Regresa el “príncipe de los corresponsales”, el único periodista español que cubrió el Londres del Blitz.
Con la reedición en un solo volumen de Cuando yunque, yunque (1946) y Cuando martillo, martillo (1947), la editorial Libros del Asteroide recupera las mejores crónicas que Augusto Assía –el mítico corresponsal de La Vanguardia– escribió durante la Segunda Guerra Mundial desde Londres.
Mítico por consenso. Las crónicas de Assía, proaliado y defensor de Inglaterra desde el primer y más oscuro franquismo, se elevan “como una lección moral”, escribe Ignacio Peyró en el prólogo del libro, admirando su “capacidad de profecía”. Hacía “pedagogía entre los españoles, la mayoría de los cuales eran germanófilos”, subraya Félix de Azúa en El País. Fue un periodista empapado de “liberalismo democrático”, apunta Sergi Dòria en ABC. “Profético y realista, lúcido siempre”, suscribe Joaquín Luna en La Vanguardia.
¿Pedagógico? ¿Profético? ¿Lúcido siempre?
“Tal vez nunca estuvo Hitler más lejos del poder que ahora. Me refiero al Hitler nacionalsocialista, al estupendo demagogo electrizador de muchedumbres”, escribía Assía desde Berlín el 2 de febrero de 1933, dos días después de que fuera nombrado canciller… “Las grandes masas obreras y campesinas que le siguieron un momento le vuelven ahora la espalda en bandadas”, aseguraba siete días después… “A Hitler, su enorme movimiento le puede servir para muchas cosas, pero no para instaurar una dictadura”, sentenciaba veintiún días después.
La incapacidad para ver el tamaño de la bestia en 1933 no se detiene aquí… “Si Hitler instaura la dictadura tendría que ser contra una gran parte de sus propias huestes”… “La existencia del movimiento nacionalsocialista no coloca a Hitler en posición superior a la de otro hombre cualquiera para elevarse dictatorialmente sobre Alemania. Le coloca en una mejor posición de gobernante, pero no de dictador”… “Los periódicos nacionalsocialistas, más con fines propagandistas que de otra índole, siguen lanzando insultos contra los judíos, mas ello no puede tomarse en serio como voluntad gubernamental”.
Assía no afinó demasiado, pero fue un gran corresponsal y sus crónicas berlinesas de 1929 a 1933 para La Vanguardia –mejores que las de Londres bajo el Blitz– también merecen ser reeditadas. De hecho, ya lo fueron. Hace cuatro años, por la editorial Acontravent de Barcelona. Ni Peyró en su prólogo en Libros del Asteroide (un buen prólogo), ni Dòria, ni Azúa lo consideran digno de mención: el libro, Salt a la foscor, se publicó en catalán y su prólogo –escrito por Enric Vila, que de joven peregrinó al pazo de Assía y durmió en su trastero– no es bueno: es imprescindible.
Assía no supo verlo en 1933, y no porque estuviera fascinado por Hitler. Más bien al contrario. Hitler lo expulsó de Alemania ese mismo año y La Vanguardia lo envió a Londres. Y allí empieza la admiración por Inglaterra. Tanta, que el director del diario –Gaziel– le comunicó sutilmente que no perdiera la imparcialidad.
“Me parece muy bien, como ya le dije, que Vd. mantenga corteses relaciones con el Foreign Office –le escribe Gaziel en una carta inédita–; pero me parecerá todavía mejor, como también Vd. sabe, que esas relaciones no se traduzcan ni remotamente en la más pequeña oficiosidad, como no sea previa consulta y con autorización mía. El máximo orgullo de La Vanguardia es el de poder ser un periódico por completo independiente” [carta fechada el 8 de marzo de 1934, amablemente cedida por Manel Llanas, profesor de la Universitat de Vic].
Desde esa Inglaterra, asegura Dòria, “Assía vio claro que los totalitarismos ahogarían a una Europa en la que las democracias parlamentarias cotizaban a la baja. Destinado en Londres, el corresponsal dejará atrás veleidades comunistas para empaparse de liberalismo democrático”.
