Alicia Soria abre la puerta de su departamento, con cara de sueño y diciendo “me quedé dormida”, descalza, despeinada y preguntándome por una beba que no tengo.
—Pasa, pasa, ¿era hoy?, ¿estas segura?, te esperaba a la tarde. Sentate acá que me voy a cambiar –dice mientras atravesamos el pasillo de cerámica y vamos llegando al comedor. Al entrar ya se va viendo una casa que solo le puede caber algo más: aire.
El departamento está atiborrado. Entre latas de bombones vacías, caracoles y flores de plástico reinan cuatro ambientadores y un cocodrilo inflado encima de un mueble. Después el torbellino del caos de cosas: libros, tazas, tarros, tres equipos de música viejos. La artificialidad reinante: papeles, fotos, relojes, una cafetera de hierro azul, trofeos de fútbol y el olor a humedad y a cigarrillo que ya está instalado.
La mesa del comedor da a un gran ventanal y el ventanal a un pequeño patiecito. Afuera el día está hermoso y acá dentro, en una hora, hará un frío que escarchará la sangre. Pero eso será después, todavía no se siente.
Alicia aparece por el pasillito que da a los cuartos, ya tiene puesto el prendedor. Pasa por al lado de la mesa y se mete en la cocina a preparar café. Habla todo el tiempo del tema mientras pone masitas y posillos sobre la mesa. Va y viene a la cocina, sin sentirme, sin verme.
Tiene puesto un sweter y agarrado a la lana está el prendedor. Ahí está todo: su presente, su pasado, lo que hizo y lo que fue y aquello que cambió la dirección de su devenir y lo trasformó en un grito, el asesinato de su hijo.
—Yo le decía cuando era chico, andá a tomar solcito –comenta mientras se sienta en la computadora y deja el café haciéndose. Empieza a abrir carpetas de archivos que contienen imágenes y dice: “él no podía ir a cualquier cementerio”.
Ella quería un lugar donde le diera el sol y se acordó, entonces, de Los Cipreses, ya habían estado allí, una tarde de domingo con los chicos y sus bicicletas; Rodrigo, sin saberlo, le dijo:
—Ay, mamá, qué hermosura que es esto –ese sería su cementerio.
Alicia pasa una, y otra foto. El lugar tiene patos, gansos, una cascada y una capilla de Páez Vilaró, que se llama Capilla Multicultos. Pasa una imagen donde se ven los rayos de sol justo sobre la tumba de cemento frío, calentándolo, mientras el día permanece nublado, igual que cuando lo enterraron.
—En el momento que están bajando el cajón, se abrió el cielo y se vieron los rayos de Dios Misericordioso –dice.
Más adelante contará que en el velatorio había tres coronas. Estaba el cajón, con Rodrigo adentro y la cabeza vendada, estaban los amigos. Había olor a perfume, dirá la madre, no había olor a muerto.
De esas coronas que colgaban aquel día, cayeron pétalos de rosas, solamente de las coronas que estaban del lado izquierdo, el lado de la herida. “Todo el mundo sabe que las flores frescas no se deshojan”, dijo el hijo del florista que estaba ahí viéndolo todo.
* * *
A Rodrigo le tuvieron que hacer una autopsia. Por eso no pudieron donar sus órganos.
Al principio ella decía “que se salve, que se salve”, pero después pensó “menos mal que no se salvó”.
A Rodrigo lo tuvieron que operar apenas entró en la guardia, no para salvarlo sino para descomprimirle la cabeza.
El tiro fue hecho con una bala de punta hueca. La bala de punta hueca no agujerea, no hace un recorrido ni se queda alojada en alguna fibra, no sale por ningún lado. La bala de punta hueca se abre dentro del cuerpo, y va rompiendo y explotando. La bala de punta hueca gira y con la velocidad que toma se abre como una flor, sin serlo. El agujero en la cabeza de Rodrigo parecía un lunar, pero adentro ya estaba hecho el surco.
