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ArpaEl orden

El orden

 

Al principio no fue la Palabra, sino el Orden. La Palabra lo estropeó.

 

Cuando Filip se percató de ello, tenía prácticamente treinta años. Hasta entonces, se había dedicado a malgastar casi todos los dones que le había dado Dios, que no eran pocos. Debido al desorden. Podría haber sido matemático, decían algunos. Un sabio. Ya en su adolescencia, había sido el niño mimado de ciertas mujeres. Habría podido convertirse, si no en marido de alguna condesa, como estuvo a punto de ocurrir, al menos en un gigoló como no habría habido muchos. También podría haber sido un buen pianista: a los ocho años ofreció un pequeño recital. Sus profesores estaban convencidos de que llegaría a ser un segundo Rubinstein. Tampoco con el arte llegó muy lejos. La música requería obligatoriamente mucho estudio y orden; la música en sí implica orden y más orden. Pues bien, a partir de determinado momento, cuando sus padres se separaron, la vida de Filip cayó bajo el signo del desorden. Unas veces vivía con su madre y otras con su padre. De la casa materna salía con una cachaza sólo propia de un púber ya cansado. Cuando después de dos o tres días se marchaba de la casa de su padre, llevaba consigo una indiferencia casi patológica respecto a lo que le ocurría. La inclinación a las diversiones provenía de su propia naturaleza. “El hombre ha nacido para el placer, lo siente, no hace falta otra prueba de esto”. Diríase que Pascal había escrito esta frase precisamente para Filip. Surgían tentaciones a cada paso: la bebida, prematuramente descubierta, y los excesos eróticos, en especial el sexo oral, lo agotaron con rapidez. Su belleza de dios adolescente se perdió de modo casi instantáneo. Una mañana, cuando Filip se miró al espejo, descubrió un montón de arrugas y eso que aún no había cumplido los veinte años. Se echó a reír dejando al descubierto una dentadura erosionada por el alcohol. Se tocó la nariz algo deforme, aunque ya no se acordaba por qué. En su cabellera asomaban los primeros hilos de plata. La mirada ya no tenía el brillo de antaño.

 

Los estudios marchaban mal. Sólo expulsiones o retiradas estratégicas para no verse obligado a hacer otra vez el examen de ingreso en la universidad. Al final, después de ocho años, logró acabar Derecho. Tampoco tuvo en mente encontrar trabajo. Había bares a los que no había ido todavía, continuamente se abrían más, habían llegado tiempos nuevos. Aún recibía dinero de su madre; su padre hacía mucho que había repudiado a su desnaturalizado hijo. Filip se había mudado a un piso de soltero, donación de la abuela materna. La anciana, hasta el último día de su vida, rezó por él.

 

Más o menos así transcurrió la vida de Filip hasta que cayó en la cuenta de que el mundo había empezado por el Orden, no por la Palabra. La Palabra había roto el equilibrio divino. La propia Sagrada Escritura decía que la primera en pronunciarla había sido la serpiente. Antes que el reptil, Dios, cuando aconsejó a Adán y Eva que no comiesen la fruta prohibida, utilizó, sin género de dudas, sonidos, pero con idéntica seguridad estos fueron señales armónicas. La música de las esferas. La palabra, tal como llegó a los hombres, era algo diabólico. Ella fue la causa de que la desgracia se abatiese sobre el mundo. También la palabra tenía siempre que corregir algo (y a veces lo conseguía). Y otra palabra, EL ORDEN, fue para Filip un principio.

 

Dejó el alcohol. Se trató la última blenorragia la cual, al parecer, se le reproducía continuamente o bien se la pegaban otras guarras, porque hacía mucho que ya no buscaba a la duquesa (o condesa) y tampoco las mujeres como Dios manda iban con él como antaño, sino que lo rehuían. Se arregló la dentadura, una tortura más difícil de soportar que las palizas que aguantaba cuando se metía en alguna reyerta desigual por los bares adonde siempre iba. Algunos, auténticos tugurios. Hace mucho que alguien tendría que haberlos cerrado, pensó.

 

Se cortó el pelo a cepillo y renunció a la melena. Siguió una operación para enderezar el tabique nasal, aunque no era estrictamente necesario. Lo hizo porque algunas veces le costaba respirar. Su madre (siempre su madre), al ver tantos cambios para bien, le dio al hijo sus últimos ahorros. Filip se compró dos trajes, zapatos de piel suave, jerséis ingleses de fina lana, corbatas e incluso una pajarita.

