“Yo siempre he sido un demócrata convencido,
pero no odio a los republicanos.
Nunca he sido comunista, pero tampoco los odio”
Kirk Douglas
Nada nunca es tan sencillo, ni fácil
Lo decía Iñigo Sáenz de Ugarte hace unos días en su blog, Guerra eterna. El periodismo no fue quien acabó con Richard Nixon. Se refería al Watergate y al hecho de que The Washington Post no obligó al entonces presidente de Estados Unidos a dimitir, que la cosa es mucho más compleja. Se hacía eco el periodista español de un artículo escrito por W. Joseph Campbell y aparecido en la web Media Myth Alert. Y esto vale igual para la portentosa afirmación promocional del libro de Kirk Douglas, Yo soy Espartaco, y que supone que, gracias a que en los títulos de crédito de la película Espartaco se incluyó el nombre –proscrito– del guionista comunista Dalton Trumbo, se acabó con las listas negras.
Hombre, no. La realidad es siempre un poco más enrevesada y dífícil.
En primer lugar, la decisión de Douglas (productor independiente del filme, con su empresa Bryna), de incluir el nombre de Trumbo, le vino dado por las circunstancias, y es que el guionista, siendo que los actores de la película le estaban cambiando su guión, amenazó a Douglas con abandonar el proyecto. Se ha de tener en cuenta que, para aquel entonces, Trumbo había escrito más de 1.500 folios (un cuarto de millón de palabras), casi diez versiones del guión. Así que no le hacía ninguna gracia ese menosprecio de su trabajo. Así las cosas, a Douglas no le quedó más remedio que jugársela y correr el riesgo de incluir el nombre de Trumbo en los títulos de crédito para así asegurarse la presencia del guionista hasta el final. Fue una decisión atrevida, claro está, pero que venía propiciada –además– por una clima favorable. Y, a fin de cuentas, venía más que justificada por la voluntad de Douglas de hacer la mejor película posible (y en aquel entonces Trumbo era el mejor guionista) que no por un gesto de batalla –ética y política– contra las listas negras.
Meses antes, Harry Truman, ex presidente de Estados Unidos, había realizado “varias declaraciones públicas contundentes reclamando que se acabara con las listas negras” (página 138). A ello se le ha de sumar, además, la decisión también pública de Frank Sinatra de contratar al guionista Albert Malt (incluido en las listas negras de Hollywood) para que escribiera el guión de la adaptación de la novela La ejecución del soldado Slovik, “una historia real acerca del único soldado estadounidense que fue ejecutado por desertor desde la guerra de secesión”. Y, en cualquier caso, ya por esa época, la opinión pública estadounidense mostraba un clima favorable a la eliminación de las listas. De hecho, oficialmente, las investigaciones del senador Joseph McCarthy habían acabado en 1954, a pesar de que Hollywood las mantuviera de manera informal.
Las listas negras
Los años cincuenta fueron años de “miedo y paranoia. En aquel entones, el enemigo eran los comunistas” (página 10), era la época de “la culpabilidad por asociación”.
Pero todo venía de un poco antes: del jueves, 28 de octubre de 1947. Aquel día, Los diez de Hollywood, diez hombres, nueve guionistas (entre ellos Dalton Trumbo, Albert Maltz y Adrian Scott) y un director de cine (Edward Dmytryk) fueron convocados por el congresista J. Parnell Thomas frente al Comité de Actividades Antiamericanas para declarar sobre sus filiaciones políticas anteriores y presentes. Todos ellos acabarían condenados por desacato (pues se negaron a contestar, pidiendo que les mostrasen las pruebas que tenía el comité para avalar sus preguntas sobre sus filiaciones comunistas) y sus recursos se desestimaron. En particular, Dalton Trumbo tuvo que cumplir una condena de diez meses en la penitenciaría federal de Ashland, en Kentucky. Tenía tres hijos pequeños.
Pero lo peor de todo fue lo que se conoció como La Declaración del Waldorf, realizada un mes después de la comparecencia de Dalton Trumbo y que decía así: “Los miembros de la Association of Motion Picture Producers deploramos la conducta de ‘Los Diez de Hollywood’, a quienes la Cámara de Representantes ha denunciado por desacato. En adelante, despediremos o suspenderemos de nuestra nómina sin compensación alguna a todos los comunistas y no volveremos a contratar a ninguno de los Diez hasta que sean absueltos o hayan purgado su desacato y declaren bajo juramento que no son comunistas”. Con tal declaración se dio comienzo a las así conocidas como listas negras.
