rodea. Decía mi abuela que “la mejor palabra es la que está por decir”. Una expresión propia de quien vivió con prudencia y autocensura. En sintonía con una prensa que convirtió el parte (los comunicados franquistas) en línea editorial. Y que en la Transición blindó consensos, que se sustentaron más en silencios impuestos que en acuerdos libres. Ahora los medios, sometidos a la lógica del capital, también difunden el miedo entre los más débiles. Creen que mostrar su indigencia y ayudarles a tomar la palabra pone en peligro la democracia. Ignoran que estas funciones son imprescindibles para que el cuerpo social cobre protagonismo. Y que constituyen tareas básicas del periodismo: que se escuche a la calle y que las instituciones funcionen como ágoras, plazas, verdaderos espacios públicos. En realidad, los amos de la comunicación temen el fin de sus agonizantes negocios. Y los periodistas están anclados en unas rutinas profesionales obsoletas que no saben reinventar.

 

La información se ha convertido en carnaza de sicofantes: los coros de mentirosos, que en las tragedias griegas ayudaban al tirano. Han hecho piña para tachar a Manning, Assange y Snowden de frikis, fatuos… peligrosos. Un transexual inestable, un violador justiciero y un espía enemigo. Cierto, gentes así son un peligro. Pero no para la ciudadanía. Dice Assange: “Sólo vivimos una vez. Así que estamos obligados a emplear bien el tiempo que tenemos y hacer algo que sea significativo y gratificante. Yo encuentro esto significativo y gratificante. Es mi temperamento. Disfruto creando sistemas a gran escala, y disfruto ayudando a gente vulnerable”[3]. He aquí alguien que quiere significarse. Y mantiene una actitud contraria a quien se cree soberano del sofá y el mando a distancia. Expresa una ética que encuentra significado vital en diseñar vías de intervención democrática a lo grande (“a gran escala”) para ayudar a los más vulnerables.

 

“Privacidad para los desposeídos y transparencia para los poderosos”. Como veremos, este es el lema, que Manning comparte desde muy joven. Cuando adolescente no ocultó su agnosticismo, negándose a asistir a las clases de religión. En cuanto pudo dejó de ocultar su homosexualidad. Se manifestó contra las leyes militares que le impedían expresar su opción sexual con una orden contraria a los valores que le convertirían en un soplón: “Don’t ask, don’t tell” (no preguntes, no digas). Encontró en los hackers compañeros que le apreciaban por sus destrezas informáticas. Solo les importaba su identidad digital.

 

Por sus palabras y actos, Manning constituye un ejemplo de integridad moral. Como si declamase el Julio César de Shakespeare, demuestra que “cada siervo tiene en sí mismo el poder de acabar con la servidumbre”. Ya había sentenciado Gramsci, también desde las cárceles de Mussolini: “Nunca hubo dominación sin consentimiento”. Manning muestra una salida, personal y colectiva, a la servidumbre. Su desobediencia civil, la insumisión digital que encabezó, son fruto de la coherencia personal unida al compromiso social.

 

En perspectiva histórica, este infante de marina, este pirata, resulta un personaje clásico; propio de quienes le precedieron en la lucha por la libertad de expresión. Encarna una ética democrática que debiera enseñarse en las escuelas. Ya no digamos si se arrogan ser de Ciencias de la Comunicación. Nunca pueden obligarnos. Pero al informador le pagan para construir esfera pública: crear condiciones y oportunidades de debate, con datos y argumentos. Cualquiera, con ganas y conectado a internet, puede hacerlo. Aunque no sepa expresarse con corrección, podría liberar muchos datos. O mejor aún, como hizo Snowden, colaborar con ciertos periodistas, políticos y asociaciones para gestionar y difundir esa información. Las coaliciones del cuarto poder son “redes que dan libertad”, como escribió Jorge Riechman.

 

En 2008, cada trabajador del planeta generaba con su actividad 12 gigas de información diaria[4]. Equivalen a unas 1.000 biblias de 2.000 páginas o a la discografía completa de los Beatles. Y cito datos desfasados. Por tanto, un “secreto digital” podría resultar una contradicción en sus términos. ¿Secretos en manos de muchos, que pueden reproducirlos y difundirlos a todo el mundo? ¿Con tan poco esfuerzo y casi en tiempo real?

 

La tecnología nos convierte en potenciales medios de comunicación con alcance masivo. Tomando las debidas precauciones, disfrutamos un relativo anonimato y una capacidad casi ilimitada de copia y difusión. La ciudadanía digital, consciente de ello, se siente titular del derecho a la libertad de expresión. Se implica en ejercerlo, aporta recursos y herramientas para que sea un derecho universal, al alcance de todos. Nunca fue una exclusiva ni una prerrogativa de cargos electos o de ciertos profesionales. Y ahora ese derecho universal podría dejar de ser algo teórico, y convertirse en realidad. Se abren posibilidades que debemos sopesar.

 

Gentes como Assange dedicaron muchos años a desarrollar en internet un sistema de encriptación de libre acceso, para quien lo necesitase. Quisieron garantizar que cualquier cibernauta pudiera expresarse con total libertad. El objetivo era denunciar los gobiernos ilegítimos y las corporaciones sin escrúpulos. Las identidades y el contenido de los mensajes serían inaccesibles, excepto para el emisor y el destinatario. Querían impedir que se castigase la disidencia, brindarle impunidad y generalizarla. Se hacían llamar criptopunks. El No future de los Sex Pistols encontró en ellos una vía de salida para la rabia. Fueron la versión punk y cibernética de los indignados. También en el sentido de que, como el punk, su código pudiese tocarlo todo el mundo, con apenas tres acordes, apenas unos clics.

 

Ese ciberactivismo punk lo despliegan colectivos como Anonymous. Esta coalición difusa y extensa de hackers –muchos, distribuidos y sin nombre– se politizó con el protagonismo de WikiLeaks. En 2011 las ciberacciones con “significado político” supusieron más de un tercio del total, en su mayoría atribuidas a Anonymous[5]. Fueron ellos los responsables de haber entregado a WikiLeaks la filtración sobre la empresa Stratford, ejemplo de privatización del ciberespionaje[6]. Por cierto, Anonymous de España también liberó las cuentas secretas del Partido Popular en 2013. La indiferencia de los medios (más atentos a las filtraciones oficiales consentidas y presentadas como “exclusivas”), impidió que se produjese un vuelco en los juicios por corrupción. Responsabilidad, claro está, compartida por las todavía débiles iniciativas en la red.

 

Nuestras identidades digitales cobran estatus ciudadano si ejercemos la autonomía comunicativa, si impulsamos el conocimiento libre y si oponemos las virtudes cívicas a la indecencia oficial. No es una propuesta exenta de riesgos. Actuando con anonimato nos sentimos más libres, pero también más irresponsables. Asumirlo exige renovar a fondo la cultura política y las instituciones. Se trata de aprovechar los beneficios y conjurar los peligros. La mayor amenaza no reside en el medio internet –que será lo que nosotros logremos que sea– ni en los internautas –si fuéramos tan indeseables, la red sería una cloaca–. El peligro son quienes nos gobiernan[7].

 

Las esferas públicas oficiales relegan al cuarto poder en red a la periferia, allá donde apenas puede tener impacto. O lo criminalizan, sin pruebas y con leyes especiales que vulneran el marco democrático[8]. Manning fue encarcelado y condenado sin que existiese un registro informático de su filtración, que probase que había entregado archivos a WikiLeaks. Al igual que Snowden, fue perseguido sin que ninguna de sus revelaciones fuese desmentida. Actuaron por sentido de la responsabilidad, asqueados por los documentos a los que tenían acceso e impulsados por una ética hacker[9]. “El mundo debe conocerlos”, dijeron. E hicieron que así fuese, aunque por unos años pareciera que hundían su futuro personal. Escribía Snowden pidiendo asilo:

 

“No quiero vivir en un mundo en el que todo lo que digo, todo lo que hago, todos con los que hablo, cada expresión de creatividad, de amor o amistad sea registrado. No es algo que esté dispuesto a apoyar, no es algo que esté dispuesto a construir y no es algo con lo que esté dispuesto a vivir […]. Se me informó de que mi gobierno me había convertido en apátrida y me quería encarcelar. El precio de mis palabras fue mi pasaporte, pero lo volvería a pagar: no seré yo quien ignore el crimen en nombre del bienestar político. Prefiero convertirme en apátrida que perder mi voz”[10].

 

WikiLeaks nunca filtró documentos falsos, a no ser presentándolos como tales, para escarmentar a sus redactores. Tampoco ha dejado rastro de la identidad de sus fuentes, de modo que ninguna había sido condenada. La primera excepción fue el soldado Manning. Era preciso darle un escarmiento. Había hecho realidad un régimen de transparencia de facto, que acabaría con las guerras en curso negando las mentiras que las justificaban.

 

 

Hackers y periodistas, en guerra

 

A finales de agosto de 2010, cuando empezamos a seguir a WikiLeaks, sentí que no tenía nada que enseñar y mucho por aprender. Propuse en ProPolis “que durante la primera semana de este curso las Facultades de Comunicación suspendan toda actividad, excepto el visionado y la traducción del siguiente vídeo de Julian Assange”. Se trataba de su conferencia en la asociación de reporteros Frontline[11], donde explicaba a los periodistas cómo utilizar una base de datos con una selección de los cables sobre Irak y Afganistán.

 

Allí se asistió al choque de identidades entre hackers y reporteros. Y provocaba rubor, hasta vergüenza ajena, la escasa receptividad de éstos hacia Assange. Le acusaban, una y otra vez, de poner en riesgo a los soldados occidentales y a sus colaboradores. Demostraban una sumisión inquebrantable a la razón de Estado. La anteponían a la constatación documentada del despropósito que acarreaban aquellas guerras. Cansinos hasta la necedad, manifestaban una conciencia profesional muy precaria. Indagaban sobre el personaje, sus intenciones, sus financiadores… Enfrente tenían algo para ellos desconocido. Unos hacktivistas que sabían quiénes eran y lo que querían. O eso creían, al menos. Debería haber bastado para que mostrasen más interés por su proyecto. Porque la convicción expuesta en público, acompañada de actos coherentes, distingue a la gente excepcional.

