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AcordeónAngustia, histeria, futuro: una lectura de ‘Campo de guerra’. El mundo no...

Angustia, histeria, futuro: una lectura de ‘Campo de guerra’. El mundo no es lugar para turistas y curiosos

 

A la manera en que, en cierto poema de Borges, se trama un mundo hecho de mundos, de espejos –Infinitos los veo, elementales/ ejecutores de un antiguo pacto,/ multiplicar el mundo como el acto/ generativo, insomnes y fatales–, igualmente el individuo hiper-contemporáneo se desplaza a lo largo y ancho del orbe, agotando inevitable y fatídicamente territorios, fronteras visibles e invisibles, zonas de conflicto que, todas ellos, transformadas y deformadas por las tecnologías de la información y por los viejos pactos que se renuevan con cada grupo criminal que aspira a comandar y reducir a otros, por cada arma de fuego que se dispara, por cada cuerpo (anónimo) que cae víctima (anónima) de un impacto de bala, por cada decapitado que ya no es noticia, que ya no indigna, con cada huella (digital, ya no hay otras, no importa que jamás hayas utilizado un ordenador: basta con avanzar y hundirse) que deja, pues, el individuo hiper-contemporáneo (un ser cuya naturaleza remite a vastas redes trasmundanas y virtuales, antes que a cualquier noción tradicional de sociedad), estalla fulgurante a sus pies con el efecto de una mina anti-persona, arrojándolo (no es paradoja sino realidad) hacia el fondo, hacia a la oscuridad definitiva de la trinchera globalizada, el frente multi-dimensional o frente de todos los frentes: el omnímodo campo de guerra en que, mediante un proceso perverso y ominoso, se ha convertido el planeta, prefigurado desde la postrimerías del siglo XX y hegemónico y totalizante al mediar la segunda década del siglo XXI.

 

Campo de guerra, el libro (su autor lo llama “informe”) con el cual Sergio González Rodríguez obtuvo el 42º premio Anagrama de Ensayo, aborda, entre una vastedad de temas y subtemas, los requisitos conceptuales, las múltiples tramas y trampas, así como los modos operativos que caracterizan al mundo globalizado, producto del ultraliberalismo y su obligado despliegue bio-político, geo-económico y corporativo-militar, factores éstos que han trasminado la noción elemental (de Platón, Hobbes a Hans Kelsen) del Estado y sus facultades soberanas (tal como se conocían desde Westfalia, 1648) y constituido, en su lugar, al “an-Estado” que opera siguiendo una lógica igualmente a-lógica, a saber: “prolonga entramados fácticos, el umbral donde se une lo legal y lo ilegal bajo la sombra del Estado normativo. En este caso, tal condición determinaría su propio concepto diferencial: un Estado que simula legalidad y legitimidad, al mismo tiempo que construye un an-Estado (del prefijo ‘an’, del griego ‘ά-’): la privación y negación de sí mismo”.

 

Como bien señala Juan Villoro, Campo de guerra continua el viaje del escritor y periodista Sergio González Rodríguez “por las zonas ocultas de lo real” iniciado en obras anteriores. Todavía recuerdo, hacia comienzos de la última década del siglo XX, la sorpresa y los tumultuosos enigmas que me supuso la lectura de El Centauro en el paisaje, finalista indiscutido del mismo galardón al que, como ocurre con las literaturas explosivas en contextos desfavorables hacia las inteligencias heterodoxas e independientes, apenas se le reconoció el mérito de la apuesta arriesgada y al mismo tiempo se le regatearon, quizás por mera ignorancia, provincianismo o simplemente mala y pútrida leche, los lances de una escritura que, sin aspirar a la condición profética, logró arrogar lo mismo luz y sombra sobre el futuro.

 

Me refiero no sólo a la recuperación y explotación de la tradición crítica (Benjamin, Breton, Alfonso Reyes, Octavio Paz, etcétera), sino a la implosión de cierta mirada visionaria por parte de su autor. Me refiero al lector de El Centauro en el paisaje quien, como yo, sostuvo en sus manos un libro que, en una época ahora tan remota como la Edad de Piedra y en la cual no existía el wi-fi ni todos los ordenadores estaban conectados a internet, reflejaba tu rostro a la manera de los viejos oráculos romanos. Cuando la globalización o, como gustan los franceses, la mundialización era un epíteto para hacer referencia a un estúpido mundo feliz y kantianamente pacífico hasta el fin de los tiempos, a la pertenencia o deseo de pertenecer a la no tan liberal “sociedad abierta” (análoga al entonces llamado “consenso de Washington”)  y sobre todo al bíblico levantamiento de los aranceles y barreras comerciales que milagrosamente nos haría dichosos consumidores a todos, esto escribía Sergio González Rodríguez hacia 1992, sometiéndose él mismo a un espeso y estricto cuestionamiento de la época, el tipo de cuestionamiento de los que conduce al abismo y cuya puesta en marcha conlleva a tomar el camino del solitario:

 

“¿Se puede trazar un diagnóstico de las realidades económicas y los nuevos decorados culturales que implica una economía global, el cambio civilizatorio que apunta hacia estrategias de fusión que se quieren distintas a la uniformidad que se quieren distintas a la uniformidad totalitaria, pesadilla holocáustica del siglo XX? El suceso histórico, cuentan algunos, debe ser articulado con nuevas palabras […] Como dice Borges que dice el Crátilo la cosa está en el nombre, enseguida se presenta un vocabulario de conceptos reveladores del mundo que verá y la lengua que quizá hablará, en su momento, aquel que viva:

 

            Bionomía: manejo de los seres vivos.

