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José Nieto, último exiliado del franquismo, militante de la CNT, hizo de Nueva York su refugio

 

C. G. S. C.

 

Más allá de los hombres que luchan un día –y son buenos– o un año –y son mejores– están los que luchan toda la vida, como José Nieto: los imprescindibles. Conocí a Pepe Nieto en Nueva York, en 2006, cuando montaba allí una exposición sobre los corresponsales extranjeros durante la Guerra Civil española. Se acercó con el micrófono en la mano, para hacerme una entrevista destinada a su canal hispano de televisión, HITN, comenzamos a charlar sobre España y la conversación no se ha interrumpido en todos estos años.

 

Nacido en Orihuela en plena Guerra Civil, hijo de un tendero afiliado a Izquierda Republicana, perdió a su madre en un bombardeo e ingresó muy joven en la CNT (Confederación Nacional de Trabajadores). Sirvió en la Marina, participó en la nefasta y desconocida campaña de Sidi-Ifni que le costó a Franco sus principales posesiones africanas e inició al mismo tiempo su actividad como militante de la CNT. Estuvo muy cerca de las balas en la manifestación de la madrileña calle de San Bernardo de febrero de 1956 en la que resultó herido un falangista y que pudo provocar una noche de los cuchillos largos. Fue arrestado en Barcelona en 1959, con apenas veinte años, y brutalmente torturado durante tres días; su delito: repartir panfletos de la central anarquista.

 

Todavía lleva en la cartera y enseña la foto de su torturador: Antonio Juan Creix, que murió en 1985. Antoni Batista publicó en 2010 un libro sobrecogedor: La carta: Historia de un comisario franquista (Debate, 2010), a partir de una larga misiva exculpatoria que Creix, el único torturador de la dictadura represaliado, escribió al entonces gobernador civil de Barcelona, Rodolfo Martín Villa. Nieto no ha podido leerlo, como tampoco, según me confesó, ha sido capaz de pasar de la mitad de El Holocausto español, de Paul Preston (Debate, 2011), historiador que le ha utilizado en ocasiones como fuente. “Se me llenan los ojos de lágrimas de pena y rabia”.

 

El exilio le llevó a Canadá, donde siguió luchando contra Franco. No tenía papeles y fue expulsado, y recaló en Cuba, un destino equivocado para un anarquista. Allí probó también la cárcel y la soledad de defender sus ideales. Expulsado de nuevo, esta vez a Estados Unidos, quería ir a México, pero le pidieron que se quedara y exigiera el asilo político, lo que suponía forzar una toma de postura del Gobierno norteamericano. Su largo proceso judicial fue muy debatido en la época y ocupó las portadas de los periódicos. No consiguió el estatuto de la Administración Kennedy, pero sí, curiosamente, de la de Nixon, gracias sobre todo a la enorme simpatía que su caso suscitó en la opinión pública. Es el último refugiado político, con estatuto reconocido, del franquismo.

 

Personalmente, su triunfo judicial fue de alguna forma su condena. Desde 1962 vive en Nueva York –es padre de dos hijas–, una ciudad ingrata para un refugiado, sin abandonar ni un solo día su lucha y su compromiso. Hace poco me pidió una bandera republicana porque todavía algunos viejos antifranquistas desfilan tras ella el 12 de octubre por la Quinta Avenida. Hombre de formación autodidacta, su pasión son los libros y su tema la Guerra Civil. Se ha dedicado a la distribución y edición y su biblioteca llegó a tener cerca de 4.000 volúmenes sobre la contienda española. La mayoría los ha donado a amigos o a universidades americanas, aunque conserva un garaje en Brooklyn atestado de primeras ediciones y joyas bibliográficas.

 

Volvió a España esporádicamente a la muerte de Franco, incluso llegó a comprar una casa en el Levante español, pero no le gustó el país. No lo reconoció. Vive pendiente de la política española, de la televisión, con sus opiniones radicales pero siempre fundamentadas. Está al día de todo lo que se publica y si vas a verle lo mejor que le puedes llevar es el último ejemplar de El Jueves. Fue, con Eugenio Granell, pintor surrealista y militante del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), el último editor de España Libre, cuya memoria está empeñado en recuperar porque, dice: “me queda poco tiempo”.

