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ArpaViviendo mi vida. Memorias de la mujer más odiada de Estados Unidos

Viviendo mi vida. Memorias de la mujer más odiada de Estados Unidos

 

Helen Minkin estaba fuera trabajando. Anna estaba por entonces en paro. Preparó un té y nos sentamos a hablar. Berkman se interesó por mis planes de trabajo, por mi actividad en el movimiento. ¿Me gustaría visitar la oficina de Die Freiheit? ¿Podría serme de alguna ayuda? Podía acercarme ella misma, dijo: acababa de dejar su trabajo después de discutir con el encargado. “Un negrero”, comentó. “Nunca se atrevió a meterme prisa, pero mi deber es apoyar a los otros en el taller”. Las cosas no andaban bien en el negocio de cigarrero, nos informó, pero como anarquista, uno no podía pararse a considerar su propio trabajo. Lo personal no era importante. Solo la Causa era importante. Luchar contra la injusticia y la explotación era lo importante.

 

¡Qué fuerte era!, pensé; ¡qué fantástico en su fervor revolucionario! Exactamente como nuestros camaradas mártires de Chicago.

 

Yo tenía que ir a la calle Cuarenta y dos para sacar mi máquina de coser de la consigna de la estación. Berkman se ofreció a acompañarme. Me sugirió que, en el camino de regreso, podíamos ir al puente de Brooklyn en el ferrocarril urbano y después caminar hasta William Street, donde se encontraba la oficina de Die Freiheit.

 

Le pregunté si podía tener esperanzas de asentarme en Nueva York como modista. Deseaba librarme de la temida monotonía y esclavitud de los talleres. Quería tener tiempo libre para leer y también esperaba cumplir mi sueño de constituir una cooperativa. “Algo como lo que emprende Vera en ¿Qué hacer?”, expliqué. “¿Has leído a Chernichevski?”, me preguntó Berkman, sorprendido. “Seguro que en Rochester no”. “Claro que no”, contesté con una carcajada. “Con la excepción de mi hermana, Helena no he conocido allí a nadie que lea estos libros. No, en aquella ciudad no. En San Petersburgo”. Me miró lleno de dudas. “Chernichevski era un nihilista” –señaló–, “y sus obras están prohibidas en Rusia. ¿Estabas en contacto con los nihilistas? Son los únicos que podrían haberte proporcionado el libro”. Me indigné. ¿Cómo se atrevía a dudar de mi palabra? Le repetí enfadada que había leído el libro prohibido y otras obras similares, como Padres e hijos de Turguéniev y Obriv (El precipicio) de Goncharov. A mi hermana se los habían pasado los estudiantes y ella me había dejado leerlos. “Siento haberte herido” –dijo Berkman en un tono suave–. “Lo cierto es que no dudo de tu palabra. Solo estaba sorprendido de encontrar a una chica tan joven que hubiera leído esos libros”.

 

Cuánto me había alejado de los días de mi adolescencia, reflexionaba yo. Recordaba aquella mañana en Königsberg, cuando me topé con un enorme pasquín que anunciaba la muerte del zar, “asesinado por nihilistas criminales”. El recuerdo del pasquín me trajo a la memoria un incidente de mi primera infancia que, durante un tiempo, tiñó nuestra casa de duelo. Mi madre había recibido una carta de su hermano Martin con la espantosa noticia del arresto de su hermano Yegor. Se había mezclado con nihilistas, decía la carta, lo habían arrojado a la fortaleza Petro-Pavlovski y pronto lo enviarían a Siberia. Las noticias nos llenaron de terror. Nuestra madre decidió ir a San Petersburgo.

 

Durante semanas nos mantuvimos en un suspense angustioso. Finalmente regresó con el rostro radiante de felicidad. Tras muchas dificultades y con la ayuda de una gran suma de dinero había conseguido una audiencia con Trepov, el gobernador general de San Petersburgo. Se había enterado de que su hijo era compañero de clase de Yegor y esgrimió eso como la prueba de que su hermano no podía haberse mezclado con esos terribles nihilistas. Alguien tan próximo al propio hijo del gobernador no podría tener nada que ver con los enemigos de Rusia. Le recordó la extrema juventud de Yegor, se arrodilló ante él, suplicó y lloró. Finalmente Trepov le prometió que sacaría al chico de la étape. Por supuesto, lo pondría bajo una vigilancia estricta: Yegor tendría que prometer solemnemente no volver a acercarse a esa panda de asesinos.

 

Nuestra madre siempre contaba las historias de los libros que había leído de una forma muy gráfica. Los niños estábamos pendientes de sus labios. Esa vez también su historia era absorbente. Imaginaba a mi madre ante el rígido gobernador general, su hermosa cara, enmarcada por su abundante cabellera, bañada en lágrimas. A los nihilistas también podía verlos, criaturas negras y siniestras que habían enredado a mi tío en sus maquinaciones para matar al zar. El buen y generoso zar, había dicho nuestra madre, el primero que dio más libertad a los judíos, que había suprimido los pogromos y estaba planeando la liberación de los campesinos. ¿Y los nihilistas pretendían matarlo? “¡Asesinos a sangre fría!” –gritaba Madre–. “¡Deberían exterminarlos, a todos y cada uno de ellos!”.