            Cadenas moleculares: reagrupamientos informales de acuerdo a modos semejantes de vida o interés común (por ejemplo, los ciclistas).

            Campos mediáticos: espacios que tienen que ver con la televisión.

            Caos: lugar donde el orden del logos no se impone.

            Conmutadores: clases sociales que tienen asegurado el flujo de información, la forma de obtenerla y las conexiones con toda la sociedad.

            Contrariación: el hecho de que una cosa sea simultáneamente su opuesto.

            Contralenguaje: lenguaje que se habla en un país no porque se pertenezca a un grupo étnico sino por exigencias culturales.

            Economía de don: economía que funciona sin interés aparente en el valor de las cosas.

            Economía distributiva: economía centrada en la distribución de los bienes producidos.

            Encepto: concepto abierto que incluye todos los conceptos circunvecinos a que dé origen.

            Geonomía: manejo omniabarcante de los recursos del planeta.

            Gran uno impersonal: entidad global que incluye las comunidades de lo viviente, lo muerto y los niños que aún no nacen; todo lo que las vincula a ellas y al mundo.

            Gran red: totalidad de las cosas técnicas interconectadas…”.

 

Releo una vez más esta suerte de abecedario del mundo por venir, mismo que concluye con la definición, quién lo hubiera dicho, del Trabajo zombi y, si bien no recuerdo del todo el azoro que seguramente me causó la lectura acerca de “cosas técnicas” que en 1992 se hallaban en proceso de silenciosa masificación, sí tengo presente la angustia a la que fui arrojado por “esta jerga [que] se apasiona con la exactitud cientista y eficiente, con la predecibilidad, la cifra, el abandono de la palabra y la gramática del sentido literario. Pero sólo arroja luz sobre un puñado de polvo. Es decir, consigue inquietar”.

 

Angustia, histeria, futuro.

 

Tres palabras que están presentes en las investigaciones de González Rodríguez y que, de hecho, signan su escritura: una enredadera cuyas raíces se hunden en las espesas profundidades donde no todos podemos mirar, no se diga dar un paseo (no es país para turistas ni curiosos), solamente en apariencia una tupida enredadera, pues al acercarnos a la escritura de González Rodríguez asistimos a un acto de alumbramiento que antes hace escala en la más oscura de las noches, en el más tenebroso de los tiempos: el tiempo de aquel que vive.

 

 

Los empeños del detective salvaje

 

Es fama que las investigaciones acerca de las muertas de Juárez de Sergio González Rodríguez fueron fundamentales cuando Roberto Bolaño escribía ese delirio monumental en forma de novela titulado 2666.

 

Se sabe igualmente que, a partir del intercambio de información entre ambos escritores, surgió una amistad en la que Bolaño intuyó bien la naturaleza esquiva y al mismo tiempo sólida como piedra rodante del tipo de detective salvaje que aloja la personalidad de González Rodríguez. El 2 de diciembre de 2002, Bolaño publicó lo siguiente: “Huesos en el desierto es así no sólo una fotografía imperfecta, como no podía ser de otra manera, del mal y de la corrupción, sino que se convierte en una metáfora de México y del pasado de México y del incierto futuro de toda Latinoamérica. Es un libro no en la tradición aventurera sino en la tradición apocalíptica, que son las dos únicas tradiciones que permanecen vivas en nuestro continente, tal vez porque son las únicas que nos acercan al abismo que nos rodea”. Ciertamente, varios trabajos de González Rodríguez son un paseo por las orillas del abismo, o bien de varios abismos recorridos de manera simultánea. No por nada, en un ensayo menos conocido pero importantísimo en tanto su autor prefigura una suerte de retrato de época en el que no se abstiene de ofrecer un sistema de señas para comprender la hiper-realidad, El mal de origen. Ensayo de metapolítica, Gónzalez Rodríguez resalta el papel vigente como nunca antes de la histeria y el miedo como vértebras esenciales de cualquier relato acerca del mundo y del cuerpo frente a sus espacios, multiplicados hasta el infinito, de abismalidad. Dice González Rodríguez: “el relato es el miedo. La estructura formal y el gigantesco sistema que la posibilita serían el gran relato. La fragmentariedad, lo nomádico, lo fugaz perviven y se explican, se expresan, potencian y subsumen (lo mismo que sus patologías: la inminencia, la contingencia, la lejanía, lo esquizoide, la incertidumbre, el catastrofismo, la paranoia, el pánico) bajo el triunfo del nuevo gran relato”.

 

Angustia, histeria, apocalipsis, emergen lo mismo como co-relato que como estructura vertebradora o esqueleto del espacio, generalmente las urbes y sus alrededores, en el cual tienen lugar los operativos de vigilancia y manipulación de individuos concretos, grupos organizados o masas sin rostro, todo ello ocurriendo en la ciudad-pánico, esa zona sin límites estrictamente definidos, indefinibles por su propia naturaleza cambiante y movediza, una especie de ground-zero en constante y accidentada expansión, y sin embargo de la mayor importancia estratégica en la cartografía del campo de batalla planetario. Vale entonces remitirse a Paul Virilio, un autor caro a las reflexiones e insinuaciones de Gónzalez Rodríguez en la multiplicidad/plasticidad de su obra/prosa: “La GLOBALIZACIÓN y su forclusión POLIORCÉTICA se generalizan a escala planetaria, mas lo que surge entonces con ese estado de sitio global ya no es el espacio cercado y sus fortificaciones ciclópeas –y por ello al ilusorio sistema antimisiles de Estados Unidos–. Lo que irrumpe es, sobre todo, el colosal desarrollo de un pánico todavía sordo, por cierto, pero no cesa de extenderse al ritmo de los accidentes, las catástrofes y esos ‘atentados masivos’ que revelan no tanto la aparición de un hiperterrorismo como de esa HIPERGUERRA postclausewitziana que va más allá de las circunstancias políticas, en materia de conflictos nacionales e internacionales”.