 

“No basta decir que tienes derechos, para demostrarlo has de usarlos”, dicen las Dixie Chicks, un grupo femenino de country que sufrió la ira antiterrorista por su disidencia tras el 11-S. Vienen a decir que tienes libertad de expresión si eres capaz de denunciar en público al poder ilegítimo. A pesar de los excesos de “justicia popular” que entraña, esta actitud se nutre de unos sentimientos que nada tienen que ver con la solidaridad mediática. Tan comercializada que han hecho de ella algo tan blandengue que resulta inocua. En vez de por caridad o sentimentalismo, el hacker se mueve por compasión: padece con las víctimas, se siente una más y, por eso, corre sus mismos riesgos. Siente misericordia por “los humillados y los ofendidos”, que decía Primo Levi. Parece que cito el Evangelio, pero lo dice Erri DeLuca, un prosista napolitano que luchó en el 68 y lo pagó con la cárcel: “Una justicia nueva arranca de la misericordia por el ofendido. Por eso consigue ser despiadada. La misericordia es implacable y no se deja reprimir. Es esencial en la formación de un carácter revolucionario”. Creo que proporciona calado a Assange, cuando haciéndose el punk afirma: “Disfruto aplastando bastardos”.

 

También decía a los periodistas en Frontline: “Somos una organización que protege seres humanos, no fuerzas armadas. ¿Quién está más indefenso? ¿Los civiles de Afganistán o los soldados occidentales? Los civiles van antes en nuestras preocupaciones. […] Sin la verdad no podremos tomar ninguna decisión significativa. No podemos ser irrelevantes ante la marcha de la historia y de la justicia. Pero seremos responsables por no hacer nada. Hay que intentarlo y estar dispuestos a cargar con la culpa. Somos una organización victimizable, precisamente por ocuparnos de los derechos de las víctimas”.

 

El periodista es una mujer o un hombre, por definición, valientes. Cuenta Assange que su padre adoptivo le enseñó que para merecer ese adjetivo hay que cuidar de las víctimas, no provocarlas. Este código ético prohíbe llamar “daños colaterales” a los resultados del furor guerrero. Ya no digamos ocultar las víctimas para encubrir a los verdugos, como hizo el Pentágono con las 15.000 muertes de las que nunca informó. La realidad entendida como hechos veraces, irrebatibles documentalmente, debe ser expuesta. O, al menos, la mentira denunciada. Este es el arranque de toda noticia y política que no busquen el engaño. La propaganda comercial y electoral han contaminado tanto los formatos informativos, que han roto un pacto con el público: los hechos son sagrados. Ese es el único evangelio de un periodista. En su momento, fue la declaración de laicismo y empirismo, que impulsó la profesión como hoy la definimos. Habla sin voces divinas. No busca verdades últimas ni sagradas. Atiende a los datos. Ninguna opinión ni juicio debe anteponerse –ya no digamos contradecir– a los hechos, las pruebas y los testimonios registrados. De ahí la importancia de que los periodistas empiecen a aportar los registros de esos datos.

 

WikiLeaks intentaba que la tragedia anónima no resultase “irrelevante ante la marcha de la historia y de la justicia”. En Irak entre 2003 y 2009 murieron más de 100.000 personas, de las que 70.000 fueron civiles. Aportando las pruebas de este asesinato en masa tachado de “humanitario”, a los activistas les empujaba el peso de la responsabilidad “por no hacer nada”. Invocaban, quizás sin saberlo, a Albert Camus, también periodista: “Me rebelo, luego somos”, pareciera que hubiesen leído Existencia y responsabilidad. Además del título de un ensayo del filósofo francés, son dos nociones inseparables. Nos dejan en evidencia a quienes afirmamos con normalidad (encima en plan crítico) que “la primera víctima de la guerra es la verdad”. Si esto fuese cierto, un periodista cabal debiera fijarse el objetivo de acabar con las guerras.

 

Todo reportero que se precie resulta, en algún momento, sospechoso de “alta traición”. No es que aliente la victoria del enemigo. Es que apenas considera ninguna trinchera como propia. Da visibilidad a todas las víctimas, porque delatan el fracaso que supone la violencia armada. No es que sabotee o llame a la deserción. Es que no trabaja para ningún ejército, ni amigo ni enemigo. Se debe sólo a quienes costean las guerras con sus impuestos y vidas. Por eso tienen derecho a decidir con qué costes y a costa de qué principios están dispuestos a mantener una guerra. Para constatar la imposibilidad de hacer esos cálculos en España, basta recordar la ignominia cometida con el Yak 42.[12] La identidad de los soldados fallecidos en aquel accidente de un avión que regresaba de Afganistán ni siquiera coincidía con los nombres de sus tumbas.

 

No existe modo de conocer las bajas y los heridos exactos de nuestras (hay muchos extranjeros enrolados) tropas. Tampoco los daños sufridos por los civiles que decían proteger. Ningún reportero español pareció interesado en recabar esos datos en las bases de WikiLeaks. Y el ministerio no los proporciona, excusándose en el silencio administrativo. Tal como contempla la Ley de Transparencia, si la administración calla ante un requerimiento de información, no otorga; al contrario, niega.

 

Quienes acusan a los hackers de traidores a la patria debieran explicarnos cómo mantienen su independencia profesional vistiendo uniforme. ¿Por qué defienden la soberanía nacional y no la de los pueblos? WikiLeaks representa una apuesta por un periodismo insobornable por su fortaleza ética y protocolos de trabajo. En la reunión con los reporteros, Assange no cesaba de incitarles a trabajar con miles de documentos hasta entonces secretos. El objetivo era “mostrar la realidad de la guerra”. “Sólo se ha aprovechado el 2%, ni siquiera el mejor 2%…”. En la comparecencia en Frontline los periodistas recibieron todo un abanico de herramientas y propuestas que, sin duda, les rebasaron. No las conocían y demostraron no saber utilizarlas[13].

 

Mientras tanto, la realidad oficial era obra de los periodistas embedded (empotrados) en el ejército. La traducción literal sería “encamados”. Esa convivencia (en realidad, connivencia) entre camaradas de armas y cámaras, se materializa en pools (literalmente, “piscinas”). Son grupos de reporteros que acompañan a las tropas con permiso del Pentágono y se eligen por su afinidad. Sometidos a la censura previa, transmiten consignas, orquestan y publicitan hazañas bélicas. Mientras, los free-lance mueren en mayor número que nunca. Resulta esclarecedor que la mayoría de los reporteros que van “por libre” caigan por “fuego amigo”. Es decir, por disparos de su país o ejércitos aliados.

 

Solo hay un modo de informar con libertad en una guerra: ponerse del lado de las víctimas, las del propio bando y las del contrario. Exige sustituir la razón de Estado por términos más importantes, que no necesitan mayúsculas: historia y justicia. El periodismo se debe a ellas. Y cobra pleno sentido si facilita un debate público incluyente. Si permite a la humanidad, en su conjunto, percibirse como tal; para que tomemos las decisiones más justas e informadas, como decía Manning. Hablamos ahora de profesionales, que se supone tienen vocación y gozan de privilegios como el “secreto profesional”. Pueden callar ante un juez el nombre de sus fuentes, aunque hayan delinquido, sin ser acusados de encubridores. Para ellos, combatir la censura y promover la transparencia es algo obligado; un imperativo profesional y deontológico.

 

En realidad, WikiLeaks propone un código profesional idéntico al de la edad de oro del periodismo moderno. Sus filtraciones quieren dar voz a los gobernados. Durante la crisis de 1929, los muck rakers (de estiércol, muck, y rastrillo, rake) practicaron el primer reporterismo de investigación. Bucearon en las cloacas y desagües del poder, aliándose con los movimientos progresistas de entonces. Más tarde vendría el “nuevo periodismo” que, ligado a la contracultura de los 60, amplió los discursos y las realidades que aparecían en los medios. Los ordenadores son ahora nuestros rastrillos. Sirven para remover el estiércol que se acumula bajo el becerro de oro financiero. Dan voz a las nuevas generaciones, que le ofrecen a los periodistas colaborar sin paternalismos.

 

En última instancia, Manning nos invita a sopesar cuánta información debiéramos liberar para acabar con la corrupción de la que (ya no podemos negarlo) somos cómplices si no la denunciamos. Esto mismo debió pensar el informático bancario Hervé Falciani, que reveló las 130.000 cuentas suizas de otros tantos evasores fiscales.[14] Su vinculación al Partido X español, impulsor de una democracia expandida en la red, amplía el significado de lo que entendemos por ciudadanía digital. Además de ejercer la libertad de expresión en primera persona, emplea sus conocimientos informáticos para actuar de interventor político y fiscalizador del poder económico. No contentos, los ciudadanos digitales colaboran para proponer políticas públicas y programas electorales. En el colmo del altruismo, los ofrecen a otras candidaturas. En otros términos, desarrollan un código libre, radicalmente democrático.

 

Assange, como veremos, propone hackear el periodismo con la misma lógica. Aunque suene raro y muy nuevo, significa radicalizarlo, devolverlo a sus raíces. Es una invitación a recuperar la ética y retomar las prácticas que lo convirtieron en profesión. Para que recupere su función de impulso democrático y plataforma de contrapoder. WikiLeaks intentó desarrollar en los medios una nueva forma de trabajo: Abierta a la colaboración con el público y entre empresas competidoras, con informaciones sometidas al contraste empírico. Pretendía instalar un nuevo sistema operativo. Nuevo en cuanto a las técnicas, pero no a los valores.

 

Los muck rakers de los años 30 son los hackers de ahora. Según Enric González[15], las mesas de redacción de los años 70 eran consideradas trincheras de una batalla anti-imperialista. Ahora están emplazadas en habitaciones o sótanos desde las que los nativos digitales pelean con el mismo aliento y una actitud no-violenta inequívoca. Propugnan una versión actualizada del periodismo de denuncia, cimentado en un pacto insobornable, fruto de las agallas del periodista y de sus fuentes ciudadanas. Acorde, en suma, a la tecnología que debiera servirnos para resetear, reiniciar las democracias del siglo XXI. ¿Se acuerdan de cuando en el estallido de la crisis los líderes que la provocaron prometían “refundar el capitalismo”? Era una dosis de placebo contra la indignación. Ahora podemos conjurarnos para “refundar la democracia”, pero con cuidado de no cargarnos sus pilares.

