El 20 de mayo de 1951 se celebraba el Día de la Patria Cubana, o lo que es lo mismo la fecha oficial de Independencia de Cuba, cuyo 40 aniversario se cumplía ese mismo año; correspondía pues, organizar un festejo “de campanillas”, a la altura de tan singular efemérides. El Instituto Nacional de Cultura (dependiente del Ministerio de Educación) había programado con anterioridad representaciones teatrales al aire libre en las plazas de La Habana. Para esta ocasión eligió el oratorio dramático de Arthur Honegger y Paul Claudel Juana de Arco en la hoguera, que habría de ser dirigido por Luis Alejandro Baralt, ante la fachada de la catedral de La Habana.
La obra resultaba idónea para conmemorar cualquier independencia nacional, ya que el personaje de Juana de Arco es una alegoría de la resistencia frente al invasor. El ambicioso Oratorio que habría de representarse en Cuba (traducido al español por Baralt) requería la presencia en escena de una orquesta sinfónica, un coro femenino, otro masculino, y un tercero infantil; así como una compañía de danza, que ilustraría pasajes de la trama, a la par de ayudar a los actores y cantantes con la representación.
“Lo más grande que hice yo en Cuba fue la Juana. Nunca había participado en una producción tan importante, porque no sólo ensayaba con el director y actores en un local; sino que por las mañanas venían a recogerme a mi casa con un carro, para llevarme a unas escuelas donde debía ensayar con un coro de niños. Más tarde me volvían a meter en el coche y me llevaban a una iglesia, donde seguía ensayando con un coro de adultos; y finalmente me trasladaban a la plaza de la catedral, donde debía ensayar con la orquesta y con el ballet de Alicia Alonso, que también participaba en el espectáculo. Me sentía la protagonista de un torbellino artístico que me resultaba apasionante. Mis sueños como actriz no habían imaginado nada igual, con el montaje de Juana los cubanos me superaron. Nunca me he sentido más actriz que entonces”.
Dramaturgia onírica de Claudel
Paul Claudel escribió un viacrucis dramático-poético en once estaciones para evocar algunos pasajes del proceso de Juana de Arco: “Las voces del cielo. El libro. Las voces de la tierra. Juana abandonada a las fieras. Juana en el poste. Los reyes o la invención del juego de cartas. Catalina y Margarita. El rey se dirige a Reims. La espada de Juana. Trimazzo. Juana de Arco en las llamas”. Los once títulos ya hablan de la riqueza de perspectivas que toma el poeta, para hacer evolucionar dramáticamente la peripecia de Juana hasta la hoguera.
Claudel no pretendió en su libreto escribir la gesta de “la doncella de Orleans”, sino el último sueño de Juana de Arco, antes de ser quemada por orden de la iglesia católica. La obra es una suerte de poema dramático onírico, por el que transitan nobles guerreros, frailes y clérigos, animales parlantes y personajes populares que no se privan de manifestar en escena sus obscenidades más groseras, sus bailes y mascaradas, o sus aquelarres diabólicos. No sólo por gestas y batallas transita la memoria de esta heroína francesa, nacida en Donremy, en la belicosa región de Lorena, con frontera a tres países. Tampoco se alimenta exclusivamente de la espiritualidad y nobles ideales la Juana de Claudel, sino que se curte además entre las tentaciones del mundo, la carne y el poder. El colorido con que el dramaturgo francés impregna su libreto es todo un síntoma de la farsa satírica que encierra esta aparente tragedia del espíritu.
El mito de “la doncella soldado” siempre ha resultado tentador para el teatro, y no sólo en el caso de Juana de Arco, cuya gesta legendaria ha difundido tan repetidamente la historia del drama. También pertenecen a esta tipología, Catalina de Erauso (La monja alférez), la misma Rosaura calderoniana de La vida es sueño, o la shakesperiana Viola de Cuento de invierno. Más allá de las dudosas intenciones feministas que pudieran albergar sus autores (todos hombres), la mayoría de las veces estos personajes femeninos que viven como hombres han servido como vehículos para demostrar el virtuosismo interpretativo de una primera actriz consagrada.
