Lo que cuento es verdad. Y no lo cuento por tristeza, desasosiego o incomprensión, ni siquiera porque haya quien crea que es necesario contarlo, sino porque tengo que ser capaz de narrarlo sin miedo, con respeto y sin rencor. Lo cuento porque las circunstancias me otorgaron diálogos que superan cualquier ficción, porque la literatura –incluso la mala– surge de la necesidad de contar, y porque cuando los artistas son considerados parias dentro de un museo hay que actuar.
Cuando una historia es importante pesa la responsabilidad de cómo debe ser contada, y cuando el mensaje no es agradable es imprescindible dejar el rencor y el miedo a un lado. El rencor debilita y no nos deja ver las cosas claras por turbias que ya sean. El miedo es capaz de congelar los corazones más apasionados.
El control se ejerce a veces a base de demostraciones de poder que nos recuerdan lo incómodo que es dormir bajo la lluvia. Pero una cosa es lo que se dice cuando hay ojos y oídos cerca, y otra lo que visualizamos antes de acostarnos. ¿Qué palabras mueven el mundo?, ¿cuáles lo conmueven?, ¿qué se debe contar, ignorar, y cuándo no podemos callar? Quizá todos tengamos un precio, pero hay cosas que el dinero nunca podrá comprar.
Y cuando por fin se regenera la membrana resistente al percance sufrido –según seleccionamos la frase que marcará el disparo de salida– dudamos. Porque en medio de niebla espesa es difícil ver lo que tenemos delante, por potente que sea la linterna, y por mucho que movamos las manos. Invito por ello al lector a que ilumine con su lectura el camino, que es estrecho, y con ello evite que esta crónica caiga en un cajón sin fondo.
Escribo porque se pierde aquello que no se deja volar, y porque al que le dan alas y no las usa se convierte en gusano.
La entrada
Tengo en casa una carta certificada que no se me entregó en mano el pasado 28 de abril porque tenía antes que responder a la pregunta: ¿estás interesada en recibir el dinero?
En aquella oficinita sin ventanas, a puerta cerrada, con la directora del departamento de recursos humanos a mi izquierda, y el abogado del museo a mi derecha, estaba en teoría en presencia de las personas con más recursos para solucionar situaciones inhumanas, pero eran dos contra uno y el aire justo para no ahogarse.
—¿Tenéis algo por escrito que explique lo que me acabáis de contar?
—Sí –contestó ella–.
—¿Y tendría que firmarlo aquí, ahora mismo?
—No. Te enviaríamos una carta a casa –añadió él–.
—¿Y qué dice esa carta? –pregunté mientras recordaba la frase del contrato renovado anualmente que decía que no habría compensación económica alguna si en el futuro cualquiera de las dos partes lo quebrantaba–.
—Entre otras cosas, dice que al recibir la suma de dinero estás obligada a mantener un lazo de silencio –interrumpió B, el abogado–.
El que había sido camarada durante varias largas reuniones hacía apenas dos meses lo había dejado claro. En un principio B me había dicho que la situación en la que me encontraba parecía un ataque personal, y que había que investigarlo. Durante la investigación, a medida que mis correos electrónicos habían ido desvelando información, nuestros diálogos habían llegado a niveles surrealista-alucinógenos. Aun así, no estaba preparada para la palabra “dinero” porque al oirla sentí una punzada en el estómago.
Sentada en una silla con cuatro patas metálicas y ruedas mal engrasadas, que chirriaban si me escurría o si intentaba estirarme, me preguntaba si aquella era una situación corrupta o si realmente existía una ley que permitía intercambiar dinero por silencio.
Antes de mudarme a Nueva York, hace ya catorce años, jamás me dio por pensar que presenciaría una escena estilo gánster. Como en las películas, me encontraba en aquella situación por decir y defender la verdad, y porque la vida me había proporcionado casualidades y testigos de primera.
¿Cómo reaccionar ante ese panorama? Quizá el avaro dejara despuntar una sonrisa por la comisura de los labios y pidiera más con un ligero carraspeo; el nervioso resoplara por la nariz al descubrir que podía enterrar el mal trago en billetes color hierba; el que no tuviera remordimientos daría gracias a Dios por su suerte; y el descontrolado, sencillamente se descontrolaría. Yo no encajaba en ninguna de aquellas categorías porque en ese instante me invadió una pena profunda ante la falta de responsabilidad e integridad del ser humano. Cuando el destino descubre la trampa el hombre impone la ley del silencio, pero dos no callan si uno no quiere.
—¿Estás interesada en recibir la carta? –preguntó ella–.
—Hombre, me muero de curiosidad por leerla –respondí sabiendo lo que estaba en juego–. Una vez se recibe, ¿qué pasa?
—Tienes unos días para firmarla –añadió–.
—Umm… –contesté, porque aunque no tenía intención alguna de firmar aquella carta esperaba poder recibirla–.
Se me invitaba a tener amnesia voluntaria firmada de mi puño y letra. Sin embargo, la propuesta tuvo el efecto contrario: agudizó mi memoria para poder recordar hoy la historia. Aquellos diálogos dejarían constancia de la realidad que sufrían las artistas de la era de Facebook cuando después de trabajar una docena de años como educadoras de museo –para pagar el estudio, los materiales y así generar obras e ideas– el público empezaba a reconocerlas por lo que eran.
