Si no recuerdo mal, me sentí atraído por el movimiento artístico y literario de Harlem después de leer la obra autobiográfica de Langston Hughes The Big Sea [El inmenso mar. Lautaro, Buenos Aires, 1944]. De aquel periodo, desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta los años que siguieron a la Depresión, Hughes recordaba en un célebre párrafo: “En casi todas las fiestas de Harlem solían presentarte a varias distinguidas personalidades blancas. Casi todos los negros podían decir en tono casual: ‘Como le indicaba el otro día a Heywood’, refiriéndose a Heywood Broun. O bien: ‘Como le decía a George’, refiriéndose a George Gershwin. En el Harlem de la época no era insólito tropezarse con realeza local o visitante”. Qué fenómeno tan extraordinario debió de ser aquella confluencia de raza y clase. Aunque estuviera limitada en el tiempo y el espacio, se me antoja que semejante conjunción de bohemias, la de Harlem y la del Greenwich Village, fue en Norteamérica un momento fabulosamente prometedor para lo que una generación más antigua llamaba relaciones raciales. Pienso que especialistas y divulgadores han pasado por alto la importancia que, desde un punto de vista sociopolítico, tuvo aquella rica y aleccionadora historia de colaboración artística e intelectual.
Por supuesto, no todos los artistas, intelectuales e innovadores que dieron forma y fueron a su vez conformados por ambos movimientos residían entre Central Park y Washington Square. Alain Locke, el más efectivo impulsor del Renacimiento de Harlem, era profesor de Filosofía en la capital de la nación, mientras que H. L. Mencken, cuya iconoclastia y cuyo American Mercury establecieron el tono intelectual del periodo, viajaba a diario desde Baltimore. Además, Julia Peterkin y Du Bose Heyward –autores blancos cuyas evocadoras ficciones les cualificaron como miembros honorarios de lo que la novelista Zora Neale Hurston bautizó mordazmente como “Niggerati”– eran de Carolina del Sur; y dos afroamericanos cuyas obras contribuyeron a fundar el Renacimiento, Claude McKay y Jean Toomer, no eran de Harlem y, a la postre, prefirieron vivir en cualquier lugar al que no pudiera accederse a pie desde la Calle 135 o la Avenida Lenox. Por tanto, resulta obvio que Harlem y el Village eran también lugares mentales –construcciones culturales– que podían encontrarse en las proximidades de la Universidad Howard (Washington), en las casas del profesorado de la Universidad Fisk (Nashville), en el comedor del Hotel Algonquin o en la orilla izquierda del Sena. Pero, al margen de dónde morasen o por dónde circulasen, los límites de Manhattan fueron los puntos de referencia dominantes para los promotores y agitadores de los años 1920 y principios de la década de 1930, y el enorme tesoro de cartas recogido en las universidades de Howard, Fisk, Pensilvania y Yale, así como en la Biblioteca Amistad, en la Biblioteca Pública de Nueva York y en la Biblioteca Schomburg –cartas que se entrecruzaron decenas de aquellos talentos blancos y negros–, revela simpatía personal, respeto profesional y unidad en la lucha contra el adversario común: la América intolerante y materialista.
Los Talented Tenth negros y la Generación Perdida blanca[1] compartían la premisa de que el arte y la literatura tenían el poder de transformar una sociedad que, mientras no experimentase alteraciones radicales, no ofrecería lugar alguno para ellos, salvo en los márgenes. Sin embargo, los dos movimientos extrajeron conclusiones diametralmente opuestas. Para exponer la paradoja con toda franqueza: en el Village, la bohemia era un valor; en Harlem, una estrategia. Los révoltés de la Generación Perdida estaban perdidos, en el sentido de que no tenían el menor deseo de encontrarse a sí mismos en una Norteamérica codiciosa y homogeneizadora. Los Nuevos Negros de Alain Locke deseaban fervientemente la aceptación por parte de la opinión pública norteamericana, aun cuando algunos, como Du Bois y Wallace Thurman, el enfant terrible del Renacimiento, ejerciesen de inmediato el privilegio de rechazarla. En cualquier caso, ambos grupos siguieron simbióticamente el mismo rumbo.
