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ArpaEl mundo (a veces) es un lugar extranjero. Lluvia, Génova, la educación...

El mundo (a veces) es un lugar extranjero. Lluvia, Génova, la educación y Foster Wallace

 

Hace 14 años que vivo en el extranjero, que, como todo el mundo sabe, es un lugar donde uno no ha nacido, aparentemente. Mi extranjero es Génova, en Italia, no la calle de Madrid donde está el Partido Popular. Hay días que me levanto con el pie izquierdo-extranjero y los italianos me parecen unos repipis que se dirigen los unos a los otros poniendo la profesión o el cargo delante del nombre, que llaman a los ministros onerevole incluso en medio de una de esas grescas de cuidado que se montan en los debates televisivos con políticos. También me parecen grandes expertos en la ipocrita gentilezza porque repiten muchas veces “grazie, prego” y luego te dan la cuchillada como cualquier hijo de vecino. Hay mañanas que voy a dar mis clases de español en la universidad y recorro calles maravillosas en las que no sabría decir en qué época me encuentro. Pero no las veo y pienso que en este país de repipis e hipócritas no funciona nada ni los autobuses, que cada día son menos y me obligan a ir al trabajo a pie. Ni la gente, porque nunca se queja de que no funcione nada, ni la universidad, donde soy interina y ejerzo de esclava de nuestro tiempo. Hay días que el mundo es un lugar extranjero y sus habitantes conspiran contra mí, único ser cabal capaz de ver objetivamente la realidad y de discernir entre bien y mal.

 

Recientemente he escuchado el discurso que el escritor David Foster Wallace pronunció en la ceremonia de graduación de una prestigiosa universidad americana y lo he escuchado gracias a un artículo de Alejandro Narden en esta revista “para inmensas minorías”, que no podría tener una definición mejor. Fronterad es uno de mis cordones umbilicales con mi país, España, y con el mundo. En sus páginas entiendo mejor qué pasa y por qué. A veces la utilizo en mis clases y también mis alumnos pueden entender los matices de la información y acceder a ella en su complejidad, en vez de conformarse con los artículos homologados que nos ofrece la mayor parte de la prensa, sea del país que sea. En este tiempo de nuestro desconcierto, la conferencia de Foster Wallace me llegó como un pañuelo. Uno de esos pañuelos que, como decía Tagore, nos permiten enjugar las lágrimas para poder ver las estrellas cuando lloramos por haber perdido el sol.

 

El discurso del escritor americano lleva por título Esto es agua y, a mí modo de ver, habla de lo peligrosos que son los lugares comunes y el pensamiento perezoso y de lo que significa elegir qué pensar. Calaron profundo en mí esas palabras transparentes como el agua de su título. Hay una película de Adolfo Aristarain que se titula precisamente Lugares comunes. En ella un profesor, al que han jubilado prematuramente en la universidad, se propone la difícil tarea de enseñar a pensar a sus alumnos y al despedirse de ellos les deja la siguiente herencia: “Ningún alumno será mejor persona por saber de memoria el año en que nació Cervantes. Pónganse como meta enseñarles a pensar, que duden, que se hagan preguntas. No los valoren por sus respuestas. Las respuestas no son la verdad, buscan una verdad que siempre será relativa. Las mejores preguntas son las que se vienen repitiendo desde los filósofos griegos. Muchas son ya lugares comunes, pero no pierden vigencia: qué, cómo, dónde, cuándo, por qué. (…) Hay una misión o un mandato que quiero que cumplan. Es una misión que nadie les ha encomendado, pero que yo espero que ustedes, como maestros, se la impongan a sí mismos: despierten en sus alumnos el dolor de la lucidez. Sin límites. Sin piedad”.

