A Patrick Modiano la Academia Sueca le ha hecho un regalo anticipado en forma de Nobel por sus próximos setenta años, que cumplirá en el mes de julio de 2015, aunque quizás al escritor de la rue Bonaparte, nacido en Boulogne Billancourt, el galardón le resulte algo envenenado por lo que pueda tener de turbador de una vida recogida. Un premio que se otorga desde Estocolmo esta vez a un autor que no tiene pasaporte raro, ni siquiera syldavo o bordurio, ni escribe en idiomas que solo dominan admirables entregados a su literatura o audaces exploradores conocedores de geografías perdidas, pero al que se le puede considerar un tanto atípico. Incluso más que a su antecesor francés en el galardón, Jean-Marie Le Clézio, pues dista de ser eso que se puede designar como un escritor conocido.
En alguna ocasión ya hemos dicho que la crítica habitual que se lanza contra Modiano, además de la de ser un autor de culto, es la de ser escritor de un único libro, que es precisamente lo que atrae de su obra, lo que la convierte en un modelo de búsqueda e interpretación de la identidad propia y del mundo cercano. Se trata de una obra compuesta hasta la fecha de veintinueve títulos, incluida la novela aparecida el pasado viernes 3 de octubre, y que según Javier Goñi ocupan metro y medio de anaquel, que a veces dan la sensación de ser otros tantos capítulos de un solo volumen. Un solo libro, quizás sí, escrito a lo largo de casi cincuenta años, en el que aparecen una serie de asuntos que vuelven de forma recurrente envueltos en la evocación de ambientes y de personajes sin aparente importancia, en los que el claroscuro desenfoca la realidad o la ficción, nunca se sabe, y en los que siempre predomina un aliento lírico inaprensible.
Una indagación en la que, como señala el propio escritor, lo importante no es tanto el resultado de la búsqueda como la búsqueda en sí. Y es que en la obra de Modiano, a medida que avanza, hay una mayor sutilidad; todo es menos evidente, menos cierto. Nada es extremo ni excesivo en la narrativa de PM y tanto los acontecimientos como los sentimientos afloran con naturalidad, despojados de todo dramatismo, sin esfuerzo aparente, es decir, con elegancia.
Entre los elementos esenciales de la poética del nuevo Nobel se encuentra su infancia, recreada –modianescamente, que no proustianamente– y recuperada en algunas obras como la maravillosa Remise de peine, traducida aquí primero como Exculpación y después como Reducción de condena. Luego, su juventud, presente de forma explícita en Una juventud, Tan buenos chicos, En el café de la juventud perdida, o Un circo pasa y en tantas otras obras que ofrecen los itinerarios y las estaciones de una educación sentimental no siempre fácil.
Junto a ello se encuentra como elemento esencial de la obra de Modiano la memoria, la búsqueda de la identidad mediante la indagación, la aproximación mediante la construcción personal del entorno histórico en el que se mueven sus padres, unos personajes tan modianescos como su relación con el escritor, que inspiran entre otros textos Libro de familia y Un pedigrí.
En este ejercicio de autoficción está presente una geografía modianesca que encabeza París, un París recreado, construido a medida de quien considera a la ciudad territorio propio, moldeando al tiempo la historia y la topografía, que no siempre coincide con la realidad, aunque muchas veces sea posible seguir alguna pista. Es, comenzando por el final, el París actual que recorre Jean Daragane, de nuevo el propio Modiano apenas velado, en la recién aparecida Pour que tu ne te perdes pas dans le quartier, o el de los días previos al mayo del 68 o de la guerra de Argelia de L’herbe des nuits o de En el café de la juventud perdida.
