Día 1. Enero, 2015
Cruzar la Sierra Nevada de Santa Marta de sur a norte. Queremos cruzarla en una semana. Nos acompaña un lugareño que sabe los senderos. Parece razonable partir de Atánquez a la cañada del Guatapurí, pasar La Nevadita al costado en dos, tres días, subir la aldea Kogi de Makotama, y descender siguiendo el río Palomino otras tres jornadas. En el mapa es cerca. De los nevados al mar, dicen por ahí, no hay ni 50 kilómetros en línea recta.
Guatapurí no es uno, son dos; el río helado y el pueblo a orillas, que de entrada nos recibe enrarecido. Aunque impregnado de cultura costeña, pertenece más bien a la tierra fría. Ya es trillado eso del Caribe imperio de la desmesura. Acá reina la parquedad, la moderación, incluso el silencio: un inconfundible caserío de montaña. Del cerro La Bóveda chorrea brisa templada.
Esta última comunidad kankuama subiendo la Sierra luce original: su vecindad inmediata con otras tribus del “corazón del mundo” permea lo cotidiano. La rutina de los tejidos, el uso del poporo, la tradición de la piedra, el intercambio en trueques, el misticismo y la parquedad de los habitantes se perciben naturales. Pienso que arriba nadie, ni los colonos, necesitarían fingirse nativos porque lo son espontáneamente, sin poses o discursos, ni argumentaciones elaboradas.
El único paso vehicular sucumbe al final de Guatapurí; la carretera que viene de Atánquez –fangal desde que recuerdan– fue pavimentada no hará mucho con piedras redondas, al uso de los senderos aborígenes de la Sierra. Se desprende un enredo de pasadizos sin orden hacia el río. Los cercos separando patios no son cercos, son tapias de piedra apilada. Los caminos de la montaña también van alfombrados en piedra. Roca y sosiego. Pareciera, en efecto, que la tarde nos cogiera en un pueblo de piedra. De hilo y piedra.
Con el sereno Judith Pacheco Mindiola salió al portón a hilar cordeles finos sujetados de los almendros que dan sombra. Igual que el resto de vecinas. Decenas de metros giran, se retuercen, envolviendo filamentos rubios se va estirando la cabuya. Hilan hebras para sus mochilas kankuamas, “originales, de fique, porque esas que venden ahora en lana de ovejo son imitación de las que tienen los arhuacos”, aclara Judith, presidenta de la asociación de mujeres que hace dos décadas mantiene viva esta tradición. Uno supondría que ella, tan alta y blanca, esos rasgos finos, esos labios delgados, sería una señora mestiza de Antioquia o del eje cafetero. La entonación vallenata la descubre: “No señores, yo soy kankuama… ¡Y a mucho honor!”.
Ofreciendo artesanías de sus compañeras, un mes viaja a Bogotá a congresos indígenas; en carnavales arrima por Barranquilla; luego anda en Medellín en una feria de artesanos, por Bucaramanga, por Santa Marta en eventos. Así se desenreda el negocio de las marañas de intermediarios que desvanecen las ganancias antes de tocar manos de tejedoras nativas. Estas prendas autóctonas, populares en el Caribe –las famosas mochilas atanqueras “rayás” o rayadas– eran bien apreciadas por campesinos de ciénagas y sabanas debido a su resistencia y belleza.
Los periodistas quieren el souvenir de rigor. “Vengan les muestro”. Destapando un bulto repleto de diseños y tamaños, la animada conversación ataviada de mochilas pronto conduce al éxtasis. Adentro no quedan miradas para un trío de soldados que desciende del puesto militar. Seis perros entablaron un debate de ladridos que ya es reyerta. “Las quiero todas”, alcanzo a oír desde fuera. Mochilas y más mochilas. Hay colores que hipnotizan, colores que ensordecen, que no dejan oír los cuatro disparos en la colina. Pero puede que nada más fueran tres.
“Es polígono”, murmura el baquiano de la zona que nos acompaña. “Por cómo suenan son tiros a ras del piso”. Los soldados no se inmutaron. Cada nuevo diseño hermoso opaca los anteriores. ¿Son tiros a ras del suelo?
Seguro que sí. Acá tienen cara de saber sobre estas cosas.
Día 2. Agosto, 1997
Un año ajustaba la peste del maguey hayalero, la penca gruesa de hojas largas, anchas y bordes aserrados, de donde extraen la fibra del fique. Cierta marchitez y los cogollos podridos coincidían con la sequía en la región; la naturaleza zanjaba por sustracción de materia aquel oficio antiguo que –obviando los cultivos ilícitos– constituye una de las pocas fuentes de ingresos monetarios en la Sierra Nevada. La Asociación de Artesanas Indígenas Kankuamas, contando pocos años de existencia, sorteaba carencia tras carencia.
