En su libro de memorias del año 2000, Blood of the Liberals, George Packer menciona un encuentro con uno de sus antiguos compañeros de clase de Yale, un joven analista político derechista que había contratado a Packer –que por entonces dividía su tiempo en Boston entre trabajos de carpintería en obras de construcción y periodos de voluntariado en un centro de acogida para gente sin hogar– para montarle una estantería. Fue a mediados de los 80, y el conservador era un joven enérgico, que se inclinaba con confianza hacia el movimiento posliberal zeitgeist. El de Yale era “un defensor radical de la economía de laissez-faire y de una especie de moralismo conservador Tory en cuanto a temas sociales”, escribe Packer, “con una actitud hacia los pobres mezcla de desprecio y como de nobleza obligada: deshagámonos del estado de bienestar y así tendrán que limpiar sus vidas, imitando el comportamiento de sus benévolos y atentos superiores”.
Para rematar, en un principio el analista le pagó a Packer por la estantería con un cheque sin fondos, y ordenó con sequedad al carpintero que recogiera algunos materiales olvidados en el lugar de trabajo o se tirarían a la basura. Para él, la enseñanza de ese episodio no podía ser más clara: “Ya no éramos iguales como sí lo habíamos sido en la universidad, y él ahora se sentía obligado por principios a tratarme de forma diferente, es decir, mal”. Algunos años más tarde, el maleducado derechoso alabó en una de sus columnas periodísticas de forma poco entusiasta un artículo que Packer había publicado en Harper’s Magazine, y señaló que el tiempo fundamentalmente le había dado de lado; Packer, observaba el autor, había sido “un chico serio y profundamente inteligente” destinado a “hacer grandes cosas”, pero que en su lugar había “desaparecido de la faz de la Tierra después de la graduación”.
Este año, ese mismo analista político –escarmentado por un periodo de servicio como redactor de discursos en la Casa Blanca de George W. Bush y por una destitución infame del American Enterprise Institute por instar a los republicanos a llegar a un acuerdo respecto a la reforma sanitaria de 2010– ha tenido la gentileza de escribir una alabanza en la contraportada de The Unwinding [El desmoronamiento. Treinta años de declive americano, recién publicado en España por Debate], crónica que Packer, ahora redactor de The New Yorker, ha publicado con una gran acogida. “Las vidas y corazones rotos en esta segunda gran depresión han encontrado en George Packer su elocuente voz y a un fiero defensor”, dice con entusiasmo David Frum. “The Unwinding es una tragedia americana y un triunfo literario”. Una vez más, George Packer y David Frum están a la misma altura.
Cierto es que este fragmento en cuanto a reputación literaria es poca cosa, sobre todo cuando se pone junto a las narraciones de gran envergadura sobre la erosión constante de la república estadounidense, bajo la presión de un capitalismo global despreocupado, que Packer construye pacientemente tanto en Blood of the Liberals como en The Unwinding. Aún así, vale la pena detenerse en este curioso momento de reajuste de su reputación, ya que dice mucho sobre las respetables ambiciones intelectuales de Packer (su no-desaparición, por así decirlo) y las difíciles convenciones del discurso político en nuestra “segunda gran depresión”.
Por un lado, la convergencia de los puntos de vista de Frum y Packer tras la crisis podría ser considerada como un hecho esperanzador, un entendimiento de la izquierda y la derecha altamente esperado por los auténticos estadounidenses que estaban sumidos en un estado prolongado de abandono malicioso, ganando poco más que condescendencia retórica y palabrería barata por parte de las principales instituciones y los responsables políticos que coreografiaron la gran liberación socioeconómica de las últimas cuatro décadas. Tal vez ese patán que da cheques en blanco, arrogante y derechoso de la era Reagan –más conocido por ayudar a crear la expresión El eje del mal, frase a favor de la invasión durante el apogeo post 9/11 de la doctrina Bush– ha permitido medias tintas, y matices de inseguridad económica para llegar a su visión maniquea del mundo. Y quizás Packer, que como todo el mundo sabe se había acercado a la opinión de los “halcones liberales” durante ese mismo preludio lúgubre a la misión imperial americana –postura que retomó con dolor en su libro sobre la invasión y ocupación de Iraq por parte de Estados Unidos: The Assassins’ Gate (2005)–, podría hablar ahora con renovada autoridad sobre las luchas de los estadounidenses normales para vencer a las fuerzas brutas de dudoso privilegio y a la excesiva estrechez económica.