El ojo izquierdo, un ojo que vio colores y movimientos. Ahora opaco, estático.
El ojo izquierdo le quedó del tamaño de una taza.
Le tuvieron que hacer la toilette quirúrgica, para vaciárselo.
Si Rodrigo hubiese vivido habría quedado tetrapléjico, con un hueco oscuro en su rostro y en estado vegetativo.
—La doctora me dice “no le pida que viva”. Ahí él me mueve una pierna, una sola, la pierna izquierda, la del corazón. ¿Sabés que sentí? Un parto al revés.
Alicia dice que se siente como un dolor que sube desde la pelvis y queda atragantado en la garganta, como un grito quebrado que quiere salir pero no puede.
—Vos sentís … –dice Alicia y pone una mano en el centro de su pelvis, la sacude y la palabra “despariste” se empieza a arrastrar entre los dientes– vos sentís que te despariste.
Dice también que Las madres del dolor tendrían que llamarse Las desparidas, pero que eso no se puede.
Un mar de gente velaba por Rodrigo con llamas prendidas en sus velas y oraciones de fe en sus bocas. Musulmanes, católicos, amigos de la Luz Violeta, todos aquellos que pudieran iluminar con el pensamiento. Mientras Alicia habla, el gato, ese peluche blanco, molesto, mamero, se sentará al lado de ella y maullará.
—Anda a despertar a Juanpi –le dice y el gato nada, sigue con los ojos clavados en ella. Juanpi es uno de los hijos que vive ahí todavía, pero la puerta de su dormitorio no se abrirá en las seis horas que estemos charlando allí.
El gato sigue ahí y ella lo ignora, porque está contando la historia, su historia. A partir de ese momento, el momento en que Rodrigo murió, ella está diciendo que se psicotizó, que dejó la cabeza por un lado y el cuerpo por el otro.
—Me dejaba los dedos dentro de los cajones. Estaba suspendida la cabeza del cuerpo. Eso sí, la cabeza era una máquina. Yo me programaba. Porque primero no podía perder el tiempo: teníamos que salir por televisión ante millones de personas, donde estaban los futuros jueces y contar lo que pasó, pedir justicia. Entonces yo me dije “no voy a desaprovechar haciendo papelones, si esto es una cosa que nunca voy a superar”; de eso tuve la absoluta convicción siempre.
* * *
Mauro al mediodía; El periscopio, con la conducción de Graciela Alfano; CVN Noticias, fueron algunos de los programas en los que participó Alicia Soria.
—Te aviso que no me vas a ver llorar, yo lloro en casa y en el baño para que los chicos no me vean –dice Alicia ubicando la misma cara que puso cuando le habló a Graciela Alfano fuera de cámara: los ojos bien abiertos y la mano suspendida en el aire sellando el dedo índice y el pulgar, como quién advierte.
Pero ese día sí lloró. En el estudio de grabación estaba ella, impávida, con la mirada perdida y los ojos hinchados. Atrás, todos parados, sus hijos, vecinos y amigos de Rodrigo, con carteles, con pelos largos y con desconcierto. Alicia le habla a cámara pero no mira a cámara, y dice “esto es para que ninguna mamá vea a su hijo como lo tuve que ver yo, en el hospital, peleando. Tres días por cada hermano, pero no pudo”. Mientras sucede eso uno piensa llora, llora, llora. Pero no. En cuanto Alfano manda al corte, en cuanto la cortina del programa se va metiendo en la escena de aire, en cuanto los títulos empiezan a deslizarse, se ve y se escucha una madre que rompe en llanto, un llanto seco, trabado, un llanto de bronca. Y después, la tanda comercial.