 

O como resume en otra parte el mismo Virilio: “el afuera comienza aquí”.

 

No es casualidad entonces que, al ofrecer un esbozo de los resortes y las plataformas sobre las cuales teje sus tramas-mundo, el investigador de abismos y límites en constante deslizamiento (por ejemplo el territorio donde mueren dos veces, primero por homicidio y luego por desaparición, las muertas de Juárez), Sergio González Rodríguez advierta que “cuando todo el planeta ya es Ciudad, hay que imaginar una ciudad”, ni que en la imposición de un discurso en que la modernidad se trasmuta primero en “contramodernidad” y luego en “transmodernidad”, la técnica hiper-contemporánea no es ajena al salvajismo o “animalidad ancestral” residuales que remiten a la primitiva relación depredador-presa: “¿Quién ve a quién? ¿Quién vigila a quién? ¿Quién vigila al vigilante? Los roles se penetran unos a otros y se presencia la pérdida de los referentes convencionales. Promiscuidad y peligro. Corazonadas y presentimientos. El mensaje paranoico emite sus señales que alguien en este mismo instante registra y graba: vigilo, luego existo. Me diluyo en una espiral incriminatoria” (El mal de origen). Un nuevo Leviatán, perteneciente a una nueva especie que nada tiene qué ver con pacto alguno entre individuos sometidos en aras de protección contra agresores externos (Thomas Hobbes, siglo XVII), levanta sus múltiples cabezas, te observa con su mirada pan-panóptica o angular-totalizante: eres vigilado: luego existes.

 

 

La vida en el mundo del Total Surveillance

 

En el –sospecho que muy leído: la pulsión amarillista que nos consume y al mismo tiempo nos alivia del horror cotidiano– ‘Epílogo Personal’ de Huesos en el desierto, Sergio González Rodríguez refiere de manera explícita a la vigilancia de la que ha sido objeto, las intimidaciones y las terribles agresiones físicas que terminaron por llevarlo hasta las puertas de un hospital portando un hematoma en el cerebro, cortesía de atacantes ni tan anónimos –al menos no para González Rodríguez–. Estos episodios han ocurrido lo mismo en ciudades de provincia que en la capital de México, y se trata de operaciones de vigilancia continuada desde entonces, es decir, a lo largo de los últimos quince años.

 

Durante la presentación de Campo de guerra en la ciudad de México en mayo pasado, Juan Villoro hizo una rápida pero certera alusión a la discreción y estoicismo con que Sergio González Rodríguez ha sobrellevado, a lo largo de una amistad de décadas, la presencia de sombras nunca bienvenidas a su alrededor. La presentación del libro tuvo lugar en un teatro de la colonia Condesa, el Foro Shakespeare, sitio idóneo para tratar temas trágicos. Quizás entre el público que llenó todas las butacas del recinto se hallaba alguna sombra persecutoria, no lo sé. Sí sé, en cambio, que hace un par de años, mientras un colega escritor y yo departíamos con Sergio González Rodríguez, en uno más de los restaurantes y bares que hay en Insurgentes, una avenida que es el espinazo que atraviesa desde el sur profundo hasta el norte intransitable, Serge, siempre el gran Serge, identificó a un par de silenciosos fisgones sembrados en una mesa contigua a la nuestra. Hombres sin rostro y riguroso traje gris. Nuestro Serge los señaló con un gesto que, a su manera, pareció un saludo, una forma igualmente silenciosa de decir: ya los vi, cabrones.

 