 

No tiene ánimo de venganza, pero cree firmemente que en España no se ha hecho justicia a los que han dado la vida luchando contra Franco. Mientras aquí conmemoramos el aniversario de la CNT como si fuera el de la batalla de Las Navas de Tolosa, Pepe Nieto todavía se emociona hablando de los principios de libertad y justicia del anarquismo histórico español. Ya no es miembro de la CNT ni quiere saber nada del sindicato, pero asegura a los amigos: “Si fuera un poco más joven volvería a militar y a luchar, no sé dónde, pero volvería: hay tantas cosas por hacer”.

 

 

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José Nieto: “No sabía que hubiese tanto rojo en Nueva York”

 

 

M. F.

 

El 18 de julio de 1936 llegan las noticias de una rebelión militar en España a las asociaciones de trabajadores de la ciudad de Nueva York. En menos de una semana, líderes sindicales, trabajadores y pequeños comerciantes fundan el Comité Antifascista Español, que posteriormente se rebautizó Sociedades Hispanas Confederadas (las Confederadas). Como una de las primeras organizaciones de base para asistir a la Segunda República española, la confederación creció hasta sumar 65.000 miembros organizados en doscientas asociaciones a lo largo de los Estados Unidos y en otros países. Los periódicos editados por las Confederadas, Frente Popular (NYC, 1936-1939) y España Libre (NYC, 1939-1977), denunciaron la dictadura de Francisco Franco y recaudaron un total de dos millones de dólares para ayudar a los refugiados españoles, los presos políticos y la resistencia clandestina en España. España Libre es testimonio de la tenacidad de los miembros de las Confederadas en su lucha por la democracia española.

 

La solidaridad antifascista y anarcosindicalista desde Estados Unidos aún se debe documentar y analizar en toda su riqueza. La prensa de los obreros exiliados en Estados Unidos, así como sus archivos personales, constituyen un pilar fundamental para reconstruir y recuperar la diversidad del exilio de la Guerra Civil Española en este país, más allá de los profesionales exiliados o los brigadistas americanos. Mi enfoque metodológico reconoce la difusión de una cultura periodística de migración y de exilio en canales transnacionales no institucionalizados y mantenidos por la clase obrera en las Américas. Por ello, mi estudio de las Confederadas se enmarca tanto en circuitos de exilio como en los de la cultura obrera hispano-estadounidense.

 

Además de documentar las contribuciones antifascistas y democráticas de anarquistas, sindicalistas y líderes obreros exiliados, los periódicos en español en Estados Unidos son una ventana a la historia de la inmigración transatlántica desde principios del siglo XX. Mientras que las migraciones anteriores se desarrollaron a razón del comercio imperial, la migración del siglo XX estuvo marcada por movimientos obreros y la Guerra Fría. Los inmigrantes españoles llegados a Nueva York desde finales del siglo XIX se organizan en asociaciones obreras donde leen periódicos radicales y representan obras didácticas. Esta práctica comunitaria estableció redes de activismo de base en un continuo de inmigración y solidaridad no institucional.

 

José Nieto Ruiz (1937 Orihuela, Alicante) llega a Nueva York en 1962 y participa en la edición del periódico de exilio España Libre hasta 1977, fecha de celebración de las elecciones democráticas en España. La entrevista se enmarca en un proyecto de investigación académica acerca de las Confederadas. Mis conversaciones con Nieto Ruiz me han permitido conocer de primera mano la solidaridad y la producción cultural de los anarcosindicalistas exiliados en Estados Unidos. Después de toda una vida en el país, su relato, detallado y encendido, evidencia la brutalidad del régimen de Francisco Franco y del desarraigo forzado. Sin embargo, demuestra a su vez la voluntad vital de dejar constancia de la lucha a favor de los derechos de los trabajadores y de la democracia. Nieto Ruiz ríe desconsoladamente cuando explica algunas de las situaciones absurdas que le ha tocado vivir. Su sentido del humor, alejado de todo sarcasmo, demuestra que, a pesar de las vicisitudes de su destino, nunca ha sido un hombre vencido. Su relato testifica que recibió la solidaridad de redes transnacionales antifascistas. En esta entrevista nos habla de su llegada a Estados Unidos y posteriormente de su trayectoria en Nueva York como productor y documentalista de televisión.  

 

José, ¿cuál fue el motivo de su exilio?