De esa Alicia que se ve en televisión no queda mucho. Hoy tiene un cuerpo de manzana, las piernas son finas y no muy largas. Su cara esta lavada, sin facciones que sobresalgan con delicadeza, sus manos no son dulces, su pelo no es ni lacio ni enrulado, sus dientes no están claros. Alicia no es un estandarte de belleza, pero sí de rudeza. Tiene el pelo castaño, ojos oscuros y la piel en un gris humo. Tiene las cejas finas como un dibujo y una papada que no le deja terminar la línea de la pera.
Esa Alicia que se ve en televisión no se parece mucho a la mujer que sonríe en una foto, feliz, junto a sus hijos. Con la mirada descansada, la sonrisa amplia y no forzada, los ojos centrados y no desorbitados. Esa Alicia sí pudo estar en pareja, criar a sus hijos, todos iguales, sin hacer diferencia entre los vivos, entre los muertos.
Esta Alicia, no la que sale en televisión, ni la que está en la fotografía, sino la que está sentada en la mesa del comedor solo puede hablar de una cosa.
—Le pedí a mis vecinos que me grabaran los programas –dice.
Hoy tiene hecho un solo video con las mejores partes de cada uno en donde participó, porque estuvo pasando los VHS a DVD, y entonces aprovechó. El primero que pasó fue el del juicio. Después siguió con el del cumpleaños de 15 de su hija Maia, que ahora tiene 30 años. Pasó también el video en que se lo ve a su hijo Juan Patricio cantando en Cantaniño, pero ahora ya no es un niño y tiene 23; pasó algunos de Emanuel que tiene 31 y, por supuesto, hay varios de Rodrigo, que hoy hubiera cumplido 40 años.
Rodrigo cumplía el 16 de junio. El 11, cinco días antes de su cumpleaños, falleció en el Hospital Municipal de Vicente López de Buenos Aires. Era un martes. Después de enumerar estas dos fechas Alicia tratará de hacer memoria con respeto a un fin de semana largo que había, que la gente se fue, que no había mucha plata, pero igual se iban, a la costa, algunos tenían casa afuera, algunos se quedaron.
—Bueno la cuestión es que…, yo me ramifico, pero no te preocupes que vuelvo –dice y dirá a lo largo de toda la entrevista.
Prende un cigarrillo, lo termina, y enciende otro. Pita con fuerza, agarrándose de esa boquilla como quién se sostiene de la roca ante el precipicio. La madre de Rodrigo tiene la voz ronca y gastada como la de un león que ya ha rugido bastante.
Empieza a hacer frío allí dentro, ella se para y amablemente va a buscar una estufa eléctrica. La pone cerca de mis piernas, pero el frío no se va. Ella se saca el sweter rojo y amarillo, donde lleva el prendedor, el mismo que la acompaña a hacer las compras, el mismo elemento al que ella le habla cuando hay días de sol, como si Rodrigo estuviera ahí, tan quietito como la imagen. Se queda solo con una remera negra manga larga, yo no me podré sacar el saco en toda la tarde.
—¿Si te cruzaras con el asesino qué le dirías?
—Lo vivo invitando para encontrarnos, para mostrarle el álbum de fotos de mi hijo desde que nació hasta dos días antes que él lo mató, y no quiso juntarse conmigo. Quiero realmente que me diga si él cree que merece estar en libertad.
Alicia se enteró de esto un año después de que el tipo ya caminaba las calles. Porque era concejal, porque alguien que sin conocerla, fue a pedirle trabajo, ese alguien había participado de las marchas y la reconoció, porque la cuñada de Morales hacia la limpieza en una inmobiliaria, porque este alguien estaba haciendo una changa de electricidad ahí, porque ese día la mujer llegó contenta diciendo que su cuñado estaba libre, porque el destino lo quiso y buscó la forma, Alicia se enteró. También, por obra macabra de las causalidades, con la risotada de la ironía sonando en el medio, el día que le firmaron la libertad a Morales, era el cumpleaños de Rodrigo.
Desde ese momento, Alicia, lo midió a la distancia.