De una manera más triste –y, por tanto, más verosímil– uno podría suponer que el acuerdo post milenio entre estos viejos antagonistas de Yale sugiere que las explicaciones de nuestros problemas económicos se han despolitizado, sin reparar de forma clara en quién exactamente se beneficia del saqueo de las otrora sólidas comunidades de la América de clase media y trabajadora. Al igual que muchos otros intentos de trazar un camino hacia la recuperación cívica en medio de condiciones de ruina económica, El desmoronamiento se alimenta de un deseo ferviente de que nuestras instituciones políticas puedan ser más sensibles a nuestras necesidades materiales más urgentes, pero pivota sobre un asunto básicamente fatalista de deriva institucional y de humanidad en nuestra sociedad –uno que hace que sea muy difícil imaginar cómo podría tener lugar este cambio tan esperado–.
En vez de eso, en El desmoronamiento se nos deja para la reflexión una crónica de la lucha de nuestras productivas vidas (aunque inmensamente entretenida y convincente) que rechaza contundentes explicaciones ideológicas o políticas de las causas de nuestra crisis actual en favor de una densa descripción narrativa de sus síntomas. Casi cada personaje en este panorama de caída libre económica que presenta Packer –principales y secundarios, famosos y poco conocidos– es una figura bienintencionada y casi siempre trágica, atrapada en juicios económicos impersonales que soplan a través de sus vidas a la manera de una tormenta de polvo de los años 30, dejándolos desconcertados, desahuciados y cada vez más desesperados por arrebatar algún sentido duradero del significado personal de la vorágine.
La analogía con los años 30 es especialmente acertada aquí, ya que Packer toma como modelo para la estructura narrativa de El desmoronamiento la de la importante trilogía de John Dos Passos U.S.A., ficción de corte realista sobre los años de la Depresión compuesta por El paralelo 42, 1919, y El gran dinero. Siguiendo el innovador estilo de Dos Passos de mimetismo de corta y pega de los ritmos de desplazamiento social en la edad moderna, El desmoronamiento oscila entre los íntimos retratos de sus protagonistas principales –la maquinista de Youngstown Tammy Thomas, el funcionario y activista de Washington DC Jeff Connaughton, y el ejecutivo de la energía alternativa de Carolina del Norte Dean Price– y unos horizontes más amplios de América, evocados a través de fragmentos frenéticos y semafóricos de titulares de época, letras de canciones y breves biografías de las celebridades representativas del momento, desde Colin Powell y Oprah Winfrey hasta Robert Rubin y Newt Gingrich.
Sin embargo, mientras que el uso pionero de esta técnica por parte de Dos Passos ofreció un rico panorama de las convulsiones sociales tras los dramas del ego, las dificultades económicas y la confrontación global de su época, la recopilación de Packer tiene un curioso efecto de aplanamiento. Una explicación obvia de este contraste es que Dos Passos conocía muy bien las fuerzas sociales en las que su narrativa se centraba –el caos destructivo del capitalismo industrial en masa, que igualó tanto la personalidad humana como las perspectivas de un futuro político compasivo–. Packer, por su parte, no se atreve a atribuir la miseria y la frustración personal, que narra de manera desgarradora, a ningún sistema de distribución de recursos, las finanzas o el privilegio político en particular. En su lugar, ya que la mayoría de los signos vitales de la economía estadounidense destellan poco a poco en la oscuridad a través de las páginas de su saga –como el traslado de fabricantes al extranjero, las hipotecas cayendo en el olvido, el colapso de granjas y negocios pequeños, y los estudiantes universitarios que se gradúan para ser esclavos de la deuda de por vida–, Packer se lamenta de un fracaso difuso de las instituciones y de los ciudadanos estadounidenses para estimularse mutuamente y volver a la vida.