—Antes de empezar la entrevista quiero hacer énfasis en que yo fui militante antifranquista desde que tuve uso de razón. Tenía veintidós años y acaba de terminar el servicio militar. Me detuvieron repartiendo propaganda de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en Barcelona. Debió ser un soplo. Era el año 1959. Me llevaron a la Jefatura Superior de Policía, me parece que la ubicada en Vía Laietana. Fui torturado por Antonio Juan Creix y Vicente Juan Creix. Me colgaron de los tobillos y me golpearon en las partes más sensibles del cuerpo por más de veinte horas. Querían que confesase nombres de comunistas. Hacía unos meses que me había afiliado a la CNT, así que no sabía de comunistas. Decidieron seguir con el interrogatorio al día siguiente. Cuando me devolvían al calabozo, el policía que me acompañaba me preguntó de dónde era. Me dijo que podía contactar anónimamente con mi familia y les avisaría que estaba ahí detenido. Le dije que mi tío, Jacobo Rufete, era el director de la clínica Madrazo de Barcelona. Mi tío conocía al gobernador civil y éste le dijo que si el parte de mi detención no había llegado a Madrid podría sacarme de la Jefatura, pero que me tendría que ir de España. Tuve suerte y aún no se había mandado. Me vino a buscar una ambulancia y estuve treinta días de curas en un cuarto privado en la clínica. Me curaron un médico y una enfermera. Una vez curado, otros cenetistas [otros afiliados a la CNT] me conectaron con Francisco Sabaté, alias el Quico. Me entrevisté clandestinamente con él en Barcelona y me citó un día para cruzar a Francia. Fuimos en camioneta hasta Portbou. Al llegar, entró en una panadería y salió con una mochila. Cruzamos a pie. En el momento de pasar la frontera sacó una metralleta de la mochila, pero no tuvimos problemas. Fui a Marsella. Allí otros exiliados me avisaron que había un barco mercante holandés que buscaba marinos, el Coolsingel. Cuando el barco llegó a Canadá, deserté.

 

¿Cómo fue su estancia en Canadá?

—Estuve en el país veinte meses. Me relacioné con asociaciones antifranquistas y con los anarquistas del Centro Español de Montreal. Fui miembro fundador de la Liga Democrática de Montreal y del periódico Umbral. La Embajada de España organizó un acto sobre Federico García Lorca en una universidad que no recuerdo el nombre, quizás fuese McGill University. Yo y otros compañeros irrumpimos en el acto porque lo consideramos una burla a la memoria del poeta fusilado por el régimen franquista. Creo que a raíz del incidente alguien me denunció al Departamento de Inmigración. Estuve noventa días arrestado en Quebec por estar en el país sin visado. Pedí asilo a México y a Cuba. La Liga Democrática Española de Montreal me consiguió asilo en México y Cuba, pero el visado de Cuba llegó inmediatamente y decidí irme.

 

¿Cómo fue su vida en Cuba?

—Era a finales de 1960 cuando llegué. Trabajaba en un garaje de un español, así que no vivía nada mal. Me hospedaba en una fonda de la calle Concordia con Galiano y luego me mudé a un piso del edificio América. Participaba en las asociaciones españolas, pero todo se truncó a raíz de una reunión fatídica. Los comunistas de La Casa de Cultura insistieron que todas las asociaciones españolas se juntaran en una. Yo pedí que se votara de forma democrática y no les gustó. Ahí estaba José María González Jerez, que era el presidente de la Casa de la Cultura. Quizás me denunció de contrarrevolucionario, quién sabe. Ya no volví a verlo hasta el 13 de septiembre de 1983, en una manifestación contra Augusto Pinochet en Madrid. Yo iba con los de Izquierda Republicana, partido en que militó mi padre; él, con el Partido Comunista. Nos reconocimos en seguida pero no intercambiamos palabra. Dos días antes de la Invasión de Bahía de Cochinos, agentes del G2, la policía secreta cubana, vinieron a la fonda. Me detuvieron. Al salir del edificio, el presidente del Comité de Defensa de la Revolución del barrio me daba con un bate de béisbol en la cabeza. Una multitud se congregó y gritaba “¡al paredón, al paredón!”. Me llevaron a la Ciudad Deportiva, éramos varios miles. Una noche nos sacaron en un autobús. Iba sentado al lado de un español trotskista. Los milicianos iban armados con metralletas y con perros. Le dije al trotskista que la cosa pintaba mal y que si nos iban a fusilar yo no me iba a dejar matar fácilmente. Los otros no parecían darse cuenta de la seriedad de la situación. Nosotros veníamos de la España franquista y la escena era demasiado reconocible. Llegamos al Castillo del Príncipe, pero no había sitio para más presos. De ahí nos trasladaron al teatro Blanquita (hoy teatro Karl Marx). Miles de arrestados nos hacinábamos en la orquesta y en la platea. Los milicianos nos vigilaban con metralletas y perros desde el escenario. Una mañana me llevaron al barrio del Vedado. En una casa residencial, un español y un checoslovaco me interrogaron sin que yo los viera. Estaban detrás de mí. Me preguntaron por qué estaba en contra de la Revolución. Les dije que no estaba en contra de la Revolución, pero que no me consideraba comunista. Me preguntaron por qué me habían arrestado y les dije que no sabía el porqué. Cuando me llevaban del interrogatorio a la celda reconocí a Enrique Líster en los pasillos del edificio. De ahí fui a La Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, estuve arrestado cincuenta y cuatro días. Había izquierdistas y revolucionarios de varios países latinoamericanos, presos que ni sabían por qué estaban ahí; simplemente por no haberse declarado comunistas. Las galeras eran horribles y éramos tantos que teníamos que dormir sentados, con un calor insoportable. Me dieron un uniforme que debía ser de un general fusilado porque estaba agujereado y se notaba que las estrellas del rango habían sido descosidas. En la espalda y en las rodillas llevamos pintadas una P mayúscula, de preso político.

