I
Hay imágenes, algunas nos asaltan desde la televisión o internet, que no son fáciles de olvidar. Parece que se quedasen grabadas en la retina, como si esta fuera el papel cebolla sobre el que calcar mapas. Luego se cierran los ojos y las imágenes siguen ahí: han entrado en el torrente de flashes que conduce al lugar del cerebro en el que se almacenan. En ese escondrijo de acceso restringido se quedan agazapadas hasta que vuelven a atizar de nuevo los nervios, atacando en el momento menos esperado. Estampas de las que no es posible hacerse una idea si no se han contemplado antes, por mucho y muy bien que se describan. La memoria es así de cruel: las imágenes casi siempre aparecen mucho más nítidas que las palabras.
Un científico con bata blanca y guantes azules de nitrilo trajina en un laboratorio. Nada llama especialmente la atención; ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, quizá su pelo de punta, castaño con algunos mechones rubios, o su espalda ligeramente encorvada al caminar. Se esmera en medir escrupulosamente los volúmenes de varios líquidos de diferentes colores, que luego va añadiendo al vaso de vidrio de una batidora. Una vez que los tiene todos medidos y estos ya se están diluyendo en el recipiente, se coloca una mascarilla sobre la nariz y la boca, saca de la nevera un tupper de fino plástico transparente, vuelca el contenido sobre los líquidos y coloca la tapa. Caca en la batidora. Ese es el flash que se repite. Caca en la batidora. Flash. Pulsa el interruptor y todo se mezcla en un oscuro batido.
El interés del profesor Mark Lyte, de la Universidad Tecnológica de Texas, en Abilene (Estados Unidos), no se centra en las heces en sí mismas, sino en las escondidas formas de vida que alberga: el tubo digestivo de todos los vertebrados contiene ingentes cantidades de lo que los biólogos denominan “microbiota intestinal”. El material genético de esos miles de millones de microbios, al igual que el de todos los que viven en cualquier otra parte de nuestro organismo (la boca, la nariz, la piel, los genitales, la leche materna) es lo que se conoce como “microbioma”. Todas juntas, estas bacterias pueden llegar a pesar casi tres kilos y constituyen un órgano vital perfectamente integrado en nuestra fisiología, cuya importancia capital se empieza a desvelar poco a poco a la ciencia. En este campo, el profesor Lyte se ha convertido en un alumno aventajado: lleva la mayor parte de su carrera científica tratando de demostrar que los microbios intestinales se comunican con el sistema nervioso utilizando los mismos compuestos químicos que transmiten los mensajes en el cerebro. Cree, simple y llanamente, que nuestras tripas mantienen una estrecha relación con algunos de nuestros pensamientos y estados de ánimo. “No te creerías la de información que podemos extraer de las heces”, le comenta al periodista Peter Andrey Smith para su artículo en The New York Times. “¡Hemos descubierto que los microbios del intestino producen neuroquímicos! Ahora bien, aunque esas moléculas se producen en el intestino, ¿no tendrán también alguna influencia en lo que ocurre en cualquier otra parte del cuerpo? Con nuestro cerebro ocurre lo mismo, así que quizás toda esta comunicación tiene alguna influencia en nuestro comportamiento”.
II
Es jueves por la tarde y la facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) se muestra pletórica de actividad. Acaba de comenzar un nuevo curso y hay profesores y jóvenes estudiantes por todos lados: entran y salen de las aulas, se chocan, se disgregan, se reúnen en círculos en los pasillos, se escuchan risas, voces, gritos, portazos. La vida bulle. Acaso de la misma manera que lo hace dentro de nuestras tripas.
Los microbios han colonizado todos los ambientes conocidos con una inimaginable diversidad, que sólo gracias a las modernas técnicas moleculares estamos siendo capaces de descubrir. Entre ellas, numerosas formas microbianas se han especializado en vivir en el interior de otros seres vivos, y estas asociaciones no sólo han condicionado la vida del huésped, sino que también han determinado la evolución de los microbios hacia nuevas especies adaptadas a los distintos ambientes propios del organismo.
