En Los orígenes del orden político, Francis Fukuyama defiende que el malestar en el mundo democrático ha tomado diferentes formas. Una de ellas no tiene que ver con el fracaso del sistema político, sino con la incapacidad de los gobiernos de cubrir los servicios básicos que los ciudadanos demandan. “El hecho de que el país tenga instituciones democráticas dice muy poco sobre si está bien o mal gobernado. Este fracaso de cumplir con las promesas que la democracia acarrea es quizá el mayor reto a la legitimidad del sistema”, dice en el libro, que fue publicado en 2011. Fukuyama ponía como ejemplo el caso de Ucrania.
En 2004, miles de ciudadanos ucranianos salieron a la principal plaza de Kiev para protestar contra la manipulación de las urnas en las últimas elecciones presidenciales. La Revolución Naranja precipitó unas nuevas elecciones y la llegada de Viktor Yushchenko al poder. Sin embargo, lo que prometía ser un tiempo de reformas acabó en desengaño. El gobierno de Yushchenko fue incapaz de luchar contra la corrupción en las altas esferas ucranianas, y, con el estallido de la crisis económica, Viktor Yanukovich –el mismo que había sido acusado de robar las elecciones en 2004– fue elegido presidente en 2010.
El germen del conflicto
“La gente que estuvo involucrada en la Revolución Naranja y en las protestas del Euromaidán en cierto modo es la misma: son los mismos activistas, porque son las mismas demandas políticas. Pero el Euromaidán terminó siendo algo mucho más extenso, involucrando a un estrato mucho mayor de la población ucraniana”. Desde su despacho en el departamento de Ciencias Políticas de la universidad de Århus, en Dinamarca, Mette Skak confirma que el origen del conflicto no es nada nuevo. Ni las demandas de la población, ni el interés de Rusia por controlar los movimientos pro-europeos. La chispa que incendió la pradera en 2004 fue el fraude electoral. En 2013, en el Euromaidán, la persistente corrupción política jugaría una vez más su parte.
De hecho, algo transversal a la sociedad ucraniana antes de que estallaran las protestas del Euromaidán era el descontento hacia la clase política en general, personificado en el presidente Yanukovich. Principalmente por dos razones: por la crisis económica y por la corrupción. “Era un sentimiento de rechazo hacia la clase política que existía también en el este. Allí también había habido manifestaciones antes de que la gente saliera en masa a las calles de Kiev”, asegura Javier Morales, experto en relaciones internacionales y coordinador de Rusia y Eurasia para la Fundación Alternativas.
En Dinamarca conozco a Margaryta Kirakosian, una joven periodista de la ciudad ucraniana de Dnipropetrovsk –en el epicentro del país–, al tiempo que empiezan las revueltas. A través de sus ojos intento ver lo que cualquier joven ucraniano vería, igual que otros han intentado comprender la crisis política de España a través de los míos. Margaryta recuerda que antes de que las protestas empezaran era evidente que el país se estaba recuperando aún de la crisis financiera y la corrupción del gobierno estaba a la vista de todos. “La idea detrás del Euromaidán es muy buena. Siempre he creído que Ucrania debe alejarse de la influencia de Rusia y coger la vía europea, como hicieron Polonia y los países bálticos. No significa que no queramos hacer más negocios con Rusia. Pero el acuerdo con la Unión Europea, que incluía un intercambio más activo y una mayor cooperación, supuestamente iba a darnos más oportunidades de futuro”, dice.
Desde Kiev, Vanda, otra joven ucraniana, añade que antes de la revolución hubo una ilusión de estabilidad. “Los precios y el valor de la moneda se mantuvieron bajos de manera artificial, pero todo el mundo sabía que en caso de cambio político los precios se dispararían. Todas las estructuras políticas y sociales eran corruptas”, cuenta. Desde su punto de vista, Ucrania debería deshacerse de sus lazos soviéticos. “Después de la caída de la URRS la gente necesitaba un nuevo paradigma, valores como libertad, sociedad civil… Y todo eso sólo podría conseguirse si Ucrania se acercara a Europa”, añade.
