Fui a La Habana en abril de 2010 para participar en el Taller Rine Leal, un congreso organizado por el Centro Nacional de Investigaciones de las Artes Escénicas de Cuba del que di cuenta en Recordando a Adela en Madrid y La Habana. El evento estaba dedicado a las principales actrices de la escena cubana del siglo pasado, entre ellas mi maestra de interpretación Adela Escartín, actriz y directora española, catedrática en la Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid que se convirtió en una de las primeras figuras del teatro cubano. Mi viaje fue el resultado de una serie de coincidencias, o mejor dicho, de una cadena de correos electrónicos que en algún momento llegó hasta Esther Suárez Durán, dramaturga y crítica de teatro que además coordinaba el evento. Ella me pidió que fuera a hablar de mi maestra, aunque yo tendría que correr con todos los gastos. Pude realizar un sueño, conocer La Habana de la que tanto había oído a mi maestra.
En vistas de mi viaje, esta revista me propuso observar de cerca cómo vivían y qué pensaban los disidentes cubanos. Entonces tuve la impresión que los habitantes de la isla se habían acomodado a vivir en un estado de crítica permanente del régimen. Una especie de disidencia cotidiana que les permitía seguir viviendo, mal, pero viviendo después de todo. No sé si tendrá que ver con el carácter de la gente del trópico o si este trópico ha llegado hasta nosotros y al final en todas las casas se cuecen las mismas habas.
Desde entonces sigo manteniendo relación con personas que viven en la isla y mi opinión no ha cambiado. Han pasado cinco años. Mi maestra murió el 8 de agosto de 2010, pocos meses después de mi regreso de La Habana. Cuba esperaba entonces y, creo, sigue esperando ahora, sin grandes esperanzas, sin desesperar.
1. Puesta en escena con puros. El primer día un taxi nos lleva al centro de La Habana. En cuanto nos apeamos enfrente del Capitolio, una pareja de cubanos se ofrece a acompañarnos en nuestro paseo a mi compañero y a mí.
Como nos estábamos cociendo al sol del mediodía, nos sentamos a tomar unos mojitos. Nos cuentan nuestros acompañantes que son fisioterapeutas en un hospital y que se dedican a pasear turistas para sacar unos “chavitos” de más para la familia. Así, de primeras, se ponen a echar pestes de los Castro y de la miseria en la que han hundido el país. Ya son los segundos disidentes que encontramos, porque el taxista también se ha desquitado de lo lindo en el trayecto. Les cuento que me gustaría hablar con algunas personas contrarias al régimen y ver cómo viven. El hombre se entusiasma con la idea y le falta sacarme allí mismo un catálogo de disidentes para que yo elija. Dice que me puede llevar a las “cuarterías” donde están los disidentes que peor viven. Podré hacer fotos de los váteres compartidos, de las cocinas y de todo lo que quiera. Nos proponen que, a cambio de la entrevista, vayamos a comprar puros a casa de unos amigos suyos.
