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AcordeónEl relato, una necesidad moral. Reflexiones y propuestas para una sociedad posterrorista

El relato, una necesidad moral. Reflexiones y propuestas para una sociedad posterrorista

 

El 15 de diciembre de 1949 se estrenó en París Los justos, una obra de Albert Camus que recrea el asesinato del gran duque Sergei Aleksandrovich Romanov en 1905, en el preámbulo –o el ensayo– de lo que después sería la revolución bolchevique de 1917.

 

Casi toda la acción transcurre en la vivienda donde los terroristas aguardan el paso del gran duque para arrojar una bomba sobre su carroza. Están nerviosos y tratan de aliviar sus dudas y sus incertidumbres recordándose a sí mismos el sentido de su lucha revolucionaria y repasando los detalles del plan. En un momento dado, Dora, una de las activistas, se dirige de forma apremiante a Yanek, el encargado de arrojar la bomba, y le recuerda que es conveniente que no mire a la cara a su víctima: “Habrá un segundo en el cual le mirarás –le dice–. ¡Yanek: debes saberlo, tienes que estar prevenido! Un hombre es un hombre. Quizá el gran duque tenga ojos compasivos. Le verás rascarse la oreja o sonreír gozosamente. ¡Quién sabe! Acaso lleve una cortadura de navaja. Y si en ese momento te mira…”.

 

Ese consejo que un terrorista proporciona a otro puede considerarse un detalle estratégico, pero encierra además una profunda reflexión antropológica. Frente a la deshumanización que implica la violencia es preciso reivindicar al ser humano que la sufre, tantas veces cosificado por los terroristas. Cuando Jordi Évole le preguntó en el programa Salvados al exmiembro de ETA Iñaki Rekarte si recordaba el nombre de las tres personas a las que asesinó en Santander, el antiguo activista reconoció que no: también él evitó la mirada de sus víctimas cuando el 19 de febrero de 1993 accionó el mando a distancia que hizo estallar un coche bomba cargado con más de cien kilos de explosivo. Años después, arrepentido al parecer de sus crímenes, seguía sin saber que se llamaban Julia Ríos Rioz, Eutimio Gómez Gómez y Antonio Ricondo Somoza.

 

El contenido antropológico del comentario que Camus pone en boca de uno de sus personajes resulta especialmente oportuno en el escenario posterrorista que abrió el comunicado de ETA del 20 de octubre de 2011. En ese paisaje nos movemos actualmente.

 

A veces creemos que sabemos qué es el terrorismo y hasta podríamos improvisar una definición más o menos ajustada de su naturaleza o su funcionamiento, pero para hacerse cargo de verdad de qué han supuesto todos estos años de violencia, de cómo han sido, hay que hablar con quienes la han padecido en primera persona.

 

Es preciso ponerle nombres y apellidos a una realidad para conocerla de verdad, aunque sea con carácter retroactivo. Y en el caso del terrorismo ese ejercicio es especialmente necesario: se trata de un fenómeno que nos afecta a todos. Además, es probable que hayamos vivido durante muchos años pensando que lo conocíamos, que nuestro imaginario y nuestras referencias eran suficientes para ilustrar la magnitud del fenómeno, para valorar sus consecuencias, para intuir el dolor y el desamparo de quienes lo sufrieron.

 

El periodista y escritor Tomás Eloy Martínez, refiriéndose a la necesidad de poner nombres y apellidos a los grandes acontecimientos, explicaba lo siguiente: “Cuando leemos que hubo cien mil víctimas en un maremoto de Bangla Desh, el dato nos asombra pero no nos conmueve. Si leyéramos, en cambio, la tragedia de una mujer que ha quedado sola en el mundo después del maremoto y siguiéramos paso a paso la historia de sus pérdidas, sabríamos todo lo que hay que saber sobre ese maremoto y todo lo que hay que saber sobre el azar y sobre las desgracias involuntarias y repentinas. Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres”.

 

Y añadía: “Esa es la gran lección que están aprendiendo los periódicos en este fin de siglo”. La cita procede de una sesión que impartió en 1997 en México, cuando internet era una amenaza todavía lejana para los medios tradicionales.