 

¿Cómo llega a Nueva York después del arresto?

—No podía salir de Cuba. Estaba desesperado sin saber muy bien cómo protegerme, aun así seguí participando en cuestiones políticas. Un día participé en una manifestación con los asturianos en la calle Galiano, habían sido los dueños de las bodegas que la Revolución había requisado. Los cubanos gritaban “¡Libertad, Libertad!”. Cuando llegó la secreta, disimulamos gritando “¡Viva Don Pelayo, Viva Don Pelayo!”. A los del G2 les dijimos que estábamos celebrando a Don Pelayo de Asturias, y como no sabían de quién hablábamos, se fueron. Pensé en refugiarme en la embajada de México en Cuba. Al final, me alisté en el Movimiento de Recuperación de la Revolución. Estábamos con Castro pero no éramos comunistas. Ya nos íbamos hacia el monte. Si los de la CNT en Miami no me hubieran conseguido visado para Estados Unidos, ahora estaría muerto. Los cenetistas de Cuba también me ayudaron, pero no había manera de conseguir plaza en el vuelo semanal a Miami. Esos días solía ir a una bodega en la calle Concordia. Allí conocí a un político relacionado con el antiguo régimen de Fulgencio Batista. Una tarde, le expliqué mi situación y me aseguró que él lo arreglaba porque era amigo de uno de los jefes de la Pan American en Cuba. Al llegar al aeropuerto me hicieron saltar sin ropa porque querían asegurarse de que no llevaba nada en el ano. Se quedaron con los pocos ahorros que me quedaban y una sortija de oro de mi abuelo. En fin, todo cuanto llevaba. Partí hacia Estados Unidos con la camisa y el pantalón, nada más. Era el 30 de marzo de 1962. Al llegar a Miami me encerraron en un centro de internamiento de la inmigración, en Opa-Locka, Florida. Después de cuatro días en el centro y de varios interrogatorios, me dejaron libre. Los anarcosindicalistas cubanos de Miami vinieron a buscarme y estuve en casa de uno de ellos. El International Rescue Committee me preguntó dónde quería ir. Me acordé de Jesús González Malo porque los anarquistas de Canadá estaban en contacto con él. Sabía que residía en Nueva York. El International Rescue Committee me dio el billete, diez dólares y una chaqueta para protegerme del frío. Viajé en un avión de carga, éramos cuarenta pasajeros y seis vacas. Hubo tormenta y nos detuvimos en Filadelfia. Al final llegamos a La Guardia a las tres de la madrugada. Me senté a esperar que se hiciera de día y cuatro muchachos puertorriqueños se acercaron y me robaron los diez dólares. Les pedí que me dejaran al menos uno para poder llamar por teléfono y me dieron setenta y cinco centavos. Al cabo de unas horas se me acercó una viejecita y me hablaba en inglés pero yo no entendía el idioma. Entonces me ofreció una manzana. Me la comí con gusto. A las siete de la mañana llamé al camarero (no recuerdo el nombre) del Liborio de Nueva York, un restaurante cubano en la calle 47. Me dieron sus datos los cubanos de Miami. Me contestó la dueña. Me dijo que el camarero no empezaba a trabajar hasta las cinco de la tarde. Tomé un taxi porque no sabía cómo llegar al Liborio ni entendía el inglés. La dueña tuvo que pagar el taxi y me ofrecí a trabajar para pagarle, pero me dijo que esperara a mi amigo sentado en una mesa. Esperé hasta las cuatro de la tarde. El camarero, un anarquista cubano de edad avanzada, me llevó a una pensión en la calle 47, en la zona conocida como Hell’s Kitchen, me pagó dos semanas de habitación por adelantado y me dio cinco dólares para que pudiese comer. Empecé a ir a las Confederadas y a mi primer festival de Conmemoración de la República, un 14 de abril. Buscaba trabajo pero no encontraba nada, y pronto se me acabaron los cinco dólares. Cuando los de las Confederadas me preguntaban si había comido les mentía, me daba vergüenza pedir. Una vez Agustín Carcagente [director editorial de España Libre] me dio cinco dólares y González Malo [editor España Libre], otros cinco. Compraba pan para alargar el dinero. Salía a las seis de la mañana para buscar trabajo y para que no me viera la dueña de la pensión, pues no quería que me pidiera el pago de otra semana. Un vez llevaba tres días enteros sin comer. Entré en un restaurante francés, La Fourchette (en la 46, entre la séptima y la octava), y pregunté si necesitaban un lavaplatos o alguien para lavar los lavabos. Me contestaron que no y entonces me oí decir “Me puede dar algo de comer. Hace tres días que no como y me mareo”. Me ofreció un filete de ternera, patatas fritas, pan y una cerveza. Me lo comí con tal desesperación que me sentó mal y pasé un día enfermo. Al final encontré trabajo de lavaplatos en el Cook Corner en la calle cincuenta y la séptima avenida, al lado del hotel Taff. Me pagaban veinticinco dólares semanales. Pude pagarme el cuarto y la comida. Más tarde conseguí trabajo de lavaplatos en el Liborio. Me pagaban veintiocho dólares semanales y la comida. Pude pagar el cuarto y ahorrar.

