“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del Ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre debe prevalecer la ley de Dios que dice ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla”
Monseñor Romero
[Homilía del 23 de marzo de 1980, catedral de San Salvador.
Un día antes de ser asesinado por un sicario
de los Escuadrones de la Muerte]
Es la mañana del 23 de mayo en la Plaza del Divino Salvador del Mundo de San Salvador y los escépticos, los ateos y los romeristas de cepa se rascan las cabezas tratando de entender cómo hoy, después de treinta y cinco años, esta ceremonia es una fiesta que parece un concierto. Recuerdan que una multitud tan inmensa como esta se reunió en 1980 a despedirlo durante su funeral en la Plaza frente a la Catedral de San Salvador, pero una serie de explosiones despertaron el pánico, que entre aplastamientos y disparos dejaron cuarenta muertos y más de doscientos heridos.
Un órgano de tubos y un animador entusiasta resuenan en la plaza que está repleta de seguidores. Han pasado un par de horas desde que amaneció en San Salvador, la capital de uno de los tres países más violentos del mundo. El volcán que tiene el mismo nombre de la ciudad y que funciona como brújula para indicar el norte, se arropa en una espesa neblina, resabio de una noche de lluvia. “¡Romero, valiente, tu pueblo está presente”!, grita el maestro de esta ceremonia que desembocará en la beatificación de monseñor Óscar Arnulfo Romero.
En febrero de este año el Papa Francisco declaró que Romero era un mártir y aprobó su beatificación. Su martirio: ser asesinado in odium fidei (por odio a la fe) por su trabajo para proteger a las víctimas del conflicto armado salvadoreño en la década de los 70, recoger datos para identificar desaparecidos y ser altavoz de los campesinos.
Después de años de reflexiones e investigaciones sobre la postura política de Óscar Arnulfo Romero, el Vaticano ha reconocido que el entonces Arzobispo de San Salvador se desempeñaba siguiendo las enseñanzas del Evangelio y no tenía una vinculación con el movimiento comunista, como se presumió durante décadas. Los representantes del poder político y económico, que antes renegaron de su legado y lo condenaron a muerte, hoy rezan en su nombre y escriben piadosos editoriales en los principales periódicos de El Salvador.
“¡Qué vivan las comunidades eclesiales de base!”, grita el animador desde el escenario y luego suena una samba popular que acompaña la cantinela de los vendedores de camisetas y gorras que rezan: “Romero, el santo de América”. Mientras, algunos terminan de despertar en sus sacos de dormir sobre el suelo todavía encharcado. Han estado llegando desde hace un par de días para conseguir un buen lugar para poder ser testigos de este momento histórico en el que mundo fijará la vista –por unos instantes– sobre El Salvador. Y por esta vez no se tratará de los muertos de la Mara Salvatrucha o Barrio 18.
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Romero medía 1.75 de estatura, piel blanca, ojos negros, 80 kilos y mirada tranquila. Desde muy niño supo que quería ser cura. Se lo declaró un obispo que visitó su pueblo natal, Ciudad Barrios, cuando aún no había cumplido la edad de la conciencia. Óscar dijo que deseaba ser padre y el obispo le tocó la frente y dijo: “Obispo vas a ser”. A los 8 años ingresó en un seminario y desde muy joven se trasladó a Ciudad del Vaticano, donde recibió la mayor parte de su formación sacerdotal.
Cuando aquel 12 de marzo de 1977 llegó al lugar de la cita, el cadáver de su amigo, el cura jesuita Rutilio Grande, aún sangraba lleno de agujeros. Habían pasado unas horas desde que lo mataron a balazos a él y a sus dos acompañantes, un hombre mayor y un chico de 16 años. Dice una creencia muy arraigada entre los jesuitas que aquel día monseñor Romero se convirtió.
Su fe era clara. Dedicó toda su vida al sacerdocio, siempre muy conservador, muy piadoso, muy callado. Esas cualidades le llevaron a ser arzobispado de San Salvador en febrero de 1977. El Salvador era un país convulso, cargado de la violencia e injusticia antesala de una Guerra Civil de 12 años que dejó 75.000 muertos, según las estadísticas oficiales. El inicio de esa guerra data de los días en los que asesinaron Romero.