A mediados de 1996 circulaba el rumor que un nuevo grupo armado se movía en la montaña, donde las guerrillas llevaban décadas asentadas. Tendiendo ropa las señoras relataban sucesos macabros en los solares. Los jornaleros afirmaban que era mejor no pedir trabajo en tal vereda, ni caminar por tales cañadas. Que a esa finca se la comía la maleza. Que aquellos ganados se malograron.
Las guerrillas trenzaron su control territorial resguardando cultivos de coca. Mataban colaboradores del ejército o muchachos desertores. Con frecuencia dirimían conflictos con los colonos, solucionando litigios de linderos, peleas entre vecinos, robos. Autoridad arbitraria allá donde nunca hubo autoridad. Molestias personales de familias se dirimían a balaceras o viceversa. La guerrilla la recuerdan con miedo camuflado de respeto. Algunos con evidente recelo y desconfianza. Otros con mal disimulada simpatía. Los guerrilleros impusieron una calma de fusiles, pero paradójicamente, era calma.
—Acá la guerra fue una vaina tesa, muy dura –Judith anudó soltando la mirada del hilo–. Muy dura, ¿oíste?
Si, oigo. El Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia, bajo instrucciones de Rodrigo Tovar Pupo alias Jorge 40, incursionó primero en la vía Valledupar-Bosconia al caserío de Mariangola. Asesinaron miembros de una familia campesina. Ejecutaron retenes y homicidios selectivos en La Mina y Río Seco, aldeas bajas del territorio kankuamo. Acostumbraban moverse de noche, caravanas que franqueaban los puestos militares sin inconvenientes. Un día estuvieron por Pueblo Bello, los veían en El Copey, aparecieron alguna vez en Patillal. Pero no fue sino hasta agosto de 1997 que los rumores se volvieron certezas. Camionetas con medio centenar de encapuchados ocuparon Atánquez, lista en mano ejecutaron a los hermanos Yailson y Eudes Villazón Arias, y a Otoniel Donado.
Aquella incursión inaugura un período de exterminio en el territorio kankuamo. Desmovilizados señalan que la ordenaron Hernandito Molina Araujo, quien a la sazón llegaría a ser gobernador del Cesar, en alianza con Jorge 40, para castigar al poblado que consideraban guarida de Freddy Arias, un comandante del Ejército de Liberación Nacional que tiempo atrás tenía azotados los poderosos ganaderos en Valledupar.
Curiosamente, el diario El Tiempo alertó entonces del peligro que corrían las artesanías típicas a causa de la peste del maguey hayalero. La plaga atacaba las plantas hasta inutilizarlas. Curiosamente, la fabricación de mochilas declinaba por dolencias más humanas.
Disputando el dominio de la Sierra Nevada los paramilitares junto al ejército libraron una guerra sin piedad con las guerrillas. Las comunidades estigmatizadas con la histórica presencia subversiva acarrearon la mayor desdicha. El maguey hayalero continuaba secándose podrido en los potreros abandonados. Y aunque brotara fértil, nadie se atrevía a subir al monte a buscarlo.
Día 3. Enero, 2015
Cruzar la Sierra fue una quimera. Tres días volteamos las pendientes de Maruámake, del cerro La Bóveda, la cuchilla de la quebrada Makana. Terminamos reversando el cerro Bukunkusa, peñasco negro y redondo, sin permiso para atravesar los páramos.
De regreso Judith enseña mochilas nuevas. La compraventa reinicia. En el salón se arrinconan sacos de café, al lado varios manojos del fique bruto, sin cardar, fajos tasados en libras que los kogi cambian por mantas de cotón, sal, bastimentos. Parece una costumbre primitiva, sin embargo, el negocio demanda una complicada organización, división especializada del trabajo, modelos asociativos, intercambios tribales y finalmente, comercialización local y en el extranjero.
Empecemos por el maguey, que no es una sino siete plantas distintas. El mejor –el hayalero– mezcla resistencia con relativa suavidad en la fibra. Crecen todos silvestres en la Sierra sin necesidad de cultivos tecnificados. Recientemente plantaron cuatro hectáreas en Los Haticos (Atánquez), motor de gasolina a bordo para el desfibrado. Sin embargo, es tradición que hombres y niños kogi o wiwa busquen las matas en el campo. Cortan las hojas y pelan el fique tendido al piso, sujetado bajo el pie, rastrillando la fibra fuera con una rústica paleta de macana. En los 80 importaban fique de lugares distantes como los Santanderes.