 

 

Tecnologías que destruyen secretos oficiales y recopilan los nuestros

 

Olvidemos por un momento el discurso de los valores. Veamos si se ajustan a la realidad y si su aplicación resulta factible. Intentemos pensar con el mayor pragmatismo posible, como dicen hacer quienes mandan. Manning demostró que los ordenadores podían destruir los secretos del Estado más poderoso. Snowden, que Estados Unidos casi acaba con la privacidad y el anonimato en internet. La ambivalencia es inherente a la tecnología, que nunca es neutra, sino todo lo contrario. Por ejemplo, el átomo sirve al bienestar (escáneres médicos) y amenaza a la humanidad (armas atómicas). Las tecnologías digitales tienen rasgos que negarían la existencia los secretos oficiales. Obligan a que sus gestores inviertan unos recursos económicos y humanos ingentes, difíciles de mantener. Y las filtraciones, lejos de representar una amenaza para las instituciones, son su válvula de escape. Por último, veamos el inmenso negocio del ciberespionaje corporativo y estatal. Percibamos el peligro que comporta para nuestros secretos.

 

El personal que tenía acceso a los documentos clasificados como “secretos” (recordemos, una ínfima parte de los liberados por Manning) rondaba entre 1,5 y 2 millones de personas. Cuatro millones accedían al resto de la información que era “confidencial”, “de uso limitado” y “desclasificada”. Cabe preguntar si una información en manos de tanta gente puede considerarse secreta o siquiera privada. A todos los involucrados les interesaba que la guerra continuase. Eran contratistas, empresas de seguridad y ejércitos mercenarios, ONG paramilitares o estatales… no solo soldados y espías. Merece la pena preguntarse qué motivos existen para sustraerles del conocimiento público. Y resulta difícil no concluir que les brinda una gran ventaja en el debate. Además de, por supuesto, eximirles de rendir cuentas. Un marco perfecto para el negocio de la guerra.

 

Avanzamos en pragmatismo si evaluamos la cantidad de recursos que se destinan, primero a clasificar documentos y después a desclasificarlos. En 2010 Estados Unidos catalogó 760 millones de páginas como secretas. Multiplican por más de doce veces a las que se añaden cada año al mayor centro de documentación del mundo: la Biblioteca del Congreso. Y representaban un incremento del 40% respecto al año anterior[16]. Veamos unos cuantos datos más sobre los onerosos gastos que acarrea el secretismo. En 2002, la cantidad de información digital registrada en el mundo alcanzó el mismo volumen que la información analógica. Cinco años después, en 2007, los registros digitales acumulados casi representaban el 94% de la información mundial.

 

Estas magnitudes y estos ritmos de crecimiento exponencial cuestionan las capacidades de una gestión controlada. Y ello por dos razones. El ciberespionaje, como señala Assange, es comparable a las armas de destrucción masiva: “La población del mundo se dobla cada veinte años, más o menos, pero la capacidad de vigilancia se duplica cada año y medio. La curva de espionaje domina la curva de la población. No hay escapatoria directa”. Además de esta proliferación imparable de los mecanismos de monitorización, la información que recaban se puede reproducir al infinito. Los datos digitales se comparten copiándolos, grabándolos en un soporte magnético (disco duro, memorias externas). Es decir, los secretos digitales son filtrables por su propia naturaleza[17].

 

El discurso oficial lo niega, pero los estudios más rigurosos y recientes, sostienen que “La historia y la teoría están del lado del filtrador. Una actitud permisiva ha sido el modelo dominante durante muchas décadas ante grandes cambios de orden social, tecnológico, periodístico y burocrático”.[18] Vamos, como los que nos toca vivir. Las filtraciones son funcionales, porque permiten a los gobiernos adaptarse a factores externos. Por ejemplo, sirven para rebajar la desconfianza que despierta una administración con demasiados secretos. O para desmentir una manipulación mediática, que se escuda en la opacidad. Con las filtraciones también se afrontan problemas internos como los excesos en la clasificación o la fragmentación burocrática, que dan demasiado poder a determinados actores.

 

Concluye el autor que cito, David E. Pozen, que “las leyes anti-filtración no suelen aplicarse. No solo por la dificultad de perseguir a los infractores, sino porque muchos actores institucionales clave tienen interés en mantener una cultura permisiva para hacer pública cierta información clasificada”. En lugar de la anarquía, funcionan “controles sociales informales” que complementan la disciplina y los castigos, en lugar de suplirlos. En otras palabras, Manning, Assange y Snowden fueron castigados en público porque desvelaban datos sin el permiso de sus superiores. Otros muchos soplones que les precedieron cumplieron una labor inestimable para los organismos en los que trabajaban, contando con permisos nunca reconocidos. O recibieron el perdón después. Desatascaban o modernizaban unas burocracias saturadas de secretos que había que desaguar.

 

La propuesta de la mayoría de los expertos es contraria a la adoptada por Obama. Advierten que la gestión de los secretos oficiales es tarea exclusiva de nadie. Y menos del gobierno. Para ello defienden la supervisión parlamentaria y judicial, así como leyes que protejan a filtradores no autorizados. Estas medidas eran inexistentes medio año después de las revelaciones de Snowden. El ex-analista afirmaba que los directivos de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) eran los únicos que no sabían que seguía trabajando para la agencia de inteligencia. “El gran secreto sobre las leyes contra las filtraciones, desvela Pozen, es que nunca han sido usadas para detenerlas y que su aplicación amenaza no solo unos etéreos ideales democráticos sino exigencias burocráticas y prácticas, no solo a los individuos soplones sino a la institución presidencial”.

 

La tecnología digital ha cambiado la naturaleza del secreto en nuestras sociedades y los hackers nos alertaron de ello. La degradación democrática que comporta la ausencia de regulación hace imperiosa la necesidad de legislar esos asuntos con más pragmatismo. Se trataría de socializar la gestión de los secretos oficiales, impidiendo que se concentre en pocas manos. Constitucionalistas tan reputados como Pozen exigen comités y leyes propias de un Estado de derecho. Pero los hackers no quieren dejar el asunto exclusivamente en manos de los parlamentarios y los jueces. El enemigo no es solo el espionaje, sino que se haya fusionado con los estudios de mercado. Políticos, militares y empresarios digitales cooperan recabando los datos que generamos al usar una tecnología que también destruye la privacidad. Es deber nuestro proteger nuestros secretos y combatir los suyos.

 

A finales de 2011, tras los cables bélicos y diplomáticos, WikiLeaks filtró que 160 compañías privadas se encargaban de interceptar las comunicaciones en 25 países[19]. Después liberó más de cinco millones de correos electrónicos de la compañía de espionaje Stratfor[20]. Las compañías privadas, como esta, desempeñan tres de cada cuatro labores de inteligencia en Estados Unidos. Tienen como clientes habituales a la CIA, el FBI… y agencias extranjeras, incluso consideradas hostiles. En 2013 Snowden reveló que la NSA almacenaba los metadatos (identificadores de los emisores y receptores) de todas las comunicaciones digitales. Contaba con la colaboración de los gigantes empresariales de internet. Actuaba también con la aquiescencia del gobierno de Estados Unidos y del resto del mundo. Por seguir con la comparación que hemos usado, cada día la NSA podía reunir tres mil bibliotecas del Congreso. En esos mensajes se buscan palabras o frases clave preestablecidas. Una vez filtradas, las comunicaciones que debían revisarse suponían (cada día) dos terceras partes de la Biblioteca del Congreso[21].

 

Este descomunal mercado de datos privados era desconocido para la población. Y lo ignoraban los políticos sin responsabilidades directas. Carece de regulación, al menos, pública. Sirve tanto a las democracias como a las dictaduras. Fusiona usos comerciales y estatales, civiles y militares. Se paga con nuestros impuestos. Y concede a las empresas un poder enorme para monitorizar a sus clientes. Los gigantes de la red gozan de ventajas innegables frente a gobiernos y poblaciones. Pueden esgrimir esa información para chantajear o comprar políticos, impulsar campañas mundiales de intoxicación…

 

Liberar datos, ocultos para la ciudadanía que los costea, tan sensibles a los derechos humanos, se ha convertido en un objetivo periodístico de primer orden. Pero resulta muy difícil de aceptar por quienes dicen ejercer una profesión de servicio público, pero en realidad gestionan información secreta o privada. Lluís Bassets era periodista de El País y había prologado un libro del presidente de Stratfor, la empresa de espionaje denunciada por WikiLeaks. Su reacción ilustra hasta qué punto algunos periodistas reconocen que sirven a otros clientes, que no son en absoluto el público. Para justificarse necesitan denigrar a quien les pone en evidencia:

 

“El periodismo está mucho más cerca por sus sistemas de trabajo y de comunicación, e incluso por sus productos, de lo que hace Friedman [presidente de Stratfor] que de Assange y WikiLeaks. La idea de una empresa de espionaje privada, en cambio, se acomoda a la perfección con lo que hacen Assange y su gente. El mundo al revés, en definitiva. […] Si Stratfor es una agencia de espionaje, entonces, ¿qué es WikiLeaks? ¿Una rama periodística de Caritas? [sic]” [22], preguntaba el periodista.

 

Antagónico a la ética hacker, le preocupaba la privacidad de una empresa de espionaje para cuyo presidente había prologado un libro. En su defensa equiparaba la compañía a un medio de comunicación “por sus sistemas de trabajo y de comunicación, e incluso por sus productos”. ¿En qué se parece un reportaje de un periódico a un informe, que es secreto, excepto para unos pocos, y además se paga con impuestos? La única argumentación posible era obviar la respuesta y cuestionar el altruismo de WikiLeaks, tachándola de “rama periodística de Caritas”. Ya que olvidó la tilde, pudo haber escrito “caretas” y hacerle un guiño a Anonymous. Previo a todo esto, no cabía mencionar, ni por asomo, que El País se había lucrado con la entrega gratuita de los cables filtrados por Manning. Según Assange (y los periodistas de The Guardian que le citan), valían 5.000 millones de dólares[23] en el mercado negro. Algunos informadores, tras hacer caja, entendieron que, para defender a sus verdaderos clientes, había que derribar al mensajero.