El guionista Dalton Trumbo, quien antes de ser considerado un proscrito ganaba 75.000 dólares por sus guiones (era el mejor pagado de la época), se vio obligado a buscar refugio en México y a vender sus trabajos bajo seudónimo (y no solo guiones, pues también escribía relatos para revistas femeninas, utilizando el nombre de soltera de su esposa). La situación dio lugar a sucesos extravagantes, pues ganó dos veces el Oscar, una por Vacaciones en Roma (1953) y otra por El bravo (1956). En el primer caso, lo cubrió Ian McLellan –que fue quien recogió el premio–, pero en la segunda ceremonia de la Academia del cine, cuando se anunció al guionista ganador del Oscar de ese año, no subió nadie a recoger la estatuilla.
Howard Fast, uno de los autores de novela histórica de más éxito en Estados Unidos en aquella época, también fue citado a comparecer frente a la HUAC (siglas en inglés del Comité de Actividades Antiamericanas), en 1950, por haber apoyado al Joint-Fascist refugee Committee, un grupo antifranquista español. Se negó a revelar los nombres de los simpatizantes de este grupo y fue condenado a tres meses de cárcel. Lo enviaron a una prisión federal en Virginia Occidental. Allí, según escribió en sus memorias, Being Red, comenzó a pensar en Espartaco, novela que escribió en nueve meses, tan pronto salió de la cárcel. Ya en 1951.
Pero su situación era difícil: se le había prohibido pronunciar conferencias en los campus universitarios, vivía sometido a vigilancia constante y se le negó el pasaporte. Así las cosas, su novela fue rechazada por su editorial (Little, Brown) y por seis editoriales más. No le quedó más remedio que publicársela él mismo. Al cabo de cuatro meses había vendido cuarenta y ocho mil ejemplares.
Un gallito judío de Ámsterdam (Nueva York)
Issur Danielovitch, pues este es el nombre real de Kirk Douglas, un gallito que “iba de tipo duro” (página 153), según propia confesión, llegó a Hollywood en 1945, procedente de Nueva York, para actuar en la película El extraño amor de Martha Ivers. Cuatro años después ya había estrenado ocho películas y en 1950 era ya una auténtica estrella del cine. En 1957, con cuarenta y dos años y productora propia (Bryna), le cae en las manos la novela de Howard Fast, Espartaco, y decide contratarla de inmediato para adaptarla al cine. La compra es una ganga (solo cuesta 100 dólares), pero lleva trampa: Fast quiere escribir el guión.
Este es el punto de partida para las evocaciones de Kirk Douglas sobre la preparación, rodaje y posterior difusión del filme de 1960, Espartaco, dirigido por Stanley Kubrick y protagonizado por el propio Douglas, y con la presencia de Laurence Olivier, Jean Simmons, Charles Laughton, Peter Ustinov y Toni Curtis.
Sería prolijo desentrañar aquí las mil vicisitudes contra las que tuvo que lidiar la película, una superproducción que acabó costando más de doce millones de dólares y de las primeras que utilizó el nuevo sistema de procesamiento del color de Technirama (propiedad de la empresa Technicolor). La que más nos importa aquí, sin embargo, es la que se refiere a la relación entre Douglas y Dalton Trumbo, así como los comentarios de Douglas sobre el director Stanley Kubrick, ese “chulito del Bronx”, “un beatnik”. Se ha de dejar claro, para situar el libro en su contexto preciso, que Douglas tiene 95 años cuando escribe este libro, que hace más de cincuenta años de los hechos contados, que la mayoría de las personas a las que se hace referencia están muertas y que, como declara el propio Douglas: “uno se sorprende de la cantidad de cosas que ha olvidado”. Esto es, que las recreaciones dramáticas (en forma dialogada) que hace Douglas de las múltiples desavenencias entre los diferentes implicados en Espartaco –una película que se demoró tres años en llegar a los cines–, se han de coger con pinzas.
No significa esto que carezca de valor el testimonio de Douglas, en absoluto. Yo soy Espartaco es un libro magnífico que nos habla del ocaso del sistema de los grandes estudios y de una época convulsa para la sociedad estadounidense, sumida aún en los últimos coletazos del macarthismo, una época dolorosa que vio cómo amigos se enfrentaban entre sí, cómo se rompían matrimonios y se ponía fin de un plumazo “a infinidad de carreras profesionales, y no solo en Hollywood”.