¿De quién es la culpa si, cuando el visitante teclea en su teléfono móvil el nombre impreso en el carné de la educadora, Google le dirige a una página de Wikipedia? ¿Hay que buscar un culpable? ¿Ponerle a la artista-educadora un esparadrapo en la boca?, ¿en la cara?, ¿tirarla al foso para que se la coman los caimanes? Pero, ¿y si los caimanes en lugar de merendársela le dan una fiesta porque se dan cuenta de que sin artistas no hay museos, sin museos no hay fosos, y sin fosos no hay caimanes?
La moneda
“Me pregunto si ir a Chad sirve para algo porque no cambiamos nada”, me contaba David Buchbinder de camino al metro en el año 2010. “Cuando me encuentro cara a cara con estos chiquillos que llevan rifles y me pueden pegar un tiro si les tiembla un dedo, me digo, ¿pero qué es lo que hago?”. Buchbinder es periodista, activista, y experto en el reclutamiento de niños soldado en Chad, Sudán y la República Centroafricana. Aquella noche nos habíamos tomamos un vino en un bar-cueva del SoHo neoyorquino, al cual se baja por unas escaleras negras que parecen conducir al cuarto de la basura. El mejor caviar ruso se puede saborear una vez te abren la puerta desde dentro. En una butaca de terciopelo rojo con brazos repletos de chinchetas que reflejaban luz de lámparas que parecían de aceite había escuchado atenta la realidad atroz que mi amigo describía. Me daba la sensación de estar en un búnquer.
Por las calles del SoHo, al irse el sol, corren unos chorros de viento que arrancan del Atlántico y huelen a sal. Hay que llevar coleta o gorro para no perder el equilibrio. Cien metros se alargan incluso un kilómetro. El local ha sido ubicado estratégicamente para que el cliente reciba al emerger del subsuelo una bofetada de la mismísima Miss Manhattan, que airosa despeja un par de vodkas del consumidor para evitar que éste tenga que dar explicaciones en casa.
—¿Por qué regreso a Chad una y otra vez? –soltó David a la altura de la librería Housing Works, que tenía aun luz dentro–. Gema, ¿tú lo sabes? –insistió–.
Yo no tenía respuesta, porque nadie tiene respuesta ante esas preguntas, pero algo hay que decir, porque contestar con silencio a una confesión de ese tipo no es lo correcto. Recuerdo que hice un esfuerzo extraordinario por pronunciar algo que no sonara estúpido: “Quizá no sirva de nada, quizá no se avance, es verdad, ¿pero qué pasaría si no fueras?, ¿si no lo intentaras?”, dije para ganar tiempo. “¿Qué pasaría si no intentáramos bloquear en cierto modo esa realidad? Los otros ganarían peso, descompensarían la balanza, ¿no crees? Hay que hacer lo posible por equilibrarla, porque si no nos comen el terreno y nos vamos todos por el desagüe. Lo que haces es importante”, concluí. Y una vez dije aquello me quedé pensando sobre mis propias palabras como si no las entendiera.
A punto de tropezar por culpa del viento, del vino, o de la intensidad de la pregunta, David me sujetó del brazo y me enseñó algo que llevaba colgado del cuello.
—¿Sabes lo que es esto? –preguntó–.
Parecía una moneda vieja sujeta por un cordón oscuro. Me vino a la mente la historia de la guerra civil que contaba mi abuelo: la de la moneda olvidada en el bolsillo de la camisa, que le había salvado la vida a su compañero el día que éste decidió no esconderse en la trinchera por estar harto de tanta guerra. “Salió caminando con los brazos en alto y las balas le pasaban como silbidos a derecha e izquierda: ¡fiiiiii! ¡fiiiiii!”. Cuando mi abuelo hacía lo del ¡fiiiiii-fiiiiii! apoyaba los dientes de la mandíbula superior en el labio inferior y dejaba escapar el aire por un lado. “¡Disparadme! ¡Disparadme, que me da igual!”, gritaba mi abuelo como si fuera su amigo. Y luego me decía al oído: “Pero él ya no tenía miedo, y al perder el miedo se salvó”.
—Es una moneda –contesté mientras intentaba quitarme el pelo de la cara con los guantes–.
—Es más que eso –dijo Buchbinder muy serio–: es un amuleto que me han dado unas madres de Chad para protegerme de las balas, para que pasen de largo, porque una vez pisas tierra allí nunca sabes si vas a regresar vivo a casa. Mañana, cuando aterrice, el amuleto me protegerá –concluyó–.
Y así llegamos al metro. Bajé las escaleras de la línea F preguntándome si vería a Buchbinder de nuevo. ¿De dónde sacaría él tanta energía para no dejar pasar un día sin intentar cambiar el rumbo de las cosas? Desde entonces doy gracias por la capacidad que tiene el ser humano para anteponer las necesidades de otros a las suyas propias; y por poder reconocer el coraje que ello conlleva.
La trama
La directora del departamento de recursos humanos y B me miraban con ojos bien abiertos y labios sellados.