 

La violencia de mi madre me aterrorizó. Su sugerencia de exterminación me heló la sangre. Me decía que los nihilistas debían de ser unas bestias, pero no podía soportar una crueldad así en mi madre. Después de aquello muchas veces me sorprendí pensando en los nihilistas, preguntándome quiénes eran y qué los hacía tan feroces. Cuando llegaron a Königsberg las noticias sobre el ahorcamiento de los nihilistas que habían matado al zar ya no sentía ningún resentimiento hacia ellos. Algo misterioso había despertado mi compasión hacia ellos. Lloré amargamente su suerte.

 

Años después volví a encontrarme el término “nihilista” en Padres e hijos. Y, cuando leí ¿Qué hacer?, comprendí mis simpatías instintivas por los hombres ejecutados. Sentí que no podían presenciar sin protestar el sufrimiento del pueblo y que habían sacrificado sus vidas por ello. Me convencí más aún de aquello cuando me enteré de la historia de Vera Zassulich, que había disparado a Trepov en 1879. Me la contó mi joven profesor de ruso. Mi madre había dicho que Trepov era amable y humano, pero mi profesor me dijo lo tiránico que había sido, un verdadero monstruo que solía ordenar a sus Cosacos que marcharan contra los estudiantes, que los azotaran con nagaikas, que reventaran sus reuniones y enviaba a los presos a Siberia. “Los oficiales como Trepov son bestias salvajes” –decía con pasión mi profesor–. “Roban a los campesinos y después los azotan. Torturan a los idealistas en la cárcel”.

 

Sabía que mi profesor decía la verdad. En Popelan todo el mundo solía hablar sobre los azotes a los campesinos. Un día me topé con un cuerpo humano semidesnudo que estaba siendo azotado con el knot. Me dio un ataque de histeria y durante días me obsesionó esa imagen horrible. Escuchando a mi profesor reviví la horrible visión: el cuerpo sanguinolento, los chillidos estridentes, las caras retorcidas de los gendarmes, los knot silbando en el aire y cayendo con un chasquido agudo sobre el cuerpo medio desnudo del hombre. Las dudas que hubiera podido tener sobre los nihilistas a partir de las impresiones de mi infancia desaparecieron. Se convirtieron en mis héroes y mártires, y, por tanto, en las estrellas que me guiaban.

 

Berkman me sacó de mi ensoñación preguntándome por qué me había quedado tan callada. Le conté mis recuerdos. Entonces él me relató algunas de sus influencias tempranas, recreándose especialmente en su amado tío Maxim, nihilista, y en la conmoción que había experimentado cuando supo que lo habían condenado a muerte. “Tenemos mucho en común, ¿verdad?” –señaló–. “Incluso venimos de la misma ciudad. ¿Sabes que Kaunas ha dado muchos hijos valientes al movimiento revolucionario? Y ahora quizás también una valiente hija”, añadió. Yo me sentí enrojecer. Mi alma se enorgullecía. “Espero no fallar cuando llegue el momento”, contesté.

 

El tren pasaba por calles estrechas y los tristes bloques de pisos estaban tan cerca que podía ver el interior de las habitaciones. Las escaleras de incendio estaban atestadas de almohadas y mantas sucias y de ellas colgaba la colada en la que el polvo ya marcaba rayas. Berkman me tocó el brazo y me anunció que la siguiente estación era Brooklyn Bridge. Salimos y caminamos hasta William Street.

 

En un viejo edificio, tras dos tramos de escaleras oscuros y resquebrajados, estaba la oficina de Die Freiheit. En la primera habitación había algunos hombres colocando tipos. En la siguiente encontramos a Johann Most de pie ante un pupitre alto, escribiendo. Con una mirada de reojo nos invitó a sentarnos. “Mis malditos torturadores me están chupando la sangre! –declaró apesadumbrado–. “¡Copia, copia, copia! ¡Es todo lo que saben! Tú pídeles que escriban una línea… no es lo suyo. Son demasiado estúpidos y vagos”. El arrebato de Most fue recibido con una explosión de risa franca en la redacción. Su voz gruñona, su mandíbula retorcida, que tanto me había repelido en mi primer encuentro, me recordó a las caricaturas de Most en los periódicos de Rochester. No era capaz de conciliar al hombre airado que tenía ante mí con el orador inspirado de la noche anterior cuya oratoria me había arrebatado tanto.

 

Berkman notó mi mirada confusa y asustada. Me susurró en ruso que no hiciera caso a Most, que siempre estaba de ese humor de perros cuando trabajaba. Me puse a inspeccionar los libros que cubrían las estanterías desde el suelo hasta el techo, fila por fila. Qué poco había leído, meditaba. Mis años escolares me habían rendido tan poco… ¿Podría alguna vez ponerme al día? ¿De dónde sacaría el tiempo para leer? ¿Y el dinero para comprar libros? Me pregunté si Most me prestaría alguno de los suyos, si yo me atrevería a sugerirle que me diera un programa de lecturas y estudios. Pronto otro estallido me hirió los oídos. “¡Aquí está mi libra de carne, Shylocks!” –tronó Most–. “Más que suficiente para llenar el periódico. ¡Berkman, llévaselo a esos diablos negros de allí!”.