Accedemos y nos llevan a un edificio apuntalado y en ruinas que parece que va a derrumbarse en cualquier momento. Entramos en un salón bastante grande con gente que nos mira medio de reojo. Me da la impresión de que esperan la voz de “acción” para hacer una escena. Sentado a una mesa hay un señor con un acento medio extranjero y cierto viso de cantilena cubana que hace como que va a comprar puros. Huele el puro, lo trisca entre los dedos y se lo lleva al oído, todo acompañado de grandes elogios hacia la mercancía. Otro tipo hace que espera su turno para comprar y parece impaciente y deseoso de que le toque el turno. A nosotros nos sientan en unos sofás desvencijados. Con mucho misterio una señorita saca una caja de puros de detrás de una cortina. En cuanto la abre aparecen otras personas que no sé de donde salen y se acercan para exaltar también la calidad de los puros. Todos insisten, incluida la pareja que nos ha acompañado, en que no vamos a encontrar puros iguales en ninguna parte de la ciudad. La señorita dice que le quedan muy pocas cajas porque las tiene a muy buen precio y se las quitan de las manos, pero que por haber ido con unos amigos, hará un esfuerzo para satisfacernos. Mi compañero parece interesado (y yo alucinada por su inconsciencia) y establece con ellos cuántos puros se podría llevar. Por un ventanuco se ve a lo lejos la cúpula del Capitolio y me pregunto cómo vamos a salir de este atolladero. Les cuento a los actores de esta puesta en escena que estaríamos encantados en comprar los puros, pero que, como acabamos de llegar, nos hemos confundido al cambiar el dinero y que en la Cadeca (casa de cambio) y nos han dado pesos cubanos en lugar de pesos convertibles, que aunque parezca mentira es la verdad. Mano de santo. De pronto pierden todo interés por nosotros. A nadie le interesa esa moneda, porque ellos compran en pesos convertibles y los pesos cubanos son más o menos papel mojado. Bajo la escalera contenta de que el edificio no se nos haya caído encima. La pareja de fisioterapeutas se viene con nosotros y nos tratan de llevar a otras tiendas y restaurantes de amigos suyos. Ya no muerdo el anzuelo. Quedamos con ellos en que les llamaremos al día siguiente para la entrevista con el disidente. No llegaré a hacerlo porque descubriré que en esta ciudad, de una manera u otra, todos son disidentes.
2. No se lo digáis a nadie. Le comento al dueño de la casa donde nos hospedamos que hemos quedado con un tipo para ir a visitar una “cuartería”. Se lo digo porque no quiero meterme en un lío y porque al llegar a su casa, él y su pareja nos preguntaron si sabíamos algo de Fidel (esto fue antes de que volviera a reaparecer). El comentario, así sin conocernos de nada, me invita a hablar con confianza. Me dice que lo del disidente es una “bobería” y me aconseja abrir los ojos y sacar mis propias conclusiones. Si quiero hacer fotos, dice, puedo hacerlas en su casa. Eso sí, insiste en que no le digamos a nadie que estamos alojados allí porque no tiene permiso para alquilar habitaciones y si los de la vigilancia revolucionaria lo saben le quitan la casa. Por unos conocidos hemos conseguido hospedaje en esta casa. Está en El Vedado, en un edificio de tres pisos de los años cincuenta, como todos los del barrio. Antes vivía allí una anciana. Cuando falleció se quedó en la vivienda nuestro patrón de casa. René (nombre ficticio) tiene sesenta y un años, pero con su físico atlético y bien cuidado aparenta diez menos. Es hijo de un español con el que vivió hasta su muerte. Cuando el gobierno español otorgó la nacionalidad a la segunda generación de emigrantes, pasó un tiempo en Madrid trabajando en una panadería de Lavapiés. Acabó volviéndose porque se le hacía duro levantarse tan temprano y veía imposible salir adelante y comprarse una casa. Nada que ver con su trabajo actual en un centro cultural que le permite volver a comer y terminar pronto su jornada porque no tiene gran cosa que hacer.
Desde hace algún tiempo alquila habitaciones a turistas y estudiantes para aumentar su salario como administrativo que no le da para vivir. Nos dice que en las épocas que no tiene inquilinos solo le da para comer sopa con acelgas. Por ese motivo, nos pide que le paguemos la habitación por adelantado para poder comprar café, leche en polvo y algo de pan para los desayunos.
La casa es bastante grande y está limpia. Hay algunos muebles de estilo colonial que ha conseguido mediante trueques con amigos. Otros recuerdan a los que había en las casas españolas en los años setenta. Algunos electrodomésticos, como el Dvd y el radiocasete, se los ha traído un inquilino del extranjero.
Preside el salón el retrato de una señora estilo Julio Romero de Torres. Lo sacó de la casa de una española cuando murió. Es una presencia inquietante que te sigue con la mirada donde vayas. Nelson, el compañero de René, tiene veintitrés años. Cuenta que ya ha tirado varios sacos llenos de figuritas de santos, aunque siguen quedando unas cuantas. Lo hacía de noche porque le daba cosa que le vieran los de la vigilancia revolucionaria.