 

La propuesta de WikiLeaks consiste en recabar y publicar datos tan irrefutables que avanzan un modelo que Assange denomina periodismo científico: ofrece al lector las bases informáticas completas que fundamentan las noticias. No está reñido con el periodismo entendido como narración, porque resulta imprescindible para captar al público y hacer comprensible la información. La organización hacker liberó archivos y desarrolló aplicaciones para convertirlos en estadísticas y mapas interactivos. Pero, sobre todo, animaron a que los redactores escribiesen relatos reales y personalizados. WikiLeaks había anticipado cómo hacerlo en abril de 2010 con el vídeo Collateral Murder (asesinato colateral). Filtrado por Manning y montado después mostraba (adjuntando la grabación original) que los estadounidenses habían ametrallado desde un helicóptero a dos colaboradores de la agencia de noticias Reuters, que había solicitado esas imágenes. Estados Unidos se las negó amparándose en la legislación antiterrorista. El helicóptero disparó también contra una furgoneta que paró a auxiliarles. El conductor resultó ser un padre que llevaba a sus hijos al colegio. Un reportero islandés, que luego se convertiría en portavoz de WikiLeaks, escribió las biografías de quienes hasta entonces se consideraban “víctimas colaterales”.

 

¿Por qué apenas se vio el vídeo, siquiera en las facultades de Periodismo? Algunos de mis alumnos se saben escenas de Plattoon o Apocalypsis Now de memoria. Pero casi nadie (tampoco profesores) conoce Collateral Damage. Lo proyecté en el intermedio de una clase (no las ocupo con proyecciones que pueden verse en casa) y apenas tres personas de unas cuarenta quisieron verlo. El resto ignoró algo que les hubiera permitido aplicar a su futuro trabajo la que quizás fue su primera experiencia de socialización política: cuando participaron en el “No a la guerra” (de Irak). Barbaries como Vietnam, que movilizó a sus padres o tíos, parecen ser cosa de películas.

 

“Esta máquina mata fascistas”, llevaba escrito Woody Guthrie en su guitarra. En 2012 se cumplió el centenario de su nacimiento. Murió desahuciado, reconocido como referente por una legión de artistas encabezada por Bob Dylan y Bruce Springsteen. Los ordenadores de quienes apoyan a WikiLeaks podrían llevar su lema. O el de Kortatu, “mi guitarra no dispara, pero sé dónde apunto”, para subrayar la no-violencia. Cito estas referencias porque la industria cultural se ha encargado de borrarlas. Se nos ha escamoteado la relación entre el hacktivismo, la contracultura y las revoluciones populares inspiradas en Vietnam. A finales de 2013, aparecía un libro que hacía pública la identidad de los filtradores que habían acabado con el espionaje y la guerra sucia del FBI y la CIA en los años 70. Era el primer nexo que la prensa establecía de forma muy sutil entre ellos y Snowden; para nada con Manning y Assange[24].

 

Pero entre los defensores de WikiLeaks se encuentra el que aireó los Papeles del Pentágono (Daniel Ellsberg), quien los convirtió en crítica geoestratégica (Noam Chomsky) y algunos que la aplican al mejor periodismo con coraje (John Pilger). Por otra parte, hace mucho que se demostró que no fueron las cruentas imágenes televisivas las que pusieron a la opinión pública contra la guerra de Vietnam. Perdió apoyo cuando surgieron soplones entre los jóvenes oficiales que contactaron con los periodistas más críticos de su generación[25]. Sin apenas cobertura mediática, aquellos disidentes de Vietnam le concedieron a Assange el premio con el nombre de un ilustre soplón, Samuel Adams[26]. La CNN reconoció de pasada que “las negociaciones de la retirada de las tropas norteamericanas fueron forzadas por la filtración de WikiLeaks de un cable diplomático. Informaba de que civiles iraquíes, incluidos niños, habían sido matados por las tropas norteamericanas en 2006 y no en un bombardeo, como había informado el ejército americano”.[27]

 

Los hacktivistas recogen el testigo y reactualizan el pacifismo sesentayochista. Cuando escuchemos a los criptopunks, les oiremos curados del hipismo y el Flower Power. No pretenden vivir al margen de la política y la economía. Quieren trabajar contra el sistema, pero desde dentro. Se emplean en empresas o administraciones como expertos en seguridad. Y fuera del horario laboral, que reducen al máximo, hacen militancia. Escriben código libre, liberan información sin dañar los sistemas en los que entran o, si son hacktivistas, aportan apoyo y herramientas informáticas para campañas sociales. No son antisistema. Como el 15-M, los indignados, el sistema está contra ellos.

 

La senda iniciada por WikiLeaks arroja bastantes incoherencias y suscita importantes debates. Su resultado conjunto, como la tecnología que manejan, debe calificarse de ambivalente. Pero su potencial resulta innegable. Se entiende que no resulte comprensible a primera vista, por la novedad y la amplitud de objetivos. Pero quienes descalifican a los hackers, en conjunto o de partida, muestran demasiadas carencias: prejuicios, ignorancia y miedo a lo desconocido. La mayoría de la población ha mostrado vagancia intelectual y cobardía moral. El miedo a la libertad y el conformismo parece haberse aliado (y alimentado) con la falta de ética de los políticos y periodistas. El pavor a perder sus cargos y puestos de trabajo, así como los privilegios que disfrutan, merma aún más su integridad. No ven necesario o se saben incapaces de reconvertirse en profesionales del bien común.

 

 

El reto: ver el bosque

 

No propongo que la prensa adopte la ideología hacker sin cuestionarla. No puede dar cuenta de todas las labores que debe desempeñar un informador. Los hackers no traen ninguna solución final ni única. Tal cosa no existe. Pero son los pioneros y máximos conocedores de una internet que no es la causa de los problemas del periodismo, sino su condición de supervivencia. La información será transmedia, en red y en la red… o no será. Internet acabará fundiendo en un único flujo el resto de medios. Recorrerá todos los dispositivos y pantallas. Será fruto del trabajo mancomunado entre periodistas y públicos conscientes del valor de su libertad de expresión; de la necesidad de ejercerla y costearla: pagándola y/o colaborando en su gestación, procesamiento y difusión.

 

WikiLeaks lo sabía y actuó en consecuencia. Un significado posible de la palabra hacker es leñador. Y un hacker se comporta como un hacha o virguero de la informática, un especialista en dar hachazos. Empieza podando la desinformación, eliminando la mentira oficial con bases de datos incontestables, savia que entra nueva en las redacciones. Tras talar los troncos podridos queda espacio para que surjan especies híbridas entre el antiguo y el nuevo periodismo. Son mestizas porque combinan iniciativa privada, pública y proyectos mancomunados.

 

El paso siguiente es desarrollar nuevas herramientas y procesos para poner en común, analizar y transmitir la información entre el periodista y la comunidad a la que se debe. El resultado final sería un bosque comunal de noticias, narraciones sociales, denuncias y saberes compartidos. Todos pueden y debieran colaborar en su mantenimiento. Para, al final, servirse según sus aportaciones, capacidades y necesidades. Es decir, sopesando lo que hayan contribuido, con lo que hubieran podido aportar y lo que precisen para ejercer de ciudadanos.

 

Puede sonar iluso, desde luego lo es si lo queremos para pasado mañana y al cien por cien. Pero no existen cursos de idiomas ni dietas de tres días. La propuesta de la información como bien común está cargada del mismo aliento que impulsó la Wikipedia o el software libre. ¿Ejemplos residuales? La primera convirtió en vetusta a la Britannica. ¿O alguien piensa comprarse una? Y en 2009 la Wikipedia finiquitó la Encarta, la enciclopedia de pago de Bill Gates. ¿Algún lector joven la recuerda? ¿Cuántos llegaron a usarla? Por lo que respecta al software libre, por favor, atendamos a estas cifras.

 

En 2003, IBM ganó 2.000 millones de dólares con servicios asociados a Linux. Es un sistema operativo de código libre. El más seguro y mejor valorado por las grandes empresas. La misma IBM apenas recabó 800 millones con sus patentes, a pesar de ser líder en generarlas. En su conjunto, dos tercios de los ingresos de la industria de programación informática proviene de una relación estable con comunidades de productores y consumidores. No les venden programas cerrados, sino que mantienen y adaptan los de licencia libre. Si les preocupa que la gente no pague por las noticias, reparen en que sólo el 6% de los ingresos del New York Times provenían de la sindicación y el copyright de contenidos. El porcentaje se reducía a casi la mitad (3,6%) en la importante cadena de prensa Knight Ridder.[28] La crisis económica y el escándalo del espionaje han impulsado el código libre y abierto. Resulta mucho más barato y no deja puertas abiertas para que penetren virus y otros agentes, mucho más infectos e infecciosos.

 

WikiLeaks abre debates inaplazables y sorprende la renuencia a abordarlos por quienes fueron los más beneficiados. Si espabilasen, podrían forjarse un futuro prometedor. Lo veremos con calma. Hay que pensar y ensayar mucho para materializarlo. Pero una cosa está clara. Un principio inexcusable para refundar el periodismo es que mantenga una relación estable con los clientes. Debiera considerar al público como su único cliente y tratarlo en consecuencia. Dándole acceso a colaborar en informaciones que luego pueda reutilizar y aplicar a su contexto. Sin embargo, los empresarios parecen obnubilados por la dichosa “innovación tecnológica” y cegados por los beneficios inmediatos que aún pueden rapiñar. Mientras, el público se centra en chascarrillos sobre unos héroes y villanos de los que nada sabe. La seducción cibernética y las celebridades impiden ver el bosque. Falta perspectiva. No nos la darán los gurús ni los mercaderes.

 

 

La arboleda perdida

 

Una vez más, WikiLeaks trae una doble invitación. Plantea que entre todos ejerzamos un periodismo de denuncia o investigación, riguroso y autónomo. Para merecer esos adjetivos ha de contar con las destrezas de los internautas más empoderados. O con más poderío, que dirían en Andalucía. Y, tras la poda, los hackers llaman a repoblar una arboleda de conocimiento, común a toda la humanidad. Con tecnología avanzada y controlada por los usuarios, proponen recuperar la participación democrática que nos fue arrebatada y no sabemos retomar.

 

Los hackers desarrollan códigos y programas en constante evolución y de libre acceso. Ensayan prototipos que aplican ciertos ideales –conocimiento, justicia, verdad, colaboración…– a contextos y problemas concretos. Aquí y ahora, con distintas soluciones adaptadas a entornos cambiantes. Se proponen expandir el conocimiento sobre la sociedad y distribuirlo sin límites. Aportan información a un debate horizontal, entre iguales. Hacen compatibles la cooperación y la competencia. Sus logros no son patrimonio de nadie. Los entregan al dominio público, para que sean empleados o consumidos sin otro coste que el derivado de hacerse con ellos. O los liberan con muy pocas reservas: que les citen, que respeten la integridad de la obra… Nadie puede lucrarse de sus creaciones en régimen exclusivo. Tampoco el Estado monopolizarlos.