La bohemia blanca reaccionó ante la afroamericana tal y como hubiera prescrito el médico, es decir, como ante un tónico capaz de ayudar a una civilización enferma y reseca. El descubrimiento de Harlem por parte del Village se produjo de modo tan lógico como psicológico, pues mientras la fábrica, el campus, la oficina y la empresa resultaban deshumanizadores o embrutecedores, el afroamericano, completamente excluido de todo lo anterior a causa del racismo, era visto como símbolo de inocencia y regeneración cultural. Malcolm Cowley recordaba en Exile’s Return: “Se oía decir que los negros conservaban una virilidad directa que los blancos habían perdido a causa de un exceso de educación”. Tal era el degradante y cruelmente falso papel que los bohemios blancos pedían a los bohemios negros que interpretasen. Los comentaristas de Harlem, como el ácido George Schuyler, no tardarían en rechazar aquella noción según la cual “basta con aporrear un tam-tam o agitar una pata de conejo para que el afroamericano se desprenda de su traje Hart Schaffner & Marx, coja una lanza y marche con mirada salvaje a lomos de un cocodrilo”. Sin embargo, en el paternalismo freudiano y desenfocado de la lírica y marxista izquierda blanca, los artistas, intelectuales y activistas de origen afroamericano divisaban una oportunidad singular para el avance racial.
El lugar y momento exactos de fusión entre ambas bohemias –Harlem y Greenwich Village– fueron el otoño de 1917 y el viejo Teatro Garden Street, en la periferia de Broadway, cuando Emily Hapgood produjo las tres obras de Ridgely Torrence con reparto exclusivamente negro: The Rider of Dreams [El jinete de sueños], Simon the Cyrenean [Simón de Cirene] y Granny Maumee. Tres años más tarde, cuando el magnético actor afroamericano Charles Gilpin dio vida al Emperador Jones, de Eugene O’Neil, en el teatro de la Calle MacDougal, adquirido por los Provincetown Players, se estableció la moda del Negro en la Norteamérica blanca y cosmopolita. Pero los artistas más perspicaces del Village eran conscientes de estar creando personajes afroamericanos ficticios y de no saber casi nada de primera mano sobre la materia. La carta que Sherwood Anderson escribió a Mencken en junio de 1922 hablaba en nombre de la mayor parte del Village: “Si pudiera introducirme en el interior de los negros y escribir acerca de ellos con inteligencia, estaría dispuesto a dejar que me colgasen, y tal vez sería eso lo que harían”.
Las oraciones de Anderson fueron escuchadas casi de inmediato, con ocasión de la lectura de un relato de Jean Toomer en la oficina de la revista Double-Reader en Nueva Orleans. Quedó sencillamente “conmovido de pies a cabeza” por ‘Kabnis’, ‘Karintha’, ‘Seventh Street’ y otras piezas de Toomer, a través de las cuales tuvo por primera vez una percepción real de las energías culturales que podían ser aprovechadas para sacar a Norteamérica de su fatal abismo materialista. La novela de Anderson La risa negra delataría signos inequívocos de la deuda contraída con aquel joven de Washington, larguirucho y atractivo, cuyo abuelo había ejercido fugazmente como gobernador de Louisiana durante el período de Reconstrucción [1867-1877]. Desempleado y racialmente desarraigado, itinerante por escuelas y universidades de Wisconsin, Chicago, Nueva York y Massachusetts, Nathan Eugene Toomer, de 25 años, era un genio en busca de oficio. Una conferencia celebrada en la escuela Rand en la primavera de 1921, permitió que acabara en una fiesta en el hogar y oficina de Lola Ridge, editora de la revista Broom, de Harold Loeb. Hasta ese momento, Toomer no había escrito nada. En noviembre de 1922, sus piezas cortas ya estaban siendo leídas en voz alta en casa de Ridge, lo cual llevó al editor de Secession, Gorham Munson, a escribir al novelista Waldo Frank para decirle que el selecto público presente en aquellas lecturas dramatizadas las consideraba “muy buenas”. Robert Litell, de The New Republic, se mostró de acuerdo, al igual que Paul Rosenfeld y Matthew Josephson. Con la publicación en Boni & Liveright de Caña, un extraordinario poema en prosa sobre cómo los negros norteamericanos sucumbieron al industrialismo, Toomer se convirtió en una celebridad.