“Además de las bacterias, también forman parte de nuestra microbiota los hongos y los virus. Pero lo curioso es que no se hayan encontrado protozoos, que es uno de los organismos más importantes de la naturaleza. Eso es porque no han necesitado invadirnos para poder vivir, o quizá porque encontraron que ya nos habían invadido otros antes y no había más sitio”. La voz suave y reposada de María Jesús García, profesora titular de Microbiología, parece fuera de contexto en el agitado ambiente de la facultad en la que trabaja. Escuchando el discurso de esta mujer de aspecto frágil pero con sólidos conocimientos médicos parece imposible no pensar que todo es ciencia ficción. Es fácil acordarse de los microbios aliados de los humanos que les dieron la victoria frente a los alienígenas en La guerra de los mundos, la novela de H. G. Wells. Las simbiosis entre los microorganismos y el hombre son el resultado de miles de años de coevolución y los cambios bruscos en las condiciones de esas comunidades bacterianas, por los hábitos alimenticios, por el consumo de antibióticos de amplio espectro, la contaminación o el estrés, entre otros, pueden traducirse en el desarrollo de múltiples enfermedades.
Desde 2007, año en el que investigadores estadounidenses dieron a conocer la iniciativa Human Microbiome Project para catalogar los microorganismos que viven en el cuerpo humano, no ha parado de crecer la consideración de la comunidad científica internacional hacia la influencia decisiva de estos organismos sobre diferentes procesos fisiológicos. Los proyectos sobre la caracterización del microbioma se han multiplicado desde entonces, con planes ya en marcha en Europa, Canadá, China, Japón y Australia. La doctora García, que fue una de las organizadoras del pasado curso de verano de la UAM sobre el microbioma humano, también destaca el papel de ese ecosistema para nuestra vida. “Se ha demostrado que nuestra variabilidad genética no explica todas las alternativas metabólicas de los procesos que somos capaces de hacer desde el punto de vista fisiológico. Eso sólo se explica si hay bacterias ayudándonos a llevar a cabo todas esas funciones. Las bacterias pueden ser muy pequeñas, pero metabólicamente son muy activas y es muy posible que muchas cosas que creemos que las hacemos nosotros, en realidad no las hagamos nosotros, sino las bacterias que nos acompañan”.
Las bacterias del intestino producen vitaminas y descomponen los alimentos que ingerimos y su presencia o ausencia se ha ligado a desórdenes de la salud tan dispares como la obesidad, alergias alimentarias y respiratorias, la colitis, la aparición de efectos adversos al tomar medicamentos o el cáncer. Respecto a este último, una revisión publicada en la revista Science el pasado mes de abril, recuerda que los microbios están implicados en aproximadamente el veinte por ciento de los cánceres malignos desarrollados por el ser humano. “Por eso, entender el microbioma y controlarlo nos va a ayudar mucho en nuestro conocimiento de la enfermedad y, por tanto, en llegar a entender cómo podemos hacer para tener más salud”, sostiene García.
Numerosos expertos también aseguran que nuestro microbioma ha cambiado mucho durante el pasado siglo, especialmente en los últimos cincuenta años, sobre todo debido al consumo indiscriminado de antibióticos (que también se produce en cierta medida a través de la ingesta de carne) y alertan de que se están perdiendo cuantiosas especies de microbios con cada generación: algunos estudios demuestran que la microbiota de las personas mayores presenta una mayor variación entre individuos que la de adultos más jóvenes. Estos cambios ya están teniendo sus consecuencias.
Y para muestra un botón: aunque los médicos aún no saben con seguridad qué es lo que puede desencadenar la aparición de la artritis reumatoide, una dolorosa enfermedad en la que el cuerpo se rebela contra sí mismo para atacar las articulaciones, algunos trabajos recientes han encontrado conexiones fascinantes entre los microbios del intestino y las enfermedades de tipo autoinmune, entre las que se encuentra la artritis reumatoide. Un estudio publicado en 2013 por un grupo de la escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York desvelaba que pacientes con esa dolencia eran mucho más propensos que los que no la padecían a contar en sus intestinos con una bacteria llamada Prevotella copri. Y en un análisis aparecido a finales de 2014, ese mismo grupo relacionaba a los afectados por artritis psoriásica, otro tipo de trastorno autoinmune, con niveles significativamente más bajos de ciertos tipos de bacterias intestinales. La profesora García cree que en estas enfermedades pueden jugar un papel muy importante las bacterias que provocan inflamación, aunque no descarta otras posibilidades como la reacción cruzada a los anticuerpos o la actividad de la sustancia amiloide.
