“Desde el punto de vista de cada uno, los dos tienen razón”. Dalia Fadila, árabe e israelí, es experta en literatura americana y estudios étnicos, y en cierto modo activista por la educación de la minoría árabe en Israel: es fundadora y directora de varias escuelas privadas para enseñar inglés a niños árabes a través de un método desarrollado por ella misma.
A pesar de haber sido educada en una familia musulmana bastante tradicional –su matrimonio fue concertado–, Dalia pisa con fuerza, aunque siempre con cautela. Tiene claro que la educación es clave para la integración de los árabes en Israel. “No se trata de ser como ellos, sino de vivir con ellos. Algunos palestinos ven a los árabes que vivimos en Israel como traidores por aceptar la situación, pero yo vivo en mi hogar –en una ciudad árabe dentro de Israel–. Al final terminas teniendo dos identidades: aceptas tu nueva identidad israelí, pero también te identificas con tu gente”. Y Dalia es una experta (protagonista) en la complejidad de identidades, al fin y al cabo es una mujer-árabe-musulmana-israelí que enseña literatura americana en una universidad islámica en Israel, de la cual es también rectora. “¿Hay algo más complicado que eso?”, termina sonriendo.
La falta de integración de la minoría árabe en Israel –un 20% de la población, de acuerdo con el informe de 2012 de la oficina del primer ministro– es visible a varios niveles. Hay apenas un par de escuelas integradas, y los colegios árabes suelen tener bastante peor nivel, lo que hace que el acceso a la universidad sea más difícil. A diferencia de los (y las) jóvenes judíos, los árabes no tienen el servicio militar obligatorio y, en caso de querer hacerlo, nunca podrían formar parte de las unidades de combate. Además, algunos empleos piden como requisito haber hecho el servicio militar, lo que crea también barreras en el mundo laboral. Israel no es el estado de los israelitas, es el Estado de los judíos.
“La identidad israelí es demasiado judía, no existe una conexión con los otros grupos que viven en Israel, y desde luego no se piensa en el otro como un compañero”, asegura la psicóloga Roni Porat, que estudia las barreras socio-psicológicas que afectan a la resolución de conflictos.
La estrategia de comunicación
Tras la operación de este verano en Gaza, una vez más el interminable conflicto entre Israel y Palestina ha vuelto a ser portada. Las altas esferas de la política israelí consideran que se les presta demasiada atención. “¿Es que no pasa nada más importante en el mundo? Después de Washington, Israel es el segundo destino con más corresponsales internacionales. No tiene sentido para un país tan pequeño”, protesta Miri Eisin, coronel retirada y ex portavoz del gobierno israelí durante el mandato de Ehud Olmert. Sin duda, uno de los mensajes que el gobierno israelí contempla en su plan de comunicación. En menos de una semana oiría al portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, Paul Hisrchson; y al portavoz del IDF –el ejército israelí–, el teniente coronel Peter Lerner, defender lo mismo.
Los tres denuncian también una mala cobertura del conflicto en general, y de los recientes acontecimientos en Gaza en concreto, pues consideran que los medios de comunicación se han limitado a presentar una imagen de Israel como Goliat, frente al David palestino, y que así llevan haciendo desde la guerra de 1967: Goliat como la imagen de un militar israelí “deshumanizado”, con el casco tapándole los ojos; frente a David, o lo que es lo mismo, los civiles palestinos de Gaza. “En dos meses de guerra han salido dos imágenes de terroristas de Hamás disparando cohetes”, recalcan Eisin y Hisrchson. Lo cierto es que varios periodistas de medios internacionales han declarado, después de salir de Gaza, sentirse intimidados por Hamás.
La estrategia de comunicación del gobierno israelí parece incluir también la búsqueda de empatía a través del storytelling (del relato): “Cuando oyes la alarma, sabes que tienes como mucho treinta segundos antes de que caiga el cohete, y tienes a tus tres hijos en diferentes partes de la casa, y tienes elegir a cuál de los tres salvar”. A todo el mundo, y muy especialmente a los periodistas, nos gustan las historias, son un gancho. Pero cuando la misma historia la cuentan Miri Eisin, Paul Hisrchson e incluso el responsable del centro de seguridad de Sderot –una de las ciudades fronterizas con Gaza y que más cohetes de Hamás ha recibido en todos estos años de conflicto–, más que ganar simpatizantes solo crean escepticismo.
En general, los israelíes consideran que los medios de comunicación internacionales son más favorables a la causa palestina. Alguno incluso afirma que el mundo es en su mayoría “antisemita”. Yo misma, el día que llegué a Tel Aviv después de pasar unos días en Jerusalén y Cisjordania, me encontré contestando “por qué los españoles odiamos a los judíos”.