El apartamento tiene tres habitaciones, dos de ellas para alquilar y dos baños. También tiene dos neveras, una en el salón para los inquilinos. Pocas veces hay agua corriente. En los ocho días que pasamos allí logramos ducharnos un par de veces con un hilo de agua que descendía intermitente de las griferías de plomo de los años cincuenta. El resto de los días Nelson nos proporcionaba bidones de agua para el retrete y nuestro aseo. La cocina estaba limpia y muy ordenada, con los fogones siempre encendidos donde Nelson encendía los cigarros. Por más que les avisamos del peligro que supone, no conseguimos que los apagaran. Nos dicen que como el gas es gratis da igual tenerlos encendidos.
Nuestra habitación, que normalmente es la de René y Nelson, es la única que tiene aire acondicionado. A juzgar por el modelo se diría que es el primero que se fabricó. Es ruso y ruidoso como el motor de un avión de hélices. Pero compruebo que es preferible dejarlo encendido y ponerme tapones en los oídos que aguantar el calor húmedo y sofocante.
En la casa vive también una estudiante de medicina brasileña. Ha decidido estudiar en Cuba porque dice que la formación es mucho mejor que en su país. Hacen prácticas desde el tercer curso de carrera y guardias en el último. En su opinión los médicos cubanos tienen gran vocación a pesar de los veinte pesos convertibles (poco más o menos veinte euros) que cobran al mes. Nos dice que son los únicos, junto con los maestros, que no pueden dejar el país. Cuando terminan la carrera tienen que trabajar durante cinco años gratis para devolver al Estado lo que ha invertido en sus estudios. Nos cuenta que ella se volverá a su país porque su marido no aguanta las condiciones de vida de Cuba y cuando va a verla se hospeda en un hotel.
3. El chico que quería ver el Guernica. Nelson se convierte en nuestro hombre en La Habana. A través de él y de algunos de sus amigos nos hacemos una idea de cómo viven y piensan los jóvenes cubanos. Pasamos largos ratos juntos tomando café y charlando. Algunas noches esperamos que René y él vuelvan del Malecón y nos dan las tantas bebiendo ron con cocacola cubana y haciéndonos la ilusión de que entra un hilo de brisa por la ventana. Nelson nos cuenta que en estos paseos nocturnos a veces lo confunden con un “jinetero”, y no es de extrañar porque es de lo más “pepillo”, expresión que utilizan los cubanos para indicar a un chico guapo. A veces nos acompañan a pasear por La Habana Vieja y nos indican sitios donde comer sin gastar demasiado. A pesar del nivel de vida cubano, para los extranjeros los precios son poco más baratos que en Europa. Ellos nos enseñan a entrar en la guagua pública a fuerza de empujones y a parar los taxis compartidos. Una de las pocas formas de empresa privada toleradas. Se pagan en pesos convertibles, uno para los extranjeros y medio si eres cubano. Cuando estamos con nuestros amigos nos dicen que no hablemos para pagar menos.
Nelson está recién licenciado en filosofía marxista-leninista y ahora da clases en la Universidad. Proviene del campo, de una familia de guajiros. Término que durante la independencia de Cuba servía para designar a los héroes de guerra (war hero) y luego se aplicó a los campesinos.
Dice que sus abuelos son de los pocos que Castro no consiguió alfabetizar. Sus ideas sobre el régimen son encontradas. Se refiere al buen funcionamiento de la sanidad y la educación cubanas, pero al mismo tiempo reconoce que muchas veces para conseguir una cama en un hospital hay que pagar bajo cuerda. Cuenta que el invierno pasado el gobierno ocultó la muerte de veinte enfermos en un hospital. Luego se supo que el personal robaba la comida de los pacientes.