Judith me cuenta que en Guatapurí compran al kogi por 10.000 pesos (unos cuatro euros) una libra que rendirá dos mochilas medianas. El valor es nominal. En la Sierra las transacciones generalmente son por comida. Lavan el enrollo (la savia de la planta empapa una leche espesa) y lo mordentan con pepas de aguacate para que el tinte surta efecto. Hilan y corchan con carrumba en trenzas de dos cordeles finos. La carrumba es un huso de madera que gira mediante una palanca de cuerda. Cualquier muchachita indígena la maneja con estupenda destreza a temprana edad.
La mañana de teñir las tejedoras se juntan bajo el ramaje del mango, distribuyendo funciones en plena calle. Allí unas cocinarán tinturas, otras muelen materiales que sus compañeras recolectaron en el monte. El rojo se obtiene con cayena, achiote para el anaranjado, el gris se saca del palo “brasil”, el violeta lo dan las hojas del “morado”, destilan de cáscaras de cebolla el verde. Hay ingredientes insólitos: bejuco de ojo de buey, corazón de morito, corteza de nola, raíz de batatilla, hojas de la enredadera chinguiza, legumbre de dividivi. Ese saber ancestral de artificios y componentes, de mañas y brebajes, despreciado casi hasta olvidarse, se recuperó con ancianas y abuelas que perpetuaban los usos antiguos. Fue tarea de la Asociación de Artesanos de la Región de Atánquez establecida en 1986, simultánea al conocido proceso del renacer kankuamo, movimiento que abanderó el rescate de la identidad indígena en Atánquez y sus doce comunidades. Judith expone que las tinturas artificiales son baratas y fáciles de emplear, por eso reemplazaron las tradicionales en los 60 y 70.
—Esa tuya, por ejemplo, está pintada con anilina.
Una docena de mochilas teñidas artificialmente, como la mía, cuestan alrededor de 50.000 pesos (17 euros). Los negociantes las venden muy por encima, ofreciéndolas como originales.
Hilo teñido, basta tejer. Los momentos más inocuos se acompañan puntada a puntada. Durante la charla mañanera, en la cama, sobre el burro que va al cultivo, frente al televisor, entre el comadreo nocturno, afuera de la iglesia. La mochila es como el caracol: tiempo que camina con una espiral a la espalda. Tiempo que carga más tiempo al hombro.
Una carguera (70.000 pesos, 23 euros) demora cinco días tejiendo. La “tercera” (50.000) tres. Un susugao pequeño (10.000) gasta una jornada. El chinchorro (200.000 pesos, 67 euros) una semana, o más.
Al final toca venderlas. Es ahí que la tira se enreda.
Día 4. Diciembre, 2002
Y volvieron. El 8 de diciembre volvieron. A medio día. Un batallón de encapuchados sacando gente de las casas, del mercado, acorralando, impidiendo que nadie escapara, vociferando, metiendo sospecha. La segunda masacre de Atánquez quiso vengar el secuestro y asesinato de la líder política Consuelo Araujo, que los kankuamos llevaron injustamente encima tantos años, como si fueran ellos responsables de la tragedia.
No entraron. A Guatapurí nunca entraron. Las lomas hostiles los disuadieron, creyendo que aquel era un caserío completo de subversivos. El ejército subía con recelo, agarraba detenidos o buscaba milicianos, pero no pernoctaba mucho por ahí, evitando emboscadas.
—Una semana llegaban unos, abrían cuenta y había que fiarles carne, granos, gasolina. A la semana entrante llegaban los otros y lo mismo. Y todos se iban sin pagar.
Judith además de tejidos maneja tienda. Ella y tres tenderas lograron mantener abastecido el caserío durante aquella tensión insoportable. Los hombres, confinados en las viviendas, no cogían un carro a Valledupar sin arriesgar que los bajaran y los dejaran acostados en la cuneta. “A quién le tocará hoy”, comentaban las señoras mirando alejarse la ruta.
—Mi esposo –dobla la hebra, voltea la aguja– era inspector. Para la guerrilla él defendía al gobierno, lo amenazaron. Pero para el gobierno acá todos éramos guerrilla. Quedamos en la mitad ¿Te fijas?
