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Máquinas y maquinaciones. El anhelo de compartir con los dioses el poder de crear seres animados

 

A lo largo de casi treinta años de profesión he ido guardado en un arcón, como los piratas de antaño, un montón de joyas encontradas en mis travesías matemáticas, logrando acumular un botín bastante suculento. Una de mis piezas favoritas es esta historia, una historia que ojalá me hubiesen contado cuando me enseñaron por primera vez los rudimentos del álgebra lineal. De hecho, si hoy tuviese que impartir clase de álgebra lineal en bachillerato o en un primer curso de cualquier carrera científica o técnica, y se me permitiese hacerlo a mi manera, articularía mis clases en torno a esta historia. Sus distintos episodios, todos ellos verídicos, me han ido llegando a través de los años de la mano del matemático Mario Fernández Barberá, del escultor José Luis Alexanco y del poeta Ramón Mayrata.

 

Parece que el anhelo por compartir el poder con los dioses siendo capaces de crear seres animados, o al menos construir máquinas que trabajen por nosotros, ha latido en el corazón humano desde nuestros inicios como especie.

 

“En el principio era el hierro. Bueno, o la madera, o, mejor aún el barro. Porque al igual que el hombre real (de carne y hueso), el hombre artificial, el autómata (de ruedas y hierro), comenzó siendo una simple muñeca de barro cocido, terracota articulada en brazos y piernas[1].
Y luego, ya, toda una serie de seres animados artificialmente por métodos hidráulicos, por ingeniosos sistemas de utilización de la dilatación del aire al calentarse, por pesos y poleas movidos por la arena que cae (o al estilo del reloj de arena), por engranajes, después, maquinarias de relojería de increíble precisión y, anteayer, por la electricidad, robots electrónicos ayer, por la cibernética hoy, por la ingeniería bioquímica mañana…, el hombre artificial.
La infinita (inacabada e inacabable) progresión técnica puesta al servicio de su más ilusionante y casi inconfesable sueño: convertirse, por obra y gracia de la creación de seres animados, en dioses” (Juan Tamariz, Autómatas, prólogo a [Ma], p. 7)”.

 

Métodos hidráulicos, ingeniosos sistemas de utilización de la dilatación del aire al calentarse, pesos y poleas movidos por arena que cae, engranajes, electricidad… La manera de comunicarse con la máquina, de hacerle obedecer nuestras órdenes, ha ido evolucionando con nuestro conocimiento técnico y tecnológico, nos cuenta Juan Tamariz –que, no conviene olvidarlo, hizo la carrera de Ciencias Físicas en la Universidad Complutense de Madrid antes de convertirse en mago–. No es de sorprender que entre 1968 y 1973, un escultor, Alexanco, sustituyendo los ingenios por ingenio, fuese capaz de hacerse entender con un enorme ordenador mediante el álgebra lineal. Y me estoy refiriendo aquí al álgebra lineal que todos conocemos, el que se enseña hoy en los últimos cursos de bachillerato y en los primeros de las carreras técnicas y de ciencias. Un matemático, Fernández Barberá, logró que el escultor entendiese a la máquina, y el escultor logró –aprendiendo tanto a programar como las matemáticas necesarias– que la máquina le entendiese a él. El resultado fueron unas espléndidas y pequeñas figuras de humanoides construidas en metacrilato, cuyo impresionante –y fascinante– árbol genealógico nos narra con brillo y encanto el poeta Ramón Mayrata en su libro La sangre del turco ([Ma]). 

 

Antes de visitar a los ancestros de la máquina de Fernández Barberá y las esculturas de Alexanco, conozcámosles a ellos. A mediados de los años cincuenta del siglo pasado, Mario Fernández Barberá –pieza única entre los matemáticos españoles de la época–, recién licenciado por la Facultad de Ciencias Matemáticas (entonces llamada Facultad de Ciencias Exactas) de la Universidad Complutense de Madrid, llegó a la Universidad Técnica de Aachen (Alemania) con una beca. A los dos años consiguió un puesto en el Centro de Cálculo que IBM tenía en Berlín (en aquel momento había en toda Europa un total de siete ordenadores: tres en Alemania, dos en Francia, uno en Reino Unido y otro en Italia), y pocos años después se trasladó a París, llegando a ser director general de IBM en Europa. Un accidente de coche con una larga rehabilitación cambió la dirección de la trayectoria profesional de Fernández Barberá, y en 1959 regresó a Madrid.