 

Most se acercó a mí. Sus profundos ojos azules escrutaron inquisitivamente los míos. “Y bien, jovencita” –dijo–, “¿has encontrado algo que quieras leer? ¿O no lees alemán e inglés?”. La dureza de su voz se había transformado en una textura cálida y amable. “Inglés no”, dije más calmada y audaz gracias a su tono. “Alemán sí”. Me dijo que podía coger el libro que quisiera. Después me asaeteó a preguntas, de dónde venía y qué querría hacer. Le dije que acababa de llegar de Rochester. “Sí, conozco esa ciudad. Tiene buena cerveza, pero los alemanes de allí son una panda de Kaffern (cafres)”. “¿Por qué Nueva York exactamente?” –me preguntó–. “Es una ciudad dura. El trabajo está mal pagado y es difícil de encontrar. ¿Tienes bastante dinero para mantenerte?”. Me conmovió profundamente el interés que aquel hombre mostraba por mí, por una perfecta desconocida. Expliqué que Nueva York me había atraído porque era el centro del movimiento anarquista y porque había leído cosas suyas, líder espiritual. En realidad, había acudido a él, en busca de sugerencias y de ayuda. Estaba deseando hablar con él. “Pero ahora no, en otro momento” –le dije–. “En algún sitio lejos de tus diablos negros”.

 

Su cara se iluminó: “Tienes sentido del humor. Lo necesitarás si te unes a nuestro movimiento”. Me propuso volver el miércoles siguiente, para ayudarle con los envíos de Die Freiheit, escribir direcciones y plegar los periódicos. “Y después tendremos un rato para hablar”.

 

Me despedí de Most con varios libros bajo el brazo y un cálido apretón de manos. Berkman salió conmigo.

 

Fuimos a Sachs. Yo no había comido nada desde el té que nos había dado Anna. Mi acompañante estaba también hambriento, pero evidentemente no tanto como la noche anterior: no pidió ni un filete de más ni más tazas de café. ¿O estaría sin blanca? Le sugerí que yo aún era rica y le supliqué que pidiera más. Se negó con brusquedad, diciéndome que no podría aceptarlo de alguien sin trabajo que acababa de llegar a una ciudad desconocida. Me enfadó y me hizo gracia a la vez. Le expliqué que no pretendía herirle; creí que siempre se compartía con un camarada. Se arrepintió de su brusquedad, pero me aseguró que no tenía más hambre. Salimos del restaurante.

 

El calor de agosto era sofocante. Berkman propuso una excursión al Battery Park para refrescarnos. Yo no había visto el puerto desde mi llegada a América. Su belleza me atrapó de nuevo, como en aquel día memorable, pero la Estatua de la Libertad había dejado de ser un símbolo. Qué infantil e ingenua había sido entonces, cuánto había avanzado desde aquel día.

 

Retomamos nuestra charla del mediodía. Mi compañero expresó dudas sobre si podría encontrar trabajo como modista, puesto que no tenía contactos en la ciudad. Contesté que entonces probaría en una fábrica de corsés, guantes o trajes masculinos. Me prometió preguntar entre los camaradas judíos que trabajaban la aguja. Sin duda me ayudaría a encontrar un trabajo.

 

Era ya tarde cuando nos separamos. Berkman me había hablado muy poco de sí mismo, excepto que le habían expulsado del instituto por un ensayo antirreligioso que había redactado y que se había ido de casa para siempre. Había llegado a Estados Unidos con la convicción de que era un país libre y de que aquí todo el mundo tenía las mismas oportunidades. Ahora ya sabía más. Había conocido la explotación más cruel y, desde la ejecución de los anarquistas de Chicago, se había convencido de que América era tan despótica como Rusia.

 

“Lingg tenía razón cuando dijo: ‘Si nos atacáis con los cañones, responderemos con dinamita’. Algún día vengaré a nuestros muertos”, añadió muy serio. “Yo también, yo también” –grité–. “Su muerte me dio la vida. Mi vida pertenece ahora a su recuerdo y a su trabajo”. Él me apretó el brazo hasta hacerme daño. “Somos camaradas. Seamos amigos también, trabajemos juntos”. Su intensidad vibraba a través de mí mientras subía las escaleras hacia el piso de las hermanas Minkin.

 

Al viernes siguiente, Berkman me invitó a una reunión judía donde daría una conferencia Solotaroff en el número 54 de la calle Orchard, en el East Side. En New Haven, Solotaroff me había parecido un orador especialmente bueno, pero en aquel momento, después haber oído a Most, su charla me pareció plana y su voz mal modulada me desagradó. Su brío, sin embargo, compensaba bastante de esto. Yo me sentía tan agradecida por la cálida acogida que me había ofrecido a mi llegada a la ciudad que no me permití hacer ninguna crítica a su conferencia. Además, reflexioné, no todo el mundo podía ser un orador de la talla de Johann Most. Para mí él era un hombre único, el hombre más extraordinario del mundo.

 

Terminada la reunión, Berkman me presentó a varias personas, “todos camaradas buenos y activos”, como decía él. “Y este es mi colega Fedya” –me dijo, señalando a un joven que estaba a su lado–, “también es anarquista, por supuesto, pero no tan bueno como debería”.