Cabe preguntarse si la vida y el talento de Toomer habrían tomado un rumbo diferente de haber aceptado la oferta de una estancia en el apartamento del compositor Will Marion Cook en Harlem. En lugar de ello, Toomer se mudó al número 4 de la Calle Grove, en el Village –una vez que el desempleado Hart Crane lo hubo abandonado–, se convirtió en habitual del Prince Street Café, se unió al equipo editorial de Broom, intervino en controversias literarias con Lewis Mumford y Munson, trabó amistad con Crane, Stieglitz, O’Keeffe y Glenway Wescott, se convirtió en amante de Margaret Naumburg –fundadora de la Escuela Walden e, incidentalmente, esposa de Waldo Frank– y fue uno de los varios sustitutos de John Reed en la vida clamorosamente desprovista de talento de Mabel Dodge Luhan. En 1924, Toomer y Naumburg, ya divorciada, se hicieron discípulos de Gurdjieff, maestro místico procedente de Rusia. En las navidades de 1925, Mabel Dodge –pivotando entre el Hotel Brevoort y su sumiso marido nativoamericano, Tony Luhan, en Taos– entregó a Toomer 15.000 dólares para promocionar la filosofía de Gurdjieff, confesándole en una ferviente nota: “Jean, siento por ti algo que no he sentido antes, una apasionada admiración como jamás me ha inspirado ningún hombre”. En El inmenso mar, Langston Hughes lamentó la pérdida de Toomer para Harlem –“Gustaba en el centro de la ciudad, porque era más guapo que Krishnamurti”– y escribió un poema sobre el desvanecimiento gradual de su talento y de su conexión con las raíces: ‘A House in Taos’.
A diferencia de Toomer, cuyos años en el Village transcurrieron en la Calle Gay –solo poblada por afroamericanos en aquel entonces–, Claude McKay permaneció físicamente en Harlem, incluso al convertirse en coeditor del Liberator de Max Eastman. McKay estaba decidido a extender al Village el Harlem de la militancia racial y de la seriedad política que la redacción de Liberator ansiaba dar a conocer. Enseguida, toda suerte de revolucionarios invitados por McKay comenzaron a reunirse en las oficinas de Liberator, y Max Eastman empezó a preocuparse por la vigilancia del Ministerio de Justicia. Richard Moore, Hubert Harrison, Cyril Briggs, Otto Huiswood, Grace Campbell, W. A. Domingo, inter alia, representaban movimientos que iban desde la UNIA de Garvey[2] y la Hermandad de Sangre Africana de Briggs, hasta el Partido Comunista. “¿Piensas que estaba jugando –preguntó a Eastman un sorprendido McKay– cuando en 1921 me viste debatiendo problemas políticos y raciales con hombres y mujeres de color en las oficinas de Liberator?”.
McKay y otro antillano, el exquisito escritor Eric Walrond, parecen haber sido los primeros introductores de blancos en Harlem. McKay apenas disimulaba su desdén por los distinguidos licenciados que estaban a cargo de la NAACP[3] y de la National Urban League, y presidían tímidamente la alta sociedad de Harlem en los salones de Striver’s Row, los famosos bloques diseñados por Stanford White en las Calles 138 y 139. Probablemente, McKay acorraló en más de una ocasión a Dorothy Day, Clare Sheridan, William Gropper y otros en el Three Steps Down, una de las cafeterías favoritas del Village para quienes iban a darse una vuelta por Harlem. Maurice Becker, de la redacción de Liberator, recordaba haber pasado varias noches en el sótano de McKay. Hubo una velada memorable y bien documentada en la que McKay condujo a Eastman a Ned’s, su cabaret favorito de Harlem. Ned’s era conocido por prohibir la entrada a blancos, pero McKay confiaba en que esa noche la norma dejara de aplicarse. Ned se puso hecho una furia y bramó: “¡Atrás! ¡Dad media vuelta o suelto a mis gorilas!”, y el dúo mixto no tuvo más remedio que ponerse a salvo. La avalancha blanca sobre Harlem aún tardaría unos años en producirse.