 

Filip, aunque no lo logró de forma inmediata (necesitó meses para habituarse), se esforzaba por levantarse a las seis de la mañana y, en chándal, se ponía a correr por las calles y parques durante casi una hora. En su adolescencia había sido un buen velocista, ganó una competición escolar, pero es que el deporte, como la música, requerían mucho trabajo y orden. Incluso la creación del mundo se había hecho con orden, como él ya estaba percatándose. Pues bien, como es sabido, Filip había elegido el placer y no el rigor. Las pistas le parecían cada vez más largas. Cien metros se volvían un kilómetro y el kilómetro una milla. Había sido un gran aficionado al fútbol, un juego bárbaro, decía, pero lo dejó tras los primeros entrenamientos.

 

A la carrera seguía la ducha, caliente-fría-caliente-fría. Afeitarse, antes lo hacía una vez por semana y, a veces, menos. A continuación, se tomaba una tisana de corazoncillo a fin de revigorizar de alguna forma el hígado, fatigado por los excesos de antaño. Después, un huevo fresco, crudo, únicamente crudo. Yogur, pan tostado y una loncha de jamón. Nada de excesos. La báscula estaba en el baño. Luego, una o dos horas de lectura.

 

Así pasaba su tiempo hasta que encontrase un trabajo. Sabía que no le resultaría fácil admitir el talante de los jefes; la megalomanía de unos y la inteligencia de otros. Leía (y sobre todo releía) las Instituciones oratorias de Quintiliano. El mal procedía de la palabra; “un clavo saca a otro clavo”… También leía La montaña mágica y El juego de los abalorios. Tanto Mann como Hesse lo fascinaban y durante un tiempo no supo por qué. Luego sí. Los dos representaban el orden. Sólo una educación germánica, decía Filip, podía dar origen a tales novelistas.

 

Todavía lo atraía el piano. La música. Desde luego, ya había pasado el tiempo propio del estudio. Para una carrera concertística. Y como solista, única y exclusivamente. Haber perdido los años de trabajo metódico no era lo único que lo había alejado de manera definitiva de esa posibilidad. Las manos, acostumbradas más a alzar y bajar las copas, adolecían ahora de cierta rigidez que, en verdad, podría reducirse con ejercicios y masajes, pero la flexibilidad de las articulaciones nunca sería la de un gran pianista. Los dedos, largos, delgados y nerviosos, daban una falsa impresión de movilidad a quienes ignoraban un montón de cosas. Quien le viese la mano derecha reposando sobre la tapa del piano se quedaría desconcertado. La mano era perfecta. Si Beethoven (bajo y de dedos cortos) hubiese vivido, lo habría envidiado. La izquierda se veía algo diferente debido a unos cortes. Filip se había caído sobre una vitrina y también tenía otras señales. Un corte, no lejos de la carótida, podría haber sido el último. A la mano izquierda no sólo le faltaba la flexibilidad adecuada, sino también sensibilidad. Varias horas pasadas tirado encima de un montón de nieve, después de una borrachera con Havana Club… A causa de los sabañones, el anular y el meñique perdieron definitivamente la capacidad de reacción natural al tocar las teclas. Los sonidos eran o muy largos o muy cortos. Muy fuertes o muy débiles. No había nada que hacer. Jamás habría podido ser solista del Concierto para piano y orquesta nº 3 de Rachmaninov. Tanto más porque, en cierta ocasión, una profesora le dijo que para ello un pianista habría de tener once dedos. Catorce. Era la partitura más difícil que existía. No obstante, Filip aún tocaba bien el piano. Para él y, sobre todo, para su madre que, buena conocedora del instrumento, captaba la deficiencia, mas se mentía diciendo para sus adentros que esa tacha aportaba algo particular a la interpretación. Escuchaba emocionada a Filip y le daba gracias a Dios por haber sacado a su hijo del camino de perdición.