—Entonces, cuando la gente me pregunte sobre lo qué ha acurrido, ¿qué les cuento? –pregunté–.
Parecían tener los párpados pegados a las cejas con pegamento Imedio y, como no decían nada, le di la vuelta a la pregunta:
—Y vosotros, si os preguntan, ¿qué vais a contar?
—Sencillamente el día que empezaste a trabajar y el día que dejaste de trabajar aquí –respondió B–.
—¿Eso es todo? –dije yo–.
—Eso es todo –repitió él–.
—Y cuando los compañeros os pregunten, ¿os vais a quedar también así de callados?
El abogado apretó aun más los labios y tragó saliva mientras mantenía la mirada.
—Todo eso es el pasado –interrumpió ella como si acabara de anunciar el largometraje que aspira al Oscar–.
—Pues no lo entiendo –dije dirigiéndome a B–. ¿Qué pasa entonces con lo de que parecía ser víctima de un ataque personal?
—Yo nunca he dicho eso –respondió B, sonrojándose–.
—Tengo un e-mail que lo corrobora –añadí tranquila porque era verdad–.
B se puso de color fucsia y miré al nudo de su corbata porque parecía realmente que le faltaba oxígeno.
“Todo eso es el pasado”, dijo ella por segunda vez, dándole tiempo a B para recuperarse. Lo dijo como si aquella fuera una frase-código y al enunciarla una compuerta secreta fuera a aparecer detrás de la estantería, o debajo de su mesa de despacho, de donde emergería un equipo de emergencia con un par de botellas de oxígeno para B. Entonces lo entendí:
—¿O sea, que yo no voy a trabajar más aquí?
—Correcto –dijo B, ya menos colorado–.
—Y las razones por las que no voy a trabajar más aquí son… –y alargué el son porque ellos sabían tan bien como yo que desconocía la respuesta–.
—Porque no estás preparada para dar tours –dijo ella–.
—Ya. Porque no estoy preparada para dar tours –repetí–. Y, dígame usted, no he estado preparada para dar tours desde…
Y alargué el desde por los mismos motivos que había alargado el son mientras mi mano derecha giraba en el aire con un movimiento de muñeca al estilo Cyrano de Bergerac en mitad de un verso. Como si hilara hilo invisible en una invisible rueca. Como si fuera marioneta de titiritero sin cuerdas. Como si enroscara seda dental en un dedo. Como si le pidiera al apuntador que me echara un cable. Ella no decía nada porque no había nada que decir. Improvisé:
—¿Desde hace un par de meses, coincidiendo con las falsas acusaciones de mi jefa, o durante los últimos doce años?
Se escuchó la rueda mal engrasada de mi silla.
—¿Pero ustedes se creen lo que me están contando?
Lo pregunté como se lo pregunto a mis hijos después de que cuenten una mentira palmaria.
—Nadie se va a tragar esta historia. Nadie es así de idiota –añadí–. Llevo años a cargo de visitas cruciales para este museo y no es por casualidad. Esta institución jamás encargaría tareas importantes a alguien que no estuviera preparado. He recibido hace poco un mensaje de la oficina del director felicitándome por mi trabajo. ¡Me dijeron que iban a enviarme un ramo de rosas!
Un silencio negro nos cubrió a los tres. A la directora le había dado un tic en el cuello, B se había vuelto a poner morado y probablemente a mí me habría empezado a salir humo por las orejas si no hubiera optado por mantener una actitud diplomática e intentar superar cuanto antes la segunda fase del estado de choque. Dar ejemplo de mi profesionalidad en el instante en el que se me acusaba de no tenerla me pareció vital en aquel momento.
Mis contertulios probablemente habían considerado la posibilidad de una reacción impulsiva, agresiva, o subida de tono por mi parte al escuchar aquellas noticias. Me pregunté cuántas conversaciones de naturaleza similar habrían precedido a la mía en aquel cuartito. Contemplé las paredes color crema y las estanterías llenas de carpetas amarillas. Aquel gotelé tenía que absorber angustias, desahogos e indiferencia.
Llené los pulmones de aire por la nariz –despacio, para no hacer ruido– y devolví a la sala un dióxido de carbono cargado de rabia. Dejé que el silencio se acomodara entre nosotros. Había sido entrenada para mantener la compostura en situaciones similares, e imaginé a un trovador medieval que anunciaba un tornado acompañado de una mandolina. Los papeles de la mesa querían salir volando, impulsados por la adrenalina que presionaba nuestros cráneos.
Entonces me ofrecieron el dinero.
—Hemos pensado que… –dijo B como quien le ofrece un solomillo a un león cautivo desde el otro lado de la reja– por todos los años que llevas con nosotros, que no son pocos, vamos a ofrecerte una cantidad que te compense por todo este trabajo. Pero, si firmas, te comprometes a mantener un silencio profesional.
El filete estaba en el suelo y el brazo a salvo. Me di cuenta de que no hacía falta ser idiota para tragarse historias como aquella.
—¿O sea, que si firmo esa carta no puedo hablar sobre nada de nada?
—Correcto –dijo el abogado como si lo hubiera ensayado la noche anterior delante del espejo–.
—Entonces, ¿qué pasa con las cartas de recomendación y las felicitaciones de la oficina del director? ¿Qué hago con el ramo de rosas?