Me fijo. La calamidad alcanzó registros escabrosos cuando iban más de doscientos kankuamos asesinados, principalmente por paramilitares. El 24 de septiembre de 2003 el gobierno nacional fue impelido en la Corte Interamericana de Derechos Humanos a implantar medidas cautelares de protección. Guatapurí y Chemesquemena estaban sitiados por la presión militar y paramilitar desde abajo, mientras los frentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) se atrincheraban en las franjas altas boscosas. Los kankuamos quedaron sometidos a cuatro fuegos en tierra de nadie, o mejor, en su propia tierra. Óscar Rodríguez, comerciante barranquillero que pegaba el viaje a comprar mochilas, no volvió. Ni él, ni los demás. Los soldados acusaron la cooperativa de caficultores de fachada de grupos subversivos. La tienda comunitaria, gruñían los paramilitares en el retén, era una despensa de los terroristas de arriba. Cerró cuatro años clausurada.
Si sobrevivían a la guerra, los acosaba el hambre. Temprano las madres mandaban chiquillos casa por casa, averiguando a quién le sobraba una miguita de panela, y hubo un sábado que, casi a escondidas, rotaron una libra de sal de un solar al otro, atravesando medio pueblo.
—Abajo no dejaban pasar mercancía, decían que era para abastecer los guerrilleros.
La infamia goza con el sarcasmo: la moda, siempre caprichosa, se fijó en las mochilas de la Sierra aunque resultara una proeza ir a conseguirlas. Los hijos de un poderoso expresidente entablaron multimillonarias exportaciones, adquiriendo artesanías típicas del Caribe casi regaladas, que luego ofrecían en Europa y Estados Unidos como prendas exóticas de lujo. “Se llevaron buen surtido que nunca pagaron, por eso no les volvimos a vender”.
La comercialización siempre ha sido injusta, incluso ahora que no la dominan intermediarios. Calculado el trabajo por tiempos y costos, con el valor actual del producto cualquiera de las 40 socias gana un promedio de 350 pesos a la hora (0.12 euros). Irrisorio, pero…
—¿Qué más hacemos? Acá no hay opción, mejor eso que quedarnos sentadas.
No le digo a Judith algo que conoce de sobra. En el interior o en las turísticas metrópolis del Caribe los almacenes venden las artesanías arhuacas y kogi, arsarias y kankuamas, dos, tres o hasta cuatro veces más caras de lo que valen en estos pueblos. No interesa la calidad. Los mercaderes en San Jacinto ganaban tanto con la mochila atanquera que la gente la creía erróneamente oriunda del pueblo de las gaitas y las hamacas.
—Mamá contaba que en época de ella los negociantes compraban una docena a cinco pesos. Ya vendemos directamente, ganamos más.
En Guatapurí la agricultura es de supervivencia. No hay quehaceres. El café y la caña tampoco abarcan grandes extensiones. La coca y la marihuana, que alguna vez inyectaron energía descomunal a estos caseríos, prácticamente desaparecieron. Por eso todos cogen el hilo. También los hombres.
Hubo un tiempo, no lejano, en que entregaban mochilas a cambio de ron barato y latas de atún. Chinchorros por espejitos. Belleza por baratijas.
Quinto día. Abril, 1886
Whilelm Sievers monta el caballo sucio, fatigado de moscas y garrapatas. Exhausto, las temperaturas le provocan calenturas malsanas, los aguaceros no dan respiro y los aires infectados del trópico sofocan. La topografía de la Sierra, abrupta, forma una colección de pirámides y triángulos de roca impredecibles como sus tormentas. El joven explorador traía encargo de la Sociedad Berlinesa de Geografía para levantar un informe que aportara la mayor cantidad posible de datos valiosos sobre la Sierra Nevada y la Serranía del Perijá, dos regiones de la nación virtualmente desconocidas a finales del siglo XIX. Sus averiguaciones alentarían posibles misiones comerciales, enclaves extractivos o aventuras colonizadoras de las compañías europeas.
Desembarcó en Barranquilla el 9 de enero, siguiéndole los pasos a Eliseo Reclus y José de Breties, que recorrieron la montaña años atrás. Whilelm Sievers partió a Santa Marta primero. Con semanas atravesando el macizo y sorteando selvas poco amigables, en una jornada polvorosa Sievers divisa la región cubierta de guijarros de Atánquez. Ya había recorrido la vertiente norte de la Sierra, la más aislada en su tiempo. Visitó los asentamientos kogi de Santa Cruz y San Antonio, el valle de San Sebastián de Rábago, el cauce del río Fundación.