 

A veces les pongo este texto a mis alumnos en los exámenes para que lo comenten. En sus comentarios, a menudo se refieren a la importancia del placer de aprender frente a una enseñanza que, a su modo de ver, se ciñe demasiado a los programas ministeriales. Hasta ahora ninguno lo ha leído como hace Foster Wallace. Al final de su discurso a los jóvenes, que acaban de licenciarse y están a punto de coger el tren de la vida laboral y de convertirse en adultos responsables con una vida y una cotidianidad propias, el escritor les habla de un supermercado al que va la gente normal a hacer la compra tras una jornada de exigente trabajo. Gente cansada como cualquier trabajador que al final del día recuerda que tiene la nevera vacía y tiene que ir a comprar para poder cenar. Yo imaginaba las ciudades americanas de grandes distancias a las que se va a todos los sitios en coche.

 

Foster Wallace les habla a los jóvenes de las personas que están en ese supermercado, que han llegado en coche hasta allí y han tenido que buscar aparcamiento, de las cajeras precarias y mal pagadas, de las colas, de las luces brillantes que casi hacen daño a los ojos cansados, de los pasillos demasiado largos, de los productos que están demasiado altos y, especialmente, se detiene en lo que solemos pensar en esos momentos. Gente harta con la que es muy fácil identificarse, que siente ganas de acabar enseguida lo que tiene que hacer, pero no, tiene que esperar y aguantar y no pagarla con los demás y no gritarle a la cajera ni al conductor que tiene un todoterreno que ocupa todo el carril. Trincheras de la vida cotidiana en las que lo más fácil es disparar. Foster Wallace se refiere entonces a nuestro libre albedrio que nos permite elegir qué pensar, a qué prestar atención, como lo hace también la poeta Wislawa Szymborska en ese bellísimo poema que se llama Falta de atención.

 

Según Wallace nada hay más fácil que sentirnos el centro del mundo y víctimas de un complot planetario. Actuamos de este modo debido a una “configuración por defecto”, señala el escritor. La solución parece obvia y no lo es o a lo mejor es que olvidamos lo obvio, como yo, que me defiendo del entorno criticando a los italianos, que dejo de ver la belleza de las calles de Génova porque el autobús no ha pasado y tengo que ir a la facultad a pie y sé que al llegar tendré demasiados alumnos. Lo más sencillo es situarme en el centro del universo y dejar que mi frustración me impida pensar en los alumnos que quizás se han levantado mucho antes que yo y han cogido el tren al alba, si ha pasado, para poder llegar a tiempo a clase.

 

Desde hace meses llueve sin parar sobre Génova y sobre toda la provincia. Llueve por abajo y por arriba porque las alcantarillas están atascadas, como los ríos, que se desbordan llenos de suciedad, según dice la gente, porque el ayuntamiento no tiene dinero para limpiarlos. Hay gente que lo ha perdido todo, algunos incluso la vida. Las calles, las casas y las tiendas de las zonas de mayor riesgo se han inundado y cuando todavía no se ha logrado quitar el agua y el fango vuelve a llover otra vez torrencialmente y vuelta a empezar. Las laderas de las montañas se deslizan hacia las carreteras porque se han cortado demasiados árboles y ya nadie sabe construir muros de piedras que sirvan de contención.

 

A la gente que ayuda a limpiar el barro de calles y carreteras les llaman los ángeles del fango. Ante el agua fangosa, el fango de las instituciones, la viciada burocracia que impide que los fondos concedidos por el Estado se usen a tiempo para procurar soluciones, ellos esgrimen sus palas.

 

Esas palas que limpian el barro son como el agua de la conferencia de Foster Wallace. Esas palas y las manos que las empuñan son la vida que discurre a nuestro alrededor y no vemos. Una vida que a veces vivimos como en un lugar extranjero. Aprender a pensar, elegir qué pensar es para mí recordar el sentido profundo de la palabra piedad. Entonces dejaremos de ser extranjeros.

 

 

 

 

Anne Serrano es actriz y profesora de español en la Universidad de Génova. En FronteraD ha publicado Toni Servillo, artista artesano, lleva su teatro a MadridRecordando a Adela en Madrid y La HabanaHistoria de ZoeBerlusconi, rey de AbsurdistánHace diez años el G8 puso a Génova en estado de sitio y El camino de las migas de pan.

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