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El tono que predomina en El desmoronamiento no es uno de traición o de indignación populista, sino más bien el de una decepción épica. La base de nuestra prosperidad material está desapareciendo bajo nuestros pies –las personas que alguna vez habían depositado su fe en las instituciones de poder ahora desgraciadamente tienen que depender de sus propios recursos, que son insuficientes– y es triste y descorazonador. Además, en las contadas ocasiones en que los personajes del libro intentan resistir a través de las fuerzas aplastantes de consternación institucional, o son rápidamente despojados de sus ilusiones dignas de compasión o simplemente dejados de lado. Por ejemplo, Packer sigue a un par de activistas de Occupy Wall Street durante los emocionantes meses de protestas en el centro de la capital financiera. Nos despedimos de uno de ellos –una coordinadora carismática de Brooklyn llamada Nelini– después de que la encarcelen tras el violento desmantelamiento del campamento de Zuccotti Park dictado por el alcalde Michael Bloomberg en noviembre de 2011. La otra figura del movimiento, un obrero de Seattle sin rumbo en la cincuentena llamado Ray, termina sin hogar y desorientado, escondiéndose de la policía en un lugar remoto al sur del puente de Brooklyn. De hecho, a juzgar por el informe de Packer de la protesta, nunca sabrías que el movimiento Occupy continúa siendo en gran medida un negocio en marcha, organizando ingeniosos “aniversarios” de condonación de la deuda y nuevas campañas contra la explosión depredadora de la industria de préstamos estudiantiles.
Estos personajes no concentran mucha atención del narrador, al parecer, porque él ya ha trazado las amargas deficiencias de la incidencia política. Incluso en los más altos niveles del poder, señala Packer, “el sistema era mucho más importante que cualquier presidente”. El motivo de esta triste observación es el cambio de rumbo por parte del presidente Bill Clinton sobre la cuestión de aprobar una regulación más estricta del comercio financiero. Cuando el tema surgió por vez primera en su administración –a través de la Ley de Reforma de Litigios de Valores Privados, una medida de “reforma de agravios” falsa, improvisada por el primer Congreso de Gingrich en 1995– el serio liberal Jeff Connaughton, que entonces trabajaba como asistente especial del consejero de la Casa Blanca Abner J. Mikva, se encargó personalmente de la argumentación para vetar el proyecto de ley. En un debate informal y emocionante, que fue como una inyección de ánimo, con el acosado presidente, Connaughton le aseguró que estaba haciendo lo correcto. Como ya sabemos, para el final de su segundo mandato Clinton había cambiado por completo de opinión sobre el tema, encabezando con entusiasmo la desregulación desenfrenada del sector financiero. Sin dudar, firmó el acta Gramm-Leach-Bliley de 1999, derogando de manera desastrosa aquellas disposiciones de la ley Glass-Steagall de 1993, que prohibía que las financieras participaran en la inversión y la banca comercial, así como la no menos catastrófica Ley de Modernización de Mercados Futuros de 2000. Esta última medida, que abolió las restricciones más significativas en la inversión de derivados, fue aprobada a pesar de la enérgica –y profética– oposición del jefe de la Comisión de Comercio en Futuros de Materias Primas, Brooksley Born, quien advirtió que relajar los controles gubernamentales del volátil mercado de derivados era una receta para el riesgo sistémico en Wall Street.