Según Transparencia Internacional, en 2011 el 59% de la población ucraniana creía que el gobierno no estaba haciendo nada para luchar contra la corrupción, la cual percibían que afectaba especialmente a las instituciones judiciales. Un 34% de los ucranianos aseguraba entonces haber pagado algún soborno.
Aunque a día de hoy el conflicto de Ucrania poco tiene que ver ya con su origen, conviene comenzar por el principio. Las protestas empezaron tras la negativa del entonces presidente electo, el pro-ruso Viktor Yanukovich, a firmar el acuerdo con la Unión Europea el 20 de noviembre de 2013. El día en que se tendría que haber firmado el acuerdo, Yanukovich anunció que las negociaciones seguirían una semana más. Al día siguiente, jóvenes ucranianos tomaron la plaza Nezalezhnosti (plaza de la Independencia) de Kiev, que desde entonces se conocería como Euromaidán (Europlaza), y daría nombre al movimiento. Al igual que Margaryta y Vanda, muchos veían este acuerdo como una esperanza de regeneración política.
El 29 de noviembre de 2013, cuando quedó claro en la cumbre de Vilna que no se iban a firmar los acuerdos con la Unión Europea, el número de protestantes se disparó. Unidades de la policía especial, Berkut, empezaron a cargar contra los manifestantes. La tensión creció en las siguientes semanas.
La negativa de Yanukovich a firmar los acuerdos tiene un doble origen.
Por un lado estaban los propios intereses internos del presidente y de Ucrania para continuar con las negociaciones y conseguir un mejor trato. “Yanukovich quería lograr las máximas compensaciones posibles a cambio de esa firma, en concreto en un punto que era el impacto que esto iba a tener en las propias empresas ucranianas. Yanukovich pretendía que ese proceso de eliminar los aranceles fuera gradual y que no pusiera en peligro el propio mercado del país. Para la UE, el acuerdo suponía poder acceder al mercado de Ucrania sin barreras, y evidentemente los productos europeos serían mucho más competitivos. Había el riesgo de que todas las empresas locales se vieran barridas por esa entrada masiva de productos”, comenta el experto en relaciones internacionales Javier Morales.
Por otro lado, las presiones de Rusia terminaron de desequilibrar la balanza. Mientras la Unión Europea le ofrecía a Ucrania un trato de libre comercio, Rusia por su parte le proponía entrar en la Unión Aduanera Euroasiática, formada por Rusia, Bielorrusia y Kazajistán. Y las dos cosas eran incompatibles. Cuando parecía que Ucrania estaba cerca de cerrar el acuerdo con la Unión Europea, Rusia impuso sanciones al país vecino restringiendo sus productos en el mercado nacional, le ofreció una ayuda financiera sin condiciones y un descuento en el precio del gas. Al final, Yanukovich se vendió al mejor postor.
Con la radicalización de las protestas, los manifestantes dejaron de pedir únicamente el entablar relaciones con Europa: exigieron también la destitución del gobierno, al que acusaban de haberse vendido a Rusia. Según Morales, dos actores principales asumieron el protagonismo: los grupos parlamentarios de la oposición Batkivshchyna, UDAR y Svoboda –este último de extrema derecha–, a los que Occidente mostró varias veces su apoyo, y reducidos grupos de ultraderechistas de línea neonazi que ganaron visibilidad desde fuera del Parlamento.
El gobierno recurrió a la mano dura para hacer frente a esta situación, restringiendo el derecho de manifestación con violentas cargas policiales. Aparecieron entonces en la plaza del Euromaidán las estructuras paramilitares de “autodefensa”, que se enfrentaron a la policía con palos, cócteles Molotov y armas improvisadas. El joven fotógrafo británico Tom Jamieson lo recogió en una fantástica y escalofriante serie fotográfica, fruto de un estudio improvisado con una sábana negra en mitad de la revuelta.
Mientras, las negociaciones entre Yanukovich y los líderes de la oposición no llegaron a buen puerto. La madrugada del 21 de febrero Yanukovich se dio a la fuga. Apareció días después en Rusia, donde se refugió, según él, temiendo por su vida. Las estructuras de autodefensa tomaron el Parlamento, destituyeron a Yanukovich oficialmente –lo que este consideró un golpe de estado– y entre otras cosas propusieron abolir la Ley de Lenguas. Esta norma daba al ruso rango de idioma oficial en las regiones del sur, donde una gran mayoría lo habla como primera lengua. Proteger las secciones rusas en Ucrania fue la excusa perfecta de Putin para intervenir.