 

En cambio, los medios privados han equiparado libertad de prensa y de empresa. Supeditan el derecho de expresión al negocio. Publican lo que sale más barato y ofrece más réditos económicos y/o políticos. Por su parte, los entes públicos de radiotelevisión confunden medios públicos y estatales; o, peor aún, gubernamentales. Cuando no mienten por razones de Estado, lo hacen para apoyar a quien gobierna. En los casos más degradados como en España persiguen tres metas: competencia desleal con los competidores privados, interés nacional y propaganda de las administraciones públicas[29].

 

Los hackers defienden que las herramientas para hacer información y su resultado son un bien común. Es decir, patrimonio de los commons, los comunes, los de abajo. Entienden las noticias como el folclore, la gastronomía, la tabla periódica de elementos, el genoma humano… Pueden ser objeto de explotación comercial y planificación pública. Siempre que atiendan al bien común.

 

Se dice que un bien común no puede enajenarse de sus verdaderos titulares, se gestiona de forma democrática y sostenible. Aplicado a la libertad de expresión, conlleva que es un derecho de todos, para todos y para siempre; o no es de nadie. No cabe venderlo ni hipotecarlo sin el permiso de sus titulares, la ciudadanía. Ni excluir a nadie antes de que se exprese. Ni arrebatarle ese derecho temporalmente, a no ser que existan razones muy graves y siempre como último recurso. Las iniciativas privadas y estatales aún tienen mucho que decir en el periodismo; pero tendrán que explorar las implicaciones de un periodismo de código abierto (susceptible de ser modificado) y libre (sin limitaciones de uso). Que los Estados planifiquen y las empresas vendan información, pero sin adoctrinarnos ni intoxicarnos. Si usa código abierto, podemos prevenirnos y, mejor aún, colaborar con ellos.

 

Con las precauciones señaladas, internet contiene aún la promesa de democratizar la libertad de expresión y ayudarnos a refundar la democracia. Podríamos, con políticas adecuadas, promover una nueva época de transparencia y participación. Como en los siglos XVII y XVIII, con la imprenta, ese conocimiento en red y en la red tendría consecuencias de gran calado. Entonces la libertad de prensa fue libertad de imprenta: de adquirirla y usarla. Ahora tenemos una imprenta en nuestro teclado. Si fuésemos conscientes de ello, dispondríamos de un fondo de saberes compartidos y ayudaríamos a tomar decisiones con más fundamento. Por eso WikiLeaks liberó documentos sobre sectas (Iglesia de la Cienciología) o los Estudios del Congreso de Estados Unidos. Combatieron el irracionalismo sectario. Devolvieron a los contribuyentes los informes que manejaban los congresistas. Acabaron con la aberración de que los ciudadanos non pudieran acceder a unos documentos que habían pagado. Les permitían juzgar las decisiones políticas que se tomaron y, en consecuencia, decidir mejor su voto. Distribuyeron conocimiento libre. Lo devolvieron a sus verdaderos propietarios.

 

Dos metas, antes inalcanzables, parecen ahora factibles. Controlar al poder en tiempo real y, si no es posible, componer un relato colectivo del presente, sin censuras y que dé protagonismo a los perdedores de la historia oficial. Estos objetivos alientan el periodismo entendido como vocación. Tan altos fines le hacen merecedor de ser considerado una profesión liberal. Porque, según me decían en la facultad, compromete la conciencia. He encontrado otro sentido más amplio. No hace falta creer que tienes conciencia ni en los estándares de limpieza que la dominan. Por eso es más difícil de practicar. El periodismo exige la libertad de quien lo ejerce. Si no actúa limpiamente (con transparencia) anula la libertad de la ciudadanía.

 

La mayoría de los intelectuales (y más si son mediáticos) no comparte este lenguaje. Pertenece, por generación y talante, a una cultura preñada de paternalismo elitista y autoritarismo académico. Para ellos los ciudadanos son menores de edad, que deben ser guiados por los mejores; entre los que, por supuesto, figuran ellos. Su nivel de estudios, les permite considerarnos al resto unos ignorantes. Sin embargo, hicieron gala de bastante analfabetismo digital. Y tenían motivos personales para criticar a WikiLeaks: les señalaba como tribunos irrelevantes. Su falta de mordiente con el poder quedó de manifiesto, comparados con un soplón de tres al cuarto. Y éste, a pesar de su juventud, podía ser más influyente que ellos. La información que Manning o Snowden liberaron eran comprensible para cualquiera. Por su contundencia, convencerían a los más escépticos. Los intelectuales empleaban y defendían un código obsoleto y mercantilizado. También a ellos los hackers les pusieron en evidencia.

 

Abriendo el debate a grandes grupos de gente normal, con datos comprobados y respetando ciertas condiciones, los hackers creen tener más capacidad intelectual que un cónclave de eruditos. Son la antítesis de los consejos de sabios, tan útiles para que los políticos se arroguen su autoridad y se escuden en sus dictámenes. El principio de la “sabiduría de la multitud” que sostienen los hacktivistas se aplica con éxito al ámbito empresarial[30]. Al injertar las filtraciones en los medios, se hace un llamamiento a “la inteligencia colectiva”, susceptible de manifestarse digitalmente. Dos cabezas piensan mejor que una. Muchísimas mejor que unas cuantas, afirman las “comunidades libres” que colaboran en la red. Estos presupuestos no niegan la falta de veracidad y rigor que abunda en internet. Más bien invitan a pensar las condiciones para fraguar un conocimiento libre y distribuido.

 

La típica crítica del intelectual típico responde a que WikiLeaks confiere más valor informativo a un soldado raso que al sabio general que él cree encarnar. Retomando el ejemplo ya citado, el centenar y medio de ilustrados que redactaron la Enciclopedia Francesa –considerados padres de la Modernidad, pues eran todos hombres– han sido sustituidos por incontables wikipedianos. Por cierto, han demostrado más eficiencia y rigor que sus predecesores[31]. La Wikipedia es la Enciclopedia global del siglo XXI. Y para quien conoce bien la historia de la tecnología, como Antonio Lafuente, los hackers son los “científicos de la nueva ilustración”[32].

 

Ninguna diana resulta ajena para los heraldos de una época en ciernes. Los hacktivistas cuestionaron los medios privados, que devaluaron la importancia de sus informaciones. Y a los estatales, que censuraron los cables contrarios al “interés nacional”. Pero también pusieron de manifiesto las carencias de la contrainformación y de los medios comunitarios. Algunos, al principio, deslegitimaron a WikiLeaks imputándoles fuentes de financiación espurias. Según unos, el dinero venía de Rusia o China; según otros, de Estados Unidos e Israel. La información alternativa y los medios comunitarios estaban anclados en sus inercias. Sin pruebas, pero con mucha perorata, bastantes desconfiaron de una iniciativa que no supieron ver como afín.

 

Para rematar, WikiLeaks confirmó las carencias de los idealistas digitales. La represión que se desató en su contra desmentía que internet fuese ese espacio liberado que algunos creían habitar. Snowden acabó diciéndonos que es lo más parecido al patio de una prisión o a un centro comercial sin muros. La reacción de la blogosfera también matizó la mencionada “inteligencia colectiva de la Red”. Assange criticó que los blogs se comportaran como simples espacios de redifusión. Lo hizo en una soberbia conversación (¡con un comisario de arte contemporáneo!) a la que volveremos[33]. Los blogueros (incluido el que escribe) apenas examinaron las bases de datos. En el fondo, como afirma el hacker australiano, nos limitamos a reforzar de la forma más fácil, con discursos ajenos, nuestros puntos de vista.

 

En suma, los hackers cuestionan la ideología de la prensa dominante, rehén del lucro y el Estado. Tampoco comulgan con quienes solo informan a la contra. Incluso cuestionan a los idealistas de internet, señalando que la inteligencia colectiva digital no siempre tiene condiciones para desarrollarse. A no ser que se trabaje muy duro y de forma constante. Algo difícil de cumplir desde el amateurismo o el voluntariado. Esta es una lección de especial interés para los periodistas: ciertas tareas deben ser asalariadas y desarrollarse en equipos estables. Si no, la continuidad y los logros serán inciertos. Crear las condiciones para que el cuarto poder en red actúe con inteligencia es tarea de profesionales que saben abrirse a la colaboración.

 

La arboleda perdida representa un territorio imaginado que da título a unas memorias de evocación adolescente firmadas por Rafael Alberti. No es el mejor poeta del 27 ni ejemplo de coherencia política, pero escribió sobre las marismas del Puerto de Santa María como si aún cobijasen buques piratas. Esta referencia nos distancia del bosque de los cuentos que acaban con una moraleja ya sabida. Infestado de lobos, entrar en él implica serias penalidades o la muerte. Nuestra fábula es otra. Los activistas de WikiLeaks andan a la caza de las alimañas del poder y actúan en grupo. No se parecen en nada a los trepas que se autofagocitan en las redacciones. Porque entre periodistas no es cierto que “perro no come perro”. Abundan los reporteros que están “dispuestos a todo por una exclusiva”. Y con ello se refieren a una noticia que excluye al público que no puede pagarla y a los compañeros que se la pueden pisar.

 

Nuestra arboleda evoca al mismo tiempo el bosque de Sherwood y el Amazonas. En el primero se refugian quienes se autogobiernan, impugnando un poder ilegítimo. Obviemos, por favor, el monarquismo de Robin Hood. Quedémonos con su denuncia de la avaricia del Rey Juan y la lealtad incorruptible de quien combate a quien exprime al pueblo. Del bosque comunal (recordemos, arrebatado a los cotos de caza real) también dependen el aire y otros bienes de uso común: animales, frutos y maderas. La Amazonía, patrimonio de la humanidad, funciona como pulmón y reserva de la biodiversidad. Por eso ni los Estados que abarca ni las transnacionales pueden (en teoría) hacer con ella lo que deseen. Como debiera ocurrir con el relato colectivo que la humanidad puede redactar en la red.