Hubo una vez, una mañana de sol cálido que salió de un supermercado, agitada, con pasos rápidos, creyendo haberlo visto. Se metió en el kiosco de al lado y por la ventanilla, comprando un alfajor, apareció él. Quiso gritar: “¡Es el asesino de mi hijo!”, pero la voz no le salió.
Morales vivía a la vuelta de aquel kiosco y ella en cuanto supo la dirección fue hasta su casa, esperó que saliera, agazapada detrás de un cartel, lo siguió, se paró junto a él en una parada de colectivo, le mandó un mensaje a su hija, que no la espere, que llegaría tarde. Pero él no la vio, ni se percató: tal vez por su campera con capucha, tal vez por sus anteojos negros o simplemente porque no era una cara que le importara recordar.
El expediente de la causa podría decir algo así: Rodrigo Sebastián Susevich Raze, de 22 años, fue baleado el 8 de junio de 1997, por Isidro Adolfo Morales, un sereno de una garita de vigilancia privada que no estaba habilitada. Rodrigo junto a dos amigos había salido de un recital en la Sociedad de Fomento Drysdale, Carapachay, y fueron a preguntarle al garita por una parada de colectivo.
De no haber sido porque Morales, en vez de indicarles el camino, los trató mal y los echó. De no haber sido porque los chicos le dijeron “garitero mala onda”, tal vez Rodrigo estaría vivo.
Morales los siguió dos cuadras y desde la sombra les disparó. Salieron dos tiros y se le trabó el arma. Pero eso bastó: Rodrigo ya estaba en el piso.
—Yo estoy segura que, en su cabeza de sorete, lo que lo puso loco fue que los chicos le dijeran “garitero mala onda”. Garitero es despectivo. El garitero es el que está en la garita como el perro que está en la casilla.
* * *
Alicia vuelve a pararse, esta vez para ir hasta el mueble que está detrás de ella y tomar la única foto que hay de Rodrigo en el comedor, esta con un grupo de amigos. Me la deja en las mano y se vuelve a la cocina que está separada por un desayunador, desde allí habla, habla sin parar.
El departamento es chico, pero hay mucho: el gato (hay una heladera llena de imanes), el gato que mira (muebles llenos de cosas), mira y se duerme. Un juego de mesa que dice cultura general. El gato, calentito y ensimismado. La mesa redonda con un mantel de puntillas. El gato está sobre la mesa (tazas antiguas), como empollando algo (y platitos).
—Cuando lo matan tenía puesto un rosario que le regaló un amigo de la virgen de San Nicolás. Y las rosas rosa son de la virgen de San Nicolás –dice en voz más alta, sacudiendo un cigarrillo por los aires desde la cocina.
Alicia está hablando del velorio, de las coronas que se desojaron, de que por suerte lo vio todo el mundo.
—Tengo testigos. ¡Hasta periodistas! Víctor Sueiro quiso hacer un testimonial y al final se murió antes… –grita.
Dicen que en una operación importante se cortó la luz y Rodrigo la devolvió. Todos los amigos le piden a Rodrigo cuando pasa algo.
El gato se baja de la mesa, maulla y camina sin hacer nada de ruido hasta el sillón de cuerina marrón que está debajo del ventanal. Ahí se endereza, se sienta, se lame una pata y se vuelve para mirarme de costado.
—Yo creo que las cosas quedan, la energía –dice Alicia mientras sirve el café–. Y esto que te cuento pasó estando dentro de lo que dicen los metafísicos, que a los 55 días el alma todavía está, le cuesta mucho entender que se tiene que ir, porque es una confusión que se le produce.
Alicia empezó a meterse en la metafísica antes de la muerte de su hijo. Empezó a leer interesada, empezó a asistir a charlas de la Luz violeta, aprendió a hacer Reiki e imposición de manos. Empezó con todo esto dos años antes de que muriera Rodrigo, justo después de que su hijo volvió de Israel.