Su cuerpo descansa en la catedral metropolitana de San Salvador, ubicada en el centro de la ciudad que hoy es gobernado por pandillas. Ellos son los protagonistas del conflicto armado contemporáneo que en estos días deja un saldo promedio de 20 muertos diarios, en un país que apenas supera los seis millones de habitantes. Su cripta es una escultura metálica color marrón en la que se ve un Romero dormido rodeado por cuatro pilares evangélicos. En el centro del pecho tiene una pelota roja que simboliza la bala explosiva y expansiva calibre 25 que le atravesó aquel 24 de marzo de 1980 y le reventó el corazón.
Es la tarde caliente de un martes de mayo y un grupo de feligreses visita la cripta. Es una escena recurrente según cuentan los vigilantes. Un tour de romeristas provenientes de Perú, Bolivia y Ecuador recorre el espacio con emoción. Se toman selfies, le rezan despacio, sollozan. Dentro del grupo hay una mujer de unos 40 años que viste unos pantalones de licra y zapatos de escarcha fucsia. Llora emocionada mientras camina por todos lados y hace pausas para estirarse como haciendo yoga. Dice que Romero ha obrado en ella con un milagro: desde que entró a la sala ya no le duele la pierna.
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Marisa es una mujer de estatura media y cabello gris con la ansiedad propia de quien no descansa, de quien tiene todo por hacer. Ha llegado llena de afanes a la cita, son las 4 de la tarde del domingo previo a la ceremonia. El lugar: la zona de comidas del Centro Comercial Galerías. Mira a todos lados aturdida por el bullicio natural del lugar. Una vez en la mesa se pide un sánduche y un jugo de papaya. Se entiende que solo dará a esta reunión el tiempo que dure en llegar el pedido y comer.
Ella es una de las fundadoras de la Fundación Romero, que desde 1995 trabaja para reivindicar la memoria de monseñor. “La obra de Romero es masiva y bien conocida dentro de los sectores populares de El Salvador, ellos son los que lo han estudiado desde el día de su muerte”, dice Marisa.
Para dar más contexto, habla del Concilio Vaticano II, de la Teología de la Liberación y del Documento de Medellín que salió de la Conferencia Latinoamericana de Obispos de 1968. La Teología de la Liberación es una vertiente de la iglesia que se establece en la Conferencia de Obispos Latinoamericanos de 1968 en Medellín. Esta corriente propone que se acuda a las ciencias sociales para encontrar ayuda a los menos favorecidos, la Opción por los Pobres. Era la rama en la que servía Rutilio Grande y que monseñor Romero contemplaba con escepticismo. Después de un tiempo como obispo de zonas de extrema pobreza de El Salvador, Romero adoptó la doctrina, y después de aquel 12 de marzo la adhirió a su discurso.
Catorce familias eran dueñas de todas las tierras cultivables de El Salvador por esos años y hablar de Teología de la Liberación era hablar de comunismo. Ser un campesino con una Biblia debajo del brazo era vista como una amenaza para la estabilidad económica de los que tenían el control del país. Monseñor Romero se convirtió sin pretenderlo en el representante de la Teología de la Liberación en territorio salvadoreño. “Todos sabían que lo iban a matar”, dice Marisa.
Cuenta que “el peligro de beatificar a Romero radicaba en la idea generalizada y fortalecida por la ultraderecha del país de que Romero era comunista. Para poder avanzar en el proceso se realizó un trabajo riguroso de lectura de todos sus escritos, sus cuatro cartas pastorales y de la escucha de sus homilías. Palabra por palabra. No encontraron nada”.
Uno de los grandes obstáculos a la beatificación de Romero durante varias décadas fue el cardenal colombiano Alfonso López Trujillo. Con su fallecimiento en 2008 y la entrada del partido de izquierda, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), a la presidencia salvadoreña en 2009, el proceso se desempolvó y se puso sobre la mesa. En 2012 Benedicto XVI reabrió el caso apoyado por el cardenal Gerhard Müller. Según información del New York Times, Müller se convirtió en un adalid de la Teología de la Liberación después de trabajar en Perú con uno de sus fundadores, Gustavo Gutiérrez.