 

Ocurrió que en 1966 IBM-España y la Complutense llegaron a un acuerdo: la multinacional aportaría una máquina y un hombre, la Universidad un edificio y dos hombres, y, juntas, empresa privada e institución pública, fundarían un centro de cálculo. Todo un precedente en España y en el mundo. Y no era más que 1966. La máquina que prestó IBM era una 7090, último grito en los ordenadores de entonces, y el hombre que acompañaba a la máquina era Mario Fernández Barberá. Además del edificio que albergaría el centro, diseñado por Miguel Fisac y construido entre 1966 y 1967, la Universidad proporcionó un director, Florentino Briones, y un subdirector, Ernesto García Camarero.

 

El nuevo Centro de Cálculo se creó con el objetivo concreto de incorporar las nuevas técnicas del cálculo automático –por aquel entonces escasamente presentes en nuestro país– a la investigación y la enseñanza. Sus servicios estaban abiertos a todos los centros españoles de educación e investigación, y desde el primer momento se ofrecieron tanto cursos en los que se enseñaba programación y análisis de sistemas como asesoramiento para cualquier tipo de proyecto que involucrase el uso no rutinario de un ordenador. Aunque las autoridades no inauguraron oficialmente el Centro hasta marzo de 1969, los tres seminarios más importantes que se impartieron en aquella época en el Centro –el Seminario de Lingüística Matemática, el Seminario de Composición de Espacios Arquitectónicos y el seminario que forma parte de nuestra historia, el Seminario de Generación Automática de Formas Plásticas– empezaron a funcionar en 1968. Los tres se crearon para

 

“[…] encontrar y dar a conocer campos de actividad del ordenador que no fueran sólo los que se desprendían de considerar a este nuevo instrumento como una máquina aritmética o matemática, heredera del ábaco chino, del aritmómetro de Pascal o de las calculadoras de Leibniz y Odhner. Importaba dejar patente que lo esencial del ordenador era la información como soporte de conocimiento, hacer ver que la máquina podía sustituir al hombre en los procesos de control y ahorrarle la fatiga del trabajo mental repetitivo y mecánico, colaborando también en las tareas de creatividad. Todas estas características de la máquina anunciaban un cambio esencial en la actividad humana, prefigurándose como su rasgo distintivo la creatividad, la inventiva, ya que para la ejecución de los procedimientos inventados se tenía al eficaz auxiliar que se encerraba en los nuevos templos que representaban los Centros de Cálculo. El impacto que el ordenador representa en la actividad humana no significa sólo la aparición de una potente herramienta, sino que también actúa sobre el método de abordar los problemas, originando una mutación intelectual sin precedentes, que va tomando nuevas formas, y denotándose con términos como inteligencia artificial, ingeniería del conocimiento, etc., haciendo surgir todo un nuevo sector de la actividad social humana que recibe el nombre de cuaternario. Habíamos percibido, pues, que estábamos ante un amplificador de la mente, y sentíamos la necesidad de entrar en el ‘meollo’ de la informática, de llegar al límite de la terra incognita en el que se situaba una ciencia de tan reciente aparición, y nos animaba también a hacer ver que la actividad del informático no consistía en comportarse como un periférico del ordenador, con su cerebro programado para usar los programas y las máquinas que venían de fuera” [E. García Camarero, El ordenador y la creatividad en la Universidad de Madrid a finales de los sesenta, en ‘Procesos’, Centro de Arte Reina Sofía – Ministerio de Cultura, 1986, págs. 177-179.].