La “premiére” de Jeanne d’Arc au bûcher se realizó en 1939 en Orleans, interpretada “frente a un público hostil” por la eximia bailarina rusa Ida Rubinstein, quien se había convertido en “leyenda viva”, no sólo por sus talentos escénicos, sino por los escándalos que ocasionaba su vida privada. En 1941, en plena ocupación de Francia por los nazis, la actriz francesa Jacqueline Morane representó el Oratorio en una gira por cuarenta ciudades de la Francia no ocupada. Finalmente, el 9 de mayo de 1943, la actriz Mary Marquet pudo estrenar por fin la obra en París. La resistencia simbólica de Francia a la invasión de los nazis tuvo en esta Juana de Arco en la hoguera su santa patrona.
Naturaleza musical del oratorio
A pesar de contar con un libretista de lujo como Paul Claudel, no debemos olvidar que la grandeza de Juana de Arco en la hoguera se debe a la música que compuso Arthur Honegger (1892-1955). Este suizo de nacionalidad (aunque nacido y vivido en Francia) formó parte del “Grupo de los Seis”, en el que se integraban Erik Satie, Darius Milhaud y Francis Poulenc, entre otros compositores; y Jean Cocteau, como ideólogo y libretista.
No debe pensarse, erróneamente, que Honegger se pusiese a ilustrar musicalmente el libreto fantástico de Claudel, con más o menos inspiración. El compositor tomó las riendas del proceso, y fue su música la que condujo todo el proceso de creación. Los actores, los cantantes y los tres coros fueron tratados por Honegger como nuevos instrumentos que añadió a su orquesta; igual que había incorporado las ondas Martenot (un nuevo instrumento electrónico) a la partitura de su Oratorio sinfónico.
En Juana de Arco en la hoguera demuestra el compositor tanta atracción por lo oscuro, lo terrible y lo maligno como por lo ingenuo, infantil y juguetón de las músicas populares y cortesanas, que iluminan las partes más satíricas de su obra. Si Claudel –el adalid del catolicismo– no se olvida de exaltar el Poder de Dios sobre los hombres; por otra parte, tampoco se priva de sumergirse con Juana hasta las profundidades del diablo “Yblis, el desesperado, que aúlla en el fondo del Infierno”. Honegger sigue la trágica historia de Juana con la alegría de un niño, la rectitud de un campesino, o la desesperación de un adulto. Por arte y gracia del juego de naipes, hace comparecer en escena a la muerte, con su esposa la lujuria; a la guerra, con su esposo el terror…, y así sucesivamente, hasta completar los Siete Pecados Capitales.
Honegger, a pesar de pretender pasar por un compositor moderno, era un romántico empedernido. En su música resuenan ecos de Manuel de Falla, de Stravinsky, e incluso de Carl Orff. Lo suyo es el alma de una época que se pone a soñar, y se pone a recordar, y también a sufrir; y todo… por haber ganado una guerra, y haber perdido más de una mitad de la vida. Tras el final de la contienda bélica, Honegger añadió un Prólogo a su Oratorio en el que vertió todas las sensaciones de horror y de muerte que sufrió durante la Segunda Guerra Mundial. En algunas presentaciones posteriores de Juana… se han proyectado documentales bélicos de la contienda en una pantalla sobre el escenario.
El coro infantil de Juana en la hoguera es quizás el hallazgo más original y conseguido de este Oratorio dramático. El canto de Trimazzó, o de trimouzettes, que interpreta –con sus blancas voces– el coro de niños, es de los pasajes más bellos y conmovedores de toda la partitura coral. Suenan con la límpida inocencia de lo no vivido, aderezada por “una pureza esencial de ruiseñor”. Si este tierno coro representa, por un lado, la parte infantil que aún queda en Juana; por otro, evoca la belleza virginal de los campos de la Lorena, esos que tanto amaba “la guerrera de Dios”, y que simbolizan a toda la nación gala. Paisaje sano de Francia, visto a través de los ojos de una niña llamada Juana.
La relación de la orquesta con sus pretendidos instrumentos humanos, se torna, en la práctica, ambivalente. Una vez que algún personaje (especialmente Juana) toma la palabra la orquesta se subordina al poder ceremonial de la palabra pronunciada, reduciéndose a música atmosférica. Aunque, en la mayoría de los casos, sea la música quien exija una intervención de la actriz, o la fuerce a entonar, proyectar o moldear su voz hacia latitudes insospechadas, mucho más allá de lo corriente en un texto dialogado, o en un recitativo. ¿Si en este oratorio una campana de iglesia puede llamarse Catalina –parece preguntarse Honegger– por qué una Juana no va a sonar como una campana?