Hace un año tuvo un incidente con la policía. Le dieron una patada en el estómago a la salida de un concierto de rock. Se pasó la noche entre coches celulares y calabozos, mientras René recorría la ciudad de cuartel en cuartel. A resultas del percance le pusieron una multa que cada vez va aumentando porque no la paga. Aunque encuentra aspectos muy negativos en la política actual de Cuba, teme lo que pueda pasar después. Nos dice convencido, que es vox pópuli que si cayera el gobierno Estados Unidos podría matar comunistas durante tres días.
Como el resto de los habaneros acude a votar el domingo porque se celebran elecciones municipales. En los puestos de trabajo les “invitan encarecidamente” a que lo hagan. Claro que así no es de extrañar que se alcance el 93% de la participación ciudadana, como oímos en la única emisora de televisión que hay en la isla. También “invitado” Nelson va a la macro-manifestación del día del trabajo. Aunque lleva varios días quejándose, sigue la recomendación de René y el uno de mayo se levanta a las cinco de la mañana para estar en la Plaza de la Revolución a las seis. A las ocho, cuando nos levantamos nosotros, ya está de vuelta y prepara el café. Ha dado su nombre a un responsable de su trabajo y se ha dejado ver por allí como buen revolucionario para evitar problemas. Su sueño es ir a Madrid para conocer el Guernica. Quiere saber cuánto mide y si cabría en la pared más grande del apartamento, en lugar del retrato de la señora española. Escucha emocionado cuando le contamos la llegada del cuadro a España y las colas que se formaron en Madrid para verlo en los primeros tiempos. No tiene muchas esperanzas de conseguir ver el cuadro por la dificultad que tienen los cubanos para salir de la isla. Además René le pone los pies en la tierra refiriéndose a las duras condiciones de vida en Europa, donde hay mucha competencia y uno puede perder fácilmente el puesto de trabajo. Según René nuestros gobiernos nada tienen que ver con el Estado cubano que por lo menos permite que no les falte lo imprescindible para vivir.
Nelson nos presenta a Miriam, una compañera de la facultad que se declara abiertamente disidente y de derechas, si por ser de derechas, dice, se entiende que un trabajador como ella quiera comprarse una camiseta de marca o cualquier otra cosa de las que disfrutamos nosotros. No entiende por qué tiene que poner en peligro su trabajo si la ven en un concierto de grupos de rock como Los aldeanos o Porno para Ricardo, cuyo líder, Gorki Águila, fue detenido por subversivo. Comenta que está harta de la falta de libertad de expresión y de que el régimen permita solo la protesta de quienes están en contra de Estados Unidos u otros países considerados enemigos, pero no la de quienes denuncian la política de Cuba. Señala que los únicos que viven bien en la isla son los que pueden viajar por sus trabajos o los que reciben ayuda de los familiares que están fuera. No le parece solución que una de las pocas formas de salir de la isla sea casarse con un extranjero.
4. Casa con Paladar. Nelson y René nos aconsejan un sitio para cenar en las calles interiores de El Vedado. Nos perdemos en un laberinto cabalístico de calles denominadas con números que hacen esquina con otras calles también denominadas con números. Todas mal iluminadas y con boquetes vertiginosos que te obligan a mirar al suelo para no acabar directo en el hospital o en un sitio peor. Cuando ya estamos pensando desistir en nuestro intento y quedarnos sin cenar porque es tarde se nos acerca un cubano y nos propone llevarnos a un restaurante estupendo que él conoce. Le seguimos decididos a conocer uno de los famosos Paladares de La Habana. Entramos en un edificio post revolucionario y subimos la escalera siguiendo a nuestro guía improvisado. Nos introduce en un minúsculo recibidor donde esperan otras personas que han llegado hasta allí acompañados también por cubanos. Nuestro guía se acerca a una madame que cuenta billetes sentada en una mecedora enfrente de un ventilador que hace lo que puede con el aire tórrido de la noche. A modo de contraseña el guía le dice que es “un amigo de la familia” y la señora le alarga unos billetes. Luego nuestro acompañante desaparece y nos deja allí.