—Todo eso es el pasado –dijo ella–.
Como todo era el pasado y estaba harta de tanta guerra decidí salir de la trinchera.
* * *
Wikipedia, la enciclopedia del pueblo, dice que los muros de contención se utilizan para detener masas de tierra u otros materiales sueltos cuando las condiciones no permiten que estos asuman sus pendientes naturales. Un muro de contención debe ser capaz de soportar los empujes horizontales trasmitidos por el terreno, recibir presiones verticales y trasmitirlas a pilares, paredes de carga y forjados. Pero, no todos los muros son buenos.
Ramiro Villapadierma cuenta en su artículo La caída del Muro de Berlín que –como también analiza Vaclav Havel– perder miedo a decir la verdad todo lo puede porque al perder el miedo aparece una intoxicadora sensación de que la historia se está escribiendo ante uno en esos momentos.
El muro de contención
En febrero de 2014 un museo de arte de Nueva York me informó de que había sido acusada por una jefa del departamento de educación de hacer uso impropio del espacio del museo. Cuando en nuestra primera reunión –dos meses antes de ofrecerme el dinero– B me leyó aquel informe no me enfadé. Mi cabeza intentaba buscar coherencia en lo que escuchaba, comprender por qué mi jefa había escrito aquello. Con la puerta de su despacho cerrada, detrás de su mesa, B debía haber observado la expresión alucinada que debía tener yo. Recuerdo que al escuchar aquello –todavía incrédula– intenté defender a mi jefa:
—Quizá estaba enfadada o frustrada cuando escribió todo eso. Aquel día, cuando fui a trabajar, me puse mi traje rojo, el mismo que utilizo en mis performances. Ella conoce mi trabajo artístico, yo iba vestida igual que…
Pero B me cortó:
—Tu puedes ir a trabajar del color que quieras.
Le prometí a B que le enviaría de inmediato los e-mails que aclararían la situación y nos despedimos con un apretón de manos. Al levantarme y colocar la mano en el pomo, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, giré la cabeza:
—Espere un momento –dije–. Usted ha dicho: “ha realizado proyectos artísticos dentro del museo durante horas de trabajo”.
—Sí –contestó B sin entender por qué lo preguntaba–.
—Está escrito sin hacer uso de condicionales, en afirmativo.
—Correcto.
—Entonces, ¿una vez mis e-mails corroboren que lo que ella cuenta no es cierto, lo que tiene entre sus manos son acusaciones falsas, y por escrito?
Miré a B con las cejas bien arqueadas, casi preocupada, pensando en el embolado que sin querer se podría haber metido mi jefa.
“Fair enough”, contestó B, que puede traducirse por “tienes toda la razón del mundo aunque preferiría que no la tuvieras”.
—Pues aun lo entiendo menos –proseguí como si me hubieran dado cuerda–, porque como representantes de esta institución hablamos siempre en condicional cuando no sabemos con certeza de lo que hablamos –y puse un ejemplo–: Si yo no recuerdo la fuente exacta de la cita que acabo de pronunciar, añado un quizá para evitar al museo situaciones incómodas. ¿Es que mi jefa no ha sido entrenada en estos temas como el resto de los educadores?
—Envíame los e-mails con la información que tienes y te respondo lo antes posible. Hasta entonces, no hables con nadie. Se tomarán las medidas adecuadas. Gracias por dedicarnos esta mañana –dijo B–.
—Acusaciones falsas por escrito es algo grave, y más cuando lo que se cuestiona es la autoría de una obra –dije antes de marcharme–.
En el metro escribí los diálogos –que aun estaban frescos– en un cuaderno que había comprado durante mi última visita a Madrid por tener el perro semihundido de Goya en la portada.
Recogí a mis hijos del colegio y les abracé cinco segundos extra. Por la noche le envié a B un mensaje dándole las gracias por sus aclaraciones sobre cada una de las frases que me había leído. Le di al enter convencida de que había despertado de una pesadilla cuando, en realidad, continuaba respirando una situación que se desbordaría y me llenaría el cuerpo de ronchas rojas.
Masas de tierra
A las dos semanas de aquella primera reunión, B dejó un mensaje en mi teléfono móvil. Todo estaba en regla y podía regresar a dar clases. Me moría de curiosidad por saber cómo se había resuelto el asunto, así que le dije a B que nada más terminar el tour me pasaría por su despacho.
—¿Qué tal ha ido tu charla? –preguntó B–.
—Muy bien. Ha dado la casualidad de que los estudiantes eran de la New York University y su profesora mi amiga Agnes, excelente historiadora del periodo de entreguerras. Da gusto hablar cuando una experta en la materia asiente con la cabeza –bromeé–.
—Me alegro.
—¿Pero qué es lo que ha pasado? ¿Se ha confirmado que yo no había invitado a mi marido a ninguna reunión de museo?
—Sí –dijo B, y se disculpó por haber sido mi marido mencionado en una falsa acusación–.
—¿Y qué ha dicho ella?
— Que su asistente le había comunicado que otra educadora te había oido decir una palabra que sonaba como a husband, y de ahí había asumido que la persona que estaba en la sala hablando en español contigo era tu marido.