Los indios se dedicaban indistintamente al tejido de mantas, chinchorros, arreos, lazos y bolsos. Admiraba esa destreza con los fiques, con el algodón o las lanas de ovejo. El trueque a foráneos lo practicaban desde antes de la Colonia. Esta industria local abastecía mercados de Santa Marta, Mompóx, Montería, San Jacinto. Se creen que las mochilas de la Sierra lucían destinos tan lejanos como las islas del Caribe o los conucos llaneros. Sievers observó dispersas por doquiera las abundantes pencas del maguey. Se atrevió a cifrar su límite superior a 2.100 metros del nivel del mar.
Sievers no entendió, no podía entender, esas lunas y esas recitaciones en el fogón, los Mamos explicando a los niños que una diosa milenaria clavó un huso afilado en mitad del mar desenrollando la tierra alrededor, así no más, tejiendo un hilo. Ese huso es la Sierra Nevada, Gonawindua, “el corazón del mundo”.
El día que su comitiva arribó al pequeño rancherío contiguo al río Candela las mujeres secaban las cuerdas teñidas en los callejones. El alemán observa chozas alzadas apenas con barandales de guásimo y macanas. Familiarizado con los entejados de palma, con las túnicas blancas de las ancianas coloreadas por los ventarrones, sonríe a los niños desnudos correteando detrás de los hilos. Sievers brinca del caballo embelesado frente al enredo de tiras, de piolas y cuerdas, hilachas, hebras que le tupen la vista, cordeles que le mochan el paso. La escena, tan sorprendente, tan pintoresca, provocó que ante un auditorio colmado de Berlín, donde concurrían sabios y eruditos contemporáneos suyos en la 59 reunión de médicos y naturalistas alemanes, el joven explorador afirmase sin vacilar:
“Todo el pueblo de Atánquez está cubierto con una red de hilos, de manera que es difícil andar a caballo por ahí, ya que los animales se asustan cuando entran en el enredo de los hilos”.
Sexto día. Enero, 2015
Andamos lejos, aguardando café sin colar en territorio de los ika o “arhuacos”. Esta sequía quiere derretir los peñascos. A Guatapurí lo dejamos por la trocha india pegada al río y el calor es de otro planeta.
Los periodistas estrenan indumentaria típica. Diseños variados: “el ramo”, “el camino”, “el caracol”, “la cocada”. Cada motivo conserva un significado, un relato posible, una leyenda trenzada. Pero eso no importa casi a nadie. Cada tamaño conserva una funcionalidad dentro de los oficios campesinos: cargar leña, llevar agua, depositar el poporo y la coca que se masca. Pero eso en la ciudad es irrelevante. Las mochilas kogi suelen indicar en líneas y tonalidades el dáke y el tuxe (clan y linaje) del propietario. Las kankuamas comúnmente revelan el apellido bordado de la familia. Nadie anda sin ellas.
Hasta hoy los antropólogos se acaloran discutiendo qué representan los tejidos y sus significados; que si hay maridaje de lo ancestral con la sociedad de consumo, o simple cosificación de la cultura para ganar algo con las tradiciones. Otros dirán que es una manera de salvar la cosmovisión mitológica de los pueblos, sus usos, el apego a su identidad. Jorge Eliécer Solís, arhuaco fornido y conversador, me cuenta que él no se despega de su mochila.
—Es como si te vendiera mi señora ¿entiendes?
Entiendo. Y pienso en la mía, en la señora, obviamente. Soy el único que no compró nada, a estas alturas ya comprendí que por el resguardo Arhuaco tampoco podremos cruzar la Sierra y no me saco de la cabeza el viejo proverbio de los kankuamos en Atánquez: si uno sale sin mochila, sale sin esperanzas.
Camilo Alzate es colombiano por convicción. Nació y vive en Pereira, una ciudad dónde las únicas letras valiosas son las letras de cambio. Enamorado de las montañas. Escribe porque no sabe hacer otra cosa. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, ‘Las reputaciones’, o cómo recordar lo que no se ha leído, Los últimos arrieros de la Cordillera Central colombiana, Los sicarios bajos sospecha de Fernando Vallejo y Como los cóndores. En Twitter: @camilagroso
Rodrigo Grajales es fotógrafo y documentalista independiente colombiano. Docente universitario, acompaña movimientos sociales, conflictos políticos, comunidades en resistencia social y cultural, así como procesos de los pueblos originarios de Colombia. Su trabajo ha aparecido en publicaciones colombianas entre las que sobresalen El Malpensante, El Espectador ySemana.com; también en medios internacionales como los argentinos Revista Ñ y Clarín, la revista italiana Internazionale, la española Anthropos, la británica Warscapes y la alemana Kunststadt. Fue candidato al Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en 2010 – 2011. Ha realizado más de una docena de exposiciones incluyendo una muestra en 2014 en Berlín bajo el epígrafe Campos de memoria