Así se escribe un buen guión
Pero ya se ha dicho, hay un personaje en toda esta historia que destaca con luz propia: Dalton Trumbo. Un hombre extravagante y único, menudo, de fino bigote, amante de los animales, con unos ojos que “transmitían calidez e inteligencia, además de una franqueza que indicaba que ese tipo no era un farsante”. Era Trumbo “más personaje que la mayoría de los actores que he conocido”, confiesa Douglas. Un hombre muy particular, que “hacía ejercicio dando vueltas alrededor de la piscina mientras encadenaba un cigarrillo con otro”. Un escritor incontinente, para quien escribir formaba parte de su naturaleza. Un hombre, en fin de cuentas, “que amaba la vida. Amaba vivirla, amaba describirla, amaba entregarse a ella”. De su prosa de guión dice Douglas que parecía poesía. Y era un tipo de escritura rapidísima. En palabras, quizá un tanto hiperbólicas del propio Kirk Douglas, “cuando otros guionistas de primera línea producían veinte páginas por semana, [Trumbo] era capaz de duplicar esa cantidad en un día”.
Resulta también interesante descubrir cómo trabaja el guionista, proceso que él mismo describe así: “la única forma que conozco de escribir un guión es hacerlo solamente con diálogos, de principio a fin. Luego, hago primeras correcciones. Después, completo el guión, es decir, lo relleno con detalles de tomas, descripciones y acciones”. No menos peculiar esa su despacho de trabajo: una bañera. Cuenta Douglas que “tenía un tablón de madera atravesado en la parte superior [de la bañera] que cubría sus vergüenzas y le proporcionaba un espacio sobre el que colocaba la máquina de escribir, un cenicero y un vaso de bourbon, siempre presente”.
Al parecer, Trumbo era también un tipo ingenioso en la intimidad, con un sentido del humor que era “la gracia que le salvaba”, pues era “un narrador de anécdotas tan fabuloso como buen escritor”.
Un vínculo extraño
No es que sea Kubrick menos estrambótico que Trumbo, pero sí resulta mucho más familiar su nombre para el público contemporáneo. Kubrick y Douglas se habían conocido en 1956. “Lo que más recuerdo de Kubrick eran sus ojos”, dice Douglas de aquel hombre de “aspecto somnoliento”, pero que siempre estaba “muy despierto, siempre pensando. Era “un hombre de cálculos”, alguien a quien “no le molestaban las críticas: sencillamente, las ignoraba y hacía lo que se le antojaba”. De hecho, hay un momento –durante el rodaje de Espartaco– en que Douglas tiene que meterlo en cintura y le amenaza, obligándole a que ruede la que luego se convertiría en famosísima escena de la película, aquella en la que uno detrás de otro, todos los esclavos se levantan y comienzan a decir: “Yo soy Espartaco”. Asimismo le obligó a que abandonara “la misma chaqueta informal y los mismos pantalones caqui que llevó puestos desde el primer día”, pues, según parece, al director de cine le traía al pairo su indumentaria y apariencia desastrada.
De entre las confesiones de Douglas en el libro, la más significativa (en lo que respecta a Kubrick) es la siguiente (nos asegura el actor que nunca se la ha contado a nadie, ni a su mujer): mientras se sucedían los problemas con Kubrick en el rodaje, Douglas le pidió que le acompañara a una de sus consultas con el doctor Herbert Kupper, su psiquiatra, quien habría de servir de árbitro profesional para resolver los conflictos entre ellos. Según se nos dice, una de las repercusiones de aquel encuentro a tres fue que el doctor Kupper le recomendó a Kubrick un libro, una novela en alemán del año 1926, escrita por Arthur Schnitzler: Relato soñado. Con ella, como ya sabrán, cuarenta años después, se rodaría Eyes Wide Shut.
Como última curiosidad podemos comentar que Douglas contrató para las escenas de batalla de Espartaco al ejército español, en concreto a 8.500 soldados españoles, a razón de 8 dólares diarios, “para que representaran el papel tanto de soldados romanos como de esclavos rebeldes”. La negociación con Franco no fue fácil, pues, antes que nada, exigió un pago en efectivo realizado directamente a la “organización benéfica” de su esposa. Amén de la orden terminante de que “no se autorizaba que ninguno de sus soldados muriera en la película”. Orgullo español, sentencia Douglas.
Yo soy Espartaco: rodar una película, acabar con las listas negras, de Kirk Douglas. Prólogo de George Clooney, traducción de Ricardo García Pérez. Editado por Capitán Swing, Madrid, 2014.
J. S. de Montfort (Valencia, España, 1977) es graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid. Forma parte del consejo editorial de la Revista Literaria Hermano Cerdo y es miembro de la AECI (Asociación Española de Críticos Literarios). En fronterad ha publicado, entre otros, La Tremenda Crew United, La novela de la no-ideología. David Becerra y la literatura del capitalismo avanzado y La utopía de internet. Rendueles y la sociofobia como nuevo nihilismo. Este es su blog