Cierto es que a veces la prensa olvida reflejar la realidad civil israelí, limitándose sólo a informar sobre las operaciones militares. Y cuando alguien te cuenta que no coge nunca el bus por miedo a que salga volando por los aires, o que ni siquiera soporta pararse en el semáforo cerca de uno cuando va conduciendo su propio coche, sientes que tienes que pararte un momento a escuchar y reflexionar. Pero al final, las cifras están ahí. Y las víctimas de un lado y otro poco tienen que ver. Según un informe publicado por la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA) a principios de septiembre, durante la última guerra en Gaza fallecieron 2.131 palestinos, de los cuales 1.473 fueron identificados como civiles –incluyendo 501 niños–. En contraposición, 71 israelís murieron durante el mismo periodo, de los cuales 66 eran soldados, además de un coordinador de seguridad.
Todos los países tienen el derecho a defenderse en contra de un ataque, pero ningún país tiene el derecho a violar las leyes internacionales bajo el precepto de autodefensa.
El camino que lleva a Belén
Además de las cifras de víctimas, está presente la humillación constante de la población palestina. Basta con cruzar uno de los checkpoints desde Jerusalén hacia Belén o Ramala para darse cuenta.
Quizás desde la ignorancia, cuando me monté en el primer bus camino de Cisjordania, esperaba encontrarme una especie de aduana. Pero al llegar al control tienes dos opciones: cruzar andando lo que bien podría ser una cárcel, con muros de hormigón de siete metros, con torres de control y un estrecho pasillo por el que ni yo misma, con una complexión normal, apenas quepo; o cruzar con tu vehículo con todo lo que supone: sal del coche, abre el maletero, levanta la alfombra del maletero, enseña los papeles, abre las bolsas que llevas en el coche y luego, quizá, puedas cruzar. Si vas en autobús, dos militares muy serios y con fusiles subirán a comprobar tu documentación. Lo de las armas en todas partes –incluso cuando van a rezar al Muro de las Lamentaciones– es algo que resulta algo incómodo al principio.
Volviendo a Jerusalén desde Ramala, sede de todas las ONG internacionales y de la Autoridad Palestina, después de casi tres horas para cruzar el checkpoint, decidieron que un niño de unos once años, su hermana de trece y yo debíamos bajar y cruzar a pie. No sus padres ni nadie más. Ellos no me entendían a mí, ni yo a ellos, pero me miraban y sonreían ante mi indignación. Sentí que les parecía una aventura, y pensé cómo lo verían dentro de unos años.
La verdad es que no dejan de ser unos privilegiados, la mayoría de los palestinos no tiene permiso para cruzar a Israel, ni siquiera a Jerusalén. En Belén, un joven de 22 años que iba camino de la mezquita a rezar, me acompaña hasta mi destino al verme perdida. Va vestido como si fuera a misa de domingo, impecable, con el pelo engominado y oliendo a colonia. Es estudiante de la universidad de la ciudad, y su mayor deseo es poder irse fuera, a cualquier otro país donde seguir estudiando y mejorar su inglés. “Pero estoy aquí atrapado, porque Israel no me dejará salir. No he podido entrar en Jerusalén desde que tengo ocho años”, se lamenta.
Adnan, un taxista de la misma ciudad que terminó convirtiéndose en mi guía turístico por la ruta de los grafitis de Bansky, soñaba con casarse con una americana “rubia y guapa” y emigrar a Estados Unidos. “¡Pero a trabajar, eh! Yo no sé quedarme en casa sin hacer nada”, decía muy serio. Dos de sus doce hermanos llevan más de veinte años en Canadá.
El impacto del muro, sin embargo, va más allá de un montón de sueños rotos. Partiendo de que la barrera, lejos de reseguir la Línea Verde establecida en 1949, está siendo construida dentro de Cisjordania. En ese espacio, y estratégicamente asentados en Zona C (control civil y militar de Israel), se encuentran todos los colonos judíos y la mayoría de los recursos naturales de Palestina, ahora bajo el control de éstos, quienes consumen hasta seis veces más agua que sus vecinos de Cisjordania –según la ONU, más de un millón de palestinos tienen acceso sólo 60 litros de agua al día, muy por debajo de los 100 litros recomendados por la Organización Mundial de la Salud.
Cuestión de vocabulario
Los colonos, por supuesto, no se consideran como tales, sino como habitantes de ciudades, que no asentamientos, a pesar de que oficialmente la ONU los denomina de esta forma y reitera su ilegalidad. Es una vez más cuestión de estrategia. Como lo es denominar los checkpoints “cruces”, o decir que el West Bank (Cisjordania en inglés) es “Judea y Samaria”; o el muro, que para unos es “valla de seguridad” mientras que para otros es el “muro del apartheid”.
Precisamente el uso del concepto de apartheid está convirtiéndose en habitual para referirse a la situación de los Palestinos en Gaza y Cisjordania, en similitud con la segregación racial que tuvo lugar en Suráfrica hasta 1992. Miri Eisin critica el uso del término, y considera que no es más que una muestra de la falta de capacidad de Occidente para comprender lo que está ocurriendo en la zona. “La Europa post Guerra Mundial, a diferencia de Israel, no piensa en la guerra como algo que puede ocurrir en cualquier momento, como también pide el fin de la ocupación desde su punto de vista postcolonial, pero el establecimiento del estado de Israel no puede considerarse en términos coloniales”, asegura Eisin.