¿Cómo se actúa en un Oratorio?
Claudel y Honegger regalan a las actrices que se atrevan a interpretar a su Juana de Arco uno de los mejores vehículos que se hayan escrito en la historia de la dramaturgia occidental para su lucimiento. Aunque las exigencias de esta Juana son absolutas, las actrices que la interpreten deben estar dispuestas a romper su propio techo, para dejar salir la plenitud de su talento. Tras su estreno absoluto en La Habana, el crítico de el diario El Mundo, José Manuel Valdés Rodríguez, reflexionó en su columna sobre las dificultades que entrañaba la encarnación de este difícil personaje.
“La interpretación de Juana es empeño arduo. Sujeto el personaje al poste del martirio no tiene otra posibilidad dinámica que los esguinces muy leves y los escorzos apenas acentuados permitidos por las amarras, más el juego también limitado de los brazos encadenados. Sólo la cabeza posee relativa libertad de acción. El nervio dramático del personaje es, por tanto, la voz, si bien el estatismo corporal no deja de ofrecer ocasión expresiva a la actriz con fibra plástica. Ese es el caso de Adela Escartín”.
“Una actriz con fibra plástica”, qué bien capta y define Valdés Rodríguez –con sólo cinco palabras– una de las cualidades más valiosas e imperceptibles de las actuaciones de la actriz española.
“El reto interpretativo que implicaba aquella Juana, resultó extraordinario. Tenía que actuar amarrada a un poste durante toda la función. De pronto, te encuentras sin instrumentos para realizar tu trabajo. Sólo rostro y voz, gesto y respiración. Lograr una buena actuación con esa economía de medios, sin que –además– te tragasen los coros, ni te anulara el ballet, o te arrastrara la orquesta, era toda una hazaña. Y, sin embargo, no había nada en el mundo que me apeteciese más que interpretar aquel personaje”.
Hay que destacar que la versión del Oratorio que se representó en La Habana, fue escenificada (algo que sucede con poca frecuencia) y no en su habitual versión para concierto. Como si no resultase complicado ya aunar tantos talentos vocales y musicales como requiere este ambicioso Oratorio al director de escena y a su figurinista les correspondió organizar las fantásticas escenas previstas por Claudel en su libreto: bailes de naipes alegóricos, chanzas grotescas de fantoches y esperpentos, tribunales inquisidores de animales, y hasta danzas de la muerte en honor del diablo, dan una idea de la riqueza de ambientes por las que discurre el viaje onírico de esta Juana.
Como estaba previsto, la obra se estrenó el 20 de mayo de 1951 en la plaza de la catedral de La Habana, con dirección musical del Maestro Mayer, y dirección escénica de Luis A. Baralt. “Adela Escartín fue Juana y Paul Díaz, Fray Domingo, y se utilizaron las voces líricas de Greta Menzel, Iris Burguett, Marta Pérez y la del tenor Ernesto Rossell. La parte cantada estuvo dirigida por el prestigioso Paul Csonka e intervino el ballet de Alicia Alonso controlado por los maestros argentinos Armando Navarro y Néstor Mondino”, nos recuerda puntualmente Francisco Morín en sus Memorias (págs. 128-129), ya que no nos ha llegado programa de mano de la representación.
La voz de la crítica
Adela era una actriz poco frecuente, capaz de entonar y conducir su voz por vericuetos estéticos insospechados, que capturaban magnéticamente la atención del público. Para un buen crítico que ama su oficio, una actriz así, es un regalo. Gracias a ellas, puede escribirse –por fin– lo que tantas veces se ha soñado para el teatro. Dar fe de vida del advenimiento sobre las tablas de un ejemplar de ese calibre, es una de las mayores satisfacciones que puede albergar un buen crítico de teatro. Bajo el sugerente título ‘Ejemplaridad de una Noche de Arte Bajo las Estrellas’, el crítico del diario El Mundo, José Manuel Valdés Rodríguez, diseccionó la interpretación de la Escartín, con precisión de relojero.