El nuevo régimen interino en Kiev, capitaneado por Aleksandr Turchínov, del partido pro-europeo Batkivshchyna, nació con una inestabilidad que no se ha resuelto más de un año después. La salida de Yanukovich de Ucrania era sólo el fin del primer nivel del conflicto, un conflicto entre los ciudadanos y un gobierno corrupto que daría paso a los siguientes estadios. La internacionalización del conflicto con la intervención directa de Rusia y una guerra civil en el este del país.
Internacionalización del conflicto
Moscú, que había mediado en las negociaciones entre Yanukovich y la oposición ucraniana, criticó la toma del Parlamento y la destitución del presidente electo. Dmitri Medvédev declaró públicamente su animadversión hacia el nuevo régimen, y el Ministerio de Exteriores ruso acusó a las autoridades ucranianas de utilizar métodos dictatoriales en las regiones rusófilas del país. La tensión con Rusia por las zonas fronterizas, y especialmente la península de Crimea, donde Rusia tiene su principal base naval en el Mar Negro, fue en aumento.
El 27 de febrero de 2014 un grupo armado de soldados rusos sin identificar toma las sedes del Gobierno y del Parlamento de Crimea. Estos hombres de verde (o little green men, como se les conoce en la prensa anglosajona) serán desde entonces una presencia constante en el este de Ucrania.
Las disputas sobre el estratégico territorio se han sucedido durante siglos entre los diferentes imperios que rodean la península. Crimea pasó de manos turcas a rusas en el siglo XVIII y, tras un periodo de idas y venidas, se convirtió en república autónoma dentro de la URSS en 1921. Durante la Segunda Guerra Mundial, Sebastopol cayó en manos de los nazis, que controlaron el territorio hasta 1944, cuando volvió a los dominios de la Unión Soviética. La población tártara autóctona de Crimea fue acusada de colaborar con los alemanes y Stalin los deportó de forma masiva, principalmente a Uzbekistán y Kazajistán. Crimea perdió su autonomía y en 1954 fue cedida por el entonces líder comunista Nikita Kruschev a Ucrania, probablemente en un intento de reforzar los vínculos territoriales y políticos. Con la caída del telón de acero resurgieron las tensiones en torno al territorio, que acabó como república autónoma dentro del estado ucraniano para pesar de los rusos.
“Se podría decir que la intervención de Rusia es en parte culpa de un resentimiento. La manera en la que la Unión Soviética se colapsó, los últimos años de Mijaíl Gorbachov en el poder… Un resentimiento hacia Occidente porque la OTAN sobrevivió al final de la Guerra Fría, mientras que el pacto de Varsovia no tuvo legitimidad en absoluto. Es también sobre la resurrección del poder ruso como creación de una hegemonía regional donde Ucrania es una pieza fundamental del puzle”, comenta la investigadora Mette Skak.
No es la única que apunta a la intervención de Rusia en Crimea –y por extensión en Ucrania– como parte de un plan mayor contra Occidente. Según estas teorías, el interés mayor de Putin no sería proteger a las poblaciones rusófilas, sino detener la influencia de la OTAN en los territorios fronterizos.
Un informe del Centro de Acción Preventiva del Consejo de Relaciones Internacionales de los Estados Unidos ya recogía en 2009 esta posibilidad y presentaba como un posible escenario de crisis un enfrentamiento entre Rusia y Ucrania sobre Crimea, precisamente ante la posibilidad de que Ucrania entrase en la OTAN y con la excusa de proteger a la población rusa en la península.
También en 2006, el historiador Dmitri Trenin advertía en Russia Leaves the West (Foreign Affairs) de la frustración de Rusia con el papel que estaba teniendo en el orden político mundial, y sugería a Estados Unidos que no permitiese “que el sistema sucumbiera una vez más a una peligrosa y desestabilizadora rivalidad entre grandes poderes”. Sin embargo, el discurso de Putin ha ido evolucionando en sus mandatos, desde un inicio reconciliador con Occidente a una clara diferenciación de Moscú dentro de la política internacional.