Discrepancias como la de Born refutan claramente la afirmación generalizada de que “el sistema” de alguna forma está por encima del servil máximo representante del poder ejecutivo en el panorama político estadounidense. Clinton tuvo acceso a una amplia información contrastada en esos críticos momentos para el futuro financiero del país y simplemente consideró que tanto personal como políticamente era conveniente hacer caso omiso de ella y seguir los tontos consejos de sus amigotes-asesores económicos, como sus dos últimos secretarios del Tesoro, Robert Rubin y Lawrence Summers. Estos dos fideicomisarios de la élite bancaria deberían, por derecho propio, ser el remate final de un chiste amargo, de la misma manera que el principal liquidador del Tesoro del gobierno de Herbert Hoover, el magnate ladrón Andrew Mellon, se retiró de la vida pública como un hazmerreír virtual.
En cambio, a Rubin se le concede todo un capítulo surrealista y lleno de adoración para él solo en El desmoronamiento. Descubrimos, por ejemplo, que tras su recorrido como tecnócrata de bajo perfil en el auge de Wall Street de los años 80, se convirtió en el co-presidente de Goldman Sachs en 1990 “a fuerza de mantener la modestia de su ambición y la tranquilidad de su osadía”. Aunque Rubin, como la mayoría de los titanes financieros de Nueva York, “se situaba en el centro político”, también era un demócrata de toda la vida, “ya que estaba preocupado por la difícil situación de los pobres”. De hecho, este titán de las finanzas compasivo parecía que cambiaba su aspecto físico al mismo tiempo que se iba acumulando el sobreendeudamiento a su alrededor: “Mientras Rubin envejecía y le salían canas, sus ojos caídos se volvieron más tristes y más escépticos. Mientras Wall Street se convertía en un gigante cada vez más grande y volátil, él se mantuvo tan delgado como un galgo inglés. Mientras se desregulaban los servicios financieros, él se mantuvo bien regulado”.
En la dirección de la política económica de la Casa Blanca en la era Clinton, Rubin fue, en palabras de Packer, aún más sabio. Después de haber frustrado los planes para estimular la economía, por los que Clinton hizo campaña en 1992, a favor de los recortes de gastos para apaciguar a Wall Street, Rubin instó con dureza al presidente a abandonar incluso la retórica populista de su exitosa campaña presidencial. Por supuesto, aconsejó a Clinton que evitara “controvertidos términos clasistas como los ricos y asistencialismo corporativo”. Como señala Packer sagazmente, este consejo no surgió “de la solidaridad de clase, sino del temor de que se minara la confianza de las empresas en el presidente”. Después de todo, Rubin simplemente difundía “su mejor asesoramiento económico, siempre desinteresado y sobre el fondo del asunto (si por casualidad era la opinión de Wall Street también, bueno, la economía habría sido dominada por el sector financiero, y cualquier presidente demócrata estaría acabado si perdiera su confianza, especialmente después de que el partido comenzara a recaudar la mayor parte de su dinero en Wall Street)”. Oh, a veces Rubin se inquietaba: “como secretario del Tesoro, continuó preocupándose acerca de los riesgos de los derivados, la forma en que podían involucrar a las instituciones financieras y magnificar los excesos en el mercado. No se oponía, en principio, a que los derivados estuvieran regulados –no por Brooksley Born– a pesar de que nunca llegó a hacer nada al respecto debido a la oposición que se habría encontrado desde Wall Street”.
Y cuando el presidente firmó la Ley de Modernización de Futuros de Materias Primas y la Ley Gramm-Leach-Bliley, Rubin pudo disfrutar –después de la expiración formal de su recorrido por el Tesoro– de la más bendita de las exenciones de Washington: negación. Para estar seguro, se fue en octubre de 1999 para trabajar como el “consigliere interno” del recientemente fusionado Citigroup, que tuvo que esperar a la derogación de las restricciones de Glass-Steagall con el fin de hacer negocios, ganando la cuantiosa suma de 15 millones de dólares al año, además de abundantes opciones sobre acciones, por las molestias. Pero, un momento, Rubin no tenía “nada que ver directamente con la derogación [de Glass-Steagall] y nadie pudo acusarlo con pruebas de haber cobrado generosamente de Citigroup”.