Pero del mismo modo que los auténticos bohemios arqueaban las cejas en el Harlem de buen tono, los engreídos poetas negros arqueaban las suyas en casi cualquier parte. McKay tuvo que trasladarse de la platea a la galería de un teatro en Manhattan, aun cuando estaba sustituyendo al crítico teatral de Liberator y había ido a ver una obra de Leonid Andreyev irónicamente titulada El que recibe las bofetadas. Alfred Tiala, un habitual del Village, pudo observar el efecto esterilizador que tuvo sobre McKay el hecho de ser un extraño por partida doble. Tiala se preguntaba ante el biógrafo de McKay si “entre sus conocidos blancos hubo alguien que se pudiera considerar amigo. Apenas accedimos a la periferia de sus sentimientos; ninguno de nosotros llegó a intimar con él”. “Necesitaba irme lejos –suspiraba McKay–, lejos de la ardiente y sincopada fascinación de Harlem, lejos del sofocante gueto de la conciencia de color”. Para colmo, llegó a la conclusión de que sus amigos del Village se preocupaban mucho menos de la gente negra que de la noble abstracción del proletariado. Cuando insistió en que el diez por ciento del espacio de cada número de Liberator debía dedicarse a lo afroamericano, Eastman se negó en redondo, objetando que “demasiado material sobre el Negro… hará que nuestros lectores blancos acaben por rechazar, no ese material, sino la revista”. En diciembre de 1922, McKay cedió el control de Liberator a Mike Gold y partió rumbo a la Unión Soviética, Europa y el norte de África, de donde no regresaría hasta el final de la década de 1930.
McKay y Toomer fueron el vínculo vanguardista entre ambas bohemias, pero ya habían quedado fuera de escena en marzo de 1924, cuando Charles S. Johnson, sociólogo y editor afroamericano de la revista Opportunity, auspiciada desde hacía un año por la Nationan Urban League, envió sus famosas invitaciones para un encuentro literario en el Club Civic de Manhattan. Muy pocos norteamericanos negros imaginaban en aquellas fechas la posibilidad de dedicarse a escribir poesía o novela y pintar cuadros como modo de mejorar las relaciones interraciales. Los pocos que lo hicieron, abrigaban serias dudas sobre hasta qué punto resultaría saludable la oleada de descubrimiento blanco que emanaba del Village. Charles Johnson, por supuesto, vio la trampa del Noble Salvaje, pero estaba decidido a explotar la fascinación irradiada por lo afroamericano para alentar una tentativa de avance racial. Con su audaz perspicacia, junto a la de unos pocos profesionales afroamericanos privilegiados –en su mayoría, licenciados universitarios, hijos, a su vez, de licenciados universitarios–, apostó por el hecho de que, si bien estaba bloqueado el acceso a las urnas, los sindicatos, los despachos y los vecindarios decentes, quedaban dos vías libres, tal vez a causa de su inverosimilitud e irrelevancia para la mayoría de los norteamericanos: el arte y la literatura.
La idea de Charles Johnson era compartida por James Weldon Johnson, el mayor estadista de la NAACP y venerable hombre de letras; por Walter White, un afroamericano rubio y de ojos azules, secretario de la NAACP; por Alain Locke, primer afroamericano beneficiario de la beca Rhodes y filósofo de la Universidad Howard; por Jessie Fauset, lingüista y aristócrata de Filadelfia; y por W. E. B. Du Bois, incomparable intelectual y propagandista de Afroamérica. De aquel momento único, esperaban sacar provecho para el avance racial por medio de una exhibición de disciplina y talento artístico que mostraría un salto generacional y conquistaría algunos de los derechos civiles negados hasta entonces a los afroamericanos. Ya Benjamin Brawley, respetado crítico literario afroamericano, había dicho a sus colegas que se les presentaba “una oportunidad formidable para propulsar la NAACP, la literatura, el arte y cualquier otra cosa que centre la atención en nuestro progreso hacia lo más alto”. Jessie Fauset, editora asistente de Du Bois, fue responsable de la publicación de las primeras obras de Toomer, McKay y Hughes en The Crisis, y ya había comenzado a escribir lo que esperaba que llegaría a ser la Gran Novela Negra Norteamericana. Animó a James Weldon Johnson, Walter White y otros amigos a unirse al esfuerzo: “Contamos con un público que espera escuchar la verdad sobre nosotros, y estamos mejor preparados para intentar transmitir esa verdad que cualquier escritor blanco”.