“Al final esto es una actitud reactiva de Rusia, no es que fuera un plan premeditado. Porque en cierto modo esto podría haberlo hecho hace mucho tiempo. Es una actitud reactiva a lo que Rusia considera que es un ataque por parte de Occidente, que le ha comido el terreno aprovechando un momento de debilidad”, asegura Javier Morales. El origen mismo de la crisis surge de una competición entre Rusia, la UE y Estados Unidos como cabeza de la OTAN, por el poder territorial de Ucrania.
Precisamente por esta lucha de influencias, el politólogo John Mearsheimer culpa a Occidente del conflicto en Why the Ukraine Crisis Is the West’s Fault (Foreign Affairs). Por un lado, la estrategias expansionistas de la OTAN y la UE; por otro, el apoyo de Occidente a los movimientos pro-europeos que empezaron con la Revolución Naranja en 2004. “Desde los años 90, los líderes rusos se han opuesto a la expansión de la OTAN, y en años recientes han dejado claro que no se quedarán quietos mientras que su estratégico vecino se convierte en un bastión de Occidente”, defiende Mearsheimer. La respuesta de Putin a lo que él consideró un golpe de estado contra Yanukovich fue tomar Crimea, “una península que él temía que podría servir de base para la OTAN”, y desestabilizar Ucrania hasta que abandone sus “esfuerzos por unirse a Occidente”.
La internacionalización del conflicto ha servido a Rusia para alejar a Ucrania de la OTAN, igual que hizo en 2008 con Georgia. “Una condición para ser excluido del Tratado es tener un conflicto territorial no resuelto en el país”, comenta Javier Morales. Con el conflicto actual en Ucrania, como ocurrió en Georgia hace unos años, Putin se asegura que el país vecino no cruce la línea roja. “¿Que si Ucrania hubiera sido miembro ya de la OTAN Rusia no habría intervenido? Pues no se puede decir, porque precisamente la raíz de todo esto es el miedo de Rusia a que Ucrania acercase posiciones con Occidente”, añade. Como muestra, las sanciones materializadas en la subida del precio del gas cada vez que hay un acercamiento.
“Si la OTAN se acercara a Ucrania, significaría que Putin tendría misiles europeos en su patio trasero. Ya se le había prometido que los países bálticos no se unirían al Tratado y no se cumplió. Ahora tiene que agarrarse a lo que le queda, que es Georgia y Ucrania, entre otros países postsoviéticos”, comenta la periodista Margaryta Kirakosian.
Con la toma del Parlamento de Crimea el 27 de febrero, las fuerzas pro-rusas declararon a Serguei Aksiónov nuevo jefe de gobierno y anunciaron la celebración de un referéndum para la anexión de la península al territorio ruso. Mientras tanto, Rusia mostró su apoyo absoluto a la petición de los que consideraba “ciudadanos rusos” en peligro ante el “gobierno ilegítimo” de Kiev.
Los intentos de la ONU y la Unión Europea por controlar la situación fueron inútiles. El 11 de marzo Crimea proclamó su independencia de Ucrania y constituyó la República de Crimea. Ucrania no la reconoció, pero Rusia sí. Cinco días después, se celebró el referéndum que preguntaba a la población si estaba a favor de la anexión de Crimea a Rusia o de restaurar la constitución de 1992 y mantenerse como parte de Ucrania. Casi un 97 por ciento de la población votó por la primera opción. Sin embargo, muchos consideran que el referéndum no debería darse por válido.
“Lo entendería si hubiera habido un referéndum propiamente dicho en todo el territorio ucraniano sin la presión de los militares pro-rusos. Pero el referéndum fue en contra de la ley ucraniana. Antes de que Escocia celebrara su consulta, hubo años de negociaciones con Reino Unido. Me habría gustado que algo similar hubiese pasado en Crimea, sin ninguna influencia externa y con observadores internacionales”, comenta Kirakosian. “Mi tía vive allí y ahora mismo es muy difícil para mi madre –su hermana– comunicarse con ella. Todos los trenes y autobuses desde Ucrania a la península han sido cancelados. Y sí, puede que mi tía ahora tenga una pensión más alta. Pero ella nació ucraniana, se siente ucraniana y ha sido un shock para ella despertarse una mañana en un estado diferente. Su bienestar es el mismo, pero su espíritu se ha debilitado”, añade.