—El padre quería que se quedara a vivir allá, que haga el ejército. Porque el ejército es muy bien pago. Y a los argentinos los quieren para aviadores. Y yo soy anti guerra, anti belicista.
Rodrigo terminó la secundaria allá, hizo el bachillerato agrario en los kibutz –una comuna agrícola israelí– y con diecisiete años, en el colegio israelí, le enseñaron a manejar armas; y lo hacía muy bien, hasta le dieron un premio por ser el mejor en tiro al blanco. Le gustaba la idea de hacer el servicio militar, decía que era bien pago, pero para eso debía nacionalizarse.
—Se había salvado del servicio militar por ser número bajo, así que cuando me dijo eso dije “ni loca”. Y después me lo matan acá…
* * *
En el departamento de Alicia hace mucho frío; cualquiera castañearía los dientes, menos ella. La estufa eléctrica se regula sola, y después de un tiempo determinado se apaga. Por eso se respira hielo. Pero la madre de Rodrigo no lo siente. Prende otro cigarrillo y mastica algo que ella misma hizo: unos cuadraditos rellenos de naranja. Pocas cosas son tan amargas.
Durante la charla con ella, en su casa, nada es fácil pero fluirá, menos el relato de aquella noche, la que fue cruel. En cada línea se abrirá un paréntesis gigante, como si planeara su huida, y en ese paréntesis dará detalles de cosas insignificantes, como la campera que se compró uno de los amigos o que el hijo más chico tenía que ir a un partido al mediodía. Después seguirá contando lo sucedido, solo un poco, pero su inconsciente la traicionará y volverá a detenerse en algo que no es importante. Es muy visible. Es muy notable. Cómo no quiere, no puede, pasar por este punto de la historia: la noche en que su hijo Rodrigo empezó a irse para siempre.
—Lo más terrible fue el teléfono, cuando la policía me llama.
Acá ya empieza a jugar la memoria. Porque a ella no la llamó la policía, primero sonó el teléfono a las cinco de la mañana con la voz de su madre del otro lado gritándole que habían llamado a su casa, que dejaron un teléfono, que se comunique.
Cuando Alicia llama a la comisaría de Carapachay, la atiende un comisario que le dice que su hijo Rodrigo tuvo un accidente. Después de preguntar “¿qué?”, “¿cómo?”, “¿por qué?”, “¿qué es bien lo que pasó?”, el comisario le revela que le pegaron un tiro y desde ese momento las rodillas se le aflojaron, la vista se le nubló y se quedó afónica. No recuperó nunca más el equilibrio, ni la claridad, ni la voz.
Llegó al Hospital de Vicente López, loca. En la guardia se chocó con Juan, el amigo de Rodrigo, le pidió que lo abrace pero ella no abrazó a nadie, porque no entendía nada, porque no tenía ganas. Recuerda también, que la hicieron dar vueltas por todos los pisos del Hospital. Fue para que no se cruzara con el asesino de su hijo mientras la policía lo inspeccionaba para determinar que él no estaba herido, por si se le ocurría decir que alguien lo había querido atacar. Esa noche no lo vio, pero sí se lo cruzaría cuatro meses después. Ella la criatura más viva.
Ella la madre más madre
Al término de esa noche habría perdido a su hijo.
* * *
Reiki y Johrei, practica Alicia. Johrei es una forma de imposición de manos y para Alicia, en su relato, es importante hablar de ello. Para Alicia, en su relato, todo es importante: desde la enfermera que la tomó de las manos en el Hospital y le dijo que no se arraigue, su propia expresión en los ojos porque ella siempre es muy expresiva con su rostro como cuando fue al programa de Alfano y sus ojos eran tristes: “que respeto, cómo nos trataron”. Pero claro, estábamos hablando del Johrei. Vuelve. Vuelve con “la cuestión era que…”. La luz violeta, el creador, la naturaleza, la historia del templo, qué es la luz violeta y después dice “vas a ver como se relaciona esto con lo que te estoy contando”. Y tiene razón, las cosas se tocan, se rozan o simplemente ella encuentra la conexión causal.