Es París una ciudad que está contemplada desde la perspectiva del flâneur avisado, del investigador curioso, del profundo conocedor de la urbe que en sus obras más parisinas mueve a sus personajes en todos los sentidos, al igual que sus líneas de metro. Un París de hoteles –decenas, como ese l’Unic, de L’herbe des nuits, o el Sègur, de Un circo pasa–, de cines, de garajes, de neones, de estaciones ferroviarias –Lyon, du Nord…– y de metro, como la estación de Saint Lazare, tan grande que se diría capaz de absorber una vida. Pero por encima de todo hay un París de cafés y bares como, por citar alguno entre los innumerables, Le Condé, donde recalaba la indefensa Louki; el Café Tournon, donde Jean y Gisèle coincidían con Chester Himes en Un circo pasa; el Café Calciat que acogía a Joyita, otro ser desamparado; el muy familiar y próximo Café Malafosse, donde bebía y fumaba la danesa de Flores de ruina que hablaba en argot; del motparno Au chien qui fume, en la esquina del Boulevard Montparnasse con una calle de tantas referencias como Cherche Midi, al que también acudía Louki y donde había comprado tabaco Georges Hugnet en los días agosteños de barricadas y liberación; el bistrot Chez Francis, en la Plaza de Alma, cerca de donde vivía la fascinante Carmen Blin y desde donde se ve una magnifica Torre Eiffel; el 66, en el boul’Mich, donde se reúnen los gángsteres que se iban a ocupar de Ben Barka y que Denis Cosnard compara con los de la rue Lauriston.
En la literatura más parisina de Modiano también son habituales las dos riberas, los dos bois, los Campos Elíseos y sus alrededores, quartiers como Neuilly, Passy, Clichy, Montparnasse, el Barrio Latino, Val de Grace…; parques como el Luxemburgo o ese Montsouris cercano a la Ciudad Universitaria, tan presente en Una juventud y en L’herbe des nuits; el entorno de los grandes bulevares y sus pasajes, los squares muy azorinianos y las plazas como Denfert-Rochereau alrededor de la cual se desarrolla Perro de primavera, la de Alma de Barrio perdido o la de las Pirámides donde tiene lugar ese Accident nocturne. Pero también aparecen las banlieues y las localidades de los environs como el provinciano Jouy-en-Josas, donde están acogidos los dos hermanos Modiano en la maravillosa Remisión de condena, o el suburbial Fossombrone la Forêt donde vive la madre de Thérèse-Joyita, una collabo a quien llamaban “la boche”.
Pero sobre todo destaca la visión del París de la Ocupación que aparece no tanto en Los bulevares periféricos, localizada en Barbizon, ni en la enloquecida, por celiniana y juvenil, Place de l’Etoile, sino en la tremenda Ronda de noche, su segunda novela en la que la sordidez del mundo de los gángsteres lauristonianos sale a la luz con una virulencia dolorosa para una sociedad en la que aun vivían víctimas y verdugos.
Es el de la Ocupación un París oscuro y vacío, en el que ir en automóvil sin gasógeno era cosa de collabos por el que transitaban, quien sabe con qué identidades y haciendo qué cosas, tipos como André Gabison y otros personajes no poco modianescos de los que nos hemos ocupado en Noche y niebla en el París ocupado. Un París en el que junto a quienes colaboraban con el ocupante vivía alguna de sus víctimas, como esa Dora Bruder, rescatada para siempre por PM del periférico boulevard Ornano y que ya encarna el espíritu de los judíos que padecieron Drancy y Pithiviers, antesala de los campos del Este. Junto a ella estaría también Hèléne Berr, otra víctima del antisemitismo de Darquier de Pellepoix, de Rebatet o de Céline, en este caso del muy burgués distrito VIII, cuyo diario ha prologado Modiano.