Muy empapado quedó, efectivamente.
Seis años después de ser expulsado por Hitler, y tras empaparse de liberalismo, su apoyo al Führer será contundente. En 1939, desde Barcelona, justificó el Lebensraum, el espacio vital que la Alemania nazi soñaba a martillazos. Justificó, entre otras cosas, la aniquilación de Checoslovaquia porque este país –en palabras de Assía– era “un obstáculo para la paz”.
La autosugestión es fascinante. El día en que terminó la Segunda Guerra Mundial, Assía escribía: “Cinco años, ocho meses y siete días han sido necesarios para destruir la agresividad nazi y fascista. Entretanto, como el caballo de Atila, las botas de la SS al paso de ganso han dejado los campos de Europa sin una hierba”… Seis años antes, cuando el paso de ganso aniquilaba Checoslovaquia, Assía no veía en la Alemania nazi una nación “agresiva” sino “un pueblo creador y fecundo” a cuyo paso casi crecían las flores. En un artículo titulado ‘Checoslovaquia era un obstáculo para la paz’, Assía –siempre desde Barcelona– aseguraba que “el craso error de querer oponerse al desenvolvimiento natural de un pueblo creador y fecundo como el alemán, un pueblo cuyo desenvolvimiento no puede repercutir sino a favor de toda Europa, ha puesto este viejo Continente al borde de la guerra y ha constituido el obstáculo fundamental para la estabilización de la paz”.
La invasión nazi de Checoslovaquia, insistía Assía, “no puede ser considerada más que como una gran ventaja para Europa, pues durante veinte años [Praga] constituyó uno de los más graves y continuos peligros para la paz”.
Praga era en 1939 la capital de la única democracia que sobrevivía en el centro y el este de Europa, lo más parecido al liberalismo inglés que quedaba entre esvásticas, hoces y martillos. Pero, para Assía, el liberalismo no era entonces una virtud, sino un “vicio”: describía a Galeazzo Ciano, ministro de Asuntos Exteriores de Mussolini, como “el más cabal, perfecto y vistoso ejemplo de esta singular conquista del fascismo sobre los antiguos vicios de la Italia liberal”.
El día en que terminó la Segunda Guerra Mundial, y recordando los días en que empezó, Assía escribe: “La derrota final de los nazis era obvia, aún para el más lerdo”… Emplear este adjetivo es siempre arriesgado, porque en septiembre de 1939 él no veía tan “obvia” la “derrota final”. Más bien al contrario. “Con la captura de Varsovia –escribía una semana después del inicio de la guerra–, la Reichswehr no sólo consigue un éxito extraordinario sobre el ejército polaco desbaratando su resistencia, sino que ofrece al mundo, y sobre todo a los otros dos países que se encuentran en guerra con el Reich [Inglaterra y Francia], un ejemplo impresionante de la eficacia y el poderío militar alemán”.
Con el Tercer Reich derrumbado, Assía escribió: “Si los anglosajones hubieran estado bien armados hace seis años, esta guerra nunca hubiera tenido lugar. Y si hubiera tenido lugar, no hubiera durado más que unos meses”… No opinaba lo mismo seis años antes, cuando criticaba el rearme británico y cargaba contra “la servidumbre en que ha caído la política inglesa respecto a los belicistas y los germanófobos, los que todo lo supeditan al aniquilamiento del poderío alemán”. Y cuando –¡cinco días antes de que los alemanes invadieran Polonia!– denunciaba “el colosal derroche británico para todo lo que se refiere a armamentos”.
Leído ahora, lo más sorprendente del Assía previo a sus míticas crónicas de Londres no es su apoyo a la expansión física del Tercer Reich. Son sus fuertes invectivas contra los ingleses: sí, contra Inglaterra, contra el único país que se mantendría en pie frente a Hitler, el país al que el periodista acabó entregando su adoración.
Assía, en 1939, describía Londres sin piedad, una capital y un mundo “acosado por los die hard, por los imperialistas a ultranza, los conservadores ensoberbecidos, los laboristas aventureros o los liberales venturosos, toda esta peculiar y difícil mezcla que se ha apoderado bizarramente de la conciencia pública inglesa, conduciéndola hacia el delirio”.