 

El chaval debía de tener la misma edad que Berkman, pero no una constitución tan robusta, tampoco sus enérgicas maneras. Sus rasgos eran más bien delicados, con una boca sensible, y que sus ojos, algo hinchados, tenían una expresión soñadora. No pareció importarle lo más mínimo la broma de su amigo. Sonrió con buen humor y propuso que nos refugiáramos en Sachs, “para darle a Sasha la ocasión de contarte lo buen anarquista que es él”.

 

Berkman no espero a llegar al café para ello. “Un buen anarquista” –empezó con convicción– “es aquel que vive únicamente para la Causa y le entrega todo. Aquí mi amigo” –señaló a Fedya–, “es todavía demasiado burgués como para darse cuenta de ello. Es un mamenkin sin (niño mimado de mamá) que incluso acepta el dinero que le envían de su casa”. Continuó explicando por qué era incoherente que un revolucionario se relacionara con sus padres y parientes bourgeois. La única razón para tolerar la incoherencia de su amigo Fedya, añadió, era que entregaba la mayor parte de lo que recibía de su casa al movimiento. “Si lo dejara, se gastaría todo el dinero en cosas inútiles, cosas ‘hermosas’ como dice él, ¿verdad, Fedya?”. Se giró hacia su amigo y le palmeó afectuosamente la espalda.

 

Como de costumbre, el café estaba lleno y cargado de humo y charla. Durante un rato mis dos acompañantes estuvieron muy solicitados, mientras que yo saludaba a algunas personas que había conocido aquella semana. Finalmente conseguimos una mesa y pedimos café y tarta. Me di cuenta de que Fedya me miraba y estudiaba mi cara. Para ocultar mi vergüenza me dirigí a Berkman. “¿Por qué no habría que amar la belleza?” –le pregunté–. “Las flores, por ejemplo, la música, el teatro, las cosas hermosas”.

 

“Yo no digo que no se deba” –contestó Berkman–. “Dije que no está bien gastar dinero en esas cosas cuando el movimiento lo necesita tanto. Es incoherente para un anarquista disfrutar de lujos cuando la gente vive en la pobreza”.

 

“Pero las cosas hermosas no son lujos” –insistí–. “Son cosas necesarias. La vida sería insoportable sin ellas”. Y aun así, en el fondo de mi corazón, sentía que Berkman tenía razón. Los revolucionarios entregaban todo, incluso sus vidas, ¿por qué no también la belleza? Pero el joven artista pulsaba un acorde en mí que también resonaba. Yo también amaba la belleza. Solo había podido soportar nuestra vida miserable en Königsberg gracias a las esporádicas excursiones al aire libre que hacíamos con nuestros profesores. El bosque, la luna arrojando su fulgor plateado sobre los campos, las briznas verdes en nuestros cabellos, las flores que cogíamos me hacían olvidar por un momento la sordidez que me rodeaba en casa. Cuando mi madre me regañaba o cuando tenía problemas en la escuela, un ramo de lilas del jardín de nuestro vecino o la visión de las coloridas sedas y los terciopelos expuestos en las tiendas hacían que olvidara mis penas y que el mundo me pareciera hermoso y brillante. O la música que, en contadas ocasiones, pude escuchar en Königsberg y, más tarde, en San Petersburgo. ¿Tendría que renunciar a todo eso para ser una buena revolucionaria?, me preguntaba. ¿Tendría fuerzas para ello?

 

Antes de separarnos aquella noche, Fedya señaló que su amigo le había mencionado que me gustaría ver algo de la ciudad. Tenía libre el día siguiente y le encantaría mostrarme algunos lugares. “¿Tampoco tienes tú trabajo, que puedes permitirte el tiempo?”, le pregunté. “Como ya sabes por mi amigo, soy un artista”, me contestó, riendo. “¿Alguna vez has oído que un artista trabaje?”. Me azoré al tener que admitir que nunca antes había conocido a un artista. “Los artistas son gente inspirada” –dije–, “todo se les hace fácil”. “Por supuesto” –espetó Berkman–, “porque la gente trabaja para ellos”. Su tono me pareció demasiado severo y mi simpatía se desplazó al chico artista. Me volví hacia Fedya y le pedí que fuera a buscarme al día siguiente, pero, sola en mi habitación, era el fervor sin compromisos del “jovenzuelo arrogante”, como mentalmente yo llamaba a Berkman, el que me llenaba de admiración.

 

Al día siguiente Fedya me llevó a Central Park. Por toda la Quinta Avenida fue señalándome las mansiones y nombrando a sus dueños. Yo había leído sobre esos hombres ricos, sobre su riqueza y derroches mientras que las masas vivían en la pobreza. Expresé mi indignación ante el contraste entre esos espléndidos palacios y los pisos miserables del East Side. “Sí, es un delito que unos pocos tengan todo y la mayoría, nada” –dijo el artista–. “Pero mi principal objeción” –continuó–, “es que tengan tan mal gusto. Estos edificios son feos”. Me vino a la mente la actitud de Berkman ante la belleza. “No estás de acuerdo con tu colega en la necesidad y la importancia de la belleza en la vida de una persona, ¿verdad?”, le pregunté. “Por supuesto que no, pero mi amigo es un revolucionario por encima de todas las cosas. A mí me gustaría serlo, pero no lo soy”. Me gustó su franqueza y su sencillez. Fedya no me estremecía como lo hacía Berkman cuando hablaba de la ética revolucionaria: Fedya despertaba en mí el anhelo misterioso que solía sentir en mi niñez ante la vista del crepúsculo que doraba los prados de Popelan con su resplandor moribundo, el que me hacía sentir la suave música de la flauta de Petrushka.