Días después de la presentación de Campo de guerra, la editorial Anagrama organizó un pequeño cocktail para celebrar al gran Serge en un bar que hace honor al autor de A sangre fría. Al momento de recibir la invitación no me lo pensé un segundo, cancelé un asunto  que tenía en la agenda –no diré cuál para no herir susceptibilidades en un medio, el literario, habitado de egos del tamaño combinado de Madonna y Maradona, imaginen ustedes de qué estoy hablando– desde hace meses. Los convidados abarrotamos una sección entera del bar, incluso la pequeña multitud. Sobra decir que el autor y amigo festejado no daba abasto recibiendo felicitaciones ni repartiendo el firme abrazo con el que suele recordarte que estás entre amigos. Volví a escuchar una anécdota que Juan Villoro había contado en otra ocasión, pero esta vez con mayores detalles. Imposible recrear la atmósfera que crea Juan cuando conversa, el tempo con el que captura la atención de otros, los adjetivos que poner a girar como balón en el aire, justo para rematar una frase a la portería. En cualquier caso, Juan contó, ante tres o cuatro espectadores atónitos, cómo, hace algunos años, en una comida de cantina en la que estaban el propio Juan, Serge y otro de los detectives salvajes preferidos de Bolaño, el novelista y antes periodista Horacio Castellanos Moya, los comensales fueron sometidos a la mirada escrutadora de las sombras vigilantes. Los tres –periodistas acostumbrados a recibir llamadas anónimas o escuchar extrañas interferencias en la señal del móvil– se dieron cuenta de que estaban siendo vigilados. Sin embargo, Horacio, un tipo curtido en operaciones de la guerrilla centroamericana, comenzó a sospechar más de la cuenta. En determinado momento, se levantó de la mesa. “Ahora vengo”, les dijo a Villoro y a González Rodríguez, quienes pensaron que su amigo, el tercer hombre –no olvidemos que en el ambiente ya flotaba el espeso aire que respiran los espías–, se ocuparía de asuntos personales en el baño de la cantina. En la prodigiosa memoria de Villoro, pasaron los primeros cinco o diez minutos, luego veinte que al final terminaron por convertirse en treinta o treinta y cinco. Ambos, Juan y Serge, comenzaron a preguntarse no sin cierta preocupación a dónde habría ido Castellanos Moya, quien a los pocos minutos regresó a la mesa y afirmó, lacónico, que se trataba de una simple operación de supervisión, pero por si las dudas había recorrido con el rabilo del ojo cada mesa de la cantina en busca de un encuadramiento especial, de igual manera había hecho algunas preguntas, no dijo a quién, y finalmente había salido de la cantina y fatigado las aceras contiguas en busca de una o varias camionetas con capacidad para mantener una conexión satelital que permitieraa escuchar con claridad de alta definición cada una de las palabras que intercambiaban los espiados a lo largo de su conversación.

 

En el caso de González Rodríguez, quien en más de una ocasión ha sido “levantado” –jodido eufemismo periodístico para referirse a otro jodido eufemismo vuelto parte del habla cotidiana en México: el secuestro express– no se trataba de ponerse paranoico sino de ponerse a salvo.

 

Tres de los más destacados escritores en lengua española habían departido una tarde cualquiera en una cantina de la ciudad de México, misma que por obra de la lógica del pensamiento geo-estratégico se halla enmarcada de una expansiva, casi líquida, cartografía del poder, un espacio sin límites precisos que responde a procesos planetarios en el que convergen las más avanzadas tecnologías de la información, la vigilancia digital ininterrumpida, las silenciosas operaciones militares de tipo quirúrgico, el acuerdo entre autoridades y grupos criminales, la opacidad y el mundo de sombras de la política cotidiana, ese imperio de la gran corrupción que atraviesa y ofrece cohesión al campo de guerra, que bien podríamos redefinir como esa nueva realidad de la cual nadie se escapa ni está exento. No por nada, en una entrevista reciente, aparecida en ocasión de la aparición de su libro premiado,  Sergio González Rodríguez señaló que “la separación público-privada ya no existe. Desde el momento en que uno consulta internet, está siendo espiado”.

 

En otras palabras, al agregar el anterior hipervínculo, he dejado una huella digital que irá a parar a un inimaginable y monstruoso almacén de datos, habré pisado el campo de guerra y tú, lector, también. Como recuerda y advierte González Rodríguez en su breve pero meditado libro: “La revelación en 2013 de cómo el gobierno estadounidense espía a todo el mundo a través de las comunicaciones, ciudadanos, criminales vigentes o virtuales, gobiernos, ‘amigos’ y aliados, demuestra la gravedad de los ataques contra las libertades y derechos de las personas […] Los productos tecnológicos que se emplean para el control y vigilancia ultracontemporáneos están en el mercado abierto, lo que contribuye a crear una ilusión de tecnología neutra, y la individualidad de los datos se incorpora al instante en procesamientos detallados que multiplican su comprensión supraindividual”.

 

Otra forma de decir que, en plena Era de la Información, pasados los entusiasmos iniciales y aniquiladas todas las modalidades de la inocencia, el aire que respiramos es también el aire que nos delata.

 

 

El multi-frente de la guerra global

 

El primer delineamiento del campo de guerra que nos presenta González Rodríguez cubre el territorio mexicano, para luego derramar su lógica geo-estratégica hacia las fronteras norte y sur del país, jurisdicción y campo de operaciones bélicas del Comando de América del Norte del ejército estadounidense y que se expande hasta alcanzar los “focos de riesgo” de Corea del Norte, Siria, Ucrania y Venezuela, principalmente. En realidad, se puede y debe pensar que el manto de señales digitales desplegado por la principal potencia económico-militar del planeta es capaz de cubrir cada rincón del globo terráqueo. Esa es su función primordial, a la que le siguen una serie de meta-funciones extra-legales o “a-legales” como son las escuchas no autorizadas, desde luego, así como la ultra-vigilancia y las ejecuciones selectivas de quien, en la actual relación dialéctica amigo/enemigo (para efectos de congruencia informática, llamémosle Carl Schmitt versión 2.0), es identificado como un objetivo-target del cual darán cuenta la constelación de drones que todos los segundos de todos los minutos de todas las horas de todos los días sobrevuelan los cielos y descienden delicada e imperceptiblemente hasta dar con el blanco previamente establecido.

 

Los ejemplos sobran, a la vez que señalan la propia expansión del Campo de guerra.

