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AcordeónNosotros no somos los últimos. Zoran Music, un pintor en Dachau

Nosotros no somos los últimos. Zoran Music, un pintor en Dachau

En el invierno de 1943, Alvise Contarini, musicólogo veneciano cuya obra han conocido en primicia los lectores de esta revista, fue confinado por los alemanes en un campo de prisioneros junto a otros compatriotas pertenecientes al cuerpo de ejército del general Nasci. A todos se les acusó de colaboración con los aliados tras la capitulación del mariscal Badoglio y la huída de Roma del rey Vittorio Emanuele III. Las noticias sobre aquel período de su vida son escasas y lo único que sabemos con seguridad es que logró escapar antes de la conclusión del conflicto y que cuando regresó a Venecia, justo después de que los americanos hicieran estallar la bomba atómica, prefirió renunciar a cualquier actividad pública, incluida la académica.

Consciente de que el principal reto después de la guerra sería reestructurar la visión occidental del mundo en relación con los terribles acontecimientos ocurridos y que en ese proceso tenían todas las de ganar los enemigos de la tradición, la misma tradición que Hitler y Stalin pretendían destruir con el pretexto de instaurar un nuevo mundo para un nuevo hombre, optó por replegarse en su interior y contentarse con las ventajas que le ofrecía su desahogada posición. La civilización avanzaba hacia un agujero negro y él no estaba dispuesto a seguirle los pasos. Quienes presumían crédulamente de haber derrotado al totalitarismo parecían no ver que lo peor de él perduraba en el régimen soviético, un imperio que era a su vez un campo de concentración, y en el estilo confitado de una ciencia supuestamente neutral que engendraba armas atroces como las que empleó Estados Unidos en Japón.

Ettore Majorana, el físico italiano desaparecido en el año 1937 (Leonardo Sciascia escribió un informe memorable sobre este misterioso suceso), sabía bien lo que se estaba cociendo bajo el nombre de ciencia cuando decidió desligarse de ella y ahora él, que había sufrido en sus carnes el horror a que puede dar lugar la voluntad de poder cuando la técnica le facilita los medios, estaba decidido a imitarlo aunque fuera parcialmente, pues el no tener ninguna relevancia social le permitía desvanecerse sin necesidad de escenificar melodramáticamente su descontento hacia el mundo.

En la carta manuscrita que se encontró sobre su escritorio el día de su muerte –el lector puede leerla en esta misma revista consultando el último capítulo de Los archivos de Alvise Contarini– comentaba de pasada a su desconocido corresponsal que, de poder hacerlo (estaba ya gravemente enfermo), habría visitado con gusto a su amigo el pintor Zoran Music. “Si él no estuviera ciego y yo tuviera fuerzas para acercarme a su taller me ofrecería como modelo para todos esos horrores que nunca ha podido sacarse de la cabeza desde que lo internaron en Dachau”. Music, efectivamente, permaneció en aquel campo de concentración durante cerca de siete meses. Había sido detenido por las SS en Venecia acusado de colaboración con la resistencia y de espionaje. Los interrogatorios demostraron que no tenía nada que ver con ninguna de las dos cosas, pero sus captores, fascinados por su aspecto –era alto, rubio y guapo, un ejemplar de superhombre ario– le propusieron que se enrolase con ellos y, cuando se negó, lo enviaron sin más a Dachau.

Liberado el campo por los americanos en 1945, el pintor regresó a Eslovenia, su tierra natal, pero allí, al advertir que el comunismo era una medicina tan mala para la salud como el nacionalsocialismo (de hecho fue también falsamente acusado de traición por las autoridades), decidió marcharse a Venecia, a donde llegó escondido en un camión de mensajería. Probablemente esperaba encontrar a Ida Barbarigo, la pintora a la que había conocido poco antes de su detención y con la que terminaría casándose. “Deslumbrado por la luz veneciana, por el cielo fundido y el enorme horizonte alrededor de la laguna, no podía creer que estuviera libre y que pudiera trabajar libremente sin tener que cortar mis dibujos y ocultarlos bajo la camisa”. Y es que Zoran Music, durante su reclusión en Dachau, realizó en secreto centenares de dibujos a fin de recordar fielmente los horrores que estaba contemplando y que, tal y como escribió su amigo, nunca en el curso de su larga vida, incluso cuando perdió la vista, alcanzaría a sacarse de la cabeza.