 

Los beneficios sociales de considerar la comunicación un bien común resultan insoslayables. Y, sin embargo, abundan quienes no perciben las virtudes del ladrón honrado ni la importancia del Amazonas. A lo mejor consideran Inside Job un buen estímulo vocacional. O el escenario desértico de Mad Max, un entorno deseable para sus hijos. De WikiLeaks sólo parecen haber aprendido que quien se las da de héroe acaba mal, y que la tecnología es superpoderosa. Son ideas propagadas por una industria cultural que erige héroes para luego triturarlos y que considera el fetichismo digital una marca muy moderna. Las máquinas y los programas (solo una parte de internet), se confunden con el todo: la (contra)cultura que las generaciones más jóvenes han logrado crear en internet.

 

Los dispositivos tecnológicos, por sí mismos, no proporcionan más independencia a los informadores. Assange les aconsejaba dejar el móvil y el ordenador en la redacción[34]. Los sistemas de localización e interceptación suponen una amenaza permanente. Pero la vulgarización más grosera de las enseñanzas técnicas de WikiLeaks se está produciendo bajo la etiqueta del periodismo de datos. Las facultades y redacciones se han llenado de gentes que lo llevan en la boca. Y, como el sexo en los campus, mientras todos hablan de él, apenas nadie lo practica.

 

Se equivocan y (nos) engañan quienes reducen la modernización digital a noticias con estadísticas, gráficos o visualizaciones de datos. Pertenezco a una de las primeras generaciones de titulados en periodismo que sabía (es un decir) usar ordenador. Lo empleábamos, sobre todo, para pasar los apuntes de nuestros profesores y presumir de cómo formateábamos los trabajos. Cuando empezamos a trabajar a comienzos de los 90, también nos pusimos a formatear informaciones, sin preocuparnos demasiado del contenido. Nuestros jefes nos ofrecieron dos tareas: maquetar el periódico en ordenador y hacer gráficos digitales. Dicho de otra forma, nos emplearon en poner “más bonitas y atractivas” las mismas noticias y secciones de siempre. Con términos más críticos y menos autoindulgencia, adornamos una guerra, la primera invasión de Irak (la segunda comenzó en 2004).

 

La infografía implantó en España la mentira digital. Espectacularizó el armamento y los movimientos de tropas. Llenó los periódicos de mapas sembrados de maquinaria letal. Y los convirtió en tableros de un juego bélico sin contacto alguno con la realidad. Por si no hubiese quedado claro: lo importante no es visualizar datos. Lo primordial es sacarlos a la luz dando la cara por quién te los proporciona, colaborar en contrastarlos y depurarlos para, finalmente, darlos a la comunidad y que sea ella la que los visualice donde de verdad importa: en procesos de sanción política y legal. El periodismo de investigación siempre ha sido de código abierto: publica los documentos incriminadores después de entregárselos al juez. Menos en España, por cierto, donde las conspiraciones del 11-M solo sirvieron para cuestionar las pruebas y testimonios. Ciertos medios deslegitimaron la sentencia y no aportaron ningún imputado nuevo al proceso[35].

 

No es solo culpa de los amos de la comunicación y sus periodistas mercenarios. La incultura política de la población también jugó su papel. Cuando el español rancio ejerce la crítica hace toreo de salón. Entona discursos encendidos y autocomplacientes. Parte de la descalificación del contrario. Ni siquiera considera las tesis contrarias, menos aún las pruebas. Y jamás dice cómo pasar a la acción, ni muestra el compromiso de hacerlo. Los hackers se sitúan en el polo opuesto. Llaman a ejercer el activismo de datos. Es tarea del ciudadano digital, dispuesto a abrir y sostener debates partiendo de datos, comprensibles y accesibles a cualquiera. Y no va a esperar a que se los den o fabriquen. Como escribe Javier de la Cueva, “la toma de la Bastilla digital consistirá en que si el poder no nos da los datos, los ciudadanos los retomaremos en el legítimo ejercicio de la vieja desobediencia civil”[36]. Esta postura cívica demanda el periodismo científico que proponía Assange.

 

Frente al periodismo de datos irreflexivo, el periodismo hacker mostraría los mismos rasgos que la ciencia. Es universal, porque responde al derecho a la información que tiene todo ser humano por el mero hecho de serlo. Es comunitario, porque se genera y avala en una comunidad. Y se destina a otro colectivo más amplio; como hemos dicho, potencialmente universal. Y es desinteresado, como la ciencia quisiera no estar sesgado por las presiones e intereses más inmediatos y sí por las necesidades sociales. Al ofrecer las bases de datos, el periodismo hacker cumpliría también con los requisitos del escepticismo organizado y la posibilidad de ser replicado. La ciudadanía digital demanda un periodismo de código abierto, que pueda ser contrastado por cualquier usuario, y libre, accesible para aplicarse en otros contextos y comprobar su validez. En suma, un periodismo adecuado a la forma de conocimiento que ha privilegiado nuestra civilización, la ciencia. Pero una ciencia en abierto que impida los abusos de los especialistas y sus financiadores.

 

 

Menos héroes, menos zombies y más bosque

 

Además del fetichismo tecnológico, una segunda desviación periodística pervierte la cobertura que ha acabado centrada en las peripecias de Manning, Assange o Snowden. El recurso narrativo de la personalización es simplista, pero efectivo. Requiere menos esfuerzo del reportero: solo necesita un personaje por historia. Y el público “que pasa de política” seguirá las desventuras de los héroes caídos. El maniqueísmo aumenta de atractivo cuando en una noticia, que al principio era de buenos y malos, al final todos resultan ser villanos. Con esta moraleja c todos todoscipio era de buenos y malosacia pero seguir las desventuras de cualquier desgraciadologrsigue su ejercicio en colectínica, el reportero arriesga mucho menos que investigando el negocio de la guerra o la diplomacia de doble rasero. O el espionaje que también se realiza sin nuestro conocimiento; pero en nuestro nombre y con nuestros impuestos.

 

Según documentos oficiales (que también filtró WikiLeaks), la campaña que se libró en su contra quería minar su credibilidad y alcance. Se trataba de escamotear los debates de fondo con peripecias personales. El personaje de Assange exhibe suficientes facetas y contradicciones como para ser objeto de controversia. La mejor definición que he escuchado de él fue de boca de Birgita Jondosttir, la parlamentaria islandesa que colaboró estrechamente con WikiLeaks: “He is a difficult guy”[37]. No han faltado gestos que confirman ese perfil de chico difícil, típico de los luchadores de la libertad de expresión. John Wilkes[38] logró el derecho a la “transcripción directa” de los discursos parlamentarios en la Inglaterra del siglo XIX. Era hijo de un destilador y él mismo un libertino en toda regla. Pero la vida de Assange, Manning y Snowden ha sido mucho más trabajosa. Sus palabras y biografías les identifican como tenaces activistas.

 

El antagonismo mediático con estos personajes podría explicarse por la ausencia de valores cívicos en la prensa. Al ser exhibidos por otros, no podían serles reconocidos, a no ser dejando en evidencia a los periodistas. Éstos defendieron su capital simbólico y prestigio achacando a los hackers afán de protagonismo y delirios de grandeza. Percibían como competición lo que era una propuesta de colaboración. Por desgracia, tampoco los creadores intelectuales dieron la talla.

 

Mario Vargas Llosa, extraordinario novelista y pésimo columnista, incurrió en una contradicción morrocotuda. Alabó a la hacker protagonista de la trilogía Millenium: “¡Qué sería de la pobre Suecia sin Lisbeth Salander, esa hacker querida y entrañable!”. [39] Pero en otra columna afirmaba que “ni Edward Snowden ni Julian Assange son paladines sino depredadores de la libertad que dicen defender”.[40] Para Vargas Llosa, como para la cadena de ropa HM, que creó una línea de ropa con el nombre de Salander, la hacker apenas era un referente de moda.

 

El creador de Millenium confesó que se había inspirado en Pipi Calzaslargas para crear el personaje de la hacker feminista. Resulta tentador imaginar ese primer amor o compañera de juegos ideal de muchos niños convertido en modelo de periodistas. Su fragilidad encubría una fortaleza descomunal. Su espontaneidad desarmaba el orden establecido. Su estilo de vida era puro anticapitalismo. La alegría, el motor de una vida autónoma, plagada de retos inalcanzables y aún así dignos de ser perseguidos… Con Pipi como referente, la caracterización de los hackers como chicos difíciles cobra una dimensión mucho más lúdica y positiva. La reportera del futuro no vestirá como Salander, llevará calzaslargas[41].

 

En el encuentro en Frontline, que hemos comentado, los periodistas mostraron más interés en la figura de Julian Assange que en sus argumentos y propuestas. Intentó combatir la imagen que después le fabricaron con declaraciones muy poco conocidas. Afirmó que aceptaba el riesgo personal y los procesos judiciales que pudiese sufrir. Los entendía como un reconocimiento “exagerado e inmerecido”. Se mostraba consciente de que sus decisiones le serían cobradas muy caras. Pero, en lugar de proponerles a los periodistas que se convirtiesen en mártires, les señalaba la urgencia de crearse un ámbito profesional “libre de censura”. Les apremiaba a implicarse, en la defensa de “una internet libre” como asunto vital  propio. Y les informó de que había hecho lobby en Islandia para aprobar el marco legal que reúne las normas más progresistas sobre la libertad de expresión.

 

Es decir, antes de hackear a los medios más importantes, WikiLeaks había hecho política con los partidos pirata. Encabezados por Birgita Jondosttir lograron que el Parlamento islandés aprobase por unanimidad la Iniciativa de Medios Modernos Islandeses (IMMI). Proporcionaría el marco legal para ejercer el periodismo de investigación sin apenas censura. Preservaría los bancos de datos y las filtraciones reprimidas en otros lugares. Su éxito económico –aprovechando el frío propicio a los servidores, la penetración de internet en la población y el liderazgo islandés en ciertas industrias digitales– significaría un doble éxito democrático. A nivel interno, implicaría la posibilidad de denunciar y ajustar cuentas con los financieros que saquearon el país. WikiLeaks, de hecho, filtró información sobre uno de los bancos islandeses con mayor responsabilidad. Hacía información y elaboraba políticas públicas al mismo tiempo. Ciudadanía digital en estado puro.