Es el París oku y canalla, de las bandas al servicio de los bureaux como la de la rue Lauriston o la de la rue de la Pompe, en el que los negocios export-import y la represión pura y dura de los refractarios iban de la mano. Es el París de La ronda nocturna y también el Barbizon collabo, donde descansaban los gángsteres los fines de semana, que recoge Los bulevares periféricos –original y más acertada traducción que Los paseos de circunvalación– un ambiente muy estudiado tempranamente por Jacques Delarue, un libro de cabecera de Modiano, por el que desfilan los Delfanne –o, si se prefiere, Masuy–, Rudy de Mérode, Bony, Lafont, Berger, Joanovici, Szkolnikov, Gabison, Marcheret, Voisins, Violette Morris, las condesas de la Gestapo, los Luchaire y una lista de nombres teatrales que pasan de hacer negocios y practicar la bañera por el día a las alegres veladas de champaña en cabarets de moda como el One-two-two, en realidad un prostíbulo con espectáculo, o L’Heure Mauve, oyendo algunas de las canciones de la banda sonora que siempre nos ofrece PM. Unos personajes que forman una lista grotesca, presentados con nombres y aspecto que recogen su condición de gente rara, carnavalesca, y su degradación moral como un siniestro fresco de Apocalipsis medieval, de los Trionfi o de las danzas de la muerte, cuando en los días de la peste se sabía que no había futuro. Unos personajes que contribuyen a que años después, Modiano pudiera revivir ante el 6 de la rue Adolphe-Yvon, sede del Bureau Otto, el olor maléfico a hojas muertas de la Ocupación que sintió por primera vez con su padre y que le acompañará toda su vida.
Es un París feldengrau en el que Jacques Doriot y Marcel Déat, los dos pilares de la colaboración, maniobraban cerca del embajador Otto Abetz para aumentar su influencia mientras miraban a Vichy, tan rancia y conservadora, con desdén fascista y moderno. Es el París de esos que ahora se llaman “buenos alemanes”, como Ernst Jünger y Gerhard Heller, pero también de los SS que ocupaban los palacetes de la Avenue Foch; el París en el que Alain Laubreaux, Robert Brasillach o Jean Herold Paquis clamaban histéricos desde las páginas de Je suis partout, de Au Pilori o desde los micrófonos de Radio Paris por la aniquilación de los judíos, sin excepciones; el París en el que Drieu la Rochelle, siempre como su Gilles, dandy y cigarrillo egipcio en mano, vagaba entre la NRF (Nouvelle Revue Française) y el desencanto existencial, el París en el que muchos como Cocteau, Sartre o Picasso tenían su acomodo, pero también el París en el que Jean Paulhan, Jean Guéhenno o Vercors, cada uno a su manera, resistían.
La presencia dominante de París en la obra del escritor francés no excluye otros lugares, algunos mejor “no lugares”, que completan el mapa de la Geografía Modiano. Unas ciudades diferentes de la capital a las que el escritor convierte en escenario de sus obra: Niza, Ginebra, Barbizon, Juan-les-Pins, Burdeos, Londres, Roma, Biarritz…, todas ellas contempladas con mirada evocadora, y a veces oscura, como la Niza de Domingos de agosto, o el Biarritz de su infancia, que les hace diferentes. Es esta última una ciudad muy modianesca, evocadora y melancólica, en la que Modiano vivió durante dos años de su infancia en la enigmática Casa Montalvo, y que tan cerca está de quien esto escribe. Un lugar muy literario, que Azorín recoge en su Caballero inactual, que Modiano incorpora, primero, a Libro de familia y, más tarde, a Un pedigrí.
Poco a poco, desde la publicación en algo más de cinco años del inicial Cuarteto de la Ocupación –en el que no dudo incluir Lacombe Lucien, el guion de la película de Louis Malle–, se va formando la que Bernard Frank, uno de los descubridores del escritor con Raymond Queneau y Paul Morand, denomina muy tempranamente la “impronta Modiano”. Es este sello una poética especial de la memoria que surge de un universo dominado por una evocación más lírica que nostálgica, una especie de proustianismo banlieuesard, en el que sus padres –Albert Modiano, siempre cerca de negocios y de tipos raros, y Louise Colpeyn, artista flamenca que hacía de actriz meritoria en el entorno de la productora alemana Continental, que es lo mismo que decir de la Propaganda-Staffel– a modo de personajes recurrentes, flotan entre la ausencia y la presencia, y en el que el hijo recupera recuerdos de infancia y reconstruye, entre redadas en busca de judíos y negocios del mercado negro, el ambiente en el que se conocieron sus padres y al que no fueron ajenos. Es el de la Ocupación el periodo histórico que Modiano no vivió pero que reconoce como propio y al que ha contribuido a recuperar y a desvelar tanto como algún historiador pionero tal que Robert O. Paxton, Pascal Ory o Jean Pierre Azéma. Una recuperación que tiene mucho de revisión y de denuncia de la Francia creada por De Gaulle en su discurso del 26 de agosto de 1944 y por la historiografía empeñada en negar la realidad de la colaboración y de Vichy, magnificando una Resistencia de última hora.