Vanda asegura que, de las conversaciones con algunos amigos, ha podido extraer que la anexión de Crimea a Rusia estaba planeada desde hace tiempo. “Durante los últimos años los medios de comunicación rusos han estado especialmente activos en la península, de forma que la gente confiaba más en lo que Putin estaba haciendo y no se resistieron a la anexión. Creo que hoy en día mucha gente lamenta lo sucedido hace un año pero todavía no están preparados para mostrar el malestar social”, comenta.
La guerra civil en el este
Apelando a vínculos históricos y culturales, Rusia ha impuesto su influencia en la frontera este de Ucrania, mientras Occidente se presenta como defensa de la soberanía del país, esa que tantas otras veces antes ha obviado.
A principios de abril de 2014, la región del Donbass comienza su propia guerra. Manifestantes pro-rusos toman los edificios oficiales de Járkov, Donestk y Lugansk y en Donestk llega a incluso proclamarse una república popular. Poco después, Lugansk haría lo mismo. En mayo, ambas ciudades llevarían a cabo sendos referéndums para separarse de Ucrania. Aunque no fueron reconocidas por ningún estado, Rusia mostró su apoyo a que se constituyeran como regiones autónomas.
Ahora que Crimea –y sus reservas de gas y petróleo– forman parte de Rusia, Putin tiene más interés que nunca en controlar la frontera ucraniana, asegurándose así una conexión por tierra con la península a través del puerto de Mariúpol mientras el puente del estrecho de Kerch sigue siendo sólo un proyecto.
De los grupos combatiendo en el este, Javier Morales destaca la falta de acuerdo en las peticiones. “Sobre todo entre la población local que se unió a la lucha. Es cierto que algunos querían autonomía dentro de Ucrania, otros unirse a Rusia, otros la independencia. En parte se unieron como rechazo a lo que estaba ocurriendo en Kiev, pero no había una unión clara”, comenta. “Los dirigentes separatistas sí han tomado una posición de independencia. Desde su punto de vista se han declarado independientes y hasta el acuerdo de Minsk estaban jugando con eso”, añade.
Mientras, la ONU ha cifrado en más de seis mil los muertos en el conflicto. “Quiero que la guerra acabe. Estoy harta de ver crecer el número de muertos. Da igual quiénes son esas personas o en lo que creen. Me encantaría que hubiera una solución pacífica. Pero eso no depende sólo de los ucranianos, ni siquiera de los rusos. Los poderes occidentales deberían negociar con Rusia para llegar a un acuerdo y no dejar a Ucrania abandonada en medio de sus ambiciones europeístas”, dice Margaryta Kirakosian.
Ambición de poder
Varios medios han denominado el conflicto como la nueva Guerra Fría, o incluso guerra caliente. Algunos se aventuran a decir que el discurso proteccionista de Putin, quien habla de una civilización formada por “los rusos, el idioma ruso, la cultura rusa, y la iglesia ortodoxa rusa”, podría incluso dejar entrever la intención de incluir bajo este brazo protector a los estados bálticos –miembros de la UE y la OTAN.
Javier Morales suelta una carcajada al otro lado del teléfono. Dice que es un disparate pensar que Rusia se plantearía ocupar un país que ya es miembro de la OTAN. “Hay un debate sobre cuáles son los objetivos de Putin, hasta dónde quiere llegar. Porque si Putin cree en esa teoría de las civilizaciones, esa teoría de que Rusia es el corazón de una civilización ortodoxa de la que forma parte Ucrania y todas las antiguas repúblicas soviéticas, entonces Rusia nunca va a parar hasta reconquistar ese espacio. Pero yo creo que Putin ha sido mucho más pragmático que todo eso”, señala.