 

La IMMI implantaría un nuevo modelo económico, limpio y sostenible, con la semilla de la transparencia y de alcance global. Resumiendo, un parlamento nacional tramitó la ley de libertad de información más avanzada del mundo. Responde al modelo de desarrollo que la (r)evolución islandesa planteó como alternativa a la isla paraíso fiscal que fue a la debacle antes que nadie en Europa[42]. Y muy pronto, en los diarios de alcance mundial, circularían contenidos hasta entonces censurados y perseguidos en sus países. ¿Entienden ahora el confinamiento de Assange en una embajada? ¿Y la prohibición a Snowden de asilarse en Islandia? WikiLeaks había sentado las bases institucionales del poder en red. Era preciso impedirles que lo pusiesen a andar.

 

Manning, Assange, Snowden… y los que quedan por venir son las cabezas visibles de un movimiento plural y extenso que no se agota en ellos. Nadie solicita a los medios que los encumbren. De hecho, los mencionados, rompieron con la máxima hacker de mantener su anonimato. No es preciso exigir a los periodistas y ciudadanos su nivel de entrega para realizar una tarea que debe ser cotidiana y más modesta para, entre otras cosas, rendir más frutos. Un flujo de filtraciones pequeñas, pero constantes, puede tener más efectividad que las macrofiltraciones, a veces inabarcables para las redacciones y los internautas. Noticia a noticia, soplándolas entre todos –filtrándolas,  publicándolas en el blog, comentándolas en las redes, llevándolas a las instituciones– hacemos democracia, le damos aire.

 

El buen periodismo, como la buena medicina, es ajena a los personalismos. No importa quien redacta una información. Igual que resulta irrelevante el médico que prescribe una receta, si se le presuponen conocimientos y deontología. Dicho sea de paso, si no se ha vendido a ellas, denunciará las patentes farmacéuticas, recetará genéricos y sol. Antes que eminencias, necesitamos médicos de familia. Al igual que, en lugar de estrellas mediáticas, necesitamos periodistas que permanezcan a la cabecera del público. Sin olvidar la defensa de los hacktivistas represaliados, el reto que nos plantean supera con creces sus personas. Han desbrozado el camino y ahora nos toca recorrerlo, aunque esté plagado de espectros.

 

Si eludimos el reto hacktivista seguiremos comportándonos como zombies. Antes de arrancar el curso 2010-11 rematé mi entrada en ProPolis: “Lo dicho: cerremos las aulas, abrámonos a la web 2.0. y tatuémonos el logo de WikiLeaks”. Nunca lo hicimos, al menos yo. Lo de tatuarme, digo. Se trataba de inscribirnos en la piel, dejar que penetrase el impulso que nos brindaban. Sufríamos las consecuencias de una demoledora cadena de dejaciones parecida a la que imperaba en las redacciones. Nos rodeaban los muertos vivientes. Peor, no sabíamos bien si nos habíamos convertido en uno de ellos.

 

La cultura de mínimo esfuerzo, asentada en la pereza y la rutina, ha desembocado en un provincianismo académico que parcela el conocimiento. Nada ofrecíamos en la facultad a quienes no quisieran fabricar “productos” informativos. Nada para los que aspiraban a convertir la noticia-mercancía en diálogo social. Ante los hackers –autodidactas, interdisciplinares y altruistas– carecíamos de su altura de miras. Solo contemplábamos objetivos remunerados. La mayoría de los alumnos buscaba los créditos para hacerse con el título. Y punto. Los docentes se conformaban con el salario. En caso de que tuviesen aspiraciones se trabajaban las líneas de sus currícula. Todos obsesionados con la acreditación. Aceptando por buenas las migajas de una (in)cultura universitaria, refugio de despistados y diletantes. Canta Triángulo de amor bizarro: “El mejor sitio para descansar es la universidad”. Por fortuna, desde hace un tiempo hay gente que se está agitando. No es poca ni tonta. Ocupa, toma y hackea tu universidad ya no son eslóganes raros.

 

Quizás hayamos llegado a considerar un campus como un lugar para la compraventa de títulos. Pero nuestra irrelevancia, incluso en términos de mercado, señala la trampa de los salarios del miedo que aceptamos. Los docentes y los alumnos. Es un miedo distinto del que acarrea la disidencia. Miedo al paro y a la precariedad, que generan más de lo mismo: la devaluación de títulos y de la academia, paralela a la de la profesión que decimos enseñar.

 

Profesores, alumnos y periodistas nos protegíamos del intrusismo por temor a nuestra carencia de conocimientos y destrezas. Sin reparar en que la intrusión en la esfera pública nunca tuvo sentido en una sociedad que se pretendiese abierta y, por tanto, democrática. El intrusismo hacker es el ejercicio de un derecho, potencialmente al alcance de cualquiera. Se practica desde la autonomía tecnológica, con una ética que, si no queda otra salida, asume las consecuencias del desafío. Este ejercicio de la libertad de expresión, tan rotundo, sólo puede incomodar a quien reclama su derecho a la ignorancia y pretende trasladársela a los demás. A quien defiende un monopolio de saberes trasnochados. Protagonizando la película de la noche de los muertos vivientes el colmo es que nos quedábamos sin audiencia.

 

La mayoría del alumnado de la Facultad de Comunicación en la que trabajo no compra periódicos y ni siquiera ve los telediarios. Cuando doy clase, levantan la mirada de sus portátiles con cara de pensar ¿Qué me cuentas? Si aquí ya lo tengo todo. Pero no se refieren a la red. No conocen las lógicas ni las prácticas que les ayudarían a forjarse un perfil profesional apasionante. No, se refieren a Facebook, Twitter o Tuenti.

 

Las pilas de diarios que nos envían gratis se amontonan en las esquinas del campus, a la espera de ser reciclados. En todo caso, se agotan los gratuitos. Si el reemplazo generacional de las audiencias no empieza con quienes estudian comunicación nadie les pagará un salario. Lo peor no es que no consuman los medios que se están extinguiendo. Sino que tampoco conocen ni se les enseña la mayoría de los emergentes. Assange no acabó ninguna carrera universitaria después de haber empezado una docena. Abandonó la última porque el laboratorio en el que investigaba trabajaba para el ejército. De haber cursado periodismo, no habría aguantado ni una semana, se habría instalado en la Puerta del Sol con el 15-M.

 

Wikileaks hackeó el periodismo radicalizándolo, devolviéndolo a sus raíces. A pesar de sus rasgos futuristas, apelaba a los orígenes de la profesión. Toca reconocerse en su ejemplo.

 

—La ética: el compromiso con los de abajo.

 

—El arranque de la noticia: datos incontestables.

 

—Las herramientas: competencia técnica con software y herramientas libres.

 

—El verdadero capital: la credibilidad y el prestigio.

 

—El contexto necesario: un marco legal, favorable a la transparencia y a los creadores, que somos todos. Nunca al dictado de las empresas, los Estados o comunidades cerradas al diálogo.

 

En Islandia, WikiLeaks quería montar Sunshine Press (Prensa del Rayo de Sol): un grupo multimedia de alcance global. Un prototipo en toda regla, que supera, en todos los aspectos imaginables, a los negocios que están ensayando otros. Resulta difícil aunar de modo más completo y en un solo proyecto las oportunidades que tenemos para generar una esfera pública digital. El cuatro poder en red aprovechará la tecnología que forjó la globalización para devolvernos el control. Este es el programa a instalar en las instituciones del siglo XXI.

 

La nueva libertad de expresión nace de la desobediencia de ciudadanos valientes, custodios de datos cuya ocultación repudian. No los filtrarán por motivos crematísticos o personales, sino altruistas y colectivos. El rayo de sol, emblema del movimiento de transparencia, pone el foco sobre quienes nos gobiernan para exigirles que rindan cuentas de sus actos, que sean removibles sin necesidad de recurrir a la violencia y que se muestren receptivos. Son los tres rasgos que, según la teoría política más convencional, definen a un cargo democrático.

 

Pero además, Sunshine Press iba a alumbrar una nueva democracia. Después de la plaza Tahrir en El Cairo, la Puerta del Sol madrileña –coincidencia de nombres, regalo de los astros– se erigió en ágora de una democracia (r)evolucionada. La mayoría social del 15-M demostraba contar con recursos éticos, cognitivos y tecnológicos para exigir de las autoridades más atención que los Mercados. Las “gentes de Assange”, impedidas de instalar Sunshine Press en Islandia, habían acampado en Sol.

 

En un capítulo que trata de bosques necesitamos oír a quien sabe dar tiempo al tiempo. Al que se siente obligado a sembrar, incluso en tierra baldía.

 

En 1968 las paredes parisinas proponían un camino: «Debajo del asfalto está la playa».

 

Ahora ya saben, bajo la arena están las grandes alamedas por donde pasearán el hombre y la mujer libres[43].

 

Como manejamos tiempos largos y rutas inciertas, necesitamos provisiones. Invitamos a que, antes de proseguir, se avituallen de polen y própolis de nuestra colmena.

 

 

 

 

 

Notas


 

 

[1]   ProPolis.

 

[2]    Hija de un guerrillero tamil (Sri Lanka no queda tan lejos de Australia), M. I. A. ha politizado las pistas de baile, como WikiLeaks los cibercafés. Pueden escucharla en la oscarizada Salaam Bombayla hayan escuchado en la banda musical deos algo que decir y enseñar. s discotecas de Assange).. No tiene pérdida, es lo mejor de la película. También puso música a los títulos de crédito de las entrevistas que Assange sostuvo con intelectuales y activistas. En noviembre de 2013 M. I. A. abrió su gira de con una alocución de Assange en directo. Ambos han sabido subvertir los códigos de la cultura popular e izarse como iconos de una rebeldía global.

 

[3]   J. Assange, 2010, Wikileaks founder Julian Assange on the ‘War Logs’Der Spiegel, 26 de julio.

 

[4]   Borja Bergareche. 2011. Wikileaks confidencial, Madrid: Anaya, p. 158. En mi humilde opinión, el mejor libro sobre el asunto escrito por un periodista español.

 

[5]   Se trata de ataques de denegación de servicio distribuido (DDoS) que provocan la caída de páginas web por saturación de peticiones. “En diciembre de 2010 se descargaron [el programa LOIC, que permite coordinar estas acciones] casi 120.000 personas. Es la fecha en la que Anonymous llamó a filas y lanzó su ataque contra las páginas de PayPal, Visa, Mastercard y otras en defensa de WikiLeaks. Desde entonces, la cifra ha rondado las 30.000 descargas al mes. Hoy, cerca de un millón de personas lo tienen instalado esperando un nuevo objetivo”. Miguel Ángel Criado. La tecnología democratiza el ‘hacktivismo’,Público, 11/02/2012.