Marisa tiene un apellido interesante, un apellido que resuena en la política latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Ella es d’Aubuisson, como Roberto, su hermano mayor y uno de los autores intelectuales del magnicidio de Romero. Esta información se recoge en las conclusiones de la Comisión de la Verdad, creada por las Naciones Unidas tras la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec en 1992. La reacción de Marisa cuando se le habla de Roberto es bastante tranquila, ya está acostumbrada. Se refiere a él como si fuera ajeno, como si una cosa fuera el personaje público y otra el familiar. De cualquier manera, cuando se menciona el nombre, ella da el último bocado a su sánduche. La entrevista ha terminado.[1][2]
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Las campanas resuenan victoriosas dando inicio a la ceremonia religiosa, llega la procesión de sacerdotes de todo el país caminando hacia el escenario. Los fieles, brillantes de sudor y aplastados contra las vallas, los saludan como si fueran rockstars. Gritan sus nombres, aplauden, saludan a los helicópteros que sobrevuelan sus cabezas. Un hombre mayor de ojos claros y sombrero de vaquero se agacha ante el paso de la nave que transporta a un periodista con una cámara apuntando a muchedumbre. Luego se levanta, sonríe y dice: “Mejor prevenir. ¿Qué tal que nos lancen metralla?”.
La Carta Apostólica es leída primero en latín por el Cardenal y Prefecto de la Congregación para la causa de los Santos, Angelo Amato, y luego en español por el obispo Jesús Delgado.
Mientras tanto, frente a una pantalla, una monja emocionada aplaude con los ojos humedecidos: Monseñor Romero ya es beato.
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Antes del asesinato de Monseñor Romero, Roberto d’Aubuisson era un chico guapo y carismático de una familia clase media alta que se hizo agente del espionaje nacional salvadoreño tras recibir instrucción en Estados Unidos, Taiwán y Suramérica. Según testimonio de guerrilleros desmovilizados de la época, cuando ingresó en la Guardia Nacional se convirtió en responsable del programa de torturas.
En 1979, d’Aubuisson abandonó el Ejército y fundó un grupo de seguridad independiente formado por soldados. Se haría un nombre en El Salvador y toda Centroamérica: Escuadrones de la Muerte. Según un texto publicado por el periódico digital El Faro en 2010, Así matamos a Monseñor Romero, d’Aubuisson recibía ordenes directas de algunos coroneles y empresarios que vivían en Miami, llamados los Miami Six. Sus nombres aparecieron en correspondencia de la Embajada de Estados Unidos, desclasificada años más tarde. Entre ellos, Enrique Altamirano, todavía dueño El Diario de Hoy, un periódico de ultraderecha.
En aquellos días, Romero fortaleció lo que se convertiría en el gran proyecto de su vida: el Socorro Jurídico del Arzobispado. Un proyecto que comienza un grupo de sacerdotes jesuitas y que él asume una vez llega al arzobispado. La entidad documentaba muertos y desaparecidos entre el campesinado. Junto a un equipo de abogados, Romero creó un instrumento que le ayudó a hace acopio de cifras y a recuperar secuestrados. Lo hacía a través de las denuncias que hacía en sus homilías transmitidas por la radio de la iglesia: YSAX. A la hora de la misa el país entero se paralizaba. Entre 1977 y 1980 la misa de monseñor Romero se escuchaba al unísono en las calles de El Salvador, tanto por sus seguidores, como por sus enemigos.
Así como Romero denunciaba desapariciones en sus misas, d’Aubuisson aparecía con frecuencia en programas de televisión donde denunciaba a “comunistas”. Daba nombres, señalaba atropellos de la izquierda y, al poco tiempo, algunos de los denunciados amanecían muertos.
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Una mujer rolliza entrada en los 50 pide silencio y constricción. Son las 10 de la mañana y quiere escuchar la misa que está por comenzar. Desde este sitio, justo frente a la tarima, se alcanzan a ver los invitados del evento. Entre ellos están el presidente ecuatoriano, Rafael Correa; el presidente panameño, Juan Carlos Varela; y Roberto d’Aubuisson hijo, que se ha negado a conceder entrevista para este reportaje porque su apretada agenda no se lo permitía. D’Aubuisson junior milita en el partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), fundado por su padre en 1981.
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Héctor Dada Hirezi tiene 77 años y sus ojos azules y desalineados miran con firmeza. Fue uno de los fundadores del Partido Demócrata Cristiano. Desde sus primeros años de militancia política conoció a Romero y da fe de sus cualidades: “No siempre estaba de acuerdo con monseñor. Una de sus grandes virtudes era que uno podía no estar de acuerdo con él y lo que pedía era saber las razones por las que no estaban de acuerdo”, dice con admiración.