Contarini se refiere a dichos dibujos con el título que les asignó Music décadas más tarde: Nosotros no somos los últimos. La razón por la que el pintor denominó así a las obras realizadas en 1945 era la constatación de que los horrores de la guerra mundial seguían repitiéndose en los nuevos conflictos: Corea, Argelia, Vietnam. La exposición conjunta bajo aquel título de los dibujos de Dachau con trabajos posteriores en los que recreó sus recuerdos ha dado lugar a cierta confusión entre los aficionados, confusión difícil de explicar puesto que los materiales utilizados en el campo –papel de embalar y lápiz o carboncillo– no tienen nada que ver con los empleados veinticinco años después. Contarini, por supuesto, no podía caer en ella. Conocía a Music y a Ida Barbarigo desde que se casaron (la fotografía de la pareja de 1950 en la Plaza de San Marcos la hizo él) y sabemos que conversó a menudo con el artista sobre sus respectivas experiencias como prisioneros.

Que el musicólogo lo escogiese como interlocutor y no hablara sobre aquel asunto con nadie más concuerda bien con el carácter reservado de una persona que en el conjunto de sus escritos sólo invocó dos veces su paso por el campo de concentración: una al recordar a los soldados italianos –“nos afeitaban cada semana la cabeza y nos dejaban una cinta de cinco centímetros de pelo en lo alto del cráneo”–, y otra al constatar que “el frío, el hambre y la enfermedad iban haciendo retroceder los cuerpos y los rostros hacia ese espeluznante anonimato del que se ha ocupado Zoran Music en sus pinturas…”.

Las cámaras de gas, los hornos crematorios, las montañas de cadáveres apilados, los muertos caídos en cualquier lugar aguardando durante días la llegada de las carretas que los transportaran a las fosas comunes, los amasijos de prisioneros de ojos espectrales tras las alambradas, las cestas rebosantes de dientes de oro judíos, las esquirlas de huesos aflorando de pronto bajo los muros de las edificaciones del recinto (huesos de cuerpos echados vivos al cemento fresco que sirvió para cimentarlos), en fin, toda esa infernal inmundicia que, de acuerdo con las cínicas palabras de sus dueños, convirtió Dachau en anus mundi, no era para Contarini y Music una anécdota del pasado a la que invocaban en los ratos muertos como dos viejos seniles nostálgicos de la juventud perdida. Que los nazis se hubieran arrogado el derecho a exterminar cualquier vida que juzgaran indigna de ser vivida y los soviéticos la prerrogativa de suprimir a quien se interpusiese en sus quiméricos proyectos para la humanidad no era una casualidad que pudiera lanzarse al horno del olvido.

Algo muy grave había acontecido en Europa para que los principios de la civilización, y no solamente de la sociedad burguesa, saltaran por los aires como lo habían hecho. La cuestión es que nadie podía garantizar que el problema hubiera sido ya resuelto con la derrota del nazismo y el fracaso posterior del comunismo. ¿Acaso sus fantasías de omnipotencia no pervivían bajo los edulcorados ideales de la tecno-ciencia? “El progreso es incuestionable –me dijo Contarini en la entrevista que mantuvimos poco antes de su muerte en su apartamento del Gran Canal–, lo que está por ver es que tenga sentido”. Y no se trataba del temor retórico a un futuro que, como consecuencia de una evolución inesperada de las cosas (algo del estilo de las fantasías cinematográficas sobre la inteligencia artificial o las catástrofes ecológicas) se nos escapara de las manos, sino a cosas más concretas, algunas ya reales, como el plan de construir sistemas biológicos o partes de ellos para modificar el genoma humano con vistas a mejorarlo.