 

La lectura del libro de González Rodríguez corre paralela a las acciones “a-legales” que el propio gobierno estadounidense ha llevado a cabo en contra de sus propios ciudadanos. La evidencia que muestra el periodista Jeremy Scahill, galardonado con el premio Pulitzer, en su libro y documental Dirty Wars, es para ponerle los pelos de punta a cualquiera. Y lo digo porque la investigación de Scahill demuestra que cualquiera puede ser “listado” entre los enemigos  de Estados Unidos y eliminado en cualquier parte del planeta, desde una ciudad del llamado primer mundo hasta la aldea más perdida en las imposibles cordilleras de Afganistán o las planicies más polvorientas y desahuciadas de Yemen.

 

Y aquí, en el campo de guerra, cualquiera significa, literal y superlativamente, cualquiera.

 

La caja de Pandora (úsese si se prefiere la expresión “inodoro washingtoniano”) que abrió Scahill contenía tal cantidad de mierda que, luego de que el diario The New York Times y la American Civil Liberties Union interpusieran una demanda bajo recurso al Acta de Libertad de Información, el pasado 23 de junio la administración Obama tuvo que acatar la decisión de una Corte Federal de Apelaciones y hacer público un memorando de 2010 en el que se autorizaba al ejército y a la CIA el asesinato de un nacional estadounidense en Yemen, Anwar al-Awlaki, presunto terrorista junto con Samir Khan, considerado por las autoridades encargadas como un víctima co-lateral de la operación. Primero se revelaron partes del ominoso memorando y, más tarde, tras presiones y debates que incluyeron a observadores de la política, congresistas y profesores de Leyes en todo el país, el gobierno de Obama se vio forzado a difundir el documento en su totalidad, para consumo de quienes, como señaló Juan Villoro al escribir acerca de Campo de guerra, son capaces de ir en busca de la elocuencia buceando a profundidad entre “informes de aridez mineral”, reportes militares y de inteligencia, tal como lo hace el propio González Rodríguez, habilísimo espeleólogo en las cavernas de la ignominia oficiosa.

 

La lógica del campo de guerra no conoce, por así decirlo, lógica alguna; o mejor dicho, su única lógica está orientada al aniquilamiento indiscriminado en un espacio siempre flexible y tremendamente dúctil. La precisión de González Rodríguez acerca del tema no carece, en lo absoluto ni en lo relativo, de significativa relevancia: “Un campo de guerra en particular expresa el tránsito del conflicto internacional a la interiorización de éste en las fronteras, litorales o tierra adentro de un país. Y refleja un rechazo a las normas y las instituciones que las sostienen. Un campo de guerra ultracontemporáneo es continuo, plano, simultáneo, ubicuo, sistémico y productivo, e incide en mar, aire, tierra, espacio y ciberespacio”.

 

Ciertamente, hay una suerte de contradicción en la lógica estratégica que impulsa Estados Unidos, cuyas derivas corresponden a lo que deberíamos llamar, de forma tal que se pongan de relieve lo mismo sus fortalezas que sus puntos débiles, la post-potencia hegemónica. A lo largo de Campo de guerra, Gónzalez Rodríguez deletrea con minuciosidad y evidencia, la imposición de la lógica y prioridades geo-estratégicas imperantes en los círculos políticos, económicos y de inteligencia estadounidenses a un país como México. Se trata de una lógica de “desestabilización” que, quizás por su “a-legalidad”, termina por producir nuevos problemas en lugar de resolver los existentes: “México se ha convertido en un campo de batalla bajo el nuevo orden global y la geopolítica de Estados Unidos, la mayor potencia mundial. Un campo sujeto a las contradicciones más agudas”. En este punto es imposible no fijar la vista en ejemplos que van desde la mega-operación de escuchas clandestinas a 122 jefes de Estado, la cooperación –en realidad la imposición de los esquemas  preponderantes que facilitan el control y la pérdida de capacidad soberana– con las agencias de seguridad de terceros países en materia de combate al terrorismo, hasta la reciente detención de un presunto agente doble alemán que, en el mejor estilo de las novelas de John le Carré, espiaba para el gobierno de Estados Unidos.

 

Y sin embargo, ni las contradicciones inherentes a la lógica bajo la cual la post-potencia actúa en el orden global ni el agravamiento de las crisis que terminan por provocar sus acciones a escala planetaria, son cosa nueva.

 

 

La batalla comienza adentro

 

Habría que remontarse a los acontecimientos que marcaron el fin del siglo XX, el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, y el inicio de una larga historia de gazapos, engaños, opacidades y abierta estupidez presentados como una informada y bien razonada estrategia global por parte de los sucesivos gobiernos estadounidenses.

 

Nada más alejado de ello. Como dijera, no exento de razón, el tristemente célebre pugilista Mike Tyson, “todo el mundo tiene un plaa hasta que te revientan el hocico con un buen puñetazo”. El propio presidente Obama, quien llegó a la Casa Blanca bajo múltiples promesas de cambio, ha sido lo mismo presa involuntaria de la geo-estrategia político-militar impuesta por las agencias de inteligencia en el inestable y espinoso campo de guerra global, como un despiadado y comprometido guerrero en contra de los derechos primordiales de las casi 320 millones de personas a quienes gobierna, hoy por hoy ciudadanos tan despojados de su privacidad y, en primera y última instancia, de su derecho a ser reconocidos como personas en lugar de cuerpos intervenidos, casi como cualquier habitantes de Egipto, Estonia o Afganistán, cada uno de ellos y por motivos únicos no necesariamente coherentes entre sí, puntos clave de la vigilancia post-panóptica de Estados Unidos.