 

 

Como coordinador del Centro y puente entre IBM y la Universidad, Fernández Barberá fue desde el primer momento el espíritu detrás del proyecto y el verdadero motor de los seminarios. Él fue quien agrupó a los artistas, quien hizo de puente entre estos y los informáticos, quien supo establecer una vinculación entre los proyectos de investigación de IBM y la inquietud que había entonces en la Universidad. Según me contó el arquitecto Javier Seguí de la Riva, uno de los responsables del Seminario de Composición de Espacios Arquitectónicos[2] y participante en el Seminario de Generación Automática de Formas Plásticas desde su primera reunión en diciembre de 1968[3], “Mario fue el gerente de una idea loca, el único espíritu con visión y capaz de enterarse donde los demás no sabíamos. Inventó los seminarios, las exposiciones… fue el alma mater y verdadero responsable de todo lo que ocurrió allí. Con el tiempo, el resto de los participantes fueron creciendo y aprendiendo por su cuenta, pero al principio sólo Mario entendía lo que estábamos haciendo. Él era quien daba el visto bueno a los proyectos, el que apoyaba o no, el que buscaba subvenciones, etcétera. Y todo era posible gracias a la infraestructura libre y deliciosa proporcionada por IBM gracias a Mario”.

 

El otro responsable, junto con Fernández Barberá, de la creación del  Seminario de Generación Automática de Formas, fue el escultor José Luis Alexanco[4]. Decidido a entender a, y a hacerse entender por, aquella enorme máquina, Alexanco fue el único artista que pasó por el Centro que aprendió a programar. Ayudado y animado por Fernández Barberá se metió en las tripas del ordenador, las estudió y consiguió que la máquina le generase esculturas ([Al-1] y [Al-2]). El proceso que siguieron Alexanco y la máquina de Fernández Barberá –a la que a partir de ahora llamaremos por su nombre, 7090– para producir formas, constaba de tres fases.

 

En la primera fase Alexanco construía lo que podría llamarse un catálogo de formas elementales a partir de unos dibujos iniciales de figuras humanas. En cada uno de estos dibujos seleccionaba los trazos, las características esenciales que lo distinguían de los otros, haciendo caso omiso de los demás aspectos. Un verdadero proceso de abstracción. De esta manera, y por así decirlo, fue puliendo los dibujos iniciales hasta llegar a sintetizarlos en un catálogo de formas elementales a partir de las cuales trabajar. En la segunda fase, el escultor elegía una serie de transformaciones que llevar a cabo sobre las formas elementales. Las transformaciones seleccionadas por Alexanco fueron cinco: interpolaciones, giros, dilataciones, traslaciones y combinaciones de las cuatro anteriores. En la tercera y última fase, 7090 iba sometiendo sucesiva e ininterrumpidamente las formas elementales catalogadas en la primera fase a las transformaciones seleccionadas en la segunda.

 

Tanto las formas elementales como las transformaciones involucradas podían ser descritas utilizando herramientas básicas del álgebra lineal. Esto permitía, por un lado, que el escultor escribiese los datos e instrucciones en un lenguaje que 7090 podía entender y, por otro, que la máquina reprodujese el proceso sobre un modelo geométrico sencillo, ilustrando gráficamente el proceso según este iba ocurriendo: la forma inicial aparece en pantalla (o sobre hojas impresas) como una figura que, al ir siendo transformada, se va moviendo.

 

Un juego que con frecuencia aparece en las revistas de pasatiempos consiste en ir uniendo con un trazo de color una serie de puntos que aparecen numerados sobre el papel. Al ir recorriendo en orden la sucesión de números comenzando por el 1, el trazo va delimitando una forma, y el juego consiste en adivinar qué figura representa esta forma. Cuántos más puntos haya, más se aproximará la forma a la figura de la que hace abstracción, y más fácil le resultará al lector identificar tal figura. Las representaciones que aparecen en este tipo de pasatiempos son siempre planas, pero un proceso parecido puede llevarse a cabo para reproducir figuras con volumen, y es el que se sigue para dibujar mapas con montañas. La montaña se corta en secciones –en rebanadas o rodajas– y el contorno de cada una de estas secciones es lo que se llama una curva de nivel. Si nos dan varias curvas de nivel y nos dicen a qué altura se ha de poner cada una de ellas, siguiendo un proceso análogo al seguido con los números en el juego anterior podremos reproducir con bastante exactitud la forma de la montaña. Si la Tierra se viese sometida a transformaciones –como consecuencia de un terremoto, por ejemplo–, para describir los cambios experimentados por la montaña no tendríamos más que describir las transformaciones sufridas por cada una de las curvas de nivel.