Un día, después de una sesión en el templo, pidiendo para que Morales –el asesino de Rodrigo– se presentara a declarar llega a su casa y el abogado defensor de su causa había dejado grabado en el contestador “Lici, mañana tenés que presentarte a las 7.30 de la mañana porque el reo pidió declarar”.
A Alicia Soria, a lo largo de toda la charla, se le cortará la voz en un llanto silencioso dos veces: una cuando cuente este mensaje que le dejó su abogado en el contestador, y la otra cuando cuente que Néstor Kirchner acarició el retrato de su hijo. Pero para la segunda, falta.
Después, Alicia se para y con las sillas del comedor arma la escena de lo que vendrá: la primera vez que vio a Morales, en su declaración, cuatro meses después de la muerte de Rodrigo.
La sentaron detrás de él, a escasos metros. Ella veía su espalda, una espalda encorvada por el peso de la muerte ajena, una nuca que suda, una voz que aún no tenía cara, una cabellera con ganas de ser tironeada. El privilegio de la vista tenía la madre porque le habían prohibido hablar. Alicia se mantuvo con los brazos cruzados, tomando agua, y más agua, para regar la garganta que le quemaba y le daba tos.
Algunas palabras, ciertos movimientos, adquieren una importancia desmesurada.
—Morales me dijo “yo le quiero pedir perdón a la mamá…” –ahí ella se confunde o se olvida y se corrige– a la señora dijo, a la señora.
Cuando relata se acuerda de los diálogos exactos en las situaciones, lo que le dijo al médico, lo que le respondió la enfermera, lo que le contó la vecina, lo que ella le comentó al abogado. Cuando avance la tarde se verá que no recuerda, que a veces inventa para llenar el hueco del recuerdo imperfecto.
Como en este caso, cuando relata el momento justo en que Morales terminó de declarar:
—La abogada de él le dice “ahí la tiene a la mamá, atrás suyo”. Morales se da vuelta y me dice “yo le quiero pedir perdón”. Ahí me levanto –hace el gesto y cambia la voz, como imitando ese momento, con la furia contenida en la boca del estómago y sigue– le pongo el retrato de mi hijo, los ojos de mi hijo a la altura de los suyos, y le digo “yo no lo perdono. Si Dios quiere perdonarlo lo perdonará y si mi hijo quiere, acá lo tiene, pídaselo a él”.
Y después de la actuación, la urgencia del baño: Alicia sale corriendo hacia la última puerta del pasillo.
¿Cuántas veces habrá pasado por esta escena? ¿Qué partes quedaron del original?
Ese comedor es: sobre dos pilas de libros, el equipo viejo; sobre el equipo, dos cajas; sobre las cajas, un cucú; sobre el cucú, el juego de mesa. Detrás de todo eso, apoyado en la pared, cinco cuadros que no fueron colgados. Todo está al lado de un mueble con tres estantes que tiene libros, fotos, frascos, mugre, cds.
Pienso en Israel y en la foto que le mandó Rodrigo sentado arriba de un tanque. “El vino loco de Israel, con las armas”, había dicho Alicia hacía un rato. También había contado que ni un revólver de juguete tuvo, porque para ella eso no era ni siquiera un juguete, y él le decía: “Vos no querías comprarme un revólver, todos mis amigos tenían y yo no. Pero eso está acá, ma”, y se señalaba la cabeza, como que las armas estaban en la mente, igual que la bala que lo mató.
Adolfo Morales tenía 55 años y andaba sin permiso para portar armas, pero las tenía igual. Por eso, el abogado de la familia Soria pidió dieciocho años de encierro: le dieron doce y salió en nueve.
Cuando Alicia vuelva terminando de arreglarse las calzas en el camino, le preguntaré si lo perdonó.