Pero no son solo esos años oku, siempre como modianesca música de fondo, los únicos que enmarcan la obra de PM. Están también los correspondientes a los no menos oscuros años de la IV República, de recuperación económica pero también de mercado negro, de depuración y guerra fría; de inestabilidad política, de gobiernos efímeros, de gángsteres que inspirarán a Godard, de guerra en Indochina y en Argelia, de ruido de sables, de paracaidistas airados, o de bombas del OAS. Unos años que en su época final anuncian al mayo del 68 por los que transitan los personajes de la Calle de las tiendas oscuras, de Villa Triste, de Una juventud… Es también el ambiente en el que se desarrolla la citada Remise de peine, de la que siempre se recordará al personaje de Roger Vicent, ahora recuperado en Pour que tu ne te perdes pas dans le quartier.
Al hablar de Modiano y España se han recordado con justicia las traducciones de María Teresa Gallego Urrutia para la editorial Anagrama, pero no se pueden esquivar las realizadas en los años 80 para Alfaguara, siempre magníficas, por Carlos R. de Dampierre, fino ensayista y poeta al que Leopoldo Panero le dedica un soneto en los sesenta. Como tampoco hay que olvidar los esfuerzos de francotirador de Miguel Lázaro desde su editorial Cabaret Voltaire para completar la traducción de las obras de Modiano en España, y de Javier Fórcola, que publicó ahora hace dos años en su editorial un ensayo de quien esto escribe en el que Albert Modiano es uno de los protagonistas.
También Modiano en España es inseparable de escritores como Juan Pedro Quiñonero, que desde París contribuyó a su difusión, de Justo Navarro, de José Carlos Llop, de Marcos Ordoñez –autor de uno de los textos más modianescos que se han escrito en español, incluido en la revista Turia, tan corto como espléndido– y sobre todo de Juan Manuel Bonet, quien ha realizado la mejor obra sobre el escritor, ahora Nobel, francés. Una obra que como no podía ser menos es un diccionario, reconocida especialidad literaria bonetiana, publicado también en el mítico número monográfico de la revista turolense de Raúl Maicas dedicado al escritor de Boulogne-Billancourt. Un texto que es más que un artículo y con llamadas que son casi capítulos, en el que ofrece una aproximación al mundo de PM en un registro semejante lleno de guiños: personajes y pistas, fichas y direcciones, cruces de referencias y relaciones, situaciones y acontecimientos, fechas y lugares. Es decir, Modiano puro.
No se puede en esta ocasión memorable dejar de citar a Denis Cosnard, escritor y periodista con el que tuve la suerte de contar con ocasión de la exposición Geografía Modiano, autor del estudio más acabado sobre el novelista, Dans la peau de Patrick Modiano, y creador de la imprescindible Le réseau Modiano, que es mucho más que una página web. Ni tampoco se pueden olvidar a artistas como Mariana Laín, Damián Flores, Pelayo Ortega y Carlos García-Alix, que se atrevieron a recrear el universo de PM en la galería de José R. Ortega. A todos ellos y a todos los entregados a la literatura de Modiano hay que darles la enhorabuena en lo que les toca, que es mucho, por este Nobel inesperado, anunciado el pasado 9 de octubre mediante una llamada desde Estocolmo a un teléfono del parisino y muy modianesco sixième arrondissement.
Fernando Castillo Cáceres (Madrid, 1953) es escritor, ensayista y comisario de exposiciones. Colaborador en revistas como Cuadernos Hispanoamericanos, es autor de libros como Capital aborrecida. La aversión hacia Madrid en la literatura y la sociedad, del 98 a la postguerra; Tintín-Hergé, una vida del siglo XX; Madrid y el Arte Nuevo. Vanguardia y arquitectura 1925-1936; Geografía Modiano y Noche y niebla en el París Ocupado. Traficantes, espías y mercado negro