 

Este es precisamente el sistema que Alexanco utilizó para describir los cambios que sus formas elementales experimentaban al ser sometidas por 7090 a transformaciones: sobre cada una de esta formas tomó veinte curvas de nivel numeradas del 0 al 20 (comenzando por la curva de nivel 0, un punto situado en la coronilla de la forma, y terminando en la curva 20, un círculo colocado en la base sirviendo de pedestal). Este método de rebanar las figuras mediante curvas de nivel no sólo facilitaba la descripción del proceso sino que permitía al escultor reproducir sus favoritas a partir de rodajas de metacrilato que luego pegaba[5].

 

Si estudiamos en libros y catálogos las piezas de Alexanco previas a 1968 encontramos en ellas un aislamiento progresivo de la figura humana, la repetición constante de determinadas posturas y una casi obsesión por el movimiento. Parece como si lo que llevó al escultor a acercarse al ordenador y, metiéndose dentro de él, aprender su lenguaje, fue la búsqueda de la clave del movimiento… Un hombre, Alexanco, que utiliza una máquina para generar movimiento ininterrumpidamente. Otro hombre, Fernández Barberá, que se alquila con una máquina… Me viene a la cabeza la historia de Platón.

 

Dos precursores, de Jean Tinguely (extractos de una conversación dejada caer sobre cinta magnética):

 

D[6]:    Me ibas a hablar sobre…

R[7]:    PLATÓN.

D:     Eso es, PLATÓN.

R:     PLATÓN, inventor de la máquina del movimiento perpetuo. Lo conocí en 1944, o quizás 45, o 43, 46 o 48. Yo iba a la escuela en Alès.

D:     ¿Vivías en Alès?

R:     Yo estaba en Nîmes –vengo de Sauve, que no está lejos de Nîmes–, pero en Nîmes me echaron de la escuela y me mandaron a Alès. En cualquier caso, todo el mundo allí conocía a Platón. Exhibía su máquina en el mercado local, justo frente a la escuela. Tenía una carretilla, y descendía –el vivía en lo alto, Alès es un pueblo minero– el vivía en lo alto… en una cabaña… y descendía y atravesaba todo el pueblo con su carretilla. Y sobre la carretilla echaba una gran lona para que no pudieses ver lo que había debajo. Bien, una vez llegaba al mercado elegía un lugar, y tal y como yo lo recuerdo, siempre cerca de la escuela.

D:     Sí.

R:     Y entonces quitaba la lona y levantaba la máquina… Era enorme… Y luego ponía un cartel. El cartel decía, en letras grandes: MÁQUINA A LA VENTA. Y debajo, en letras pequeñas: hombre a la venta. Entonces empezaba a gritar “Acérquense, vean la máquina del movimiento perpetuo”. ¡Y aquella máquina! Tenía una rueda grande y una rueda pequeña, lo recuerdo muy bien. Se sostenía con cinturones, cuerdas y alambre, y constantemente se desarmaba y rompía. Él empezaba a dar vueltas a una manivela… ya sabes, con gran entusiasmo… y…

D:     ¿Y no pasaba nada?

R:     Era una máquina del movimiento perpetuo, porque cuando él daba vueltas a la manivela la rueda pequeña giraba y—

D.     Quiero decir que no hacía realmente nada.

R:     Nada… nada más, eso es.

D:     Sólo las ruedas.

R:     Y otras cosas. Estaba montada de una manera bastante extraña, como te he dicho. Por ejemplo, el cinturón pasaba por encima, por debajo y alrededor. Y él decía: “Esta es la máquina del movimiento perpetuo”. Pero cuando había granjeros por allí, ya sabes, miraban la cosa aquella y decían: “Eso no es movimiento perpetuo… No deja de pararse… La cosa ni siquiera funciona”. Bien, entonces PLATÓN decía: “Por eso es por lo que el hombre está a la venta, también”.

D:     Ah sí.

R:     “Estoy preparado y listo para moverla todo el tiempo”, contestaba.

D:     Básicamente muy lógico.

R:     “Me vendo con la máquina”, les recordaba.

D:     Y mientras él estuviese haciendo girar la manivela, la máquina funcionaba.

R:     Sí, tenías que comprar ambos.

D:     De esa manera sería movimiento perpetuo.

R:     Correcto.

D:     Porque él estaba perfectamente dispuesto a girar la manivela todo el tiempo.

