Capítulo 1
Según la nota informativa 41/03, fuente Ioan, DGP, los cojos tienen miedo a los perros. ¿Quién creería al verlo blanco como la cal que era el mismísimo Gogu Vrabete, alias Tango? Él no se mezclaba con los tipos del pasaje Macca donde se cocía el meollo del estraperlo, pero desde el mercado de Matache hasta la plaza de Chibrit era alguien. El numerito de los perros hostigándolo al salir del cine por la noche era cosa de envidiosos. Cairo, Polvo Chicharrón, Buză, Nazarie y el boyardo Mişu Banu. Lo chinchaban por ganas de joder. Él soplaba sus trapacerías y pellizcaba a sus chicas en el culo. Hasta que dejaban de ladrar, sonreía más pálido que un muerto. Cuando se ponía lívido, los otros ahuyentaban a los perros. Se descojonaban de risa. Le jugaban la misma mala pasada cuando salía del local y embelesaba a la hembra para llevarla a una habitación del Hotel Bristol. Se quedaba como una estatua. Su cara de truhán se volvía tan blanca como la camisa. A través de las paredes llegaban las notas de Celos. Las reconocía a la legua. En cierta ocasión, quiso bailar en un escenario de verdad. Todo se vino abajo un jueves. Figúrate que Gogu fue el ídolo de las salas de baile. Cuando aparecía, con su talle delgado, ¡aaah! Daba sonoros taconazos. Apretaba a la dama con sentimiento. ¡Es que arrasaba, caramba! ¡Por estas!
En aquellos felices tiempos llevaba una doble vida. De lunes a viernes trabajaba como empleado por la zona de Filantropia. También se dejaba caer por las carreras a ver si pescaba algo. Tenía varios caballos favoritos: Grette, April, Viruta. Estaba a la cuarta pregunta. Iba a las veladas de boxeo y apostaba. Sin suerte; no se llevaba nada. Había sido dependiente en la tienda de café de Safarian, en Villacros, pero no le gustaba estar detrás del mostrador. Él picaba alto. Pero, ay, ese desgraciado más gris que las ratas, un don nadie, resucitaba los sábados y domingos. Se despojaba de la piel de memo y brillaba durante unas horas. Acudía al salón de Akim emperejilado con un traje gris cruzado de rayas finas como el hilo de una telaraña. Una rosa en la solapa. Tenía unas corbatas tremendas. Cometería uno un crimen con tal de colgarse del cuello alguna de ellas. ¿De dónde demonios las sacaría? Cierta vez, el comisario Ţepeluş lo detuvo, pero no por tráfico de divisas o contrabando. Quería saber cómo se procuraba aquellos pingajos de color gris marengo, de cáscara de cebolla, ámbar o ciruela plateada. El comisario, un putero de marca mayor, apostaba por una dama de alto copete, bulevar Pake nº 34. Pensó en Gogu para que le diese una imagen más comercial con una de sus corbatas milagrosas. Tomó de él lecciones de tango. Pero, con todo y con eso, lo puso a la sombra. Por lo visto, ella se le resistía. Nuestro Gogu se comportó de modo heróico. No cedió a las presiones. Era exactamente el día en que Ribbentrop y Molotov se congratulaban con champán y caviar en el Kremlin bajo la mirada de carnero degollado de Stalin. En aquellos momentos desesperados para Europa, a Gogu lo trataron a sopapo limpio. El mundo se salía de quicio. ¿Y qué? En un barrio de Bucarest se discutía con ardor en la policía por el nudo de la corbata. Una semana después, los alemanes descuartizaron Polonia y Gogu regresó a sus asuntos. Perdió muchas horas oyendo por radio declaraciones londinenses. París expresaba su desolación. ¿Qué le importaba a Gogu Europa? Sacaba los zapatos de las hormas. Tenía unos especiales que hacían un crujido espectacular al andar y con herraduras de primera. Le gustaba sentir el ruido en el grueso entarimado cuando pisaba, tac, tac.
Al salón no iba andando, para no estropear su atuendo de gala. Tenía un chófer amigo en la estación. Sabía la hora y se presentaba para recogerlo. Al llegar al salón Akim, imitaba a Bogart cuando se bajaba del Packard. Le gustaba esa escena de película hasta la locura. La portezuela entreabierta, primero aparecía el sombrero. Ponía el pie en el suelo y salía afuera, tras una prolongada mirada por el parabrisas. Bastaba un minuto para que la gente congregada en la acera se percatase de que había llegado. Y ahí lo tenemos bajo el firmamento de Salón de baile, letras de un verde violeta, junto a una pareja abrazada en un cartel tan alto como una farola. Los altavoces a toda potencia aturdían la calle. Señoritas y caballeros: ¡Pasen adentro!, gritaba un individuo gordo. Vean la mejor orquesta, bandoneón, guitarra, contrabajo, piano Steinway, Sergiu Malagamba[1] en la batería. Bebidas selectas a discreción, sifón helado, patés del maestro Zigu. Al entrar, algunos tipos duros lo reconocían. Se hacían a un lado en señal de respeto. Al verlo, perdían su aspecto de matones. Cojonudo. Gogu era su padrino. Lo admiraban tanto que perdían el culo, henchidos de felicidad, por estrecharle la mano, quitarle una mota del cuello de la camisa o tutearlo. Por exhibirse con él o por preguntarle qué tal estaba aquella tarde. Eso le venía únicamente del baile. Sepan que era el número uno en el salón. Bailarín de casta, un gallito, con el cuerpo en tensión como un arco. Lanzaba una mirada sombría, levantaba la ceja y esbozaba una sonrisa con la comisura de los labios como un mafioso. Daba un papirotazo al sombrero. Figúrate, las tías se corrían de gusto. Pasaba por delante de los matones de la entrada, como en las películas de Clark Gable. Mordiéndose el bigotillo y tirándose del lóbulo de la oreja. Diciendo: «¡Hola! ¿Qué hay?» Impávido, fardón y apático como conviene a un truhán.