Es más o menos en este momento de la odisea del Rey Mago Bob cuando el lector se da cuenta de que Packer, embriagado por el método de Dos Passos de perspectiva múltiple ojo de la cámara, está mostrando este retrato compasivo de Rubin como una parodia. Lo más importante a tener en cuenta acerca de la culminación del ejercicio de Rubin en el Tesoro es que se fue por su cuenta, por su necesidad de salir y tener éxito en Citigroup. Técnicamente, Rubin había dejado el puesto a finales de 1999, cuando Gramm-Leach-Bliley se convirtió en ley, pero él y el resto de los burócratas del equipo económico de Clinton (incluyendo al propio adjunto de Rubin, y más tarde su sucesor, Lawrence Summers) habían dedicado todo el año anterior a preparar con vehemencia los fundamentos de la derogación de Glass-Steagall con los señores de Wall Street, hasta el punto de que la futura supervisora de Rubin en Citigroup, Sandy Weill, bromeó abiertamente con que la medida debería ser conocida como la Ley de Weill-Gramm-Leach-Bliley.
Pero la maniobra narrativa de Packer es demasiado inteligente. Si uno intenta dar una explicación coherente de las calamidades que arrojaron las aspiraciones de la clase media estadounidense al cubo de la basura de la historia, no tiene sentido tratar a alguien como Rubin como parte de una serie de víctimas colaterales de la pérdida de confianza del público en las instituciones americanas. Y Packer no facilita ninguna información correctiva de peso, ni en el capítulo de Rubin ni en otro lugar, que aclare cómo de destructiva resultó ser la desregulación radical del sector financiero –una medida de la que Rubin es el responsable directo (por no hablar de que sacó provecho de ella de la manera más fea que se pueda imaginar)–. Considerarlo como el responsable de facto de los graves desaciertos políticos del equipo económico de Clinton es similar a alabar a Charlie Sheen como consejero de la sobriedad del año. Lo mismo sucede con la explicación algo maliciosa que da Packer del ascenso de Colin Powell desde el Ejército y su mendaz labor como secretario de Estado de George W. Bush –un retrato de un “hombre de la institución” que es especialmente incómodo viniendo de Packer, ya que fácilmente sirve de justificación para el apoyo sumamente imprudente del autor a la invasión de Iraq en 2003–.
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La tendencia narrativa de El desmoronamiento mantiene los hechos a una distancia cuidadosa de Rubin y de los otros promotores de la vuelta al empobrecimiento de la nación desde la prosperidad generalizada del contrato social New Deal de la posguerra. Esta aporía es particularmente desesperante porque Packer presenta, de manera aguda, crónicas probadas de las luchas de varios de los protagonistas centrales del libro, abandonados para arreglárselas solos mientras examinan las consecuencias de la continua contracción de sus oportunidades de vida en la América trabajadora.
Tammy Thomas, una trabajadora de ensamblaje afroamericana de Youngstown (Ohio), resistió sucesivas oleadas severas de recesión en el cinturón industrial, manteniendo a su familia como madre soltera, sólo para ser despedida con una cláusula de rescisión de su empresa, Packard Electric, después de que sus nuevos dueños corporativos cerraran la compañía en 2006 –una entre innumerables reestructuraciones de plantas manufactureras estadounidenses destinadas a abaratar los costes de mano de obra y trasladar las operaciones al extranjero–. Thomas encuentra un nuevo trabajo estimulante como organizadora comunitaria, y también es voluntaria en las campañas de Barack Obama de los años 2008 y 2012, que ganaron en el estado indeciso de Ohio en ambas elecciones. Cuando Packer se despide de ella, a Thomas se le encarga la triste tarea de confeccionar un mapa completo de las propiedades abandonadas en el Youngstown asolado por la recesión, incluso aunque está exultante por la victoria de Obama en 2012. “Dios mío”, piensa ella tras la reelección del presidente, “esto significa que tenemos la oportunidad de hacer algo de verdad”.