R:     Y aquello resultaba irrefutable.

 

(Daniel Spoerri, An anecdoted topography of chance (Re-anecdoted versión), Something Else Press, 1966).

 

El siglo XX supone, en casi todas las disciplinas del conocimiento, el salto a la abstracción. Se deja de prestar atención a la forma externa –y con ello a las características individuales de las cosas–, y se concentra la mirada en las estructuras de las cosas y en las relaciones entre estas estructuras. También en la búsqueda del hombre artificial se refleja este paso a la abstracción: ya no se busca una máquina que reproduzca el cuerpo humano, sino una máquina que cumpla de la mejor manera posible las funciones que nos interesan, tenga el aspecto que tenga. Las máquinas de Platón y Fernández Barberá (en cuyas tripas se metió Alexanco), construidas ambas en pleno siglo XX, son máquinas abstractas. La diferencia esencial entre ellas no está en su aspecto, sino en su funcionamiento. La máquina de Platón, como casi todos los autómatas construidos a lo largo de los tiempos, funcionaba con un mecanismo de artilugios y jeribeques. Por eso, como tantos otros de los autómatas mecánicos más o menos sofisticados cuya historia nos refiere Mayrata, con cierta frecuencia se rompía.

 

“A lo largo de su historia el autómata se ha sublevado, incontables veces, contra los dictados de los hombres, de sus creadores. ¿Cómo no agradecérselo? Aquel que puede dominar al autómata, puede, a través del autómata, dominar a los seres humanos”. ([Ma], pág. 31)

 

“Era un agua secreta que afluía a las entretelas de los autómatas desde fuentes escondidas, por conductos disimulados. Bastaba abrir los grifos ocultos y la presión de su corriente invisible animaba a las figuras secas de los autómatas. Estos juegos del agua, a veces se convertían en bromas del agua. Cuando se quebraba alguna cañería los espectadores contemplaban, extrañados, cómo Tritón o Hércules, Belerofonte o el Coloso de Rodas, se convertían en impasibles jardineros que regaban descuidadamente todo lo que encontraban alrededor.
Entonces, entre estos autómatas acuáticos estallaba el chorro de la vida, ahogando los movimientos calculados, precisos y cortesanos, a los que sus creadores les habían condenado para siempre” ([May], pág. 41).

 

La máquina de Fernández Barberá, sin embargo, escondía algo más que un mecanismo en su interior: escondía también la cabeza privilegiada de Alexanco. Un hombre inteligente que se mete en la máquina de un matemático… Otra historia me viene a la cabeza ([May], págs. 11 a 17 y 53 a 61). En 1772, en el San Petersburgo de Leonard Euler, Austria, Rusia y Prusia imponen un tratado a Polonia y se reparten sus territorios. Tres años más tarde, el matemático y constructor de ingenios mecánicos austríaco Von Kempelen, que simpatiza con la causa polaca, emprende un viaje por Rusia, y en casa de su amigo el doctor Osloff, notorio científico de Kiev, conoce al príncipe Vorusky, héroe de la resistencia polaca en Rusia al que todo el mundo daba por muerto. Con el cuerpo cosido a cicatrices y ambas piernas amputadas, Vorusky, excepcional jugador de ajedrez, se esconde en casa de Osloff a la espera de una ocasión para poder salir de Rusia. Von Kempelen decide ayudar a Vorusky a escapar, y en el corto espacio de tres meses le construye un disfraz: un ajedrecista mecánico vestido de turco en cuyo interior el polaco puede abandonar la casa de Osloff sin ser visto. Hasta aquí ningún problema. Lo malo es que no se puede viajar por un país –y mucho menos por la Rusia del siglo XVIII– con un autómata que no funciona sin despertar sospechas, por lo que Von Kempelen no tuvo más remedio que dar sesiones públicas con su ajedrecista en las distintas poblaciones por las que iban pasando. Los éxitos del autómata llegaron a oídos de Catalina la Grande en San Petersburgo, y Von Kempelen fue requerido para actuar en la corte. El muñeco turco jugó con Catalina, la venció y la irritó. Esa noche la reina intentó descubrir el secreto del autómata, pero no sólo no logró hacerle funcionar, sino que tampoco pudo, por más que rebuscó en su interior, encontrar nada dentro de él que desvelase su misterio. La emperatriz Catalina se aburrió pronto del muñeco, pero no así su ministro de la guerra Orlov que, soñando con construir un ejército de hombres artificiales, inteligentes e inmunes al cansancio y la enfermedad, hubiese dado cualquier cosa por descubrir el secreto del funcionamiento del autómata