La gala del Club Civic del 21 de marzo de 1924 pareció volver a fusionar las estrategias culturales de Harlem y el Village. Locke fue el maestro de ceremonias. Carl Van Doren, editor de la revista The Century, verbalizó las aspiraciones de la noche: “Lo que de un modo decisivo necesita la literatura norteamericana en este momento es color, música, entusiasmo, libre expresión de estados de ánimo. Si los negros no se hallan en disposición de contribuir a ello, no sé qué americanos pueden hacerlo”. La NAACP anunció la convocatoria de sus premios literarios a través de The Crisis. El editor Paul Kellogg se prestó a dedicar un número especial de Survey Graphic a mostrar los nuevos talentos de Harlem: Hughes, Cullen, Fauset, White, Walrond, Georgia Douglas Johnson y demás. Locke consiguió reunir a más de treinta colaboradores en ‘Harlem: Mecca of the New Negro’ [Harlem: La Meca del nuevo Negro], como se tituló el monográfico de Survey Graphic. El intrépido ensayo de Locke que abría el número predecía: “Harlem tiene que desempeñar para el Nuevo Negro el mismo papel que jugó Dublín para la Nueva Irlanda o Praga para la Nueva Checoslovaquia”.
Una semana después del banquete de Opportunity, el Herald Tribune de Nueva York dio nombre a aquel fermento y predijo que Norteamérica estaba “al borde, si no en medio, de lo que podría calificarse de manera precisa como un Renacimiento Negro”. Si la máxima “el éxito llama al éxito” tuvo sentido alguna vez, fue al aplicarse al Harlem de la segunda mitad de la década de 1920. Las novelas, obras de teatro, conciertos, banquetes interraciales del salón de baile Renaissance –despiadadamente caricaturizado por George Schuyler y el polifacético médico de Harlem Rudolph Fisher– y locales nocturnos no solo atrajeron a los bohemios del Village, sino que oleadas de blancos bebedores y derrochadores comenzaron a fluir desde Park Avenue, amenazando con desbordar los escenarios de alta cultura planificados por la NAACP y la Urban League. En el verano de 1927, al regresar de su estancia de un año en Washington, Fisher paseó por sus lugares predilectos de Harlem y no pudo evitar exclamar: “¡Qué cantidad de blancos [fays]!”. Mencken publicó la pieza satírica de Fisher ‘Los blancos asaltan Harlem’ en el número de agosto de American Mercury. El New Negro de Locke establecía que la mejora de las condiciones raciales dependía de “la revalorización de las creaciones artísticas y contribuciones culturales negras pasadas y futuras”. En su exitosa antología The Book of American Negro Poetry, James Weldon Johnson coincidía: “Nada hará tanto por cambiar la actitud y elevar el estatus de los negros como una demostración de paridad intelectual a través de su producción literaria y artística”.
Las especulaciones acerca de quién moldeó el Renacimiento de Harlem y a quién benefició, qué simbolizaba y qué consiguió en realidad, suscitan los mismos interrogantes sobre relaciones raciales, hegemonía de clase, asimilación cultural, tensiones generacionales, de género y de estilo de vida que Cuando Harlem estaba de moda se propuso explorar. En los años siguientes, la erudición de Thadious Davis (Nella Larsen) y Cheryl Wall (Women of the Harlem Renaissance [Mujeres del Renacimiento de Harlem]), por citar dos espléndidos estudios recientes, pusieron de manifiesto mis deficiencias respecto a la cuestión del género en el Renacimiento, casi del mismo modo en que el Gay New York, de George Chauncey, subraya las limitaciones de mi quizá demasiado tácito debate acerca de los afectos de gays y lesbianas. Si este libro se hubiese escrito hoy, tanto Zora Neale Hurston como Richard Bruce Nugent aparecerían en un contexto social mucho más amplio.