 

Hábleme de su colaboración con las Sociedades Hispanas Confederadas

—Iba todas las noches. Revisaba el correo, escribía las cartas, y me encargaba de la biblioteca. Éramos un puñado de sindicalistas que hacíamos el trabajo diario. También participaba gente de todo tipo de ideologías progresistas. Fue Jesús González Malo quien me enseñó a confeccionar el periódico. Cuando murió, llevé las riendas del periódico con Miguel R. Ortiz, aunque Eugenio F. Granell me censuraba el tono, quería que fuese neutral, incluso cuando asesinaron a Carrero Blanco. Éramos unos pocos editando, pero muchas veces no firmábamos porque el Consulado español nos vigilaba de cerca y queríamos evitarles problemas a nuestras familias en España. Por ejemplo, a mi padre lo fue a ver la Guardia Civil y le interrogaron sobre mi relación con España Libre. Mi padre explicó que repartía el periódico para ganarme la vida y de ahí en adelante me pusieron en cargos adjuntos. Éramos precavidos a la hora de poner nuestros nombres en la edición impresa. Mi padre ya había pasado bastante. Cayó preso después de la Guerra Civil. Era de Izquierda Republicana, pero lo acusaron de masón para poderlo sentenciar a muerte. Al caer Alemania se salvó porque Franco paró el ritmo de ejecuciones en las prisiones. En 1945 salió de la cárcel.

 

¿Qué fue de su madre?

—Mi madre murió en Valencia durante uno de los bombardeos italianos de la guerra.

 

Hábleme de Jesús González Malo, líder de las Confederadas.

—Era un luchador y un buen hombre. Recuerdo el día que murió. Fue la noche del apagón de 1965. El hospital estaba a oscuras. Malo me había pedido dos favores al saber que estaba en su lecho de muerte: que no dejara que entrase un cura que quería confesarlo y que los archivos de las Confederadas se donasen a un biblioteca y que no se dispersaran. La habitación tenía un pequeño pasillo. Dormí allí para hacer compañía a Carmen Aldecoa (su esposa). Ella tuvo que irse por la mañana al trabajo y vino el cura e intentó entrar por la fuerza. Tuve que empujarlo fuera de la habitación. Vino otro más joven, y esta vez fue él quién me empujó y luego yo a él. Llamó a la policía para que me arrestaran, pero por suerte la enfermera les dijo que había sido el cura el que había empezado el altercado y que intentaba entrar en la habitación sin ser invitado.