Los bandazos son tremendos. Si en 1939 calificaba a Winston Churchill de “fantasioso” y lo criticaba por buscar desesperadamente una alianza con los soviéticos para contener a Hitler –“¿A dónde va This happy breed man?”, escribía despectivamente–, cuatro años después el “fantasioso” político se convierte en una “robusta y boyante humanidad”, sublime por “la belleza de la retórica y la seguridad de sus convicciones”, “un defensor de la libertad, un trabajador sin descanso”.
Aplica el mismo travestismo a Franklin D. Roosevelt, presidente de Estados Unidos. En 1939 lo calificaba de “garrulo, atrabiliario y locuaz”, lleno de “ansias de inmortalidad”, y aseguraba que “sus diatribas contra Alemania” no tenían otro objetivo que “desviar la atención de los norteamericanos y escamotearles su fracaso en todos los dominios de política interior”… En 1945, con la muerte del presidente estadounidense, Assía escribe que “su caso quedará en la historia de los siglos como uno de los más grandes ejemplos de voluntad animada por el ideal”, unos ideales que “trascendían más allá de América y pertenecían a toda la Humanidad”.
Además de justificar la aniquilación de Checoslovaquia, el signo “más grave” e “irreparable” que Assía observaba en los días previos a la invasión de Polonia no eran las provocaciones del Tercer Reich: era la movilización del ejército polaco para protegerse. “Alemania, naturalmente, tiene que sentirse amenazada”, escribió… Seis años después, el día en que terminó la guerra, lo que Hitler había hecho en 1939 ya no era un “desenvolvimiento natural” sino romper las leyes de la propia física: “Hitler se había echado montañas arriba contra el curso de la Historia, contra el poder de la libertad, contra la fuerza de gravedad”.
Augusto Assía fue un corresponsal enorme, uno de los mejores cronistas españoles del siglo XX en uno de los mejores diarios, y quizá es injusto juzgarlo por sus cambios de opinión entre 1939 y las crónicas bajo el Blitz, los años de la “lección moral”. Todo es más complejo. Pero es esencial reflexionar sobre el peso de las palabras. Sobre los periodistas, lo que escribimos y el paso de los años: Assía nunca nos hablaría de estos textos que tanto contradicen su biografía. Nunca lo explicaría al lector: el lector en el tiempo.
Con los años pudo haber dicho “me equivoqué”, que el obstáculo para la paz no era Checoslovaquia, que Churchill no fue un “fantasioso” y que los ingleses no estaban sumidos en el “delirio”. Pero no lo dijo. ¿Debería haberlo hecho? Con los años quizá ni se acordaba de esos artículos. ¿Debería recordarlos? ¿Dejan de ser nuestros porque los hayamos olvidado?
Pudo haber dicho que se dejó arrastrar por el viento de 1939. Y al no decirlo abrió la puerta a preguntarnos si en el Londres del Blitz no se dejó arrastrar por el viento contrario: llegó a intimar con el Foreign Office con una intensidad que habría disgustado a Gaziel, el director que lo catapultó al periodismo. ¿Somos también lo que nos contradice? ¿O da igual lo que escribamos?
Assía no dijo nada de las palabras que había dejado atrás.
O quizá sí.
“Yo puedo equivocarme –escribió a finales de 1944–, pero ofreciéndoles como prueba el hecho de que no me haya equivocado hasta ahora…”.
Plàcid Garcia-Planas es reportero de La Vanguardia y autor de libros como El marqués y la esvástica. César González-Ruano y los judíos en el París ocupado (escrito junto a Rosa Sala Rose), Jazz en el despacho de Hitler. Otra forma de contar las guerras y Como un ángel sin permiso. Cómo vendemos misiles, los disparamos y enterramos a los muertos. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Souvenirs de la muerte. El archivo del corresponsal de guerra, Europa. El ángel decapitado, Muerte de un travesti en Afganistán y Un punto en el asfalto (un capítulo de El marqués y la esvástica).