Héctor vivió en Medellín durante seis meses durante el año 1963. Ahí se hizo amigo de Camilo Torres cuando aún era un sacerdote. “En Colombia había gente muy progresista, uno de esos era Camilo. Él decía que no podía seguir siendo sacerdote mientras en Colombia hubiera tanta desigualdad. Entonces tomó las armas y se metió a pelear desde la guerrilla, pero nunca pudo dejar de ser sacerdote. No pudo darle el tiro de gracia al militar que luego lo mató de un tiro”, recuerda.
Camilo Torres también era parte de la Teología de la Liberación. Colombia es uno de los países con más religiosos asesinados y desaparecidos de Latinoamérica. Para Héctor, el mensaje de la beatificación es poderoso no solo para El Salvador, sino para toda la curia latinoamericana que ha dado su vida por la defensa de los derechos humanos en la historia pasada y reciente de la región.
Héctor Dada se volvió peligroso para el gobierno de El Salvador cuando en el año 1977 se opuso a la política que imponían los norteamericanos respecto a las leyes agrarias de su país. Un compañero de lucha, Mario Zamora, fue asesinado exactamente un mes antes de la muerte de monseñor Romero. Roberto d’Aubuisson los había denunciado cuatro días antes en su programa de televisión.
Días posteriores a la muerte de Zamora, Héctor se exilió en México. Se fue con su esposa, Gloria, y dejó con familiares a sus cuatro hijos en San Salvador mientras se instalaban en la nueva ciudad. Pasado casi un mes, Gloria se desesperó y quiso regresar a El Salvador para recoger a los niños. Monseñor Romero llamó a Héctor y le dijo que escondiera el pasaporte de ella, que si volvían a El Salvador los iban a matar. Eso fue el 23 de marzo de 1980. Al día siguiente, pasadas las 6 de la tarde, un francotirador de los Escuadrones de la Muerte, al que le pagan mil colones por el trabajo (alrededor de 100 dólares), disparó un solo tiro. Monseñor Romero fue asesinado mientras oficiaba una misa en la capilla del Hospital Divina Providencia.
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La misa de beatificación termina pasado el mediodía y San Salvador ya es un infierno irrespirable. El calor hace imposible caminar más de tres pasos sin perder el aliento. Sin embargo, los cientos de miles de congregados han estado fijando los ojos en las grandes pantallas instaladas en las calles y avenidas principales de la capital salvadoreña hasta el último segundo.
Con el fin de la ceremonia se van dispersando y volviendo a su normalidad, no menos rara, ni menos densa que la de los días de Romero. Pero esta es otra historia. El arzobispo italiano Vincenzo Paglia ha clausurado el acto diciendo que Romero debe estar festejando desde el cielo este día histórico. Lo cierto es que una semana después, mayo de 2015, se cerró con más de 600 asesinatos en El Salvador, una cifra nunca antes alcanzada en el presente siglo del país. La mayoría de las víctimas son consecuencia del mal manejo del fenómeno de las pandillas, formadas por chicos jóvenes y sumamente pobres que no tienen otra razón para vivir que la violencia. Hoy, sin embargo, no está monseñor Romero para hablar en voz alta sobre el tema. A los que intentan hacerlo les dicen locos y comunistas.
Este artículo forma parte y se publicó (con algunas variaciones) en ¡Pacifista! Una plataforma para la generación de paz, un proyecto de VICE dedicado al fin del conflicto armado y la construcción de paz en Colombia.
Teresita Goyeneche P. (Cartagena, Colombia, 1985) es licenciada en Relaciones Internacionales con estudios en sociología y comunicaciones. Coordina proyectos en la FNPI (Fundación Gabriel arcía Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano) y colabora en Vice Colombia y El Universal de Cartagena. También tiene un blog en El Espectador. Se le puede encontrar en salas de aeropuerto, en una mecedora del jardín de sus padres cualquier lunes feriado, o en @goyeneche_te
Notas
[1] Entrevista de Christian Guevara a Marisa d’Aubuisson para ElFaro.net.
[2] En una conversación posterior, Óscar Martínez –uno de los hijos de Marisa– narra cómo ella les contó que unas semanas después de la muerte de monseñor Romero, Roberto dijo que a quien lo mató le harían un monumento. Antes de terminar su mandato, el anterior alcalde de San Salvador, Norman Quijano, militante de ARENA, formación de ultraderecha, decretó el cambio de nombre de una calle de la capital salvadoreña a Roberto d’Aubuisson.