Mientras tanto, otro de los protagonistas de Packer también se ha dado un atracón de la esperanza inyectada por Obama: el infiltrado en Washington DC Jeff Connaughton hace un regreso triunfal a los centros de poder demócrata cuando su ídolo político de toda la vida, Joe Biden, es elegido vicepresidente. Pero Connaughton se desmoraliza comprensiblemente por la noticia de que el exitoso candidato del “cambio” de 2008 está considerando nombrar al mismísimo Robert Rubin como secretario del Tesoro. Como Packer recuerda con dureza a sus lectores.
“No se necesitaban más evidencias de que el sistema (aquel que Clinton había invocado esa noche en su estudio privado) saldría del desastre en buena forma. Los dirigentes podrían fallar y fallar y todavía sobrevivir, e incluso prosperar… Rubin ya no era viable para el Tesoro, pero los que trabajaron con él eran prácticamente los únicos candidatos en consideración para Obama, quien, después de todo, se había abierto camino en el sistema desde más atrás que cualquiera de ellos”.
En otras palabras, la esperanza de Tammy Thomas y la desesperación en aumento de Jeff Connaughton se quedan en suspenso alrededor de la misma presidencia épica, con Packer expresando solamente la insistencia desalentadora de que el traspaso de poder en Washington tiene mucho de teatro de sombras, patrocinado y alquilado para beneficio de los auténticos manipuladores de estos acontecimientos mundiales, el establishment de Wall Street. ¿En qué historia va a confiar el lector? ¿En el amiguismo repugnante que impera en la cima de nuestros santuarios de diseño de política económica, o en el espectro de un “cambio real” que está finalmente tomando forma ante los ojos de Tammy Thomas? Asimismo, teniendo en cuenta la descripción que hace Packer en tono de burla del periodo de Rubin en el cargo, ¿vamos a ver también su capítulo sobre una auténtica reformista financiera –la senadora populista por Massachusetts y defensora del consumidor Elizabeth Warren– como más forraje para el inevitablemente más triste y más sabio cómputo de erróneas ambiciones reformistas?
Eso no parece importar demasiado en el universo de El desmoronamiento. Por todos los desgarradores detalles personales de pérdida, desconcierto y dolor que Packer extrae de sus sujetos, las fuerzas siniestras que los despojan de todo son extrañamente impersonales: o bien un “sistema”, que ha reducido la Casa Blanca a un juguete glorificado de la clase inversionista, o bien, con igual frecuencia, las “instituciones” que atrapan a incautos de buenas intenciones como Rubin y Powell, dejando a los estadounidenses menos afortunados esforzándose una vez han desaparecido las convicciones morales y sociales. En su retrato de una familia pobre de Tampa, los Hartzell, Packer insinúa que son tanto víctimas del abandono institucional, por parte de sus familiares y de la escena política nacional, como víctimas de la privación material: “Estaban separados de los parientes que les quedaban, muchos de los cuales eran alcohólicos. Tenían pocos amigos, y no pertenecían a ninguna iglesia (a pesar de que eran cristianos) o sindicato (a pesar de que eran de clase trabajadora) o asociación de vecinos (a pesar de que querían que la zona fuera lo bastante segura para que los niños salieran a pedir caramelos en Halloween). Apenas habían pensado en la política. Sólo se tenían el uno al otro”. En resumen, esta es la clase de personas a las que favorece instintivamente la estrategia narrativa de Packer: llevados por la anomia, pero sin embargo esperanzados; apolíticos, pero preocupados; heridos, pero aún no enfadados. En caso de que se involucren en esa esfera favorable de indignación o (un escalofrío) de reclamar sus derechos, bien podrían terminar en la calle o en la cárcel, al igual que las almas desventuradas a quien Packer escoge para simbolizar el movimiento Occupy.