Sin embargo, gracias precisamente a su trabajo preparatorio, las obras pioneras suelen alcanzar un poder de permanencia mayor que el que sus críticos suponen. En todo lo que se ha escrito desde la publicación de este libro en 1981, no he encontrado nada que me persuada de que su premisa fundamental sea errónea. Aún sostengo, como hice en el prefacio de una edición anterior, que el Renacimiento se inició como un fenómeno en cierta manera forzado –un nacionalismo cultural de salón–, alentado institucionalmente e instigado por los líderes de los derechos civiles con el propósito primordial de mejorar las relaciones raciales en una época de extrema reacción y anulación de los beneficios económicos obtenidos por los afroamericanos en el curso de la Primera Guerra Mundial.
Una autoridad tan inspirada como la del magnífico poeta Sterling Brown negó que hubiese existido un Renacimiento de Harlem en el sentido de una conciencia mayoritaria del trabajo y de los logros de los artistas y escritores afroamericanos. Quizá sea el gusto de Brown por la controversia, así como su antielitismo, lo que explica que no haya tenido en cuenta la prueba concluyente de que, pese a todo, el Renacimiento logró capturar y retener la atención de decenas de miles de afroamericanos corrientes de Harlem y de más allá de Harlem. Otro paradigma en curso –argumentado por Harold Cruse, Addison Gayle y Nathan Huggins– sostiene que, aunque el Renacimiento de Harlem fue real, estuvo en esencia inspirado, dominado y en última instancia corrompido por el patrocinio blanco. En su valioso libro New York Intellect, Thomas Bender lee mi propia interpretación bajo esa luz al identificar “un patrón de dominación y subordinación”. Cuando cita mi observación de que las consecuciones principales del Renacimiento tuvieron lugar “en un espacio alquilado, en un Harlem que no les pertenecía”, el señor Bender casi consigue convencerme de que era eso era lo esencial que yo quería decir.
Para describir la génesis y el colapso del movimiento artístico y literario del Nuevo Negro en términos de escenarios de poder, no hay necesidad de oscurecer los objetivos y estrategias paralelos, aunque independientes, de los activistas afroamericanos que participaron en él. Por encima de todo, la historia del Renacimiento es la de manipulados que manipulan, subordinados que se insubordinan e impotentes que tratan de adquirir ventaja política y económica por otros medios. Se trata de una perspectiva que puede llevar a formulaciones extremas, desde luego, como en el caso del divertido libro de Houston Baker Modernism and the Harlem Renaissance [Modernismo y Renacimiento de Harlem], en el que se informa de que solo creen en el fracaso del Renacimiento de Harlem los investigadores que, como yo, han fracasado a la hora de redefinir el fracaso en términos étnicos y estéticos: “Preguntarse por qué fracasó el Renacimiento supone negar que los años 1920 tuvieron efectos profundamente beneficiosos que solo en épocas recientes hemos empezado a explorar en profundidad”. A su juicio, semejante “problemática” del fracaso apenas se diferencia de la visión convencional de la cultura dominante y sus secuaces académicos.
En su extenso y brillante Terrible Honesty: Mongrel Manhattan in the 1920’s [Terrible honestidad: Manhattan mestizo en la década de 1920], Ann Douglas, aportando una abrumadora cantidad de pruebas, propone un argumento en cierto modo análogo al de Baker. Mientras reconoce generosamente la influencia de mi obra en su propio trabajo, no duda en enmendar mi criterio sobre el fracaso del Renacimiento, considerándolo “en exceso severo”, sobre la base de que parece demandar retrospectivamente de los líderes de Harlem “un poder inaccesible para ellos”. Al desestimar la estrategia de “luchar por los derechos civiles a través de los derechos de autor”, Douglas cree que fui demasiado desdeñoso con el intento de “conseguir fines políticos a través de medios literarios2. Pero que el Renacimiento no triunfó es algo que puede sostenerse convincentemente a través de los propios afroamericanos que lo patrocinaron e integraron. De hecho, nadie lo dijo mejor que Langston Hughes. Al comentar la actualidad diaria, Oceola, un personaje de Not Without Laughter [Pero con risas][4], observa:
“¡Y en cuanto a los negros cultivados que sostienen que el arte romperá las fronteras del color, salvará la raza y acabará con los linchamientos, son tonterías! –dijo Oceola–. Mamá y papá fueron artistas, y los blancos los expulsaron de la ciudad por vestirse de etiqueta en Alabama”.