—No. ¿Por qué lo voy a perdonar? ¿Qué le hizo mi hijo para que le hiciera eso? Es un gusano. Es un gusano que mata mariposas –será su respuesta final.
* * *
A veces las noches son largas. Más que la noche, la espera de que la luz salga, de que amanse la oscuridad. Los silencios, los pasos del viento en las habitaciones dormidas, las sombras, que no son otra cosa que los mismos miedos proyectados en la pared o en las baldosa de cerámica.
A veces las noches son largas. Más que una noche, cinco meses vividos al revés del sol. Porque durante cinco meses, la madre de Rodrigo, simplemente, no pudo dormir y usaba las noches y parte de los días para trabajar en una ley.
En esa mesa grande del comedor, donde ahora hay platitos y tacitas, cosas dulces y amargas y una gran cafetera, Alicia desplegaba papeles y de a poco fue juntando los cinco proyectos que ya había sobre el tema –que eran de distintos bloques políticos, pero no llegaban a un acuerdo– para reglamentar las casillas de seguridad. Los juntó, armó uno solo, lo llevó al Congreso y se aprobó.
Fue varios años después del asesinato, que impulsó la ley provincial N° 12297/98 que regula la seguridad privada bonaerense, y la ordenanza municipal 16.313/00 que regula las casillas en la comuna.
La ley dice: que no podrán desempeñarse en el ámbito de la seguridad privada las personas que hayan sido excluidos de las fuerzas armadas, de seguridad, policiales, del servicio penitenciario u organismos de inteligencia por delitos y quienes posean antecedentes. Además dice que los prestadores deberán portar una credencial habilitante cuando estuviese autorizado a portar armas, que deberán contar con la capacitación necesaria, y que el usuario debe exigir al prestador que acredite encontrarse habilitado por la autoridad de aplicación.
Pero antes de todo esto, el presidente de la nación quiso verla. Cuando lo cuenta, Alicia por segunda y última vez en la tarde solloza.
—Néstor Kirchner quiso reunirse conmigo y con otros padres de casos que habían quedado impunes. El día de la reunión nos avisaron que no dejaban entrar a nadie con carteles ni pancartas. Yo dije: “yo voy a ir con el cartel de mi hijo, le guste o no le guste”.
El cartel tenía de un lado la foto de Rodrigo y del otro, un pedido de justicia. Cuando la Alicia entra al despacho mira a Kirchner directamente a los ojos y le dice señalando las letras: “yo vine por esto”. Él vuelve a girar el cartel, acaricia la imagen del rostro de Rodrigo y dice “qué lindo pibe”.
De aquel encuentro con Néstor Kirchner nació el Programa Nacional de Lucha Contra la Impunidad (PRONALCI). Aquí miles de familias denuncian y reclaman justicia. Son casos que tienen sus orígenes en la violencia institucional, en el incumplimiento del proceso legal, en los papeles que se pierden y extravían, en los juzgados vacíos o con mucha gente, en los pasillos sórdidos e interminables.
Doce progenitores formaron la comisión directiva y Alicia fue uno de ellos. Un tiempo después sería parte, también, de la Secretaría Nacional de Derechos Humanos, donde desempeñaba algunas tareas como viajar por las diferentes provincias del país para ayudar a armar comisiones de padres, pidiendo justicia.
La tarde está cayendo rápidamente y cada vez se siente más el frío. El gato molesta para entrar y ella le abre mientras cuenta que todos los 5 de mayo llama al trabajo de Morales, pide hablar con él y le dice a quién sostenga el tubo: “Habla Alicia Soria, la mamá del chico que asesinó Morales”. Es que los 5 de mayo es su cumpleaños y por eso también le regala escraches: un año hizo fotocopias y las repartió por todo el barrio donde él vive. Los papeles decían: “Morales, asesino, no te queremos de vecino”, y su dirección.