Suponemos que tenemos que esperar y nos sentamos cerca del ventilador que mueve las faldas de la madame dejando al aire unos muslos dignos de un personaje de Fellini. De la pequeña cocina que da al recibidor sale un calor infernal y un olor seductor, a comida casera. Un señor que hace las veces de camarero aparece cargado con platos por una puertita que parece la de El país de las maravillas cuando Alicia tomó la pócima y se hizo gigante. Enfrente de la cocina hay un pasillo con habitaciones a los lados. A simple vista se diría que estamos en un híbrido entre una casa de citas y una normalísima vivienda cubana. Bajo una mesa hay un perro que mira a un gato que mira a un loro dentro de una jaula que está debajo de un televisor apagado. El perro y el gato parecen disecados. Inmóviles y con la boca abierta y la lengua fuera por el sofocante calor. Las plumas caídas en la jaula indican que el loro debe estar vivo.
Sigue llegando gente. Normalmente parejas acompañados por guías cubanos, que se van acoplando donde pueden porque el recibidor empieza a parecer el camarote de los hermanos Marx. El ritual se repite siempre igual. El cubano “amigo de la familia” se presenta a la madame y coge el dinero que esta le da.
Finalmente nos hacen entrar al comedor, también enano. Dentro hay tres mesas con salvamanteles de plástico con publicidad de Maggi, un ventanuco que da al recibidor y una repisa con una figura la Virgen de Regla. El camarero es raudo y veloz y enseguida nos trae el filete a la criolla y la ropa vieja que hemos elegido del sucinto menú. En las otras dos mesas hay argentinos acompañados por cubanos que, presumo, son los guías que les han llevado hasta allí. Uno de los cubanos no le quita el ojo de encima a la chica argentina de la otra mesa, rubia y rompedora con una minifalda que le cubre lo imprescindible. Mientras mi compañero y yo damos buena cuenta de nuestras viandas, los comensales de las otras dos mesas charlan animadamente. Las conversaciones se entremezclan como en una obra de teatro. El cubano que mira a la argentina resultona dice que el personaje que más admira en este mundo es argentino. Cuando revela que se trata del Che, el cubano de la mesa de al lado, que no pierde ripio, exclama, “vaya, creí que era Maradona”.
5. El sexto héroe. Los cubanos hacen colas para todo. Se pasan buena parte del día esperando bajo un sol de justicia el turno en la Cadeca para conseguir pesos convertibles. Esperan la llegada de la guagua y esperan también que si llega quepan dentro. Esperan en la puerta de los restaurantes donde pagan en pesos cubanos y también para entrar en los teatros, que para ellos son gratuitos. Esperan para comprar en las tiendas donde casi no hay nada. Hasta los perros famélicos y maltrechos esperan tumbados al sol. Viendo la vida que llevan, me pregunto qué haríamos nosotros si tuviéramos que pasar buena parte de nuestra jornada haciendo colas para procurarnos lo imprescindible para vivir.
Pero los cubanos esperan siempre, aparentemente de buen humor y dispuestos a ayudar con una sonrisa al turista que se lo pida. Son bailarines incansables. Se cimbrean incluso cuando viajan en el taxi compartido o montan un sarao en la cuneta, alrededor del coche que con infinita paciencia y sin piezas de recambio alguien trata de reparar.
Con motivo del congreso en el que participo conozco actores, directores y otros personajes de la cultura. Me llama la atención que casi nunca se quejen de la situación que viven. Pensaría que la cultura funciona bien en la isla si no fuera porque algunas personas ya me han dado a entender que no es así. La razón es otra, son funcionarios del Estado. Promueven las glorias de la cultura del régimen. Si los teatros carecen de mantenimiento o el vestuario de los actores se cae a pedazos o no existe la escenografía en las puestas en escena son el resultado del mismo sistema impecable que consiguió alfabetizar a la mayor parte de la población y, por poner un ejemplo, dio a conocer el teatro en todos los rincones de la Isla, como me contó mi maestra. Un sistema con semejante pasado a la espalda no es criticable.