 

En más de un pasaje de Campo de guerra, González Rodríguez se refiere a ese momento de transición, al lapso de espesa tenebrosidad que hay entre el final del siglo XX y el 11 de septiembre de 2001. Y no sin razón. Tomemos el caso de la mayor operación de vigilancia del gobierno de Estados Unidos cerniéndose a través de redes y puntos de interconexión ya no sobre el planeta, sino sobre quienes viven dentro de sus fronteras. Se trata de una historia a la vez fascinante y horrorífica, propia de truhanes que dignifican al mismísimo Mike Tyson antes que realzar el pobre papel de estadistas de muy mediano pelo, moral e intelectual.

 

Es así cómo, casi al día siguiente de la tragedia del 9/11, la camarilla del entonces vice-presidente Dick Cheney se dio a la fatigosa tarea de armar un plan, no una estrategia, de respuesta a la agresión perpetrada por un grupo de fanáticos en contra de Estados Unidos. Contra las muy difundidas versiones acerca de levantar cada piedra y cada roca en Afganistán en busca de Osama bin Laden, e incluso de perpetrar una guerra de represalia en contra de Sadam Hussein como reacción inmediata a los ataques perpetrados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, lo primero que se les vino a la mente a los genios congregados alrededor del vice-presidente fue lanzar la más apabullante y gigantesca operación de vigilancia de la historia de Estados Unidos. El asunto no era novedoso. La creación de las distintas agencias de inteligencia estadounidenses tiene su fundamento en la vigilancia y el contraespionaje. Sin embargo, como consecuencia del 11 de septiembre de 2001, esta vez los ocupantes de la oficina del vice-presidente decidieron que el target a ser vigilado las veinticuatro horas del día incluiría las comunicaciones de los ciudadanos estadounidenses, en otras palabras, el campo de batalla experimentaba una mutación, implosionaba, se volvía sobre sí mismo: el vice-presidente y sus acólitos recomendaron al presidente George W. Bush conocer, almacenar y analizar la identidad y contenidos de docenas de millones de llamadas telefónicas, correos electrónicos, mensajes de texto, todo cuanto dejara una huella digital en cualquier parte, a cualquier hora. Tan pronto como el 4 de octubre de 2001 el presidente Bush autorizó mediante un memorando a la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) la expansión de la vigilancia a individuos actuando en el exterior y gobiernos extranjeros, de manera tal que la principal agencia de inteligencia estadounidense recabase “contenidos y metadatos asociados a comunicaciones vía telefónica e internet” y, bajo la instrucción  directa del presidente Bush, llevar a cabo operaciones de intercepción de comunicaciones personales de nacionales estadounidenses sin la debida orden de un juez, una medida sin precedentes incluso al interior de la NSA. La operación seguía una orden ejecutiva del presidente y debería ser re-autorizada cada cuarenta y cinco días mediante la firma del fiscal general o su sustituto. Entre los pocos miembros del gobierno estadounidense que tenían conocimiento de la operación semi-clandestina, ésta recibió el nombre de The Program. Más tarde, en 2008, una vez convertida en ley, se convertiría en el Terrorist Surveillance Program o TSP, vigente a la fecha.

 

El Programa comenzó por poner en evidencia el mismo “Estado sin Derecho” al que se refiere González Rodríguez para el caso de México: “una suerte de entelequia carente de sustancia”, una “anomalía” que “se vuelve productiva: prolonga entramados fácticos, el umbral donde se une lo legal y lo ilegal bajo la sombra del Estado normativo”. Fue así que a partir del 4 de octubre de 2001, el máximo responsable dela NSA, el general Michael Hayden, recibió la autorización para intervenir y hace acopio de las llamadas, el correo electrónico y el registro de visitas a cualesquiera sitios en internet de sus compatriotas sin la previa autorización, caso por caso, de un juez federal, contraviniendo la Constitución misma y por ende, convirtiendo de facto en crimen una práctica para-legal, toda vez que ni siquiera con la firma, cada mes y medio, del mandato presidencial bajo el cual se amparaba el Programa, por el fiscal general, John Ashcroft ni su adjunto, podía sostenerse su absoluta legalidad. Al contrario, no pasó mucho tiempo antes de que los funcionarios de la NSA encargados del programa Thinthread, un modelo matemático y estadístico que se utilizaba para intervenir cuentas de correos y llamadas de objetivos basados en el exterior cuyo diseño mismo protegía, mediante candados de encriptación, la privacidad de ciudadanos estadunidenses en cualquier parte del planeta, expresaran sus reservas en el momento en que dicho programa se utilizó como base para poner en marcha el Programa. De nada sirvieron los treinta y cinco y más años de servicio de estos leales empleados de la NSA. Por su propia naturaleza a-legal, la operación de facto del Programa, así proviniese de una orden ejecutiva del presidente Bush, convertía a quienes participan en ella en criminales por asociación. En cuestión de meses, los creadores de Thinthread se desvanecieron en el aire, pasando a retiro. En su lugar, la NSA encomendó la tarea a 60.000 contratistas privados, el doble de empleados que trabajan en la Agencia y de donde saldría el joven analista acusado de traición y uso ilegal de material clasificado como altamente confidencial, nada menos que el mismísimo Edward Snowden, para unos la bestia negra del gobierno estadounidense y, para otros, una especie de conciencia civil dispuesta a desenmascarar, precisamente, las anomalías productivas de los entramados fácticos de la más poderosa agencia de inteligencia del mundo.