 

La máquina construida por von Kempelen para que Vorusky se pudiese mover dentro de ella y conseguir así la libertad, es inmediatamente identificada por Orlov –del que, afortunadamente, los dos primeros lograron escapar con ayuda del embajador austriaco– como posible máquina de guerra. ¿Poder para el individuo o poder de un individuo sobre los demás? Cuando me viene a la cabeza von Newman utilizando su ordenador para orientar los misiles que el ejército estadounidense lanzaba contra Japón, o recuerdo los reportajes que sobre las Guerras del Golfo recientemente nos proyectaban por televisión, me entra un vértigo enorme. Entonces evoco la historia de Fernández Barberá, dentro del edificio de Fisac, mostrando a Alexanco las entrañas de 7090 para que el escultor pudiese libremente generar movimiento, repaso mis cuadernos de álgebra lineal, llevo a cabo un par de transformaciones aquí y allá, y Orlov deja de darme miedo.

 

 

 

 

Bibliografía:

 

[Al-1] José Luis Alexanco, Trabajos sobre generación automática, edición de 100 ejemplares firmados por el artista incluyendo 68 serigrafías en color, 10 planchas de offset, texto y un listado de ordenador. IBM Madrid 1974.

 

[Al-2] José Luis Alexanco, Lectura en imágenes, Ediciones Fernando Vijande, Madrid 1982.

 

[Ca] Enrique Castaños Alés, Los orígenes del arte cibernético en España, tesis doctoral leída el 18 de febrero de 2000 en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Málaga.

 

[Ma] Ramón Mayrata, La sangre del turco, en ‘La biblioteca encantada de Juan Tamariz’,  Editorial Frakson 1990.

 

 

 

 

Una versión algo más extensa de este artículo apareció publicada en la sección ‘En un cuadrado’ de la revista SUMA, núm 54, págs. 85-94

 

 

 

 

Capi Corrales Rodrigáñez es profesora del departamento de Álgebra de la facultad de Matemáticas de la Universidad Complutense de Madrid. En fronterad ha publicado Habitáculos. Relatos geométricos en la obra de Jorge OteizaLa conjetura de Poincaré resuelta por PerelmanDe la gravedad de los cuerpos a los cuerpos gravemente enfermos y La saga Crepúsculo: Los Libros. Su blog, aquí

 

 

 

Notas


 

[1]    Museo de Tarragona, siglo I a.C.

 

[2]    Seguí de la Riva sigue investigando hoy en la generación automática de formas desde el Departamento de Ideación Gráfica Arquitectónica de la EST de Arquitectura en la Universidad Politécnica de Madrid. Algunas de las actividades llevadas a cabo por Seguí de la Riva y sus alumnos aparecen recogidas en Oscuridad y sombra. Experiencias en dibujo y arquitectura. Ediciones Instituto Juan de Herrera, Colección Dibujo y Arquitectura, Madrid 2003.

 

[3]    El Seminario, que se organizó apenas un año después de la aparición en Estados Unidos de los primeros gráficos generados por ordenador con intención artística, y tan solo unos meses después de que la, ya histórica, exposición Cybernetic Serendipityde Londres consagrase internacionalmente la tendencia,  es una de las aportaciones españolas más relevantes al panorama artístico internacional del siglo veinte.

 

[4]    Entre Alexanco y Fernández Barberá convencieron al pintor Barbadillo, que a su vez, despertó el entusiasmo de Briones y García Camarero con una carta dirigida al primero de ellos ([Ca], cap. 4-2).

 

[5]    Agradecemos a Antonio Barragán que nos prestase generosamente su colección de esculturas de Alexanco, su cámara digital y su casa para llevar a cabo las fotografías que acompañan este texto.

 

[6]    Daniel Spoerri, artista, miembro de Fluxus.

 

[7]   Robert Filliou, artista, miembro de Fluxus.

 

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