 

La semana siguiente acudí a la oficina de Die Freiheit. Ya había allí varias personas, ocupadas en poner direcciones en los sobres y plegar los periódicos. Todo el mundo charlaba. Johann Most estaba junto a su escritorio. Se me asignó un lugar y me dieron trabajo. Me pasmaba la capacidad de Most de seguir escribiendo en medio de aquel barullo. Algunas veces a punto estuve de decir que le estábamos molestando, pero me contuve. Después de todo, ellos sabrían ya si a él le importunaba o no la cháchara.

 

A caer la noche, Most dejó de escribir y arengó a gruñidos a los charlatanes, llamándoles “viejas desdentadas”, “gansos cacareantes” y otros apelativos. Apenas lo había oído hablar antes en alemán. Pescó del perchero su enorme sombrero de fieltro, me pidió que lo acompañara y salió. Lo seguí y nos metimos en el tren. “Te voy a llevar a Terrace Garden” –me dijo–. “Podemos ir al teatro si quieres. Hoy representan Der Zigeurnerbaron. O podemos sentarnos en algún lado, pedir comida y bebida y charlar”. Le contesté que no me interesaba la opereta, que lo que realmente quería era hablar con él o, mejor dicho, que él me hablara. “Pero no tan bruscamente como en la oficina”, añadí.

 

Él escogió la comida y el vino. Sus nombres me eran desconocidos. La etiqueta de la botella rezaba: Liebfrauenmilch. “Leche del amor de mujer, qué hermoso nombre”, señalé. “Para un vino, sí” –respondió–, “pero no para el amor de mujer. Uno es siempre poético, el otro siempre será sórdido y prosaico. Deja mal sabor de boca”.

 

Tuve un sentimiento de culpa, como si hubiera entrado con mal pie o hubiera tocado un punto doloroso. Le dije que nunca había probado el vino, excepto el que madre hacía en Pascua. Most se reía a sacudidas y yo estaba a punto de llorar. El reparó en mi vergüenza y se contuvo. Sirvió dos copas y dijo: “Prosit, señorita ingenua” y se bebió el suyo de un trago. Antes de que yo pudiera beber la mitad del mío, casi se había terminado la botella y había pedido otra.

 

Se mostró entonces contento, ingenioso, chispeante. No quedaban en él trazos de la amargura, del odio y del desafío que su oratoria proyectaba desde el estrado. En lugar de todo aquello, a mi lado se sentaba un ser humano transformado, ya no la caricatura repulsiva que describía la prensa de Rochester ni la criatura gruñona de la oficina. Era un anfitrión gentil, un amigo simpático y atento. Me hizo hablar sobre mí misma y se quedó pensativo cuando conoció el motivo que me había hecho decidir romper con mi antigua vida. Me advirtió que reflexionara detenidamente antes de dar el salto. “El sendero del anarquismo es escarpado y doloroso” –dijo”. “Muchos han tratado de escalarlo y han resbalado. El precio es agotador. Pocos hombres están dispuestos a pagarlo y la mayoría de las mujeres no lo están. Louise Michel, Sophia Perovskaya son las grandes excepciones”. ¿Había leído algo sobre la Comuna de París y sobre aquella maravillosa revolucionaria rusa? Tuve que admitir mi ignorancia. Nunca había oído el nombre de Louise Michel, aunque sí conocía a la gran rusa. “Ya leerás sobre sus vidas, ellas te inspirarán”, dijo Most.

 

Le pregunté si el movimiento anarquista en América no contaba con ninguna mujer destacada. “Ninguna, solo estúpidas” –me contestó–. “La mayoría de las chicas viene a las reuniones a cazar un hombre y luego desparecen los dos, como pescadores idiotas atraídos por Lorelei”. En sus ojos había un destello canalla. Berkman no creía demasiado en el fervor revolucionario de la mujer, pero yo, que venía de Rusia, quizá fuera diferente y él me ayudaría. Si yo hablaba en serio, habría mucho trabajo para mí. “Necesitamos urgentemente gente joven y dispuesta en nuestras filas, gente apasionada, como tú pareces ser. Y yo necesito una amistad entusiasta”, añadió con emoción.

 

“¿Tú?” –le cuestioné–. “Tú tienes miles de amigos en Nueva York, en todo el mundo. La gente te ama, te idolatra”. “Sí, chiquilla, me idolatran mucho, pero nadie me ama. Se puede estar muy solo entre miles, ¿lo sabías?”. Se me encogió el corazón. Quise coger su mano, decirle que yo sería su amiga, pero no me atrevía a hablar. ¿Qué podría ofrecerle yo a aquel hombre, yo, una chica de fábrica sin educación, cuando a él, el famoso Johann Most, el líder de las masas, el hombre de lengua mágica y pluma poderosa?