“Hay una gran diferencia estratégica entre inclinarse hacia el este de Ucrania, como Rusia hace, y hacerlo en los estados bálticos. Creo que es una posibilidad remota. Esto no significa que nos podamos relajar y no hagamos nada. Creo que la reorientación de la estrategia de defensa de la OTAN en Europa –decisión que fue tomada en la cumbre de Gales– es muy importante para dejar claro que hay una línea roja que Rusia no debe cruzar o se desplegaría un escenario militar mucho mayor”, comenta Mette Skak.
Esta teoría de las civilizaciones que muchos quieren ver, se apoya en gran medida en la teoría del choque de civilizaciones de Samuel Huntington. El politólogo presentó su teoría por primera vez en Foreign Affairs en 1993, en el contexto de la caída del telón de acero. Tres años más tarde escribió The Clash of Civilizations and the Remaking of the Worl Order, donde articuló una teoría basada en un mundo compuesto por varias civilizaciones en conflicto.
Según Huntington, esta teoría permitiría enfatizar los lazos culturales, personales e históricos entre Rusia y Ucrania, así como visualizar la línea de civilización que divide el este ortodoxo ucraniano del oeste católico. Huntington argumentaba que sería posible la división de Ucrania en dos, “una separación en la que los factores culturales podrían hacer prever un conflicto más violento que el de Checoslovaquia pero menos que el de Yugoslavia”.
Esta teoría ha sido criticada por la relación directa que establece entre civilización y religión. “Es muy simplista cuando habla de Ucrania”, comenta Mette. “Las identidades son por supuesto algo que la gente siente dentro de su mente, pero pueden ser manipuladas. Así que hay que tener cuidado cuando se piensa en términos de civilizaciones e identidades religiosas”.
Javier Morales aporta otra óptica: “Al final lo que plantea Huntington es una competición por el territorio de Ucrania entre Occidente y el resto. Ucrania es una especie de tierra de nadie en la que si no la traemos hacia Occidente se la iba a quedar Rusia y viceversa. Se ha convertido en una especie de premio por el que hemos estado compitiendo los dos sin atender a cuáles eran sus intereses, y si eso iba –como ha pasado ahora– a fracturar Ucrania en dos”. Es un juego de suma cero.
A los propagandistas rusos sí les gusta la teoría de Huntington.
“Huntington es muy popular entre los rusos de derechas”, asegura Mette. “Les encanta su teoría porque es lo suficientemente simple para ser efectiva”. Lo cierto es que se ha estado hablando mucho de la presencia de Rusia en el este de Ucrania, de los hombres de verde sin distintivo militar pero con armas rusas… pero existe también una guerra de (des)información y propaganda. Una guerra de manipulaciones y de teorías conspiratorias. “El problema es que esto es algo que no sólo caracteriza el panorama de los medios de comunicación domésticos, pero también lo que Rusia exporta fuera de sus fronteras”, dice.
Se refiere al canal internacional ruso RT, que emite en inglés, árabe y español, en un intento por competir con las cadenas internacionales de noticias 24 horas como CNN. RT es una herramienta de soft power para el gobierno ruso. La información es poder.
En The Menace of Unreality, un informe de Peter Pomerantsev y Michael Weiss sobre el uso de la información como arma de guerra por parte del Kremlin, cifra en más de 300 millones de dólares el presupuesto de RT, que se prevé incrementar en un 41 por ciento para añadir canales en alemán y francés.
Este mismo informe se refiere al uso de la libertad de información para desinformar a la población, ya no con la intención de “persuadirla” o “ganar credibilidad”, sino diseminar teorías conspiratorias y mentiras. Según Reporteros Sin Fronteras, Rusia está en el puesto 142 de 179 en el índice de libertad de prensa.
Pero RT no es su única arma. El Kremlin contrata también agencias de relaciones públicas para posicionarse más allá de sus fronteras. Como muestra, el artículo escrito por el mismísimo Vladimir Putin que la agencia Ketchum consiguió publicar en The New York Times en medio de la crisis en Siria y las negociaciones sobre una posible intervención.
En el caso del conflicto ucraniano, muchas veces visto como una guerra “híbrida” que combina esfuerzos políticos y militares con diplomáticos y de información, el Kremlin ha conseguido desconcertar a Occidente, y más concretamente a la OTAN, una estructura anquilosada incapaz de responder a las nuevas amenazas del siglo XXI.
