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ArpaRapaces

Rapaces

 

Esteve y yo habíamos compartido sin saberlo el secreto mejor guardado. Él empezó a poseerlo hacía ya mucho tiempo, al menos en parte; desde una tarde en que cazaba lagartijas tras una tanca (1) no lejos del pueblo.

 

Apenas era un mocoso de diez años. Quedaba poco rato de luz cuando divisó a Joan y a Tomeu, su compañero de juegos, que abandonaban el camino de Santanyí para enfilar uno de los senderos que descendían hacia los torrentes que desaguan en los arenales de Mondragó. Los presentimientos más clarividentes suelen disfrazarse a menudo con los ropajes de la curiosidad, y Esteve era un rapaz metiche e inquieto, al que no distinguían virtudes tales como la obediencia o el temor (que en su justa medida equivale a la prudencia). Así pues, decidió seguirlos mientras se perdían entre los acebuches, y ni corto ni perezoso emprendió una sigilosa persecución. Puedo imaginármelo henchido de emoción, creyéndose protagonista de los relatos fabulosos narrados por Miquel, el jornalero que tanto rondaba su casa y a su madre prematuramente viuda. Esa noche había deseaba revivirlos Esteve con precisión de alumno aventajado, entre la maleza reseca del torrente, tan lacerante, cuán disímil de la frondosidad mullida, perennemente esmeralda de la jungla tropical, donde hojas de helechos habían acariciado las frentes perladas de sudor de los soldados vestidos de rayadillo.

 

Pronto alcanzó la pareja el seno del torrente, seco desde hacía meses. Esteve reptaba por las marjades (2) de los flancos, firmemente ancladas en el desnivel del terreno; amparándose en las sombras fantasmagóricas de los acebuches, guarecido luego tras el tronco pletórico de un poderoso algarrobo. Oscurecía con esa presteza súbita, casi traidora con que la noche se traga el cielo de Mallorca, pero refulgía sobre la barranca una luna espléndida, generosa en sombras que iban tiñendo los campos con matices de gris, azul y negro. De pronto, una pared de roca alzó sus filos a la izquierda del chiquillo, formando una cresta nuda de arbolado. Era Sa Penya Falconera, una suerte de queso pétreo en cuyos múltiples ojos reposaban confiados los cernícalos.

 

El niño Esteve se encaramó al peñasco sin dificultad, trepando como una araña por sus aristas; cayeron algunas briznas de arenisca, pero el rumor de la brisa lo protegía con su concierto racheado, al tañer las ramas lánguidas de los acebuches y las matas de lentisco sediento. Agazapado sobre la cumbre del peñasco, desde donde asomaba precavidamente la cabeza para no perder de vista a los espiados, pudo distinguir la figura del futuro Senyor (3), pequeño de talla aunque bien tieso el espinazo sobre la montura, firme en su propósito. La mula de Tomeu marchaba a su vera, pero al jinete se le vislumbraba encogido, como si desfalleciera, hundida la cabeza entre los hombros. Le pareció a Esteve que su amigo ocultaba el cuello a una bandada de mosquitos feroces, pero en realidad lo atenazaba de miedo la tétrica composición del atrezo: el tapiz de la noche con su pespunte de sombras, el canto fúnebre del búho, la estela impalpable alzada por el vuelo de un murciélago, la figura lacónica e impertérrita que se había adjudicado su compañía.

 

Habrían avanzado desde el pueblo cerca de cuatro kilómetros cuando detuvieron sus monturas. Esteve quedó prendido en la frondosidad lacerante de una zarza –el mejor escondrijo posible, una vez sorprendido por parada tan repentina– y se lamía los arañazos de brazos y piernas a la vez que trataba de escuchar las palabras que Joan dirigía a Tomeu, ya desmontados ambos: “Tu hermano fue mi mejor amigo y ahora le cumplo una promesa”. La brisa cálida filtrada entre los acebuches interfería su voz, “tú debes ser ahora…”, y la cantinela inoportuna de un grillo le impidió escuchar el final de la frase. Siguió atento y la misma voz grave le alcanzó de nuevo: “Ahora sígueme y haz cuanto te diga… No tengas miedo, será la alegría de tu madre”, y caminaron haciendo crujir los ramajes muertos que cubrían aquel tramo del torrente, en dirección a un chozo de piedra, de esos que los pastores del Migjorn (4) construían para guarecerse del mal tiempo sirviéndose de lajas, y cuya rústica estampa semeja una vivienda prehistórica. Algo sostenía Joan, corto aunque al parecer pesado, una pala tal vez, imposible distinguirlo en la distancia pues la pareja se internaba en un retazo de cerrada oscuridad.