 

Me prometió que me proporcionaría una lista de libros para leer, los poetas revolucionarios, Freiligrath, Herwegh, Schiller, Heine y Börne y nuestra propia literatura, por supuesto. Casi amanecía cuando salimos de Terrace Garden. Most llamó a un taxi y nos dirigimos al piso de las Minkin. En la puerta me acarició suavemente la mano. “¿De dónde has sacado ese pelo rubio y sedoso?” –señaló–. “¿Y esos ojos azules? ¿No decías que eras judía?”. “Del mercado de los cerdos” –contesté–. “O eso me dijo mi padre”. “Tienes una lengua rápida, mein Kind”. Esperó a que abriera la puerta y después me tomó la mano, me miró profundo a los ojos y dijo: “Ha sido mi primera velada feliz en mucho tiempo”. Con sus palabras me invadió una gran alegría. Subí lentamente las escaleras mientras el taxi se alejaba.

 

Al día siguiente, cuando llegó Berkman, le conté mi increíble velada con Most. Su cara se ensombreció. “Most no tiene derecho a malgastar dinero, a ir a restaurantes caros, a beber vinos caros” –dijo con gravedad–. “Se está gastando el dinero de las contribuciones del movimiento. Debería rendir cuentas de ello, yo mismo se lo diré”.

 

“¡No, no, no debes decirle nada! No podría soportar ser la causa de que se injurie a Most, él está dando tanto. ¿No tiene derecho a una pequeña alegría?”.

 

Berkman insistía en que yo era demasiado novata en el movimiento, que no sabía nada de la ética revolucionaria ni del significado de lo correcto y lo incorrecto para la revolución. Yo admití mi ignorancia, le aseguré que estaba dispuesta a aprender y que haría cualquier cosa, pero que no quería que se hiriera a Most. Él se marchó sin despedirse.

 

Me quedé muy inquieta. Most me fascinaba. Sus excepcionales dones, su avidez de vida, de amistad me conmovían profundamente. Y también Berkman me atraía profundamente. Su honradez, su confianza, su juventud, todo me empujaba hacia él con una fuerza irresistible. Pero tenía la sensación de que, de los dos, Most era más de este mundo.

 

Cuando Fedya vino a verme me dijo que ya le había contado Berkman la historia. No le sorprendía, me dijo: ya sabía lo inflexible que era nuestro amigo y lo rígido que podía llegar a ser, pero añadió que era aún más rígido consigo mismo. “Todo nace de su absorbente amor por el pueblo” –añadió Fedya–, “un amor que lo conducirá aún a mayores hazañas”.

 

Berkman no apareció en toda una semana. Cuando volvió fue para invitarme a una excursión a Prospect Park. Le gustaba más que Central Park, me dijo, porque era menos refinado, era más natural. Caminamos un buen rato, admirando su ruda belleza y finalmente escogimos un bello lugar para comernos lo que yo había traído.

 

Hablamos sobre mi vida en San Petersburgo y en Rochester. Le conté mi matrimonio con Jacob Kershner y su fracaso. Quiso saber qué libros había leído sobre el matrimonio y si había sido influida por ellos cuando decidí dejar a mi marido. Yo no había leído ninguna de esas obras, pero había conocido de sobra en mi propia casa los horrores de la vida matrimonial. El trato cruel de mi padre hacia mi madre, las constantes peleas y escenas amargas que terminaban con desmayos de mi madre. También había visto la degradante sordidez de la vida de mis tías y mis tíos casados, así como las vidas de mis conocidos de Rochester. Junto con mi propia experiencia marital, me habían convencido de que el que la gente se uniera para siempre estaba mal. El roce constante en la misma casa, la misma habitación, la misma cama, me repugnaba.

 

“Si alguna vez vuelvo a amar a un hombre, me entregaré a él sin que nos una un rabino ni la ley” –declaré–. “Y cuando ese amor muera, me marcharé sin pedir permiso”.

 

Mi acompañante me dijo que le alegraba saber que yo sentía aquello. Todos los verdaderos revolucionarios habían rechazado el matrimonio y vivían en libertad. Aquello servía para reforzar su amor y los ayudaba en su tarea común. Me contó la historia de Sophia Perovskaya y Zhelyabov. Habían sido amantes, habían trabajado en el mismo grupo y juntos habían elaborado el plan para la ejecución de Alejandro III. Después de la explosión de la bomba, Perovskaya desapareció. Permaneció escondida. Pudo escapar y sus camaradas le suplicaron que lo hiciera, pero ella se negó. Insistió en que debía asumir las consecuencias, que compartiría el destino de sus camaradas y moriría junto a Zhelyabov. “Por supuesto, no estuvo bien que le impulsaran a ello sentimientos personales” –comentó Berkman–. “Su amor por la causa debería haberla presionado a vivir para otras actividades”. De nuevo volvía a estar en desacuerdo con él. Yo pensaba que morir junto al ser amado en una acción común era hermoso y sublime, no podía ser un error. Me replicó que yo era demasiado romántica y sentimental para ser una revolucionaria, que la tarea que nos aguardaba era ardua y que teníamos que endurecernos.

 

Me preguntaba si aquel muchacho era realmente tan duro o si únicamente intentaba enmascarar la ternura que mi instinto notaba en él. Me atrajo mucho y deseaba estrecharle en mis brazos, pero era demasiado vergonzosa.

