Le había dicho al padre Paco que yo no quería ser el ángel de la anunciación. Se lo supliqué porque le tenía terror a la pila bautismal desde donde cumplía mi rol celestial. En ese momento, siendo yo tan pequeño, no sabía que sufría de vértigo. Pero cuando el padre Paco decía: “ahí te quedas”, no había elección. Aquel cura gallego era implacable, de los que te daba la mano y te estrujaba el cuerpo entero. Lo que Paco ordenaba era mandato santo, de modo que mi carácter blandengue ni se planteaba contradecirlo.
Llevar por nombre Gabriel me condujo naturalmente a representar al ángel de la anunciación en el pesebre viviente de la parroquia durante años, cargando con aquellas alas pesadas y el sufrimiento que me provocaba la altura. Inmovilizado, permanecía durante horas con los brazos en alto, anunciando a María virgen que estaba embarazada, mientras la susodicha santa María estaba con el bebe en brazos a pocos metros. ¿Qué hacía yo anunciando lo que ya había ocurrido? Nadie me lo explicó; pero la secuencia, definitivamente, no se entendía.
Dar buenas nuevas es lo que más gozo me produce. No se trataba de no querer ser el mensajero. Pero allá arriba no, estático menos y con aquellas alas espantosas sujetadas por unos alambres que me dejaban sin respiración, menos que menos. Yo sabía que era un espectáculo patético, no me creía ni sentía el papel de arcángel y menos con la virgen habiendo ya parido, comodísima, sentada y sonriente. De cara de parto, nada. Además ya corría el rumor entre mis compañeros más avispados que aquello del espíritu santo no podía ser cierto.
Rumores aparte, yo sólo miraba un punto fijo para no marearme y rodar por las escaleras del altar. Sí, lo recuerdo bien. Allí estaba la emperifollada señora del hotel más chic de Salto (Uruguay) convencida de que cantaba como la Callas. Ella me distraía. El vecino, que como un péndulo avanzaba borracho, también me sacaba de quicio. Mis abuelos, mirándome con compasión. Y mis hermanas, tentadas de risa. Qué les voy a contar. Mantenerme sobre mis pies haciendo gestos de buenas nuevas, era francamente complicado.
Un día dije basta, a mi manera, pasando apenas el metro y algo de altura. Expliqué a mis padres que no quería ser más arcángel en aquellas largas noches estivales. Y que me daba igual el sermón del padre Paco, porque después de todo aquello era un colegio y no un cuartel. Les pregunté que cómo se les había ocurrido ponerme ese nombre de tan difícil pronunciación y con una carga bíblica tan comprometedora. Respuesta: “Te lo pusimos por Gabriel Condorcanqui, un líder indígena rebelde a quien llamaban Tumac Amarú”. Así pues, Tupac Amarú sería por fin quien forjaría mi desvinculación con el arcángel.
Sin embargo, la revelación de mis padres no mejoraría las cosas. Indagué un poco más y supe que el pobre Tupac había muerto después de que intentaran descuartizarlo con los brazos y las piernas atados a caballos. Desconcertado, no sabía con qué historia quedarme, si con los cinco minutos de gloria del ángel –eternos para mí– o el héroe rebelde brutalmente asesinado… En buena hora me fui a enterar yo de aquella linda noticia. Una tan celestial y la otra tan terrenal. “Pobre gurí”, dijo mi abuelo.
Por cierto, fue en ese tiempo que mi abuelo me regaló un caballo. Era tostado, estilizado y altivo como monumento ecuestre. Pero era tuerto. Con todo, me marché al campo en diciembre para evitar el pesebre viviente y montar en el tostado tuerto. “Andá con cuidado”, me advirtió el tío Jorge, “porque este tostado es medio porfiado”. Me monté seguro y le susurré: “vamos tostadito tuerto, vamos Tuertito”, buscando su complicidad y amistad eternas.
Cabalgamos juntos por la llanura salteña alternando montes, tajamares y pastizales. Las vacas nos observaban con su mirada lerda de siempre y las mulitas despejaban el galope de aquel monumental animal mirándonos de reojo, escabulléndose en sus guaridas subterráneas. Pero una liebre, temerosa de ver aproximarse al peor de sus destinos, se asustó. Y dio brincos sin tregua. Y el Tuerto se enfadó. Comenzó entonces un galope desenfrenado, un galope de caballo loco y sin rumbo cierto. Tiré de las riendas hasta darme por vencido y esperé que el Tuerto se detuviera por cansancio.
Cuando pude reaccionar, mi cara estaba impregnada de pedregullo, me dolían todos los huesos y sentía que mis pies se habían paralizado. Del otro lado del alambrado, el Tuerto me miraba con su ojo sano, sin gesto alguno de arrepentimiento. En efecto, era un caballo loco y desconsiderado. Y por suerte, al cabo de poco tiempo mis tíos me rescataron. Maltrecho y a grito pelado me llevaron retorcido por el dolor en mis pies. Llegué a la casa y vi que tenía dos frentes, pero los tíos sabios me hicieron unos gualichos montaraces y el dolor de mis pies se calmó y la frente se deshinchó.
Con un calor infernal, al año siguiente estaba yo aguantando la respiración, con las alas pesadas sobre la pila bautismal, anunciando la llegada del niño dios. De esa época me viene la fobia a los pesebres vivientes, mi respeto por los caballos tuertos y mi muy poca simpatía hacia los adultos que dan por hecho que los niños no son capaces de opinar, de decir que sí o no, a desobedecer sin mayor explicación. Porque a veces desobedecer también es divino.
Gabriel Díaz es periodista uruguayo/español. A los 21 años viajó a Bosnia, después a Sierra Leona, Ruanda, Israel, Palestina, Guatemala y Colombia, entre otros países. Actualmente sigue de cerca los claroscuros de la llamada pacificación de las favelas, en Río de Janeiro. En fronterad ha publicado Mujeres de Ruanda, reconstrucción y control político, El efecto Marina en el escenario político brasileño, El coleccionista, Brasil 2014. La FIFA gana por goleada y La pesada mochila de Bachelet. El precio de la educación en Chile