Pomerantsev y Weiss señalan que dentro de Rusia y en las zonas del este de Ucrania, donde la televisión rusa es muy popular, el Kremlin ha creado una realidad paralela “donde los fascistas han tomado Kiev, los rusos en Ucrania del este están en peligro mortal y la CIA está orquestando una guerra contra Moscú”.
Los grupos fascistas a los que la propaganda rusa se refiere son algunos de los grupos más extremistas que se unieron al Euromaidán cuando empezaron las cargas policiales, y que terminaron por liderar el movimiento. Pero esos grupos no están en el gobierno de Kiev, sino que muchos se han desplazado al este de Ucrania para luchar contra los pro-rusos. “Hubo algún ministro al principio, durante el gobierno interino, de Svovoda –partido de extrema derecha– pero ya no está”, explica Javier Morales. “La clase política que está ahora en el gobierno no son ni los moderados ni los radicales que hicieron el Euromaidán. Son los empresarios que han sabido jugar las cartas para presentarse como pro-europeos. De hecho, Poroshenko –el presidente electo desde mayo de 2014– fue ministro tanto con Yuschenko, pro-europeo, como con Yanukovich, el presidente pro-ruso. Es un empresario que lleva en la política muchos años. No se ha producido una regeneración ni ha disminuido la corrupción. Incluso se dice que está aumentando. Pero no es verdad que los grupos fascistas estén en el poder, como dice Rusia”.
En la sección dedicada a Ucrania de Pomerantsev y Weiss hay verdaderas perlas. Desde documentos filtrados supuestamente recomendando al presidente Poroshenko de bombardear el este de Ucrania para hacer una limpieza étnica (la historia fue difundida por RT y Voice of Russia); hasta la caída del vuelo MH17, supuestamente derribado por Ucrania cuando intentaban derribar el avión personal de Putin; pasando por la comparación de los eventos en el este de Ucrania con el genocidio de Ruanda. Algunas de estas historias llegaron incluso a medios como The Guardian.
En esto de la propaganda, dice Michael Weiss, “la sabiduría de Orwell debe ser combinada con la destreza de Don Draper”.
Hacia una posible solución del conflicto
El futuro del conflicto es incierto. “Nadie puede asegurar lo que va a pasar porque aquí se juntan varios incendios”, dice Javier Morales. “Desde mi punto de vista, Rusia quiere un acuerdo político a largo plazo. Un acuerdo que conceda la autonomía al este de Ucrania. Que puedan elegir a sus propios gobiernos, que puedan tener gobernadores regionales pro-rusos independientemente de quién gobierne Ucrania a nivel nacional y que Rusia pueda seguir influyendo en el país y en esa industria del este. Rusia lo que quiere son garantías de que no se va a eliminar su influencia completamente”.
Si Ucrania cede, como firmó en el acuerdo de Minsk donde se comprometió a reformar la constitución y pactar una autonomía para el este, Rusia se mostraría más favorable a detener el conflicto. “Pero ese es un proceso que va a durar todavía muchos meses”, añade Morales.
Una de las principales variables a tener en cuenta son las condiciones de Putin: la autonomía y la oposición a que Ucrania se acerque a la OTAN y la Unión Europea. A día de hoy parece claro que Ucrania va a continuar avanzando hacia Occidente, aunque está en duda que entre en la Unión Europea. Pero lo que Rusia no va a permitir es que Ucrania entre en la OTAN. Los acuerdos de Minsk no lo especifican, pero no es necesario. Existen garantías implícitas, como las hubo tras la guerra de Georgia en 2008, de que Ucrania no entrará a formar parte de la Alianza Atlántica. Si estas se cumplirán o no, como pasó en el caso de los países Bálticos, es otro cantar.