Con cada nuevo estudio parece quedar más y más claro que las bacterias del intestino pueden afectar no sólo a nuestro sistema inmunológico, sino que intervienen de múltiples maneras en procesos fisiológicos que, como apuntaba el profesor Lyte, ocurren en lugares tan alejados de las tripas como el cerebro. Se asienta la idea de que gran parte de lo que nos hace humanos se lo debemos precisamente a nuestra actividad microbiana: los dos millones de genes bacterianos presentes en distintas proporciones en cada uno de nosotros ridiculiza los aproximados 23.000 genes de nuestro propio contenido genético celular. Desde el punto de vista del ADN, somos diez veces más microbianos que humanos, algo que resulta aún más sorprendente sabiendo que el ser humano nace sin esos microorganismos.
III
En vista de las múltiples revelaciones que se vienen sucediendo en los últimos años, no resulta extraño que los científicos también hayan centrado su atención en la manera en que las bacterias intervienen en el cerebro. Los microorganismos del tubo digestivo secretan una ingente cantidad de compuestos químicos, e investigadores como Lyte han desvelado que algunas de esas sustancias son las mismas que utilizan las neuronas para comunicarse entre sí y regular nuestro estado de ánimo. Recíprocamente, esas moléculas psicoactivas, la dopamina, la serotonina o el ácido gamma-aminobutírico (GABA), parecen tener algún efecto en diversos trastornos intestinales que se han vinculado de manera robusta con la ansiedad, con pasajes depresivos e incluso con trastornos pediátricos como el autismo o la hiperactividad.
Tanto es así que una imagen se afianza cada vez más fuerza en la mente de muchos investigadores: ¿y si a tenor de esas estrechas relaciones se pudiesen realizar trasplantes microbianos como si se tratase de una herramienta más de terapia cerebral no invasiva? Parece al alcance de la mano, aunque no esté todavía demostrado, que algún día se puedan usar los microbios para diagnosticar enfermedades neurodegenerativas, para tratar desórdenes mentales como el Alzheimer o la esclerosis múltiple, e incluso para curarlos. La doctora García apoya esa tesis. “Sobre la base de los datos que tenemos, no es descabellado intentar modificar la microbiota para tratar ciertas enfermedades”. Cree que si, por ejemplo, se estudia una población humana que padece esclerosis múltiple y otra que no y se encuentran diferencias en la microbiota intestinal no sería disparatado pensar que se podría tratar a los enfermos igualando su microbioma al de los sanos. “Lo que no se puede saber son los efectos de ese cambio, si afectaría realmente al cerebro y cómo”.
Cambiar las bacterias intestinales de un paciente puede ser difícil, pero seguirá siendo más directo y seguro que someterle a una complicada operación quirúrgica o alterar sus genes. De hecho, es una técnica que, aplicada a otros trastornos como la colitis pseudomembranosa, ya se está administrando con éxito en numerosos centros médicos de todo el mundo: los trasplantes fecales, vía rectal o mediante una sonda nasogástrica, han demostrado hasta un noventa por ciento de éxito terapéutico en el tratamiento de pacientes con múltiples recurrencias de Clostridium difficile, la bacteria causante de la colitis. Los microorganismos introducidos actúan como barrera protectora frente a la infección. “Y la obesidad también se está tratando”, explica García. “En Estados Unidos, donde hay mucha obesidad mórbida, sí que se lleva tiempo probando a introducir heces de un individuo sano en uno obeso, y de esa manera se va disminuyendo el peso. Eso ya está demostrado, pero con el cerebro todo es mucho más complicado”.