 

[6]   El 15 de noviembre de 2013 Jeremy Hammond, vinculado a Anonymous, fue sentenciado a 10 años de prisión más 3 años de libertad supervisada, por realizar ataques cibernéticos a varias agencias gubernamentales y corporaciones, en particular a Strategic Forcasting Inc., más conocida por Stratfor, compañía privada de inteligencia global. Aquí su biografía. Y la web para su liberación.

 

[7]    En España se tardaron casi cuarenta años, tras la muerte del dictador, en acordar una Ley de Transparencia. Por cierto dicha ley no acaba de fiscalizar por completo a la Casa Real y a la Iglesia, como en los países de nuestro entorno. Es decir, el país aún no se ha librado de las características propias de una monarquía pre-ilustrada, basada en la alianza entre Trono y Altar. El anacronismo se pretendía defender con una Ley de Seguridad Ciudadana que criminalizaba las denuncias, convocatorias y movilizaciones digitales. El propio Consejo de Europa expresó su inquietud ante esta iniciativa.


[8]    El confinamiento en solitario de Manning durante once meses “constituye, como mínimo, un trato cruel, inhumano y degradante, que viola el artículo 16 de la convención especial contra la tortura […] Si los efectos relacionados con el dolor y el sufrimiento infligidos a Manning fueran más graves, podrían constituir tortura”. Son declaraciones del relator especial de la ONU. Tras su detención en Irak, Manning fue retenido durante tres meses en la base Camp Arifjan en Kuwait, antes de ser trasladado en julio de 2010 a la base del Cuerpo de Marines en Quantico (Virginia), en la que estuvo confinado durante ocho meses. Sufrió 23 horas al día en solitario y fue sometido a prácticas como hacerle correr desnudo por la noche por el patio. Para imaginarse en sus condiciones, piénsense un momento encerrados durante ese tiempo y en esas condiciones, en una celda con la superficie de una plaza de garaje.


[9]   Puede consultarse, para empezar, el libro de Pekka Himanen. 2002. La ética hacker y el espíritu de la era de la información. Barcelona, Destino. Descargable en la red sin problemas. Otro par de referencias clave son: McKenzie Wark. 2006. Un manifiesto hacker, Alpha Decay, Barcelona, que sitúa a los hackers en el contexto de la antiglobalización y la lucha de clases. Fred Turner. 2006. From counterculture to cyberculture. University of Chicago Press, que explora las conexiones entre hackers y Silicon Valley, permitiendo una lectura crítica muy necesaria.

 

[10]   http://www.diarioliberdade.org/artigos-em-destaque/414-batalha-de-ideias/44360-edward-snowden-carta-aberta-ao-povo-brasileiro.html

 

[11]   http://propolis-colmena.blogspot.com/2010/08/wikileaks-desmiente-la-teoria-de-la.html

 

[12]     El 26 de mayo de 2003, el vuelo UKM 4230 de UM Air se estrelló en Turquía cerca del aeropuerto de Trebisonda con 75 personas a bordo. El pasaje lo formaban 62 militares españoles, que regresaban a España tras cuatro meses y medio de misión en Afganistán y Kirguistán. Todos fallecieron junto a 12 tripulantes ucranianos, y un ciudadano de origen bielorruso. Tomado de la Wikipedia, que ofrece una información muy detallada del proceso político y judicial posterior: todo un ejemplo de historia escrita desde el punto de vista de las víctimas.

 

[13]    Recibieron una guía para leer las bases de datos en formato de vídeo; un mapa localizador de incidentes, con el número de muertes, heridos o detenidos; códigos de búsqueda en los mapas de Google Earth; un programa para descifrar los acrónimos y las siglas de la burocracia bélica; un índice de materias con 66 páginas; aplicaciones para realizar gráficos temporales con varios formatos… Destacaba, finalmente, la selección de los “1.000 biggest kill events” para elaborar mapas con las “mayores matanzas” ocurridas entre 2004 y 2009.

 

[14]   http://es.wikipedia.org/wiki/Herv%C3%A9_Falciani

 

[15]   Enric González. 2013. Memorias líquidas. Jot Down Books.

 

[16]   Bergareche, p. 146.

 

[17]   This machine kills secrets. Es también el título de una apasionante historia firmada por Andy Greenberg de “cómo los wikileakers, cypherpunks y hacktivistas aspiran a liberar la información mundial”. 2013. New York: Dutton-Penguin. De imprescindible lectura.

 

[18]   David E. Pozen. 2013. The leaky Leviathan: Why the government condemns and condones unlawful disclosures of informationColumbia Public Law Research Paper No. 13-341.

 

[19]   http://wikileaks.org/the-spyfiles.html


[20]   http://wikileaks.org/the-gifiles.html

 

[21]   http://www.foreignpolicy.com/articles/2013/08/15/the_nsas_data_haul_is_bigger_than_you_can_possibly_imagine?page=full

 

[22]   Los papeles perdidos de Julian Assange, Lluís Bassets, 28 de febrero de 2012.

 

[23]   Cifra aportada por los dos periodistas de The Guardian que trabajaron en el equipo de los cables diplomáticos, Luke Harding y David Leigh. 2011. WikiLeaks: Inside Julian Assange’s War on Secrecy. Londres: Guardian Books.

 

[24]   http://www.nytimes.com/2014/01/07/us/burglars-who-took-on-fbi-abandon-shadows.html?_r=0

 

[25]   Daniel Hallin, 1986, The ‘Uncensored War’: The Media and Vietnam. New York: Oxford University Press.

 

[26]   Can WikiLeaks Help Save Lives? por Ray McGovern, 16 de agosto, 2010.

 

[27]   CNN. 22 de octubre, 2011. Obama: Iraq war will be over by year’s end; troops coming home

 

[28]   Benkler, 2006: 47.

 

[29]   Tan solo una vez se reguló un contenido informativo como “de interés general” y de exclusiva emisión para RTVE ¿Adivinan cuál? El fútbol por televisión. Ocurrió en 1997, mediante un decreto-ley del Partido Popular. Se trataba de dañar la viabilidad económica de la plataforma digital Sogecable, propiedad de supuestos enemigos del gobierno. Vale la pena comparar el fútbol con los primeros debates electorales de los candidatos a presidente del PP o del PSOE. Fueron el programa más visto de toda la historia en 1993, no se repitieron hasta 15 años más tarde. TVE no participó en 1993 y en 2008 no alojó el debate en sus estudios, por miedo de la oposición a su parcialidad.

 

[30]   Interesante primer ventas en Estados Unidos con innumerables casos prácticos: Surowiecki, J. (2009) The Wisdom of the Crowds. Londres, Abacus. Y que puede completarse con el libro de Seeley, Th. D. (2010) Honeybee Democracy. Princeton University Press. En español sería La democracia de la miel. Título que demuestra la genialidad que supuso llamarle ProPolis a nuestro blog.

 

[31]   F. Ortega and J. Rodríguez. 2011. El Potlatch Digital: Wikipedia y el triunfo del procomún y el conocimiento compartido. Ediciones Cátedra, Madrid.

 

[32]   A. Lafuente: Los hackers son los científicos de la nueva Ilustración.

 

[33]   Disponibles en http://www.e-flux.com/journal/in-conversation-with-julian-assange-part-i/ y http://www.e-flux.com/journal/in-conversation-with-julian-assange-part-ii/

 

[34]   En la revista Rolling Stone de enero de 2012.

 

[35]   La situación alcanzó el esperpento cuando el máximo muñidor de la teoría de la conspiración en el diario El Mundo, Casimiro García-Abadillo, reemplazó al anterior director cuando este abandonó el cargo presionado por el gobierno y la corona.

 

[36]   Javier de la Cueva. 2012. ‘Praeter Orwell: Sujetos, acción y open data de la ciudadanía’. Argumentos de la Razón Técnica, nº 15.

 

[37]   Conversación mantenida en el verano de 2011 en Reykjavik.

 

[38]   http://es.wikipedia.org/wiki/John_Wilkes

 

[39]   http://elpais.com/diario/2009/09/06/opinion/1252188011_850215.html

 

[40]   http://elpais.com/elpais/2013/07/11/opinion/1373558215_245059.html

 

[41]   Entre otras muchas, las siguientes novelas serían un buen complemento a este ensayo. Por supuesto, la trilogía deMillenium, de Stieg Larsson, aporta una lucidez bárbara. Ha de (re)leerse sabiendo que su autor era un periodista de investigación de los duros y que, de haber vivido unos años más, habría colaborado con Assange… y era sueco. Belén Gopegui publicó en 2011 Acceso no autorizado. Da una visión de las luchas políticas internas y el rol que en ellas pueden jugar los hackers. Y las contextualiza en una disputa entre dos políticos socialistas (¿María Teresa Fernández de la Vega y Alfredo Pérez Rubalcaba?). En 2013, Isaac Rosa nos ofrecía La habitación oscura, una visión del hacktivismo desplegado en colectivo y en el contexto ¿del 15-M? Los autores españoles recurren, respectivamente, a un final trágico o desencantado. Contra el cual está el antídoto de Jean Claude Izzo. Su trilogía Total KeopsChourmo y Solea, novela negra ambientada en la Marsella del Frente Nacional, remata con una megafiltración… y no cuento más, que la estropeo.

 

[42]   La ley puede consultarse en la web del International Modern Media Institute, que ofrece recursos de gran interés.

 

[43]   La historia del internet que Salvador Allende quiso implantar en Chile para que la revolución socialista fuese también digital completa esta historia, pero nos aleja de nuestro relato. Pueden consultarla, pues se ha dado a conocer: Eden Medina. 2013.Revolucionarios Cibernéticos. Tecnología y política en el Chile de Salvador Allende. Santiago de Chile: LOM Ediciones. O un magnífico artículo en The Guardian.

 

 

 

 

Este capítulo (sin los recuadros) pertenece al primer capítulo del libro El cuarto poder en red. Por un periodismo (de código) libre, que acaba de publicar Icaria editorial.

 

 

 

 

Víctor Sampedro es catedrático de Opinión Pública y Comunicación Política en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Puede consultarse su obra aquí y aquí. Participa en el blog colectivo ProPolis y, entre otras iniciativas sociales, en el CSA La Tabacalera de Lavapiés. En FronteraD ha publicado 15-M. Sin miedo y sin medios.

 

 

 

 

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