 

El día se resolvió en un crepúsculo glorioso. Mi corazón latía contento. Durante todo el camino de vuelta, canté canciones alemanas y rusas, una de ellas Veeyut, vitri, veeyut booniy. “Esa es mi canción favorita, Emma, dorogaya (cariño)” –me dijo–. “Puedo llamarte cariño, ¿verdad? Y tú me llamarás Sasha”. Nuestros labios se unieron en un abrazo espontáneo.

 

Había empezado a trabajar en la fábrica de corsés en la que estaba contratada Helen Minkin, pero pocas semanas después la presión se me hizo insoportable. Me costaba muchísimo cumplir con la jornada laboral y sufría unas jaquecas horribles. Una tarde me encontré a una muchacha que me habló de una fábrica de corpiños de seda donde daban trabajo para hacer en casa. Ella intentaría conseguirme algo, prometió. En el piso de los Minkin sería imposible coser a máquina, molestaría a todo el mundo. Además, el padre me ponía de los nervios. Era un hombre desagradable, que no trabajaba y vivía de sus hijas. Parecía prendado eróticamente de Anna, casi la devoraba con la mirada. Y lo más sorprendente era su fuerte rechazo a Helen, un rechazo que provocaba discusiones constantes. Finalmente decidí mudarme.

 

Encontré una habitación en Suffolk Street, bastante cerca del café de Sachs. Era pequeña y medio oscura, pero costaba tres dólares al mes. Allí empecé a trabajar en los corpiños de seda. De tanto en tanto también hacía algunos vestidos para conocidas y para sus amigas. El trabajo era agotador, pero me liberaba de la fábrica y su disciplina de galeras. Con los corpiños, una vez que adquirí velocidad, ganaba prácticamente lo mismo que en taller.

 

Most se había marchado a una gira de conferencias. De tanto en tanto me mandaba unas líneas, comentarios ingeniosos y cáusticos sobre la gente que iba conociendo, mordaces acusaciones de los reporteros que lo entrevistaban y que después escribían artículos vilipendiándolo. Ocasionalmente incluía algunas de las caricaturas que le hacían, con sus comentarios al margen: “¡Guárdense del asesino de esposas!” o “Este es el hombre que come bebés”.

 

Las caricaturas eran lo más cruel y brutal que yo había visto en mi vida. El asco que había sentido por los periódicos de Rochester durante los sucesos de Chicago se convirtió en un auténtico odio hacia toda la prensa americana. Un pensamiento salvaje me atenazó y se lo confesé a Sasha. “¿No crees que todas esas podridas redacciones deberían volar por los aires, con los editores, los periodistas y demás? Eso le daría una lección a la prensa”. Pero Sasha sacudió la cabeza y dijo que sería inútil. La prensa era solo una mercenaria del capitalismo. “Tenemos que golpear en la raíz”.

 

Cuando Most regresó de su gira, fuimos todos a oír su relato. Lo encontramos más sabio, más ingenioso y desafiante contra el sistema que anteriormente. Casi me hipnotizó. No pude evitar ir después de sus palabras a decirle lo espléndida que había sido su charla. “¿Vendrás conmigo a escuchar Carmen el lunes en el Metropolitan Opera House?”, me susurró. Añadió que los lunes solía estar muy ocupado porque tenía que proporcionar textos para copiar a sus diablos, pero que adelantaría trabajo el domingo si yo le prometía que iría. “¡Hasta el fin del mundo!”, respondí impulsivamente.

 

Se habían agotado las localidades y no había ninguna butaca. Tuvimos que escucharla de pie. Sabía que me esperaba una tortura. Desde niña había tenido molestias en el meñique de mi pie izquierdo; los zapatos nuevos me provocaban dolor durante semanas y ese día llevaba zapatos nuevos, pero me daba demasiada vergüenza que Most pensara que era una vanidosa. Resistí a su lado, encajonada entre una multitud. Mi pie ardía como si estuviera en una hoguera, pero el primer compás de la música y el canto glorioso me hicieron olvidar la agonía. Al final del primer acto, cuando se encendieron las luces, me aferré a Most como si me fuera en ello la vida, con mi cara retorcida por el dolor. “¿Qué ocurre?”, me preguntó. “Tengo que quitarme el zapato” –jadeé–, “o empezaré a gritar”. Apoyándome en él me agaché para desabrocharme los botones. Escuché el resto de la ópera sostenida por el brazo de Most y con el zapato en la mano. ¡No sabría decir si el éxtasis que sentía se debía a la música de Carmen o a mi liberación del zapato! 

 

Salimos del Metropolitan cogidos del brazo, yo cojeando. Fuimos a un café y Most bromeó sobre mi vanidad, pero se alegraba, me decía, de encontrarme tan femenina, incluso aunque fuera una estupidez llevar zapatos apretados. Estaba de un humor de perlas. Quiso saber si había anteriormente escuchado una ópera y me pidió que le hablara de ello.