 

En cualquier caso, el Programa, como puede verse en United States of Secrets, un excelente documental de la cadena PBS que detalla las nocivas implicaciones que aquel tuvo sobre individuos e instituciones, desató una suerte de meta-Estado de excepción en el cual, de manera paralela, se suspendieron las garantías individuales y la NSA y el Departamento de Justicia actuaron como poderes fácticos, sin restricciones ni acotamientos de ninguna índole. La historia de la mayor operación de vigilancia y espionaje del gobierno estadounidense sobre sus propios ciudadanos alcanzó puntos de máximo dramatismo y dimensiones orwellianas cuando, fulminado por una pancreatitis en marzo de 2004, el fiscal general John Ashcroft recibe en su habitación de hospital la visita, en plena madrugada, de una comitiva de la Casa Blanca encabezada por Al Gonzales, abogado de la Casa Blanca y posteriormente nombrado sucesor de Ashcroft. El todavía fiscal, convaleciente, se endereza y elabora, para sorpresa de sus visitantes, sus argumentos jurídicos y morales en contra del Programa. Los visitantes insisten: están a punto de cumplirse los cuarenta y cinco días efectivos, el fiscal general debe volver a firmar la autorización que permite a la NSA continuar operando el Programa. Como puede, Ashcroft, un tipo de firmes convicciones, los manda a la mierda, se niega a firmar. La comitiva deja en tropel el hospital, mientras el abogado de la Casa Blanca se ofrece a firmar. Se trata del mismo personaje, perteneciente al primer círculo del presidente George W. Bush, que sin ningún remordimiento justificó el uso de la violencia en los interrogamientos practicados a los inquilinos de Guantánamo, contraviniendo la Convención de Ginebra y la Constitución del gobierno al que servía.

 

Varios funcionarios del Departamento de Justicia que desconocen el origen del Programa, es decir, la autorización del presidente Bush otorgada al jefe de la NSA, Michael Hayden, pero que tienen conocimiento de las prácticas intrusivas y la violación a la privacidad de sus conciudadanos, comenzaron a dudar seriamente acerca de su legalidad. Uno entre ellos, un notable abogado, Thomas Tamm, proveniente de una familia de varias generaciones de agentes del FBI y de funcionarios del Departamento de Justicia, hace preguntas, recibe evasivas como respuesta hasta que su conciencia, literalmente, lo lleva a filtrar la nota al diario The New York Times, a sabiendas que se le vendrá, como ocurrió, una tormenta de mierda encima, semejante a la que vivieron los veteranos analistas de la NSA, quienes recibieron la visita del FBI en sus casas y fueron inculpados de delitos en contra de su país bajo una lógica que habría sonrojado al mismísimo Edgar J. Hoover. Al vice-presidente Cheney le importaba un cacahuate el patriotismo y la lealtad institucional demostrada por este grupo de veteranos. Su obsesión era encontrar al responsable de haber filtrado la historia con los pormenores delPrograma” a la prensa. Empero, más patética sería la actuación del entonces director de The New York Times, Bill Keller, y el resto del comité editorial, quienes se negaron a apoyar al reportero que había sido contactado en las sombras por el abogado Tamm. En el otoño de 2004, Keller y los miembros directivos de su periódico fueron convocados a una reunión en la Casa Blanca con tres propósitos básicos: recibir la amenaza directa del poder ejecutivo, ser disuadidos de publicar la historia del Programa bajo el argumento de que, al no revelar sus fuentes, Keller y los miembros del comité editorial serían igualmente responsables ante la ley y ser debidamente notificados de que, en caso de un próximo ataque terrorista, sus manos estarían manchadas de sangre. En otras palabras, uno de los principales pilares de la democracia estadounidense, el llamado cuarto poder, se sometía a la extorsión del poder que gobernaba a golpe de medidas fácticas e inconstitucionales al país. Posteriormente, The New York Times publicaría la historia y Edward Snowden, desde su escondite en Hong-Kong, preferiría ponerse a salvo de Keller y compañía y contactar al periódico británico The Guardian para identificarse como el delator de la operación masiva de vigilancia electrónica sobre docenas de millones de ciudadanos estadounidenses a través del Programa, convertido desde 2008 en la ley TSP y del plan Prism, otro programa que permitía a la NSA el acceso ilimitado a las bases de datos de las principales compañías informáticas y carriers digitales como Google, Apple, Microsoft, Facebook, AOL, Yahoo y Verizon, entre otros, a un coste de 20.000 millones al año, dinero proveniente del fisco y con lo cual, no hay que romperse la cabeza para entender que, al menos los estadounidenses, pagan puntualmente sus impuestos para ser puntualmente vigilados e intervenidos. Y nosotros, el resto colateral, también. Al igual que su antecesor, el presidente Obama ha mantenido una posición de cínica ambigüedad. No podría ser de otra forma: como candidato en 2008 prometió terminar con el gobierno del secretismo mientras que, para no aparecer ante quienes votarían por él en noviembre como una figura tibia en materia de seguridad nacional, votaba a favor de la ley Terrorist Surveillance Program.

 

Desde un inicio el candidato y presidente de las muchas promesas, Barack Obama, extendía el campo de guerra hacia el interior de las fronteras de Estados Unidos.