En el tema de los acuerdos y el alto al fuego, Mette Skak cita al experto en Rusia y Ucrania Rajan Menon. Menon ha defendido que, dejando de lado las lesiones para el orgullo del gobierno ucraniano, la pérdida de las regiones del este podría ser beneficiosa para el país. “Esto podría ayudar a Ucrania a recuperarse económica y políticamente con la ayuda de la UE, la OTAN y Estados Unidos. Podría tener sentido dejar a los separatistas su parte de Ucrania y dejar que Rusia tuviera la responsabilidad de poner orden a esas zonas. De hecho, el acuerdo de alto al fuego de Minsk plantea un escenario en el que cierta autonomía ha de negociarse para las zonas en las que los separatistas tienen el control. Por supuesto, Poroshenko tendría dificultades para persuadir a la gente que lo votó, y mucho más a los sectores situados a su derecha, para que aceptasen esta situación. Pero todo el mundo sabe que Ucrania no puede ganar militarmente, no es una opción reconquistar militarmente estas partes de Ucrania, y mucho menos la península de Crimea”, comenta Mette. Sin embargo, ella piensa que aún hay base para un compromiso razonable.
La crisis económica de Ucrania no ha hecho más que agravarse, y, con la entrada en vigor de las ayudas del Fondo Monetario Internacional, y las condiciones que eso conlleva, la situación aún puede empeorar.
“La situación está peor que nunca”, explica Margaryta. “Los precios del gas, el transporte, todo se ha duplicado. Por los problemas con el precio de cambio la comida es mucho más cara. Entiendo el porqué de las condiciones del FMI, pero los ucranianos no pueden soportar más restricciones. Nuestros salarios no han subido, pero sí los precios. Los medicamentos son más caros, lo que los hace casi inalcanzables precisamente para los grupos más vulnerables. Si el FMI quiere que se haga el trabajo, primero debería encontrar la manera de controlar la corrupción del gobierno. Supervisar los gastos es mejor que simplemente arrebatarle todo a la población, que ha perdido todo halo de esperanza”, dice.
“Muchos alimentos caros han desaparecido de los supermercados porque la gente no se los puede permitir. Hay una gran demanda de grano, azúcar y conservas, que es un indicador de la baja solvencia de los ucranianos”, añade Vanda.
Javier Morales cree que las demandas del FMI pueden terminar por convertirse en un estímulo políticamente contraproducente, y en especial para el conflicto. “La gente está descontenta con el Euromaidán y la corrupción que aún persiste. Puede haber la tentación de usar la guerra como un balón de oxígeno para la opinión pública ucraniana”, dice.
En cuanto al actual gobierno, no es ningún secreto que Petró Poroshenko es un oligarca que ha sabido siempre acercarse a quien más le conviene. “Tiene un negocio de chocolates con mucho éxito”, cuenta Margaryta, “que prometió vender y nunca lo hizo. El resto también está ahí. Todos esos oligarcas que eran cercanos al poder continúan ahí. Salvo por el expresidente Yanukovich y sus amigos”.
Según Transparencia Internacional, un año después de la salida de Viktor Yanukovich del gobierno, los ucranianos dicen que los niveles de corrupción son iguales o incluso mayores que antes. Entre las causas, la organización culpa a la crisis económica y la continuación de la guerra, pero también a la falta de reforma de las instituciones, debilitadas por un sistema basado en el amiguismo.
“La mayoría de la gente alrededor del mundo preferiría vivir en una sociedad en la que su gobierno es responsable y efectivo. Pero pocos gobiernos son capaces de ofrecer las dos cosas, porque las instituciones son débiles, corruptas, les falta capacidad, o a veces son simplemente inexistentes”, sostiene Francis Fukuyama en Los orígenes del orden político. “La pasión de los manifestantes y defensores de la democracia puede ser suficiente para traer un cambio de régimen de un gobierno autoritario a uno democrático, pero éste no funcionará sin un largo, costoso, laborioso, y difícil proceso de construcción de instituciones”.
Ucrania continúa en un proceso de destrucción en el que la restauración de las instituciones políticas ha quedado relegada a un segundo plano.
Patricia Alonso es periodista. En FronteraD ha publicado Israel, el estado de los judíos. “No sabemos nada de aquellos que llamamos nuestros enemigos”, Los judíos de Putin, ¿Qué hacer contra la Rusia de Putin desde el neomarxismo?, A través de los Balcanes y Trece años de despedidas. En Srebrenica no hay olvido. En Twitter: @patricialonso