Me costó entenderlo, especialmente porque Michael es americano, mitad alemán, mitad irlandés, ha crecido en Minnesota, y nos comunicamos en inglés desde antes de la boda.
—¿Y qué ha dicho sobre la factura?
—Que era cierto que el nuevo sistema estaba en proceso de cambio y muchos educadores habían cometido los mismos errores al rellenar sus facturas.
—¿Y sobre la acusación de que hago proyectos artísticos en horas de trabajo?
—Dice que eso es verdad –respondió B medio aturdido–.
—¿Y usted la cree?
B dirigió los ojos hacia el techo y dijo: “Esto tiene toda la pinta de ser un ataque personal en tu contra. Pero ella dice que tiene razón y hay que investigar. Quiere hablar contigo aquí, en mi despacho”.
—¿Y qué me quiere contar? –contesté yo–.
B se encogió de hombros y dijo que no sabía.
Entonces le dije a B que –visto lo visto– no estaba tranquila, que había podido refutar aquellas acusaciones gracias a que Gmail guardaba todos mis mensajes, pero que en otras circunstancias hubiera sido mi palabra contra la suya y en ese caso, ¿quién me defendería? Le dije a B que estaba dispuesta a ayudar y colaborar. Y le recordé lo que ya le había contado en nuestra primera reunión: que mi jefa había presentado en el museo hacía un par de meses una actividad artística que parecía copia de un proyecto independiente mío presentado en 2010 en Manifesta 8 –la Bienal europea de arte contemporáneo– y en las Naciones Unidas, que la descripción de esta actividad que el museo había hecho pública en su página web había originado confusión al ser casi idéntica a la descripción de mi proyecto, y que –además– para rizar más el rizo, mi jefa me había pedido que fuera a trabajar como educadora en aquel proyecto de museo que parecía reflejo del mío.
Le dije a B que ante tal panorama había hablado con una amiga abogada, y que me había dicho que en el mundo del arte las ideas volaban y los proyectos artísticos se copiaban tan a menudo que era prácticamente imposible comprobar que se habían copiado, y que el proceso acababa en batalla ética.
—No se pueden copiar proyectos artísticos así como así –me dijo B aquel día–.
Y yo le contesté que había desistido en el intento de pedir al museo que me respetara como artista.
Empuje vertical
B me preguntó si había informado a mi jefa sobre mi proyecto Trust Me (Confía en mí) antes de que el museo hubiera hecho pública la descripción en su página de internet. Le dije que sí, pero que no había obtenido respuesta, y que al no obtener respuesta había enviado otro mensaje a una directora del departamento de educación donde le contaba que quería continuar trabajando para el museo como educadora, pero con la conciencia tranquila. Y que necesitaba más información sobre los motivos por los que se me invitaba a trabajar como educadora en un proyecto similar a otro en el que previamente había trabajado como artista. Y que estaba muy confusa porque una de las participantes de Trust Me de 2010 –y querida amiga– había sido hasta aquel año manager del departamento de educación del museo. Y que su entusiasmo había sido tal después de participar en Trust Me que había sugerido al departamento que me invitara en el futuro como artista para realizar Trust Me dentro de aquel contexto.
Le dije a B que la directora me había respondido con un “llámame por teléfono”, y que por teléfono me había dicho que entendía mi frustración, que el departamento conocía Trust Me, pero que todo el mundo se inspiraba de todo el mundo. Que no todas las pinturas acababan en las paredes. Que así era la vida. Y que fuera a trabajar como educadora en aquella actividad aunque no me apeteciera. Y que aprendiera de la experiencia.
Le dije a B que después de colgar el teléfono me apetecía mucho menos ir a trabajar, pero fui.
—Así que ya ve: el departamento de educación puede ejecutar en el museo un proyecto que parece copia del mío, puede no darme crédito por ello, puede obligarme a ir a trabajar como educadora obedeciendo instrucciones que parecen dictadas por mí misma para luego afirmar que realizo proyectos artísticos en horas de trabajo. Porque lo que hago como educadora se parece a lo que he hecho como artista (con la participación de una ex-manager del mismo departamento que me acusa).
“Madre del amor hermoso qué viaje tan horroroso”, decía Gloria Fuertes en uno de sus libros.
Ese día llegué justo a tiempo a recoger a mis hijos del colegio y después de cenar le envié a B más e-mails.
El meollo
El 14 de mayo de 2010 tuvo lugar el proyecto Trust Me con la participación de once amigos –artistas y profesionales de la cultura– que accedieron a visitar conmigo individualmente un museo de arte de la ciudad de Nueva York: Ellen Fisher, Mayrav Fisher, Jonathan Goodman, Jessica Higgins, Erika Kawalek, Erika Knerr, Alison Knowles, Ferrán Martín, J. Morrison, Gordon Sasaki y Jon Zimmerman.
Pedí a cada participante que cerrara los ojos, se pusiera unas gafas opacas y me diera la mano mientras les susurraba al oiído descripciones verbales de una obra de arte y del espacio en el que nos encontrábamos. Las conversaciones fueron documentadas por el fotógrafo Jason Schmidt. La idea de realizar un proyecto artístico basado en descripciones verbales de espacios y obras que la retina no puede alcanzar tuvo su origen durante mi aprendizaje como guía oficial de museo para personas ciegas.