 

Filip no llegaría a pianista. Licenciado en Derecho, podía encauzar su atención a las leyes, penas y, ¿por qué no?, a la abundancia. Podría llegar a ser un abogado famoso. No habría sido muy difícil. Vivía en un país en el cual el número de clientes era increíblemente grande. Los tribunales estaban en la práctica colapsados por la gran cantidad de causas, algunas mal llevadas o amañadas. Otras se dilataban hasta que llegaban leyes nuevas, que favorecían el mal, e indultos. Se alargaban hasta que morían algunos testigos, el juez o incluso el acusado. Habría tantos y tantos casos (muchos de ellos difíciles de imaginar) que, ordenando al máximo experiencia tras experiencia, en poco tiempo Filip habría dado la talla de su destreza. No del talento, tampoco le habría hecho falta mucho. La habilidad no era un talento, sino que más bien enmascaraba la falta de talento. La ventaja de su carrera forense habría venido, con toda certeza, del Orden. Se habría anotado un tanto, con regularidad matemática, cuando su contrincante, por genial que fuese, hubiera dejado un detalle al azar. En los cajones (sí, cajones, y en los ficheros, era la época del ordenador), en los cajones de la mente habría tenido ordenadas las respuestas adecuadas de la casuística anterior cuantificadas por millares. Una vez le predijeron una brillante carrera de matemático. La memoria había sido (y todavía lo era) su don más preciado. El desorden de cierto período de su vida tan sólo la había ensombrecido de forma transitoria. La recuperación posterior le dejó en el cerebro una claridad de la que, a veces, hasta el mismo Filip se asombraba.

 

Se convertiría en un célebre abogado. Pero Filip aún no estaba decidido. El paso de un mundo a otro no se hacía solamente por voluntad y espíritu de adaptación. Decidirían o no el tiempo y el ejercicio. Por el momento, lo que Filip sabía con seguridad era que el orden podía ofrecerle, como compensación, lo que durante mucho tiempo el desorden había malbaratado.

 

Confeccionó una lista de cinco prioridades. Constató con sorpresa que el placer no estaba excluido del todo, como habría deseado. Mujer, escribió en tercer lugar. Espectáculos de ballet, en quinto. Por descontado, que el primer lugar lo ocupaba el ORDEN. Reforzó las mayúsculas, auténticos caracteres en negrita. ORDEN. En segundo lugar, Poder. Pero el Orden era el que traía Poder. Y el poder traía al tercero, la Mujer. A las mujeres siempre les gustaron los hombres con una posición dominante. El cuarto, Seguridad, venía dado por sí solo, consecuencia de los dos primeros. El Ballet, aunque en quinto lugar, podría considerarse la guinda del pastel. Sin hueso.

 

Todo parecía asentarse tal y como Filip trataba de imponerse. La voluntad, por una parte, y el miedo al fracaso, por otra, lo hacían indoblegable. La hora (o sea, el reloj) tenía una importancia especial. Muchos desórdenes tenían su origen en la falta de puntualidad. En realidad, la puntualidad significaba el respeto a una convención, a una necesidad más (o nada) formal; es decir que partía de la palabra. ¡Falso! ¡La palabra era una condición de la puntualidad! Filip trataba de establecer las diferencias y, aunque ya se sabía por la Sagrada Escritura que lo primero había sido la Palabra, tenía la convicción plena de que antes había sido el Orden. La palabra sólo era un vehículo del Orden. No se molestaba en dar muchas razones; su convicción habría resultado infundada y todos los empeños por ser lo que aún no sabía con seguridad no habrían sido más que palos de ciego. Todo había de desarrollarse con la máxima precisión. Las reglas, pocas al principio, se multiplicaron cada vez más. Decidió que estaba bien conservar un placer, fumar, pero sin pasar de diez cigarrillos al día. La falta de tabaco unida a la del alcohol se volvía casi insoportable. Se percató de que poner las cosas en orden no se hacía de la noche a la mañana. De que el orden desprovisto de paciencia no es posible. También la paciencia era un aspecto del orden; significaba que la inteligencia estaba bien asentada.

 

 

 

 

Este texto pertenece a la novela El orden, traducida por Joaquín Garrigós y recientemente publicada por Ediciones del subsuelo.

 

 

 

 

Alexandru Ecovoiu nació en Rumanía en 1943. Aunque escribe desde los años ochenta no fue hasta 1995 cuando llamó la atención del público y de la crítica con su obra Saludos. No forma parte de ningún grupo literario y vive aislado en una aldea a cien kilómetros de Bucarest. Obtuvo el premio de la Academia Rumana y el de la asociación de escritores de Bucarest

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