“Discípula, durante un número de años, de Erwin Piscator, sabe que el actor ha de hablar con toda su persona y que la construcción de un personaje es una requisitoria general de potencias. De ahí que sepa impartir a los gestos, a las actitudes, a la quietud o al movimiento de la figura, afilada intención, acento preciso, inequívoca elocuencia. Por eso nos hizo llegar el suplicio de Juana con admirable integridad dramática, con ejemplar sobriedad elocuente, sin un solo subrayado, sin el más leve énfasis gratuito, en una interpretación vibrada desde la raíz misma por una emoción fuerte y delicada, en verdad totalizadora, labor posible sólo a una actriz de veras, a una artista en el exacto y más subido sentido de tan noble condición”.
Según el álbum de recortes de prensa de Adela, en otros diarios de La Habana pudieron leerse elogios a la radiante creación de la actriz española. “La Juana, de Adela Espartin [sic], magnífica en el tono sublime y dramático de su voz y enunciación, […] logró sublimarse, manteniendo todo el tiempo la profunda tragedia de su misión”; así de etéreo y evanescente se expresó el crítico anónimo del diario El País. “Los tintes de su voz, que nunca lograron cansar (en interminable cambio de dinámica y de intención), y su actuación dramática, que no por estática dejó de tener la requerida luz y movilidad interna, conquistaron para ella los más cálidos aplausos de la noche”, diagnosticó y certificó, por su parte, el crítico de Alerta.
Otro de los valores más celebrados del espectáculo fue el sobresaliente vestuario de Andrés. La riqueza imaginativa y la elegancia del pintor y escenógrafo cubano (que terminaría convirtiéndose en la otra mitad de Morín en Prometeo), ya anunciaban la calidad de sus creaciones para la escena. Luis Amado Blanco en su ‘Retablo’ del diario Información, apostó fuerte por la responsabilidad de Andrés en el éxito de la obra:
“Admirables los figurines de Andrés. Sin Andrés, sin su maestría y su exquisito buen gusto, sin su imaginación, el espectáculo hubiera llegado a mucho menos a pesar de las bondades apuntadas. […] Su acierto rotundo le dio categoría tal a la representación, que no se podía creer en los fallos”.
Y ya puestos a enumerar fallos de la noche del estreno, Amado Blanco continuó con su labor: “Tan sólo, inseguro y embarullado, el “ballet” por lo menos el primer día, al que nos referimos. La coreografía mala, sin salvación posible. Los coreógrafos se olvidaron de la época y olvidaron también la picardía popular […]. Fue una pena”. Y aunque calibró positivamente la titánica tarea de la protagonista, tampoco se privó de señalar alguno de los errores de su interpretación.
“La voz dramática de Adela Escartín voló hacia el ritmo en innúmera ocasiones, metida dentro del personaje singular y de la cadencia alta de las olas orquestales que le purificaban el impulso. Llegó hasta la grandeza y ya no será fácil que olvidemos su timbre único que tan sólo se le rozó en algunos graves, por el miedo de los violoncellos”.
Francisco Morín vino a poner su gota de acíbar sobre este estreno, al afirmar en sus Memorias (págs. 128-129) que el éxito de Juana en la hoguera “no fue un éxito de Adela Escartín. La crítica de Regina de Marcos dijo que le había faltado intensidad en el climax de la obra. Los elogios fueron dirigidos a Paul Díaz y a Ernesto Rosell”. Si efectivamente, tanto el actor como el tenor lograron buenas críticas (especialmente el segundo, tanto por su voz, como por la pantomima con la que adornó su interpretación de Porcus, el juez del proceso contra Juana), no se puede negar que Adela Escartín recibiera elogios de mayor calibre que los de sus compañeros. La misma Adela reconoció para sus Memorias que:
“Para una persona que no sabía de música más que el solfeo de la infancia, entrar al tono con aquella orquesta y aquellos cantantes (que eran cuatro de los más importantes que había en Cuba) supuso algo más que un reto. En el crescendo final, apenas si me quedaban fuerzas para afrontarlo”.
Si como dice Morín, Adela no estuvo a la altura del apoteósico final de la obra, pudo deberse a que habría estado por encima de la altura exigida en las anteriores diez escenas. El personaje de Juana era una tentación para una actriz como ella, deseosa de dar lo mejor de sí misma como artista. Debió entregarse plenamente desde el principio, arrastrada por el empuje de la estampida de coros, el rugido de la orquesta, la imponente presencia de la catedral, y aquella plaza atestada con veinte mil ojos mirándola, y otros tantos oídos absorbiendo, no sólo aquel portentoso concierto, sino toda la energía artística que se había generado –por arte de gracia– en aquel lugar. Cuando llegara a la apoteosis final de la hoguera, quizá hubiera consumido ya todas sus fuerzas.