Aunque Trust Me tuvo lugar en dos museos, a todos los participantes se les describió la misma obra de arte. Las descripciones verbales están basadas en las imágenes que se reflejan en las cámaras de seguridad de las instituciones: espejos que graban nuestro comportamiento en el interior de estos espacios de cultura.
En la documentación de Trust Me aparezco unas veces con un vestido rojo y otras con un vestido negro. Los nombres de los museos son irrelevantes para el proyecto.
El desmoronamiento
En noviembre de 2013 el departamento de educación anunció a los educadores que un artista invitado realizaría un proyecto con nuestra ayuda basado en descripciones verbales de obras de arte y del espacio del museo. Para la ocasión los visitantes serían invitados a cerrar los ojos mientras se dejaban guiar por nosotros, educadores entrenados como guías oficiales para ciegos. Este proyecto sería grabado y documentado.
—Las conversaciones entre el participante y el educador tendrán lugar de modo individual –anunció mi jefa en voz alta a todos los que estábamos presentes–.
—Pero mi trabajo no está basado en conversaciones individuales, sino en experiencias en grupo –contestó el artista invitado–.
—El museo ya lo ha anunciado en su página web. No se puede cambiar –dijo mi jefa–.
—Bueno, está bien –dijo el artista–.
No entendía nada. O no quería entenderlo.
El vestido rojo
En noviembre de 2013 tuvo lugar en el museo la actividad que se parecía a Trust Me. Trabajé de dos a cuatro con el resto de mis compañeros. Rodeados por cámaras en mano que grababan nuestros movimientos, los visitantes regalaban con una firma sus derechos de imagen. Recordé la foto de Jason Schmidt que muestra la mano de Jon Zimmerman firmando el documento que me permite a mí utilizar sus derechos de imagen.
Aquel día fui a trabajar con mi vestido rojo, consciente de que sería grabada por las cámaras como una diana. Un museo podría arrancarme la confianza de las manos a plena luz del día, pero no desnudarme.
* * *
Antes de iniciar la tercera reunión respiré hondo. Llamé a la puerta con los nudillos dispuesta a defender la integridad de mis acciones y la integridad de muchos otros artistas que generosamente comunicaban sus proyectos e ideas a la comunidad, a las instituciones y a los comités de becas con la convinción de que trabajar por la cultura era labor y responsabilidad de todos.
Munición
La munición de guerra cuenta con armas ofensivas y defensivas, pólvora, balas y demás pertrechos. El daño potencial de una bala depende de la energía –velocidad y peso– y tamaño de la superficie de impacto que la transmita.
—¡Pero has dicho que eras una artista!
—Pues claro. Tengo dos másters en Bellas Artes, ustedes me contrataron por ello. Cuando el público me pregunte que dónde he estudiado qué quiere usted que les diga, ¿que les mienta? La matrícula de los másters de artista vale tan cara como la de los historiadores de arte. Explíqueme qué es lo que he hecho mal, porque no lo entiendo.
Pólvora
La pólvora es una sustancia deflagante que genera una combustión súbita sin explosión. Se usa como propulsor de proyectiles, y con fines acústicos en fuegos pirotécnicos.
—Pero has hablado sobre tu trabajo artístico durante las reuniones con el resto de educadores.
—Por supuesto. En el contexto de nuestras reuniones, cuando hablamos de un tema específico, se nos pide a todos los educadores que aportemos ideas y material sobre el tema. Las historiadoras levantan la mano y dicen: “yo he escrito este artículo y he publicado este otro”. Les damos las gracias por compartir sus conocimientos, les damos crédito por su trabajo y hacemos fotocopias. Me está usted diciendo que a mí, por el hecho de ser artista, cuando comparto mis conocimientos sobre el tema se me impide hablar de mi trabajo publicado, no se me dan las gracias ni crédito y, lo que es peor, ¿se me acusa? Explíquemelo, por favor, porque no lo entiendo.
Bala trazadora
Las balas trazadoras dejan un rastro de luz al ser disparadas y se usan para comprobar si el apuntado de un arma es correcto.
—Pero has hablado con personas sobre tu obra artística en el interior del museo.
—Porque estoy en mi derecho. Cuando en mis días libres visito el museo con familiares o amigos hablo con ellos de lo que yo quiero. Son conversaciones privadas.
—Pues no puedes. Tienes que informarnos antes. Tienes que pedir permiso a tu jefa si en el futuro visitas el museo con amigos o familiares.
—¿Cuando el museo está abierto al público en días y horas que no trabajo?
—Sí
—¿Y por qué?
—Porque tus amigos o familiares pueden no saber si están con una artista o con una educadora.
—Perdone usted que le contradiga, pero mis amigos y familiares saben perfectamente con quién están cuando están conmigo.
Bala incendiaria
Las balas explosivas o incendiarias se emplean excepcionalmente en armas de francotirador de gran calibre para destruir depósitos de combustible. Su manipulación es peligrosa para el que las maneja.
—Ella dice que te vio haciendo performances en horas de trabajo.
—Pues ella se ha equivocado. Obedecía al pie de la letra sus instrucciones.