Un estudio publicado en 2011 en Proceedings of the National Academy of Science (la prestigiosa revista PNAS) describe uno de los experimentos más célebres que vinculan las bacterias del intestino con el cerebro. En él, un trabajo firmado por un grupo mixto del Colegio Universitario de Cork (Irlanda) y de la Universidad McMaster de Ontario (Canadá), varios ratones de laboratorio eran introducidos en depósitos cilíndricos con agua para comprobar su comportamiento ante un test de nado forzado: durante un periodo de seis minutos se medía el tiempo que el ratón nadaba, al darse cuenta de que ni podía hacer pie ni podía subir por las paredes del cilindro, antes de abandonarse a un estado de flotante desesperación catatónica. Los ratones que habían sido alimentados durante las semanas previas con una sopa con gran concentración de Lactobacillus rhamnosus, una bacteria presente en humanos utilizada para fermentar la leche de los yogures probióticos, estaban de media más tiempo nadando y menos en estado inmóvil que el resto de individuos, como si estuviesen más calmados y relajados ante el ensayo. Se sabe que estas bacterias producen inmensas cantidades de GABA, un neurotransmisor que calma la actividad nerviosa, así que los resultados sugerían que las bacterias intestinales estaban alterando de alguna manera la química neuronal de los ratones.
La pregunta es cómo. El cerebro es un órgano que se encuentra anatómicamente aislado y, además, protegido por una barrera sanguínea (la barrera hematoencefálica) que deja pasar los nutrientes pero impide el acceso de patógenos. El estudio anterior sugiere que, de alguna manera, las bacterias del intestino encuentran la forma de traspasar esa barrena enviando impulsos eléctricos, a través del nervio vago, hasta las estructuras cerebrales que se cree que son las responsables de las emociones elementales; la ansiedad, por ejemplo. Es una conexión entre el sistema nervioso simpático, el cerebro que controla los actos voluntarios, y el parasimpático, para las funciones involuntarias de nuestro organismo, como hacer la digestión. “Cuando una bacteria está formando parte de nuestro microbioma desde hace tantos años quiere decir que nos conoce bien a fondo y que está muy adaptada a nosotros”, dice García. “Es como cuando se vive durante mucho tiempo en una ciudad: al final se conocen todas las calles y todos los recovecos y si hay algún atasco se sabe cómo ir por otro lado para evitarlo. Las bacterias no es que tengan un conocimiento sensorial, pero sí que se han adaptado a nuestro cuerpo y, por tanto, es muy posible que sepan cuál es la mejor manera de llegar a ciertos sitios. O que, aunque no llegue la bacteria, sí que llegue el producto que genera la bacteria”.
Poco tiempo después, los mismos autores publicaron un trabajo teórico en la revista Biological Psychiatry en el que presentaban al mundo los “psicobióticos”, los fantásticos microbios con la capacidad de alterar la mente.
Aunque seguramente hay más conexiones entre las bacterias de las tripas y el cerebro. La doctora García, en su despacho situado en un silencioso sótano del edificio universitario, ha estado indagando en la bibliografía científica sobre otras posibles explicaciones. “Hay un trabajo reciente que propone una idea que me parece brillante si se puede demostrar: la teoría de la sustancia amiloide”, revela la profesora. “Hay bacterias que secretan unas proteínas que se pliegan mal y que dan lugar a un compuesto que se llama sustancia amiloide. La hipótesis del autor, del Departamento de Neurología de la Escuela de Medicina en la Universidad de Louisville (Estados Unidos), es que esa sustancia es como la proteína del prión, que contamina a proteínas en el cerebro por contacto o por mimetismo molecular. Está visto que es así en la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob”. Con gestos, García intenta aclarar la idea. “Imaginemos que la proteína priónica es como una mano cerrada y la normal es como una abierta. Cuando la mano cerrada llega a contactar con la mano abierta modifica su estructura y la cierra. De esa manera, se va transmitiendo como en un efecto dominó, y con el tiempo puede ocurrir que todas las proteínas abiertas cambien a cerradas. La teoría es que ocurre algo parecido en las enfermedades neurodegenerativas con la sustancia amiloide”.