 

¿Recuerda algún trabajo periodístico con Malo que quiera destacar, de las informaciones que les llegaban gracias a la resistencia clandestina en España?

—Escribí un reportaje sobre el poeta Manuel Moreno Barranco. Fue a Francia a publicar un libro y se relacionó con los del exilio. Al volver lo torturaron pensando que era de la resistencia. Lo tiraron desde el patio de la prisión. La hermana pidió el cadáver y le dijeron que ya lo habían enterrado. Con un forense de izquierdas lo exhumaron de escondidas e hicieron fotos. Tenía los pies quebrados y otros signos de tortura. Enviamos las fotos al senador Jacob K. Javis pero desde España se indicó que se trataba de un caso de suicidio. Otro trabajo que recuerdo con estima es el de Manuel de Dios Unanue, periodista de La Prensa. Lo mataron los cárteles de la droga por investigarlos. Lo ayudé en su investigación sobre la desaparición de Jesús Galíndez, miembro de las Confederadas. Manuel Vázquez Montalbán se entrevistó con De Dios durante treinta horas cuando vino a Nueva York y luego publicó su novela Galíndez (1990). De Dios publicó su investigación, El caso Galíndez. Los vascos en los servicios de inteligencia en Estados Unidos, el año 1999.

 

¿Cuáles fueron las relaciones con el FBI y la CIA?

—Había rumores de informadores. Cuando estábamos en plena redacción del periódico venían tipos de un extremo radicalismo y no paraban de vociferar bestialidades. Nosotros no les hacíamos caso. Cuando se iban, todos nos mirábamos y alguien soltaba: “Este es un agente provocador del franquismo o del FBI”. Nunca fueron muy convincentes como infiltrados. El problema eran los rumores de informadores en las Confederadas por dinero o por miedo. Malo se enfadaba muchísimo con las insinuaciones, no podía concebir algo así.

 

¿Puede hablarme de Ernest Fleischman y John González, los abogados que voluntariamente ayudaron a las Sociedades Hispanas Confederadas con las deportaciones?

—Sí, mi caso de deportación lo llevó Fleischman, un abogado judío que ayudaba gratuitamente a las Confederadas. Fue un trabajo titánico y Fleischman consiguió que no fuera deportado. La fiscal que llevaba mi caso quería encontrarme algo criminal para deportarme, pero no encontraba nada. Mi caso salió en los periódicos. Fleischman y su familia me adoptaron como un miembro más.

 

—España Libre cubrió su juicio. Su caso se discute en las actas de las Confederadas del 1962 y 1963. Las Confederadas enviaban varias cartas a sindicatos estadounidenses pidiendo ayuda porque iba a ser deportado. Malo le pidió por carta a Abelardo Iglesias, anarquista cubano, que le consideraran libertario cubano para así evitar la deportación.

—Cuando mi caso saltó a la prensa, varios países me ofrecieron asilo político, incluyendo Suecia, Dinamarca, Suiza, México y Francia. Fui el primer y único español en obtener asilo político en Estados Unidos, me costó mucho y estuve a punto de irme a México.

 

¿Cuál fue su relación con el Consulado?

—Cuando murió Franco le pedí a Eugenio Granell que me ayudara a conseguir el pasaporte español. Cuando Granell llamó al cónsul, éste le recriminó que yo fuera cenetista. Al final me presenté y le exigí al cónsul que no podían negarme el pasaporte. Cuando ya me iba, un joven del consulado me avisó que había visto informes de las Confederadas. Le contesté que muchas gracias, pero que ya lo sabía. Se quedó pasmado. Le dije: “Los rojos, como nos llaman ustedes, sabemos cómo encontrar información”.

 

Las Confederadas ayudaron a muchos españoles que iban a ser deportados a España.

—Les conseguíamos asilo político y entrada a México. La administración del presidente Johnson nos reconoció la labor cuando nos invitaron a la ceremonia de la firma de la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965. Fuimos la única organización hispana invitada.

 

¿Recuerda los últimos años de España Libre y su clausura?