Este proyecto, sobre el que se trabaja en la propia laguna de Venecia, le parecía la prueba manifiesta de que el totalitarismo no había muerto y que enfrentarse a él en el futuro iba a ser muy difícil porque los mecanismos de control político habían perdido eficacia a medida que la tecnología imponía su lógica globalizadora. ¿No es totalitario el plan de sustituir el azar genético por la voluntad del hombre a fin de transformar nuestra especie en otra especie superior, al estilo del Homo Excelsior del transhumanismo?, ¿y cómo puede llevarse esto a cabo sino haciendo lo que enseñaron a hacer los nazis en los campos: usar el cuerpo humano como simple materia prima, una masa informe y manipulable semejante a la piedra o a la madera de los árboles? La cirugía estética, la integración en el organismo de aparatos ortopédicos, la construcción de exoesqueletos, el trasplante de órganos, la identificación de inteligencia artificial y conciencia humana, incluso la proliferación de inmundicias en los museos o la pornografía, eran a su juicio pasos que nos estaban acostumbrando a ver nuestro cuerpo como lo habían visto los guardias de Auschwitz y el doctor Mengele, padre de la eugenesia contemporánea.

La postura de Music no era muy distinta de la de su amigo, aunque a diferencia de él aún confiaba en el arte como vía de acceso a la verdad del mundo. “Sin Dachau yo habría sido un mero ilustrador. Después de Dachau, tuve que ir al corazón de las cosas”. Es esta convicción la que le permitió encajar la experiencia del campo, asumir un horror que no consistió sólo en la convivencia con los cadáveres, vivos o muertos. “¿Sabéis como se dice “nunca” en la jerga del campo? –pregunta Primo Levi en Si esto es un hombre. Morgen früh– Mañana por la mañana”. La desesperanza abismal, más que las lecciones de anatomía recibidas en Zagreb en su época de estudiante de Bellas Artes, fue la responsable de la precisión extraordinaria con que Music dio cuenta de todo lo que vio.

De los centenares de dibujos realizados, algunos meros apuntes hechos en un instante, probablemente a la luz de la luna; otros más cuidados (el pintor aprovechaba su estancia en la enfermería, donde jamás entraban los alemanes por miedo al contagio), apenas se conservan varias decenas. Su contemplación produce escalofríos: ahorcados con los pantalones caídos que recuerdan a los animales despellejados que cuelgan de los ganchos de los mataderos –ein Stück, una pieza, era la manera que tenían los guardias de referirse a los prisioneros–; dos cadáveres que comparten dificultosamente un féretro de madera, uno tatuado en el pecho con la imagen de una muchacha con los senos al aire; muertos tendidos sobre una tierra indefinida, solos o en grupo, con el cuerpo demacrado por el hambre, las costillas muy marcadas, los dedos agarrotados, las fosas nasales, la boca y los ojos rabiosamente abiertos, el sexo oscuro y prominente; masas de cautivos envueltos en mantas tras una alambrada que recuerda la telaraña donde han quedado inmovilizados cientos de insectos; en fin, una galería de hombres ultrajados, despojados de la dignidad o la vida, a los que Music sabe que puede unirse en cualquier instante. ¿Qué aspiró a hacer el pintor esloveno con estos dibujos?, se pregunta Jean Clair en La barbarie ordinaria. Cumplir con el último de los deberes de misericordia, sepultar a los muertos, responde. Alvise Contarini recuerda, sin embargo, que el pintor le confesó en cierta ocasión que su propósito había sido “pintar a Lázaro levantándose del féretro de madera”. No darles sepultura, sino devolverles la vida. ¡Levántate y anda!

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