 

Hasta los diez años no había oído ninguna música, excepto la plañidera flauta de Petrushka, el chico de los establos de padre. El chirrido de los violines en las bodas judías y el aporreo del piano en nuestras lecciones de canto siempre me habían resultado odiosos. Cuando escuché Il Trovatore en Königsberg fue la primera vez que me di cuenta del éxtasis que me podía producir la música. Mi profesora había sido en gran medida responsable del efecto electrizante de esa experiencia: me había transmitido el amor por sus autores alemanes favoritos y había contribuido a excitar mi imaginación con los amores contrariados del trovador y Leonora. El tortuoso suspense de los días previos a que mi madre diera su consentimiento para acompañar a mi profesora a la representación agravaron la tensión de mi espera. Llegamos a la ópera una hora antes del comienzo, yo llena de sudores fríos por miedo a llegar tarde. Mi profesora, delicada de salud, no podía aguantar el ritmo de mis jóvenes piernas mientras alcanzábamos nuestras butacas. Subí volando al gallinero, sorteando los escalones de tres en tres. El teatro estaba aún vacío y medio iluminado y, en cierto modo, decepcionaba de entrada, pero, como por arte de magia, enseguida se transformó. Rápidamente el lugar se llenó  de un amplio público, mujeres con sedas y terciopelos y escotes gloriosos, con joyas que centelleaban en sus brazos y cuellos desnudos. Desde las arañas de cristal caían oleadas de luz que reflejaban colores, verdes, amarillos y malvas. Era un país de las hadas, mucho más magnífico que los que figuraban en las historias que había leído.

 

Olvidé la presencia de mi profesora, la humildad de mi casa; medio suspendida sobre la barandilla me perdí en el mundo encantado de allá abajo. La orquesta inició unas notas vivaces que surgían misteriosamente del teatro en penumbra y que enviaron temblores a mi espalda y me dejaron sin respiración con su ampuloso sonido. Leonora y el trovador hicieron realidad mis fantasías románticas. Viví con ellos, emocionada y embriagada por su canto apasionado. Su tragedia era también la mía y sentía sus alegrías y penas como propias. La escena entre el Trovador y su madre, su lastimera canción “Ach, ich vergehe und sterbe hier” (“Estoy perdida y aquí muero”), la respuesta del trovador en “O, teuere Mutter” (“Querida madre”), me llenaron de una profunda aflicción y mi corazón suspiraba con compasión. Los potentes aplausos y las nuevas oleadas de luz rompieron el hechizo. Yo también aplaudí salvajemente, apoyada en la barandilla, y llamé con frenesí a Leonora y el trovador, el héroe y la heroína de mi mundo de hadas. “Vamos, vamos”, escuché decir a mi profesora, tirándome de la falda. La seguí en una nube, mi cuerpo sacudido por sollozos convulsivos, la música aún sonando en mis oídos. Había oído otras óperas en Königsberg y después en San Petersburgo, pero la impresión de Il Trovatore se quedó durante mucho tiempo como la experiencia musical más maravillosa de mi corta vida.

 

Cuando terminé de contárselo a Most, noté que su mirada estaba perdida. Parecía estar sumido en un sueño. Nunca había escuchado, me dijo, el estremecimiento de una niña relatado de manera tan teatral. Tenía un gran talento, me dijo, y tenía que empezar pronto a recitar y a hablar en público. Él haría de mí una gran oradora, “para que ocupes mi lugar cuando yo me haya ido”, añadió.

 

Yo creí que se burlaba de mí o que quería halagarme. No era posible que creyera que yo podría ocupar su lugar o expresar su fuego, su mágico poder. No quería que me tratara así, quería que fuera un auténtico camarada, franco y honesto, sin estúpidos cumplidos tan propios de alemanes. Most sonrió y vació su copa por “mi primer discurso”.

 

Desde entonces, salimos a menudo. Me abrió un nuevo mundo, me aportó música, libros, el teatro, pero a mí me importaba más su propia y rica personalidad, las cumbres y simas alternas de su espíritu, su odio por el sistema capitalista, su visión de una nueva sociedad donde todos compartiríamos la belleza y la alegría.

 

Most se convirtió en mi ídolo. Yo lo adoraba.

 

 

 

 

Este texto corresponde al capítulo 3 del primer volumen de las memorias de Emma Goldman, Viviendo mi vida, que con traducción de Ana Useros, acaban de publicar la editorial Capitán Swing y la Fundación de Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo (FAL).

 

 

 

 

Emma Goldman fue una anarquista estadounidense y activista del movimiento sindicalista de Estados Unidos. Padeció la cárcel en 1893 por sus encendidas críticas a la política gubernamental. Liberada al año siguiente, dio numerosas conferencias en Europa y de regreso a su país editó en Nueva York, a partir de 1906, la revista libertaria Mother Earth, que hubo de cerrar durante la Primera Guerra Mundial, tras ser detenida de nuevo en 1917 por sus feroces críticas a la contienda, que juzgó como otra manifestación del imperialismo, y por sus encendidos llamamientos a la deserción. Entre 1920 y 1922 residió en la URSS con el escritor anarquista lituano Alexander Berkman (1870-1936), con el que estaba unida sentimentalmente, y participó en la sublevación anarquista de Kronstadt. Disconforme con el autoritarismo soviético, fue expulsada y, tras colaborar con la República en la Guerra Civil Española, se instaló definitivamente en Canadá. Emma Goldman es autora de Anarquismo y otros ensayos (1910), Mi desilusión ante Rusia (1923) y de la autobiografía Viviendo mi vida (1931)

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