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La anulación en sí es otro ejemplo de abstracción sin motivo. En la mayor parte de la crónica de Packer, el término hace referencia al estado marchito de la economía de fabricación y del estado de bienestar liberal, así como a la incesante disminución de simpatizantes tanto entre la élite política como en la clase media que cae en picado. Pero en el ensimismamiento de otro de los soñadores curtidos en batallas del libro, el ejecutivo de la energía Dean Price, la anulación rememora la destrucción creativa de una inevitable nueva era de la energía renovable y determinación empresarial, una oportunidad para una recuperada República Americana de crecer bajo el gobierno benevolente de una nueva generación de pequeños terratenientes jeffersonianos. “Si estos agricultores pueden producir sus propios cultivos y llenar el depósito de sus tractores, no están sometidos a nadie y son sus propios jefes, eso es un gran cambio”, reflexiona Price. “Y en lugar de que estemos pensando que vamos a entrar en la anulación, para mí esta es la mayor explosión económica que va a golpear nuestras vidas, ya que todo ese dinero que se está concentrando en lo más alto, con la comida, el combustible, la ropa –¿qué más controlan? La banca– podría volver a las pequeñas ciudades”.
De hecho, por supuesto, las penurias económicas que los estadounidenses de a pie están sufriendo equivalen a mucho menos a una anulación –o como a Packer le gusta describirla usando de forma engañosa un símil naturalista, una “plaga”– que a un atraco absoluto. Una clase de inversores especulativos se ha enriquecido por la titulización sistémica de casi cada aspecto de la vida americana –desde el mercado hipotecario a la burbuja de préstamos estudiantiles (precariamente exagerado, por supuesto, en las universidades con fines lucrativos) y los mercados desregulados para productos básicos tales como el aluminio y el petróleo–. Este no es un panorama de americanos bienintencionados atrapados en una sarta de instituciones indiferentes. Es, más bien, un mecanismo para la redistribución ascendente de la riqueza, conseguida mediante la reducción de los ingresos de trabajadores y consumidores a otra materia prima explotable.
Vale la pena recordar que algunos de los cronistas más destacados de nuestra primera Gran Depresión captaron su esencia e informaron sobre ella de forma extraordinariamente detallada. (Esto no era, por cierto, el punto fuerte de Dos Passos; como escribió el gran historiador de la literatura Alfred Kazin, “La historia, en el sentido más tangible –lo que sucedió–, es obviamente más importante en Dos Passos que las personas a las que les sucedieron las cosas”). Edmund Wilson, en su propia colección panorámica de periodismo de la Depresión, The American Jitters, de 1932, catalogó una amplia gama de conocidos escenarios americanos puestos patas arriba por las dificultades económicas: desde mítines comunistas a las cadenas de montaje de Detroit, pasando por las obras de construcción o celdas de la cárcel. Novelistas como John Steinbeck, James T. Farrell y Tess Slesinger procuraron reflejar las luchas y los contratiempos de las sometidas masas trabajadoras de la nación, así como el carácter más culto (y a veces bastante poco serio) de la rebelión intelectual e ideológica de la década. En estudios retrospectivos, periodistas como Studs Terkel y Murray Kempton midieron de forma realista la solidaridad fugaz y los legados culturales más perdurables de los años 30.
De hecho, resulta que Melville House y The Baffler (una revista para la que trabajo) han publicado recientemente por primera vez Cotton Tenants [Algodoneros. Tres familias de arrendatarios], el manuscrito sin fecha que surgió tras el escrito de James Agee para Fortune en 1936, para perdurar entre los empobrecidos campesinos del Profundo Sur. Este fue el proyecto de revista que sentaría las bases para el libro de referencia de 1941, Let Us Now Praise Famous Men [Elogiemos ahora a hombres famosos] de Agee y Walker Evans; hacia el principio del manuscrito, Agee ofrece esta introducción a su estudio de cerca de las vidas que atraviesan una difícil situación a causa de un sistema de privación brutal:
“Una civilización que por cualquier motivo pone una vida humana en situación de desventaja –o una civilización que sólo puede existir por poner la vida humana en una situación de desventaja–, no es digna ni de nombre ni de continuidad. Y un ser humano cuya vida se nutre de un ventaja que ha acumulado desde la desventaja de otros seres humanos, y que prefiere que ésta permanezca como está, es un ser humano sólo por definición, teniendo mucho más en común con la chinche, la tenia, el cáncer y los carroñeros que habitan las profundidades del mar.