—La transición fue un acto de alta traición a la República y a la clase trabajadora. Nadie se ha interesado por la labor de las Confederadas, ni ha reconocido su contribución, incluso aquellos a quienes ayudamos. Los actos que se han hecho en Nueva York han sido desesperantes porque se mezcla la historia de los anarquistas y los comunistas. Una vez fui a un acto que se celebró por la visita de Felipe González con Julio Feo, el junio de 1983. La sala estaba llena de gente. Estimo que unas quinientas personas. Al entrar, les dije a algunos conocidos que estaban allí: “No sabía que hubiese tanto rojo en Nueva York”. De golpe todo el mundo había sido antifascista.

 

¿Cómo entra en el mundo editorial y periodístico de Nueva York?

—De Nueva York me fascinaban las bibliotecas públicas y las librerías de viejo. Ahí hice amistad con rojos europeos. En la Strand Book Store, en Broadway, había un viejito que me silbaba el himno de la República porque había sido brigadista y me explicaba que lo hirieron en la batalla del Jarama y que lo habían curado en un hospital de Murcia. No quería hablar de España por lo del macartismo, pero me silbaba discretamente el himno cuando iba a verlo. También conocí en la tienda a Aleksandr Fiódorovich Kérenski. Entablamos amistad. Era un hombre afable y robusto. Vivía en la nostalgia de no poder volver a Rusia. En esos encuentros alguien me comentó que las editoriales buscaban personal para los libros en español, y así empecé.

 

¿Cómo fue su vida después de España Libre?

—Abel Plenn, el autor de Wind in the Olive Trees (1946), me enseñó a vender libros en español en las escuelas. En 1973 me lo encontré por casualidad en Nueva York y me animó al oficio. Empezaban entonces los programas bilingües en las escuelas. Y me dediqué a ello por un tiempo. Luego enseñé el oficio a José Luis Rodríguez, un puertorriqueño, maestro de español. Nos hicimos muy amigos. José Luis me sorprendió un buen día con la utópica idea de fundar un canal televisivo en español. A mí me parecía una empresa titánica, pero le ayudé por la gran amistad que nos unía. Hispanic Information and Telecommunications Network, Inc (HITN), empezó con los únicos quinientos dólares de que disponía un joven José Luis (tenía entonces veintiocho años). Íbamos cada lunes a la Federal Communications Commission en Washington a pedir la licencia de transmisión y siempre nos la denegaban. Creo que nos la dieron por pesados. Me nombró productor de eventos culturales en Nueva York. La primera conferencia que cubrí fue una sobre Joan Miró. Luego estuve en la dirección de Producción durante nueve años. Realicé hasta cinco programas semanales: Noticultura, sobre noticias culturales; Música en el restaurante, entrevistaba a grupos en vivo en los restaurantes; City Hall, reportajes culturales de todo tipo en la ciudad. Ahora llevo trece años con mi programa El autor y su obra.

 

Con nueve años, Nieto Ruiz entraba a la embajada americana en Madrid y se metía el boletín de noticias bajo la ropa. Fue, sin duda, la primera incursión en la búsqueda de noticias en defensa de la clase trabajadora. Esta lucha ha marcado su vida: ha sido torturado, encarcelado y exiliado. Sin embargo, su desarrollo profesional en Hispanic Information and Telecommunications Network, Inc. y su pasaporte blanco de apátrida durante largos años de exilio describen la tenacidad de José Nieto Ruíz frente a las circunstancias históricas y políticas que ha vivido.

 

 

 

English version

 

 

Montse Feu es profesora asistente en Sam Houston State University. Está finalizando un manuscrito que analiza la producción cultural de las Sociedades Hispanas Confederadas. Ha publicado varios artículos académicos sobre las Confederadas y su periódico España Libre. Su libro, que publicará la Universidad de Cantabria el año que viene –Correspondencia personal y política de un anarcosindicalista exiliado: Jesús González Malo (1950-1965)–, examina el exilio estadounidense del anarcosindicalista y editor de España Libre, Jesús González Malo.

 

 

 

Carlos García Santa Cecilia es escritor y periodista. Pertenece al equipo de fronterad casi desde su fundación, donde es el coordinador editorial de publicaciones en papel y e-books. Ha publicado, entre otros artículos, Las dos Españas de Virginia Cowles, Destino fatídico, El grano de Herbert Matthews, César González-Ruano en el ‘Heraldo de Madrid’, Los marcianos de Orson Welles, Un gran paso para Neil Amstrontg y El retorno de Napoleón. Mantiene el blog De libros raros, perdidos y olvidados.

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