 

 

Viejos y nuevos nomos

 

Ahora bien, en un mundo post-nacional, ¿importan las fronteras? Sí y no, o depende de qué fronteras y las de quién. “La dislocalización territorial –escribe González Rodríguez en Campo de guerra– ha traido consigo otra cartografía movediza que poco tiene que ver con los mapas tradicionales”. Retomando –intuyo– a destacados autores e investigadores (Giorgio Agambem, Zygmunt Bauman, Loïc Wacquant, Roberto Esposito, Enzo Traverso) que cuestionan el orden prevaleciente y la complacencia con la que muchos intelectuales y académicos contemplan e incluso lucran con los usos y prácticas de la globalización, González Rodríguez focaliza a las ciudades como puntos neurálgicos o nodos donde la vida de cuerpos individuales y colectividades se incorpora al gran sistema tecnológico-militar cuya trama se teje desde el interior y hacia el exterior de las urbes. Adviene la vida nuda en tanto que, en el boceto de la nueva urbe global (el nuevo “centro de gravedad” en el sentido de Clausewitz) que nos muestra Gónzalez Rodríguez, “este modelo se funda en el autoritarismo y la pulsión punitiva, impone un régimen de control social que tiende a demarcar la desigualdad y establecer en la periferia urbana y los suburbios pobres el riesgo potencial de la contrainsurgencia. Bajo la idea de control y vigilancia integral del espacio urbano, los ciudadanos son la contraparte de lo militarizado y lo policial”.

 

Es así como concurren en el campo de guerra los conceptos y prácticas de la bio-política, del desamparo extremo con la noción de daño y víctima colaterales. Basta recordar a Bauman cuando advierte de que, durante el huracán que devastó la ciudad de Nueva Orleáns en 2005, “las víctimas más golpeadas por la catástrofe natural fueron quienes ya eran desechos de clase y residuos de la modernización mucho antes que el Katrina asolara la ciudad: ya eran víctimas del mantenimiento del orden y del progreso económico, dos empresas eminentemente humanas y claramente antinaturales […] He aquí una idea espeluznante: ¿no ayudó el Katrina, siquiera de forma inadvertida, a la mórbida industria de eliminación de seres humanos en su desesperado esfuerzo por lidiar con las consecuencias sociales que acarrea la producción globalizada de ‘población redundante’ en un planeta muy poblado (superpoblado, según la industria de eleiminación de desechos)? ¿No fue esa ayuda una de las razones por las que no se sintió con fuerza la necesidad de despachar tropas hacia la zona afectada hasta que se quebró el orden social y se avizoró la perspectiva de que se produjeran disturbios sociales? ¿Cuál de los ‘sistemas de alerta temprana’ señaló la necesidad de desplegar la Guardia Nacional? La idea es por cierto degradante y terrorífica; uno la desecharía con gusto por injustificada o descabellada si la secuencia de acontecimientos la hubiera vuelto menos creíble de lo que era…”.

 

Los puntos suspensivos, vale la pena subrayar, son del propio Bauman. Indican, a mi juicio, los espacios estratégicos, disponibles casi hasta la infinitud, en el actual proceso de dislocamiento global/poblacional en todos los órdenes de la vida y en donde se articulan y aparecen nuevos campos que, como apunta Agambem, presagian “nuevas y más delirantes definiciones normativas de la inscripción de la vida en la Ciudad. El campo, que ahora se ha instalado en su seno, es el nuevo nomos biopolítico del planeta”.

 

Es precisamente lo que Michel Foucault designó, al hablar de bio-política en La voluntad de saber, como “el dominio de los cálculos explícitos” y su conversión por los grandes órdenes decisorios en la fórmula “poder-saber” como “agente de transformación de la vida humana”.

 

Transformaciones o trasminaciones que están ocurriendo en este mismo instante en el campo de guerra y de las cuales escribe, con un estilo seco, en ocasiones brutal, Sergio González Rodríguez. Conjeturo que, a diferencia de la prosa de El hombre sin cabeza, que un habitante anónimo del campo de guerra mexicano calificó como “todo-terreno” y en la que cabían y se entrelazaban la investigación, la crónica periodística y la meditación personal, en este nuevo y premiado ensayo de González Rodríguez el escritor se asume, a la manera del autor ausente de Foucault, en el imprescindible vacío que resulta del encuentro y del cuerpo a cuerpo con los dispositivos de poder con los cuales ha sido puesto en un terrible y pavoroso juego. Lo cual en ningún momento le resta mérito a la escritura, o mejor dicho, a la decisión por el uso de una escritura, indispensable para hablar de los designios y la lógica con que operan nuestras apenas aparentes máquinas de exterminio. No creo exagerar si digo que ese tipo de prosa, dura, afilada y cero-sentimentalista de este “informe”, sea la única capaz de propiciar en el lector, tal como le ocurrió a Borges cuando en 1937 cayó en sus manos el libro Europe in Arms del historiador y estratega B. H. Liddell Hart, el empeño y la conveniencia de “buscar el favor de la sombra, ya en las apretadas noches sin luna, ya en las neblinas de la naturaleza o del arte”.

 

 

 

 

Bruno H. Piché (Montreal, 1970) es ensayista y narrador. Ha sido editor, periodista, diplomático y promotor cultural. Ha sido nombrado recientemente miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Su libro más reciente, El taller de no ficción (2012), se publicó en México bajo el sello de la editorial Magenta. En FronteraD ha publicado, entre otros, El amor y el peor poema del mundoEl cuaderno de Fabian Avenarius, Frontera y terror. La DEA, el FBI, los Zetas y los nuevos agentes migratorios de MéxicoMi vida con RodriguezTierras baldías: Este-Oeste, Norte-Sur y Huesos (piernas y muñones) en el desierto

 

 

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