“Por falta de tiempo, jamás pude ensayar con todos juntos: la Sinfónica, el Ballet Nacional, los tres coros… No pude hacer la obra completa y en orden hasta el día del estreno”.
Una velada para la historia
El Oratorio Juana de Arco en la hoguera se convirtió la misma noche de su estreno en un hito del teatro cubano. Los más de diez mil espectadores que se reunieron en la plaza de la catedral sintieron mientras lo estaban viendo que aquella representación no era normal, y que tardaría mucho en darse en Cuba –si es que se daba– una noche de teatro tan importante como aquella. Y no sólo lo corroboran los entusiastas aplausos, estallaron al final de la representación, como relatan las crónicas del evento, sino por la misma impotencia confesada por los críticos, a la hora de transmitir la grandeza artística de lo sucedido aquella noche en una plaza de La Habana vieja. La sensación de haber vivido un acontecimiento histórico irrepetible fue plasmada en todas las críticas, como la del diario El País.
“Si el lector pudiera comprender cómo nos encontramos atados a un espacio, sufriría lo que nosotros en estos momentos, queriendo dar a nuestros lectores una idea, aunque fuera vaga, de lo grandioso que fue el espectáculo y dejar constancia de los méritos de cada uno de los que intervinieron en la dirección y realización de este acto memorable en nuestros anales artísticos”.
Incluso en la capital de España, un diario madrileño –sin identificar– publicó una foto de la representación bajo el título ‘Allá en La Habana’, y, al pie, un extenso comentario sobre el éxito alcanzado por la representación de Juana de Arco en la hoguera, y de la actriz española que la protagonizaba.
“Este impresionante aspecto ofrecía la plaza de la Catedral de La Habana, durante la representación al aire libre, como en los tiempos de los autos sacramentales de la Edad de Oro, de ‘Juana de Arco en la hoguera’, de Paul Claudel, con música de Honegger, orquesta y coros. El espectáculo fue, según cuentan de allá, bellísimo. Y en él consiguió un extraordinario éxito artístico Adela Escartín, gran actriz española, que incorporó el papel de la Doncella de Orleans con ardoroso brío y dulce feminidad, situándose entre las más ilustres intérpretes de la Santa francesa…”.
El crítico español Luis Amado Blanco, que sabía de las bondades culturales de las repúblicas, y desgraciadamente de lo frágiles que éstas resultaban en aquellos tiempos, no se olvidaba de felicitar a los responsables del Ministerio de Educación, que habían promovido y patrocinado este evento:
“Felicitamos al Ministerio de abajo arriba, Desde Maritza Alonso que con un corazón más grande que un Palacio, acometió la tremenda empresa de audacia típicamente femenina, hasta el Ministro doctor Sánchez Arango, a quien le gusta embarcarse en tales atrevidas aventuras. Nos dieron una noche inolvidable que el pueblo de la vieja Habana ha de reservar en el pliegue de su almario, para la dicha de una fe sin fronteras, desde lo celestial hasta lo político”.
No advertía en balde el crítico. En 1951 Cuba estaba viviendo un momento eufórico de su República. El gobierno democrático de Carlos Prío Socarrás no sólo había financiado y organizado aquel grandioso espectáculo, sino que –dado su éxito– decidieron prorrogarlo con una representación más, el día 23 de mayo. “El oratorio Sagrado ‘Juana de Arco en la Hoguera’, de Claudel y Honegger, fue escenificado nuevamente en la Plaza de la Catedral en la noche del miércoles 23. Como en la noche del 20 de Mayo, un público numeroso, más de diez mil personas, aplaudió delirantemente la labor de Adela Escartín, Paul Díaz…”.
“El Maestro Thomas Mayer, que dirigió la orquesta en la Habana, y que conocía los montajes anteriores de la Juana, que se habían hecho en Europa, afirmó que en ninguno de ellos se había alcanzado el lucimiento –en todos los sentidos– que logró en La Habana”.