Para el próximo cumpleaños tiene pensado poner una pantalla pasando fotos y videos, en la esquina de su casa, y hacer que todos los colectiveros de la línea 184 que pasan por la puerta toquen bocina.
—Mirá que es exclusivo esto. No lo avises porque se va a ir.
Pero más allá de todo esto que ella hace con esmero, Morales vuelve a conseguir trabajo de garitero. Cuando le preguntan por sus antecedentes contesta: “Lo que pasa que una vez maté a un chorrito que era hijo de una concejal”.
A Rodrigo lo mataron en 1997, y en esa época ella ni pensaba que iba a tener una función política.
* * *
Cuando arranca el mes de junio, para Alicia, arranca el mes de Rodrigo: organiza marchas, sube videos a youtube y la llaman de algún canal de televisión para hacer alguna que otra entrevista. Sus tres hijos siempre estuvieron cerca, ahora ya hacen sus vidas, tiene sus hijos, y sus propios cumpleaños.
Alicia se ha levantado muchas veces a calentar el café que termina siempre por enfriarse en las tazas, porque la charla no lo deja ser absorbido. De todas formas ella arremete con entusiasmo de buena anfitriona y me ofrece calentarlo una vez más. Pero le digo que no, que esta charla está llegando a su fin. La estufa se ha vuelto a apagar, y ahí, no se puede más de frío.
—No hay duelo con la muerte de un hijo –reconoce en palabras y sigue–. El duelo se produce cuando uno queda en paz.
Y la madre de Rodrigo no la tiene, ni la busca ni la encuentra. No hay justicia que valga. Porque todo el tiempo hay una pregunta que no ha sido contestada: ¿Por qué? Es un final abierto, una llaga, son dos palabras golpeando contra la pared, produciendo ese eco que se hace cuando nadie responde.
En la mitad del juicio por el asesinato de su hijo le escribió una carta a Morales. La carta dice: “Nunca hubiera imaginado que un día le escribiría al asesino de mi hijo”. Luego, hace visible ese lazo que indefectiblemente los une: “siga caminando sobre este débil hilo que se tiende entre quien tuvo la dicha de parir a Rodrigo Sebastián y quien cumplió con el triste destino de segar su vida. Ya ve… somos dos puntas opuestas”.
Y casi llegando al final, a modo de despedida, se lee como en un susurro donde falta el aire: “A mí me hizo las primeras preguntas de su curiosidad infantil; a usted la final: ¿por qué?”.
La balanza de la justicia, para Alicia, nunca estará balanceada. No hay nada que compense. El hueco queda abierto, el mismo que hace una bala en una cabeza.
Dice que Rodrigo era alto y todavía lo siente, lo siente por detrás en un abrazo; lo ve.
—¿Dónde creés que está ahora?
—Yo creo que está donde quiere estar. Él siempre me decía: “Yo si pudiera ser mosquito y estar en todos lados”.
Y un mosquito pasa frente a nuestras narices. Ella no se da cuenta. Y el gato –que estuvo toda la tarde inquieto– comienza a maullar, parecido a un bebé llorón, que pide por su madre. Después se sienta mirando a un punto fijo en la pared. La madre de Rodrigo se para y le pregunta qué quiere, “¿salir?”; “¿querés comer?” y le da un tarrito con leche.
Laura San José (San Isidro, Buenos Aires, 1984) es periodista y escritora. Está trabajando la tesina para terminar la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación (UBA). Es directora de un medio en la Zona Norte del Gran Buenos Aires en Argentina, llamado Las Cosas del Decir. Tiene una novela publicada El próximo que conozca. Ha hecho radio y televisión. Da clases de periodismo en la plataforma digital española de Market Cursos. Recientemente ganó el primer premio en el Concurso Federal de Relatos publicando su obra Kuchi´Fest en la revista Anfibia. Está armando una antología de historias de vidas. Mantiene el blog Por curiosa.