Ya dentro del salón, salía a recibirlo el maestro de ceremonias. Un ruso evadido de Odesa, Vasea, que había salido por piernas huyendo de los bolcheviques. Anunciaba su entrada con voz de bajo, como en un baile de gala moscovita, dando un golpe en el parqué con un bastón. Eso le gustaba. Por lo demás, reverencias, respeto, bienvenido, señor Vrabete. El patrón le pagaba por horas para que hiciera todo ese circo. El ruso cumplía a la perfección. Muchos había que acudían al salón de baile Akim para que el larguirucho los saludara ceremoniosamente vestido de época. Gogu recorría con la mirada el parqué encerado. Las sillas vacías, los grupos de caballeros y damas. Era su reino. Se entretenía un minuto con los chicos de la orquesta. Se apelotonaba en el mostrador. Cerveza Luther, bragă[2] amarillenta y sifón helado. Pasaba un rato de tertulia con los Bogart, Clark Gable y James Cagney del barrio. Las chicas, en el rincón opuesto, se abanicaban luciendo sus anchos vestidos recargados de cintas y volantes. Uno podía encontrar, según sus gustos, a la Garbo, Rita Hayworth, Lana Turner y Mae West. Cada cual con su dios prestado por dos leus del cine Marna. Gogu no aparecía al principio; iba contra su dignidad. Llegaba cuando el baile estaba en su apogeo, fijo entre la cuarta y quinta piezas, el máximo de refinamiento que contemplaba el protocolo. Sabía vender su mercancía. Una velada de baile sin Gogu Vrabete era inimaginable. Más chulo que nadie. Todos los ojos se volvían a él cuando aparecía en el marco de la puerta. El barrio estaba lleno de casas de citas, tabernas y burdeles con faroles rojos. De sótanos, pasadizos oscuros con putas, patios sombríos con mesas y clientes que negociaban la tarifa. Reyertas todas las noches. Se sacaban las navajas para limpiar el honor. El último resto del código caballeresco de Europa en un rincón de Valaquia. Ahí daba uno con Gogu Vrabete.
Por la noche, el barrio era más inseguro que el frente. Hampa, gentes de mal vivir, tipos de mano dura, ex boxeadores, malhechores. También venían personas de fuera, no solo los pisaverdes de entre la plaza de Chibrit y el mercado de Matache. Un personaje aparte era Mişu Banu, alias el Señorón. ¿Qué buscaba allí un boyardo de casta? Buena pregunta. Iba a oler el sudor apestoso de las putas. Se pirraba por escuchar las vulgaridades del barrio. Cuando oía una más subida de tono, pedía cortésmente con su erre gangosa que se la repitiesen. Dejaba un baile picante de un local de lujo, Dancing Colorado o Fu Chang, se subía al Hispano Suiza que toda la ciudad conocía, verde huevo de pato, e iba al Akim. Otro personaje era un periodista, Nazarie. ¿Qué buscaba? Detalles morbosos, historias de chicas de los burdeles. Hacía reportajes sensacionalistas de crímenes, dramas sentimentales y atracos. La Estación del Norte y sus alrededores eran su feudo. Era un experto en revolver la mierda. Y cuando no encontraba la tragedia que necesitaba, inventaba una. ¿Quién iba a contradecirlo? También estaba Polvo Chicharrón, regresado de América. Contaba historias de gánsteres, de suicidas arruinados que se arrojaban de los pisos altos y de parados que hacían cola para recibir una sopa. Luego, Rudolf Buză, coronel en aquella época. Se le podía sorprender escuchando historias que olían a coño, a alcohol y a sangre que despachaba Moni Rabietas (Akim, en los papeles), el patrón del local. Para Gogu Vrabete, el ídolo del cruce de las calles Griviţa y Buzeşti, el universo era aquel salón de parejas que patinaban sobre el parqué encerado, de sillas arrimadas a la pared ocupadas por señoritas empolvadas y pintadas que agitaban abanicos de papel… Estos serían los personajes del drama. ¿Satisfecho? Ah, y también Cairo, un gánster.
Así arranca el libro Muerte de un bailarín de tango, que acaba de publicar la editorial Eneida, con traducción de Joaquín Garrigós.
Stelian Tanase (Bucarest, 952) es graduado en Historia de la Filosofía y doctor en Sociología por la Universidad de Bucarest. Desde el año 2013 ocupa la presidencia de la Sociedad Rumana de Radio y Televisión. Participó en la revolución de diciembre de 1989 que derribó a Nicolae Ceausescu. Vicepresidente del partido Alianza Cívica, fue elegido diputado nacional en 1992 y en 2006 miembro de la comisión presidencial de Investigación de la Dictadura Comunista. Ha publicado catorce libros, entre ensayos, biografías y novelas, entre los que destacan Luxul melancoliei, Corpuri de iluminat, Playback, Maestro y Muerte de un bailarín de tango.
Notas
[1] Músico rumano, compositor, batería y director de música ligera. En los años cuarenta introdujo un estilo de vestir que se conoció como Malagamba. N. del T.
[2] Bebida refrescante a base de maíz, mijo o centeno fermentado. N. del T..