Pero si Israel critica a Occidente por querer aplicar nuestros valores a todo el mundo –“cuando no necesariamente es lo más adecuado”–, ¿cómo puede ser que se definan como europeos y la única democracia en Oriente Medio, e incluso uno de los países más democráticos del mundo? Sin embargo, según el índice de democracia publicado por The Economist Intellingence Unit, Israel ocupa el puesto 39 en el ranking, y está clasificado como “democracia con imperfecciones”.
La necesidad de reconciliación
Aunque parezca representar a la gran mayoría, no todas las posiciones son tan radicales. También hay quien tiene una aproximación más reconciliadora. Haberlos, hailos. Y en ambos bandos.
Bassan Aramin y Robi Damelin, palestino e israelí, son dos padres que han perdido a sus hijos a causa del conflicto. Ambos forman parte de una organización para familias, The Parents Circle Family Forum, que busca la convivencia de ambos pueblos. “En realidad no sabemos nada de aquellos que llamamos nuestros enemigos”, dice Robi. “Nosotros creemos que el proceso de reconciliación tiene que ser parte de cualquier proceso de paz, o ningún alto al fuego durará”, añade.
El hijo de Robi, David, murió a manos de un francotirador palestino en un checkpoint cuando servía como reservista. David era entonces profesor de Filosofía en la universidad y no quería volver al ejército. Robi, de origen surafricano y siempre activa en el movimiento anti-apartheid y pro-coexistencia, asegura que sus primeras palabras al enterarse fueron: “No mataréis a nadie en nombre de mi hijo”. Dice que tras la muerte de David se sintió completamente perdida, hasta que la invitaron a unirse al fórum de las familias y trabajar en una reconciliación a largo plazo se convirtió en su prioridad.
Bassan, por su parte, llevaba años involucrado en actividades por la paz cuando su hija de 10 años, Abir, fue alcanzada en la cabeza por una bala de goma cuando volvía del colegio. En su juventud, Bassan formó parte activa de la lucha palestina, pero nunca la comprendió del todo: “Tú sólo estás tratando de proteger tu infancia, no de crear un estado, porque en realidad no sabes lo que eso significa”, confiesa.
Quizá fue esa ignorancia la que lo llevó a pasar varios años en la cárcel por lanzar una granada contra un grupo de israelíes. Allí, dice, tratando de entender al enemigo, vio La lista de Schlinder, y poco a poco su actitud fue cambiando. El proceso le llevó años, pero asegura que llegó a comprender el porqué de la actitud de los judíos, e incluso después de perder a su hija decidió que el odio y la venganza no eran la solución a nada, sino el problema de todo.
El fórum para la familia es cada vez más activo. Todas las semanas se reúnen en Tel Aviv, y Bassan y Robin viajan por todo el mundo dictando conferencias. Ahora esperan el día en el que puedan conocer a quienes mataron a sus hijos, ambos cumpliendo condena en la cárcel. Quieren decirles que no desean venganza, pero que esperan que tengan que vivir con ese peso sobre su conciencia toda su vida.
Claves para la convivencia
No son los únicos que proponen este tipo de aproximación a la resolución del conflicto. Dalia cree que la educación es un punto clave, y desde otros sectores también se han hecho propuestas.
Shlomi Fogel, un importante hombre de negocios de Israel, apuesta por el desarrollo económico como fin de los extremismos. Según Fogel, el estado ya hace negocios con el mundo árabe por valor de cinco millones de dólares, así que, ¿por qué no con Palestina? “Es la base para la paz, aunque muchos políticos todavía no lo ven”, asegura. Por ahora, ha establecido una ruta de comercio con Jordania que ha conseguido abaratar, por ejemplo, los costes de producción de pan de pita en el país vecino en un 5%.
Con el objetivo de expandir este proyecto, Fogel ha creado una zona de seguridad llamada free zone, donde se puede entregar y recoger cargamentos las 24 horas del día, y donde con el tiempo las empresas puedan instalar sus propias factorías. “Yo cuando me reúno con algún líder o empresario árabe le digo: ‘Dios es Dios, y los negocios son otra cosa, esto es un beneficio para ti y para mí’”. Pero por ahora parece que las relaciones con Palestina tendrán que seguir esperando. En ambos lados, hombres de negocios y políticos siguen esperando a que haya primero un tratado de paz para comenzar a hacer negocios, aunque Fogel asegura que las generaciones jóvenes son más proactivas en este sentido.
No es, sin embargo, la panacea. Como tampoco lo es la simple eliminación de los asentamientos de colonos. Pero desde luego es un paso más hacia una posible reconciliación –quizá hasta convivencia, que por ahora parece estar aún demasiado lejos–.
Patricia Alonso es periodista. En fronterad ha publicado Los judíos de Putin, ¿Qué hacer contra la Rusia de Putin desde el neomarxismo?, A través de los Balcanes y Trece años de despedidas. En Srebrenica no hay olvido
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