En ese tour de force titulado The Harlem Renaissance in Black and White [El Renacimiento de Harlem en blanco y negro], George Hutchinson expone ampliamente el motivo por el cual el Renacimiento fue engullido por la hermenéutica. Supongo que se trata de otra manera de decir que el análisis de los motivos del fracaso de un movimiento queda incompleto si no se muestra también el modo en que ese movimiento debe mirar a quienes fueron las principales víctimas de su fracaso.
Unas palabras acerca de la cronología pueden ayudar a clarificar por qué ese período ha generado apreciaciones múltiples y contradictorias. En conjunto, el Renacimiento de Harlem se desarrolló en tres etapas. La primera, que concluye en 1923 con la publicación de Caña, de Toomer, estuvo profundamente influida por artistas y escritores blancos fascinados por la vida de la gente de color. La segunda fase, desde principios de 1924 a mediados de 1926, fue presidida por la entente de los Derechos Civiles, compuesta por la Urban League y la NAACP, una colaboración de blancos “Negrotarian” y “Minoría talentosa2. La última fase, que va desde mediados de 1926 hasta los disturbios que tuvieron lugar en marzo de 1935, estuvo progresivamente dominada por los propios artistas y escritores afroamericanos.
Debido a que sus objetivos fueron tan encomiables como poco realistas para la época, la empresa de las artes y las letras negras de los años veinte y treinta del siglo XX se saldó con una derrota aplastante. Si los radicales del Village tuvieron un impacto marginal sobre la vida real de Norteamérica, los artífices del Renacimiento tuvieron incluso menos impacto sobre las relaciones raciales anteriores al Nuevo Pacto [New Deal, 1933]. Los dos grupos esperaban mucho más de lo que el arte y la literatura podían aportar por sí mismos. Sin embargo, ambos movimientos culturales fueron decisivos en la evolución de la modernidad norteamericana y, como han demostrado Huggins, Baker, Douglas y Hutchinson, el Renacimiento erigió los cimientos para una revalidación integral de las energías culturales afroamericanas. Los hombres y mujeres del Renacimiento de Harlem pudieron fracasar en su momento, pero no nos han fallado a nosotros en el nuestro.
8 de agosto de 1996, Washington, D.C.
Este texto corresponde al ‘Prefacio’ al ensayo Cuando Harlem estaba de moda, recién publicado por Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, a la que se ha incorporado como una colección la Biblioteca Afroamericana Madrid (BAAM).
David Levering Lewis (Little Rock, Arkansas, Estados Unidos, 1936) ha ganado el premio Pulitzer en dos ocasiones (1994 y 2001). Historiador, es autor de obras como The Race to Fashoda: Colonialism and African Resistance (estudio del colonialismo en África durante el siglo XIX), God’s Crucible: Islam and the making of Europe, 570-1215 (análisis del papel del islam en la construcción de Europa), y su galardonada biografía de W. E. B. Du Bois, factótum del Renacimiento de Harlem, periodo que Lewis retrata en estas páginas desde la perspectiva combinada de cronista social, crítico literario, ensayista político y detective privado.
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Notas
[1] Talented Tenth: “Los diez talentosos” o “El diez por ciento talentoso”, concepto acuñado por W. E. B. Du Bois en The Negro Problem (1903), donde subraya la necesidad de la educación superior para desarrollar el liderazgo de la minoría más capacitada de la población afroamericana. Generación Perdida: expresión de Gertrude Stein en referencia a los escritores norteamericanos (Dos Passos, Faulkner, Fitzgerald, Hemingway, Steinbeck…) que buscaron en Europa una alternativa a su desaliento intelectual.
[2] UNIA: Universal Negro Improvement Association, Asociación Universal para el Progreso Negro, fundada por Garvey en 1915.
[3] NAACP: National Association for the Advancement of Colored People, Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color (1909).
[4] Pero con risas, Futuro, Buenos Aires, 1945.