La celebración del 40 aniversario de la independencia cubana con esta Juana de Arco alcanzó tal éxito que, a partir de entonces, el público se dividió en dos bloques: los que habían asistido a la representación de Juana y los que no consiguieron verla. A comienzos de 1952, el Ministerio de Educación anunció la reposición en mayo de tan exitoso montaje. Sin embargo, el Golpe de Estado que dio Fulgencio Batista el 10 de marzo de ese mismo año, acabó con los sueños artísticos de la República Cubana, y Juana de Arco en la hoguera no volvió a representarse.
Sin embargo la memoria de Juana no se extinguió, en todas las entrevistas que le hicieron a Adela en Cuba, durante los casi veinte años restantes que vivió y trabajó en la isla, siempre le preguntaron por aquella inolvidable Juana en la hoguera de la plaza de la catedral. “Juana es un personaje muy difícil, es una de las grandes emociones de mi vida”, declaró Adela a la periodista Rosa Ileana Boudet en 1969. “A pesar de estar dos horas y pico atada a un poste, daría algo por volverla a hacer, con todo y ser tan inmóvil”. En otra entrevista que le hiciera en 1961 la escritora Sara Hernández Catá, la periodista rememoraba la magia de aquel estreno:
“Fue con ‘Juana en la Hoguera’ cuando se produjo la verdadera revelación de Adela Escartín en nuestra patria. ¡Qué magia la de su voz y buen decir! Era como si al calor del fuego simbólico nos ofreciera la cantera inagotable de su sensibilidad, y presenciáramos, con los ojos bañados de emoción ese extraño milagro de máxima transfiguración o desdoblamiento de la personalidad”.
Para los casi 40.000 espectadores que reunió Juana con sus tres únicas representaciones, lo inolvidable de aquella noche no fue sólo la impresionante tarea que había realizado ante ellos un grupo de artistas, encabezados por el éxtasis vocal de una Adela Escartín, ardiendo simbólicamente en la hoguera; sino por la llama que aquel insólito espectáculo había encendido en el corazón de cada uno de los miembros del público: el sentimiento de haber experimentado una gran plenitud estética y espiritual, a través de un espectáculo irrepetible.
Interpretar un personaje como esta Juana de Arco en llamas (que es como debería haberse traducido su título al español) determina para siempre la carrera de una primera actriz: “Gloria para hoy, nostalgia para mañana”. Tras haber ejercido de suma sacerdotisa de tan colosal ceremonia, ya nada volvería a ser lo mismo sobre un escenario. Por muy buenos papeles que aún le quedasen por interpretar, nunca experimentaría un poderío tal como actriz, ungida de poder y de gloria, como una diosa de la escena. Traemos las conmovidas palabras de Adela para cerrar este capítulo:
“Actuar bajo aquel cielo del trópico cuajado de estrellas, ante la iglesia colonial que abría sus puertas en el clímax final, con las luces iluminando el altar…; era una emoción la que yo sentía. Tengo que reconocer que los cubanos me superaron con aquel inmenso espectáculo. Jamás pude imaginar que en mi carrera como actriz pudiera vivir una experiencia tan grande e intensa como lo fue aquella Juana”.
Este fragmento corresponde al primer volumen de la biografía Adela Escartín. Mito y rito de una actriz, que acaba de publicar la editorial Fundamentos.
Juan Antonio Vizcaíno es profesor titular de Dramaturgia de la Real Escuela Superior de Arte Dramático (RESAD) de Madrid. Entre 1983-2002 dirigió y diseñó la revista Teatra, de la que aparecieron 15 números. Ha sido crítico teatral de La Razón y de El Cultural. Sus críticas están reunidas en el blog El meteorito del Teatro. En FronteraD ha publicado Darse, ¿Por qué odio y por qué amo a Fernando Arrabal?, Adela Escartín o el arte de la transfiguración, y El carnaval que no cesa. Desde 2009, con su álter ego Julio José de Faba, escribe el blog Huerta del Retiro.
Vista de la plaza de la catedral de La Habana durante la representación en mayo de 1951; se trata de un fotomontaje con un recorte de prensa del estreno (parte inferior); y la fachada de la catedral en una postal de época.
Adela Escartín transfigurada en Juana de Arco, durante su actuación en la plaza de la Catedral de La Habana, en mayo de 1951.
Boceto del figurinista de Juana de Arco en la hoguera, Andrés García.