Desde hace tiempo se sabe que gran parte del suministro de neuroquímicos que utiliza nuestro cerebro en su normal funcionamiento, en torno a un cincuenta por ciento de la dopamina y la mayoría de la serotonina, se produce en el intestino, donde estas moléculas regulan el apetito, la sensación de saciedad o la digestión. Pero sólo recientemente se ha asentado la creencia entre la comunidad psiquiátrica de que serían las bacterias las que pueden estar jugando un papel decisivo en la creación de esos y otros compuestos. O que si no los fabrican ellas directamente, que hagan que los fabriquen nuestras propias células.
IV
La teoría que ha ido desarrollando el profesor Lyte en los últimos años gana cada vez más adeptos. A él se le atribuyen los primeros estudios que sugieren que la introducción de bacterias en el intestino es causa de cambios en el comportamiento y el estado de ánimo, y por defender eso le han estado tomando por loco hasta hace relativamente pocos años. Pero muchos otros ya caminan por la senda que él se atrevió a descubrir; incluso algunos ya le han adelantado. Un estudio elaborado en 2013 en el Instituto de Tecnología de California, y publicado en la revista Cell, se ha convertido en una piedra de toque en este campo al demostrar que ratones que presentaban conductas repetitivas y obsesivas, síntomas asociados al autismo, se apaciguaban tras administrarles la bacteria Bacteroides fragilis, en cuyas cantidades en el intestino parecían curiosamente deficitarios. En ese documento subyace una conclusión que es la que parece que va a impulsar los esfuerzos de los científicos en las próximas décadas: ¿son algunas enfermedades mentales como el autismo realmente trastornos del cerebro o un síntoma de desajustes microbianos del intestino? “Pueden ser las dos cosas”, responde la profesora María Jesús García. “Puede ser una enfermedad mental, pero que la causa sea microbiana”.
Estos mismos investigadores, sin embargo, son aún cautos con respecto al alcance de las aplicaciones terapéuticas en este campo, que se encuentra todavía en pañales, y son escépticos con la avalancha de ensayos que se han puesto en marcha a nivel médico y farmacéutico para curar enfermedades mentales mediante terapia bacteriana. Aunque ya se hayan demostrado eficaces para otro tipo de enfermedades, los expertos alertan contra la tentación de pensar que “el microbioma es la solución para todo”. Mientras en los laboratorios de los más avanzados centros de investigación del mundo se llevan a cabo pruebas para establecer y acotar el alcance de esos procedimientos en humanos, ya hay clínicas privadas en Australia y Reino Unido que se atreven a ofrecer tratamientos microbianos fecales para luchar contra enfermedades neurológicas como la esclerosis múltiple. Pero hay un largo camino entre medias.
En tiempos de incertidumbre y de exploración de las fronteras del conocimiento, pero también de esperanza para muchos, los expertos señalan que conviene ser precavido con los cantos de sirena de nuevos curanderos que recorren los pueblos en su carromato para vender miles de botellas de su poción mágica aprovechando la desesperación de pacientes que han agotado todas las opciones de la medicina moderna. “Es cierto que hay gente muy desesperada, pero la solución para todo no es única”, defiende García. Y concluye: “lo que sí es cierto es que hasta ahora hemos estado interpretando las cosas sin contar la presencia del microbioma. Eso nos va a llevar seguramente a errores y a fallos en el tratamiento. Lo que hay que hacer es empezar a pensar que en los problemas pueda intervenir el microbioma y seguramente eso ayudará a resolverlos”.
Esteban G. R. Luna (Madrid, 1979) es científico de vocación periodística. Educado en la Institución Libre de Enseñanza, se formó como ingeniero de montes, más tarde se doctoró en ciencias agrarias y, ya exhausto, realizó el máster de periodismo de El País. Por todo ello, teme haberse convertido en una especie en vías de extinción. Además de en el CSIC, el INIA y la Universidad de La Rioja, ha trabajado en la delegación gallega de El País y en la sección de opinión de Cinco Días, periódico con el que aún colabora esporádicamente. En FronteraD ha publicado, entre otros, Un universo propio. Vivir el cosmos más allá de la ciencia, Miguel Belló, el navegante del Sistema Solar. O el viaje alucinante de la nave ‘Rosetta’ y Mi mascota es una especie invasora. Una historia de emigrantes forzosos que han llegado para quedarse, y mantiene el blog Por ciencia infusa. En Twitter: @egr_luna