Como las instituciones carecen de casi todo, para imprimir unos programas la organizadora del congreso se levanta a las cuatro de la mañana y se traslada al otro lado de la ciudad, a casa de uno de los pocos amigos que disponen de una impresora láser. También me llama la atención que a pesar de que se tratan unos a otros usando el tan revolucionario “compañero” exista una férrea jerarquía en las profesiones que poco honor hace a una doctrina basada en la igualdad social.
Casi ninguno de los intelectuales que frecuento conocen el blog de Yoani Sánchez. Claro que muy pocos tienen acceso a internet y solo en sus puestos de trabajo. En las librerías pregunto por los libros de Zoé Valdés y Wendy Guerra. Me proponen uno “de ese tipo”. El best seller del momento, Adiós muchachos, de Daniel Chavarría. Un relato erótico-policiaco.
A Vicente Revuelta, uno de los principales directores de teatro del país, en su día marxista-leninista que apoyó incondicionalmente la revolución, le preguntó cómo contempla la situación actual. Me pone como ejemplo al sobrino con el que vive. “Es un desgraciado que no hace más que tomársela con sus hijos. Creyó de verdad en todo aquello y no puede soportar ver en qué se ha convertido”.
En una ocasión un investigador de teatro y crítico teatral me cuenta confidencialmente un caso de protesta que se ha convertido en la comidilla de la profesión teatral por la audacia y el atrevimiento de su protagonista. La directora de una compañía de teatro infantil ha escrito una carta a Raúl Castro denunciando favoritismos y la falta de atención a las compañías que tienen que ocuparse también de la distribución de los espectáculos cuando lo establecido es que se ocupe la institución competente. Curiosamente el montaje de la joven contestataria es el más pro régimen de todos los que vi. Estaba dedicado a la familia Guevara y representaba la infancia del Che como pueden hablar de la vida de los santos en la catequesis.
En el teatro tengo ocasión de comprobar que existe otra forma de crítica. A veces se trata del grado de disidencia permitido, como es el caso de Josefina la viajera, de Abilio Estévez, dirigida por Carlos Díaz, que produjo un cierto escándalo cuando se estrenó y se temió que la quitaran de cartel. El riesgo estaba calculado por ambas partes y la sangre no llegó al río. Se trata de monólogo interpretado por Osvaldo Doimeadiós, una de las primeras figuras de la escena cubana actual. A través de Josefina Beauharmais, personaje que desempeñó variados oficios, entre ellos tonadillera, prostituta, espía y modelo de Man Ray, el autor ofrece la propia visión de Cuba, nostálgica, perdida en sus propios sueños. El montaje cuenta la historia de una mujer que abandona la casa paterna en las tierras del oriente cubano para llegar a La Habana y ver izarse la bandera que convertiría a Cuba en una verdadera República. El fracaso de ese sueño social es también el fracaso del personaje, que después de un periplo que duró más de cien años, nunca llegó a la capital de la Isla, y quedó condenada a un trasiego sin fin.
Mucho más personal y arriesgada resulta la propuesta Variedades Galiano, de la compañía El ciervo encantado, dirigido por Nelda Castillo. Propone tres monólogos sobre textos de Lezama Lima, Reina María Rodríguez, Flor Loynaz y otros. El espectador cuando sale de la sala, sede de la compañía, no es el mismo que cuando entra. Aquí se cumple aquello que decía Antonin Artaud “Vamos al teatro para salir de nosotros mismos… para redescubrir no tanto lo mejor de uno sino la parte más pura, la parte más marcada por el sufrimiento… buscamos en la escena una emoción en la que los movimientos más secretos del corazón serán expuestos… la audiencia se enfrentará cara a cara con su gusto por el crimen, sus obsesiones eróticas, sus quimeras, su sentido utópico de la vida y del caos, incluso con su canibalismo…”. Nos enfrentamos a una sucesión de imágenes violentas, sin concesiones. Los actores totalmente desnudos de principio a fin no resultan eróticos. Su desnudez es una coraza. Todo inicia con un personaje que se acerca desde la penumbra lentamente, parece un fantasma. Camina como si arrastrara grilletes. Lleva unas orejeras y entre los pies una de esas bolsas que recogen los excrementos de los caballos. Es un animal-hombre-mujer. Quizás lo que queda de alguien que ha sufrido una guerra. Se acerca al público, se orina sobre sí mismo y vuelve a penumbra.