—¿Y cómo podemos verificarlo?
— Tiene que confiar en mí. O participar en Trust Me –había dicho yo al cumplirse la profecía–.
—¡Está hablando otra vez de su obra! –había dicho mi jefa, presente en la tercera reunión–.
—Es verdad, ¿por qué hablas tanto de tu obra? –había preguntado B–.
—Porque usted me ha hecho venir hoy aquí para aclarar en qué consiste mi obra. Si ella no hubiera reconocido Trust Me en mi vestido rojo, y sus cámaras no me hubieran documentado con el vestido puesto, a mí nadie me hubiera acusado, yo no estaría contestando a sus preguntas y aquí no hubiera pasado nada. Yo no miento. A mí las piezas de arte no me caen del cielo. Y ningún museo puede afirmar que una obra artística es mía cuando yo lo niego.
* * *
No se puede meter en un ataúd un cuerpo al que la sangre le hierve por las venas. “¡Disparadme, disparadme que me da igual!”, quería gritarles a la directora de recursos humanos y a B mientras rogaba al gotelé color crema que borrara pronto de mi mente las horas de conversación-tortura mantenidas a lo largo de aquellos dos meses.
El planeta tierra giraba hacia la derecha mientras yo creía nivelarlo haciendo jogging por la acera de la izquierda. Pensé en Buchbinder y su amuleto. “Para que funcione sólo tienes que creer en él. Pero si pierdes la fe, la protección desaparece”, había dicho él. Me di cuenta de que estaba encima de un escenario y, una vez saliera por aquella puerta, como una guillotina caería el telón. El ambiente estaba cargado de la vida misma, de los motivos que habían movido generación tras generación a cometer todas las atrocidades de este mundo. Me mordí la lengua e hice un rollito primavera con ella. Imaginé que sobre mis papilas gustativas crecían flores, y sobre las flores volaban abejas. Pero luego pensé, ¿quién soy yo para retenerlas?
—Ustedes son dos personas inteligentes. Trabajan para esta institución y todo el que trabaja para esta institución es inteligente. Lo que están haciendo en estos momentos tiene que ser extremadamente difícil, porque, como seres inteligentes que son tienen que darse cuenta de que lo que están haciendo no está bien. Y aunque no lo crean, entiendo que hagan lo que están haciendo porque el pensamiento de perder el trabajo da miedo. Especialmente si hay hijos a los que alimentar. Yo también los tengo –dije–.
No se movieron. Aquel silencio significaba demasiadas cosas. Me entristecí aun más de lo que estaba, y se lo dije.
—Lo que están haciendo ahora mismo no es nada fácil, pero hay algo mucho más difícil. ¿Saben qué es?
Corriendo el riesgo de parecer un Robin Hood hablando solo por los bosques de Sherwood respondí a mi pregunta:
—Decir la verdad.
Y me respondí otra vez:
—Contar la verdad da miedo. Y mucho. Pocos son los que tienen el valor suficiente que requiere hacer frente a ese miedo.
Lo dije como si acabara de confesar un pecado capital. Y les dije que me sentía muy sola, porque cada día que pasaba me daba cuenta de que defender la honestidad, la confianza, el mérito o la integridad era una rareza, pero que estaba convencida de que aquellos valores eran lo que daba sentido a la vida. “Yo no sé cómo quieren ustedes vivir los años que les quedan… Yo, esta noche, cuando me vaya a dormir lo haré con la conciencia tranquila”.
—Todo lo que hacemos es por el bien de la institución –dijo B en voz baja como si pidiera disculpas–.
—Exactamente igual que yo.
Pensé en las personas que sufren injusticias y no se vienen abajo, ni insultan, ni atacan en la oscuridad, ni preparan emboscadas, pero que tampoco se resignan ni se someten a la injusticia. Recordé a mi magnífico profesor de historia de bachillerato, Pedro Sáez Ortega, a quien había visto en el café Comercial de Madrid después de veinte años. Pedro recomendaba en el 1989 –y recomienda– a sus estudiantes la lectura del libro El miedo a la libertad, de Erich Fromm, para analizar la psicología nazi antes de la segunda guerra mundial. Fromm incluye un fragmento del Mein Kampf:
“En el estado del pueblo la visión popular de la vida ha logrado por fin realizar esa noble era en la que los hombres ponen su cuidado no ya en la crianza de perros, caballos y gatos, sino en la educación de la humanidad misma; una época en las que algunos renuncian en silencio y con plena conciencia, y otros dan y se sacrifican de buen grado”.
Suspicaz desde los diecisiete años sobre cómo la historia marca demasiado a menudo la diferencia entre el que debe resignarse y el que manda, le dije a B que el problema que ellos querían hacer desaparecer era más complicado de lo que pensaban. Les dije que el mundo del arte y el mundo de la cultura de 2014 eran complejos –en parte por ser un reflejo de la falta de valores en que vivíamos–, y que durante aquellos doce años como educadora para todo tipo de audiencias había notado que el personal estaba cada vez más perplejo, más desorientado –porque el mundo del arte era confuso–. Pero que no se me podía culpar a mí de aquello. Y que borrando a artistas-educadores del mapa tampoco iban a solucionar mucho. Les dije que contar verdades era nuestra responsabilidad, y que para ello no hacían falta fuegos artificiales.