 

Esteve permaneció largo rato emboscado entre las zarzas. Por temor a ser descubierto renunció a buscar nuevo escondrijo, a pesar de la incomodidad de su guarida. Una certeza íntima, presentida tal vez o nacida acaso de la simple lógica del juego, le estaba advirtiendo cuán flaco favor se haría a sí mismo, de verse delatado por el candor de su impaciencia. Ni el lugar, de sobra conocido, ni la noche lo sobrecogían; y allí mismo se regocijó de la propia astucia, de su habilidad para trepar, reptar y acechar, como hace en el sotobosque la mostela (5) astuta y siempre escurridiza, tan difícil de contemplar dado su proverbial sigilo. Por primera vez en su vida se sabía protagonista, fuerte e inteligente; manumitido de la melindrosa aplicación que una madre desamparada vertía sobre su hijo, cual único consuelo de su fortuna truncada.

 

Los vientos jugaban en contra del chiquillo; nunca hartos de nubes, las zarandeaban a su entero capricho, sembrando oscuridades por doquier pero concediendo aquí o allá instantes fugaces de una claridad extraordinaria para las horas nocturnas. Esta lotería de claros y oscuros vino a arruinar definitivamente las pesquisas de Esteve, pues sólo lo alcanzaban rumores vagos o formas de escasa nitidez. Con harta dificultad pudo distinguir las dos figuras –le parecieron más pequeñas, como cansadas– que montaban trabajosamente en las mulas. Durante una pausa del viento se detuvo sobre el paraje un nubarrón denso, interminable su manto de ceguera, al tiempo que escuchaba Esteve una frase breve e imperativa, “Au, anem!” (6), seguida por el crepitar de la maleza astillada bajo los cascos de las cabalgaduras. Y conforme se alejaba el chasquido de los yerbajos aplastados, más insoportable se volvía el tacto lacerante de las zarzas sobre su carne; tortura inútil, pues le bastaba rodar sobre sí mismo –así pudo comprobarlo, bajo la luz de un parvo resplandor lunar– para reposar sobre una plataforma de roca lisa y hospitalaria, cuyo perímetro delimitó palpando la oscuridad con precavida urgencia. Estaba en una suerte de terraza rocosa y a sus espaldas la noche se concentraba en un grumo profundamente negro, del que emanaba el aroma de la piedra húmeda.

 

Durante la labor de reconocimiento se le escaparon a Esteve el futuro Senyor y su amigo Tomeu. Un momento después, la singladura de las nubes concedió más cancha a las luminarias celestes, cuyos resplandores bosquejaron el perfil de aristas que cimbrea la cresta de Sa Penya Falconera. Esteve iniciaba el descenso hacia el torrente cuando un graznido súbito, estridente como el chirriar de un gozne mal engrasado, anunció la aparición del monstruo alado sobre el roquedo: por su compostura le recordó la solemnidad del cura en el ofertorio, brazos en cruz y rostro vertido hacia las alturas. El muchacho respondió al pánico con la más instintiva e inútil de las reacciones, plegando su cuerpo sobre sí mismo como hace el erizo para defenderse, las manos abiertas resguardando el hemisferio del cráneo. Pero no hubo más graznido ni más viento de alas. Cuando alzó la vista, pasado un tiempo prudencial desde la aparición, la siniestra sombra se había difuminado como un mal sueño y la noche aparecía serena en el rumor de su sonaja de acebuches.

 

 

 

 

(1) Tanca: en Mallorca, pared baja de piedra seca que separa parcelas de labor.

 

(2) Marjades: plural de marjada, sinónimo de tanca.

 

(3) Senyor: señor, amo; se aplica en Mallorca al propietario de un predio.

 

(4) Migjorn: la más meridional de las comarcas de Mallorca.

 

(5) Mostela: comadreja.

 

(6) “Au, anem!”: en el catalán de Mallorca, “¡Venga, vamos!”.

 

 

 

 

Este texto corresponde a la novela del mismo título, Rapaces, que ha publicado Moixonia Edicions en Palma de Mallorca.

 

 

 

 

Ignacio González Orozco es mallorquín por estado civil. Licenciado en Filosofía, ha trabajado como editor y actualmente forma parte de la redacción de Revista Rambla, publicación digital de Barcelona. También es colaborador del diario Público y de la revista Culturamas. Ha publicado varios libros de viaje y divulgación. En 2003 quedó finalista del premio de libros de relatos de la Diputación de Cáceres con el volumen Prefiero a Mae West. También es autor de la obra dramática La farsa de Gandesa, y de la novela Los días de ‘Lenín’, de la que publicó un fragmento en FronteraD.

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