Cuelga sobre el escenario un cartel donde se lee Trasval (traslado de valores). Nombre que comparten una cadena de ferreterías, una empresa de seguridad y las furgonetas blindadas que trasladan el dinero. El título de la obra recuerda el devenir de una cadena de tiendas que pasaron de ser templos del capitalismo a pertenecer al Estado comunista.
Los tres actores que protagonizan el montaje dan vida, o muerte, a unos personajes resultado de un tiempo que no ha cambiado solo el nombre de la cadena de tiendas.
Ya me había avisado mi maestra Adela Escartín de que los actores cubanos tenían una sólida formación y cada vez que asistí al teatro tuve ocasión de comprobarlo. Además del burro de carga que arrastra con esfuerzo ímprobo una pesada carreta con la que no llega a ninguna parte hay una mujer hermosa que podría ser una jinetera o una reina destronada vestida de chatarra, que hace pensar en un país que vive fuera del tiempo. El tercer personaje y más impactante mueve y se mueve en una caja en cuyo interior asoman las hojas afiladas de cuchillos. Con movimientos casi de contorsionista entra y sale de ella sin cortarse. En la caja infierno aparece escrito “el sexto”, pintada que ya he visto en varias ocasiones en los muros de la ciudad. Me explica la directora al final de la función que se refiere al sexto héroe: el pueblo cubano, aludiendo a los cinco agentes cubanos presos en Estados Unidos. A mi compañero no le gusta nada el espectáculo que define como rollo patatero. En una crítica leo: “intenta representar lo irrepresentable (…), da la cara a un Estado que todo lo intenta narrar”. Me viene a la mente algo que nos contó Miriam, la chica que se dice de derechas, amiga del chico de nuestro piso. Entrevistaron a Raúl Castro (¿o fue Fidel?) en televisión con motivo de su cumpleaños. A modo de ejemplo didáctico para el país dijo que él y su familia lo habían celebrado tomando un croqueta “per capita”.
6. Como una metáfora. Voy a entrevistar a Vicente Revuelta (actualmente ya fallecido), director de teatro cubano que amó y trabajó con mi maestra Adela Escartín. En el portal del rascacielos donde vive le pregunto a un señor por el piso y él amablemente me dice que coja el ascensor y que apriete al 13 para ir al 11 o algo así. La verdad es que tiene un acento cubano muy cerrado y no le entiendo muy bien. Después de pedirle que me repita las indicaciones otra vez, y seguir sin entender lo que me dice, decido probar suerte. Efectivamente el ascensor se autogestiona y yo acabo en un piso que no es al que voy. Espero de nuevo el ascensor un buen rato y viendo que llego tarde, decido bajar por la escalera. Abro una especie de puerta en el rellano y me encuentro que da al vacío. La altura es de vértigo. La cierro helada a pesar del terrible calor de la tarde. Llamo de nuevo el ascensor. Me empiezo a agobiar porque cada vez es más tarde y me espera un señor de ochenta y dos años enfermo. Toco el timbre de un piso cualquiera. Sale una extranjera a la que también entiendo poco. Le explico con gestos lo que me sucede y le pregunto por la escalera para poder llegar al piso al que voy. Me dice que no hay. Sonríe, se encoge de hombros y cierra la puerta. Por fin logro coger el ascensor y llego a mi destino. Mientras hago las primeras preguntas de la entrevista no puedo dejar de pensar qué se hace en un rascacielos sin escalera si un día se incendia el edificio.
Anne Serrano es actriz y profesora de español en la Universidad de Génova. En FronteraD ha publicado, entre otros, Entre Marrakech y Nueva York: aduaneros, taxistas, perros, gatos y fes, Toni Servillo, artista artesano, lleva su teatro a Madrid e Historia de Zoe.