Les dije que yo, como muchos otros artistas, apoyaba a la cultura, respetaba las normas del museo, y confiaba en que el museo mostrara a todos los artistas –sin importar la edad, el rango o el sexo– el mismo respeto. Les dije esas y muchas otras cosas, con educación y preocupación.
Cuando abandoné el edificio me sentí ligera. Me vino a la cabeza la imagen del Robin Hood de dibujos animados cuando salta desde lo alto de la torre en llamas y cae a río; y cuando le persiguen, y él respira bajo del agua por una caña hueca que improvisa con un junco.
De vuelta a casa, en el metro, donde la realidad se nos refleja en la ventanilla de enfrente cuando el túnel se traga al vagón, pensé en mis hijos, en mi marido, y en lo que había crecido yo durante aquellos doce años, y le di las gracias a la vida, y a Manhattan. Y deseé con todas mis fuerzas que aquella experiencia no me volviera amarga; y, consciente de que la espina dolería aún más al llegar a casa, pedí que, con el tiempo, ya curada, pudiera escribir este texto.
El telón
Peri Uran, consultora legal del World Council of Peoples para las Naciones Unidas y doctorada en el campo de la ley constitucional, quedó a tomar café conmigo el mismo día que la carta llegó a mis manos. Me dijo que algunas de las frases empleadas eran una anomalía en sí y que si firmaba la misiva no podría hablar sobre los recuerdos que tuviera de mis doce años de trabajo. Comentó que había abogados que se prestarían de modo voluntario a representar un caso como aquel, y que el museo debía saber ya aquello o no me hubiera enviado aquella carta.
Le dije a Peri que no aceptaría el dinero ni llevaría a un museo de arte a los juzgados, que emplearía mi energía en construir más proyectos, dibujos y textos.
El 14 de mayo de 2014, cuatro años exactos después de Trust Me, envié un e-mail a B y una carta certificada al director del museo.
El e-mail decía que había que hacer las cosas bien porque sí, no por obligación ni por miedo; que los museos y los artistas no podíamos atacarnos ni agotarnos hasta el punto de caer exhaustos, porque íbamos en el mismo barco y nuestras acciones serían ejemplo y legado.
La carta empezaba así: “La última conversación que mantuve con usted fue sobre la importancia de trabajar bajo los valores de integridad y confianza; así como sobre el compromiso que museos, artistas y educadores debían aceptar para lograr este objetivo, especialmente en tiempos en que los valores éticos se ven cuestionados con demasiada frecuencia”. Y concluía diciendo que después de doce impecables años como educadora de museo no podía continuar en aquel puesto si la institución no me defendía de lo que parecían situaciones poco éticas y ataques personales, especialmente dada la extensa documentación que existía sobre el tema. Me despedí hasta aquel futuro encuentro en el que las cosas pudieran solucionarse de un modo más justo, y di las gracias por la experiencia.
Epílogo
El proceso aquí narrado coincidió con el montaje y la exposición de Tell Me & Silences (Cuéntame & Silencios) expuesta en el AC Institute de la Ciudad de Nueva York del 13 de marzo al 10 de mayo de 2014. La exposición fue un homenaje a diez años de conversaciones privadas en museos de arte.
En abril de 2014 la artista y comisaria Ilya Noé me invitó a incluir Trust Me en su investigación Errogate/Surrogate, basada en el concepto de copiar proyectos con el permiso y la ayuda del artista al que se copia. El 27 de mayo de 2014 tuvo lugar Trust Me: E/S en dos museos de Berlín con la participación de Lise Mignon, Anaïs Heraud, Raegan Truax, Jörn J. Burmester, Camilla Graff Junior y Tina Mariane Krogh Madsen. Ese día documenté las interacciones de Ilya y sus amigos con una cámara de fotos. El trabajo fue incluido y presentado en la quinta edición del Month of Performance Art de Berlín. Tina Mariane Krogh Madsen publicó un excelente artículo sobre Trust Me: E/S con fotos.
En septiembre de 2014, Cristina Díez, directora del movimiento ATD 4th World de Nueva York, me invitó a realizar Trust Me en el interior de la sede de las Naciones Unidas con motivo del Día Internacional para la Eradicación de la Pobreza. La ONU aprobó un pase personal de artista que me permitió pasear con libertad por salas y galerías de la sede central de la organización entre el 13 y el 17 de octubre del 2014. Los participantes de Trust Me: Trust Us fueron personas que constituyen la comunidad de la ONU.
Gema Álava (Madrid, 1973) es una artista visual multimedia que vive en Nueva York. Su trabajo ha sido expuesto en el Solomon S. Guggenheim Museum, el Queens Museum of Art y la sede central de las Naciones Unidas, entre otros espacios. Su trilogía Tell Me – Find Me – Trust Me (2008-2010) ha sido premiada con una 2011 Peter S. Reed Foundation Fellowship. En FronteraD ha publicado Preparar el horno para cuando llegue el pollo, Nueva York: después de Sandy y Tell me o cómo perder el miedo dentro de un museo. Jonathan Goodman le dedicó el ensayo Gema Álava, un mundo atrevido.