“Solo si consideramos que tales verdades son evidentes, e inevitables, y muy posiblemente más serias y con toda seguridad más inmediatas que cualquier otra, podemos dirigirnos a nuestra historia con total sinceridad, historia que es una breve reseña de lo que le ocurre a la humanidad, y de lo que la humanidad no puede de ninguna manera esencial escapar, en circunstancias algo desfavorables”.
Dicho de otro modo, de poco sirve lamentarse de la atrofia de nuestras instituciones sin una clara explicación de los valores que se supone que las estimulan. Si los desastres de nuestra reciente historia económica nos han enseñado algo es que la mayoría de los organismos institucionales de nuestra vida cotidiana son, en el mejor de los casos, siluetas vacías, y en el peor, depósitos llenos de supersticiones tóxicas y obsoletas.
El libro de Packer hace alusión a los más profundos males que se ocultan bajo su historia de declive económico corrosivo y las migraciones, pero nunca se decide a asumir la invocación moral que Agee sí hizo. En un momento dado, El desmoronamiento repara en la historia de Mike van Sickler, un serio periodista de investigación del St. Petersburg Times (ahora el Tampa Bay Times). A raíz del colapso hipotecario –que ocurrió en Florida mucho antes de 2008, y que parece que paralizará la economía del estado aún durante algún tiempo– Van Sickler había descubierto la historia de Sang-Min (Sonny) Kim, un especulador inmobiliario de Tampa que había defraudado, a través de una empresa fantasma, con la compra y venta de más de 100 propiedades en su mayoría abandonadas por toda la ciudad, y había sacado en limpio más de 4 millones de dólares en ganancias.
La historia de Van Sickler dio lugar a un mediático procesamiento de Kim, acusado de cargos de blanqueo de dinero y fraude, pero el reportero no quedó satisfecho. Se opuso a los tópicos complacientes sobre el colapso de las hipotecas que estaban contando otros importantes compañeros de profesión: “No sabemos por qué, simplemente nos volvimos muy avariciosos y todo el mundo quería tener una casa que no se podía permitir”, dice, resumiendo la idea que prevalece en los medios de comunicación. Van Sickler añade: “Creo que eso no es periodismo serio. Eso es una salida fácil para los políticos que quieren mirar hacia otro lado. No todos somos culpables de esto”.
Después de que Kim se declarara culpable, el fiscal de Estados Unidos para el Distrito Medio de Florida anunció que había más imputaciones a la vista, de peces mucho más gordos en la cadena alimenticia de las hipotecas. Nunca llegaron. “¿Dónde están los arrestos importantes?”, se pregunta Van Sickler. “¿Dónde están los banqueros, los abogados, los profesionales del sector inmobiliario?”. Packer termina la reflexión por él, con una frase que sus lectores ya saben bastante bien: “Kim era sólo una pieza de una cadena; ¿qué pasa con las instituciones?”.
Pero esa no era la pregunta que se estaba haciendo Van Sickler; las “instituciones” son abstracciones opacas para todo buen periodista de investigación. Van Sickler necesitaba saber los nombres de las personas concretas que se estaban beneficiando de esta locura particular de nuestra civilización. Por desgracia, no los va a encontrar en El desmoronamiento. Treinta años de declive americano, únicamente puede esperar a que los fiscales federales de Tampa los dejen al descubierto. Así no es de extrañar que a David Frum le guste el libro de Packer.
Este artículo fue originalmente publicado el 30 de septiembre de 2013 en el semanario estadounidense The Nation.
Chris Lehmann es periodista. Uno de los editores de la revista The Baffler y de bookforum, y colaborador de numerosos medios, como The Nation, es titulado en historia por la Universidad de Rochester y autor de Rich People Things: Real-Life Secrets of the Predator Class.
Traducción: Inés Guerrero Congregado