 

En ese sentido, las entrevistas a víctimas de terrorismo pueden suponer una aportación capital: frente al escaparate efímero de la actualidad que muestran los titulares y las crónicas apresuradas de un atentado, las historias individuales de sus protagonistas permiten adentrarse en la trastienda y descender incluso al subsuelo de los acontecimientos, un esfuerzo obligado, a juicio de Victor Hugo: “Nadie puede ser un buen historiador de la vida patente, visible, alumbrada, pública de los pueblos si no es al mismo tiempo, y en  cierta magnitud, historiador de su vida profunda y oculta”, dejó escrito en un pasaje revelador de Los miserables. Y detalló incluso algunas de las fuentes y referencias que deberían ocupar al investigador comprometido con su época: “El historiador de las costumbres y de las ideas no tiene una misión menos austera que el historiador de los sucesos. Este tiene en la superficie de la civilización las luchas de las coronas, los nacimientos de los príncipes, los casamientos de los reyes, las batallas, las asambleas, los grandes hombres públicos, las revoluciones a la luz del día, todo lo exterior; el otro historiador tiene el fondo, el pueblo que trabaja, que padece y espera, la mujer oprimida, el niño que agoniza, las guerras sordas de hombre a hombre, las ferocidades oscuras, las preocupaciones, las alarmas fingidas, los efectos indirectos y subterráneos de las leyes, las evoluciones secretas de las almas, los estremecimientos indistintos de la multitud, los pobres que mueren de hambre, los que andan con los pies desnudos, los desheredados, los huérfanos, los desgraciados y los infames; todas esas larvas que andan vagando en la oscuridad. Le es necesario descender con el corazón lleno de caridad y de severidad a un mismo tiempo, como un hermano y como un juez, hasta esas casamatas impenetrables en que se arrastran confundidos los heridos y los que hieren, los que lloran y los que maldicen, los que ayunan y los que devoran, los que sufren el mal y los que lo cometen”.

 

Las reflexiones y las propuestas de Victor Hugo también son válidas para el periodismo: es fácil encontrar casos que lo ilustran. Lina Navarro Florido, por ejemplo, es viuda desde el 2 de enero de 1979, cuando una bomba colocada en una oficina de la plaza del Castillo de Pamplona acabó con la vida de su marido, el artificiero de la policía Francisco Berlanga Robles. Lina tenía entonces 24 años y el atentado la sorprendió en Málaga, con sus tres hijos, el mayor de cinco años. Algunos pamploneses veteranos quizá recuerden el estruendo de la explosión y hasta las fotografías que publicó la prensa de una jovencísima viuda abrazada al ataúd de su esposo en la capilla ardiente que se instaló en el Gobierno Civil. Pero prácticamente nadie conoce la epopeya que se puso en marcha en aquel momento: la de una mujer sola frente al mundo que ni siquiera había pasado por la escuela y que se desfondó limpiando casas y escaleras durante años para que sus tres hijos pudieran tener una educación digna y hablasen del asesinato de su padre sin odio ni resentimiento.

 

En la entrevista que aparece en el primer volumen de Relatos de plomo. Historia del terrorismo en Navarra, le preguntan a Lina Navarro por su marido. Y esto es lo que responde: “Era el mejor marido, el mejor padre, el mejor amigo. Lo tenía todo. Si los que pusieron la bomba hubiesen sabido de buena fuente la clase de persona que era Paco, creo que no le habrían quitado la vida”.

 

Y al oírle hablar de él, de cómo se conocieron, de lo buen padre que era y del futuro que soñaban juntos, es fácil concluir que sí, que quizá tenga razón.

 

Puede parecer ingenuo que alguien capaz de matar fríamente a otros seres humanos acabe cuestionándose su biografía al leer las declaraciones de una de sus víctimas, pero los demás –y estoy pensando sobre todo en los periodistas– no podemos dejar de darle argumentos para que lo haga, ni siquiera cuando anuncia que no piensa escucharlos. Los miembros del comando que mató a Paco Berlanga en 1979 fueron detenidos poco después. Se les juzgó, cumplieron las condenas y salieron de la cárcel hace ya años. Una de las terroristas acudió incluso al Parlamento de Navarra en marzo de 2012 para hablar de las condiciones que padecen los “presos vascos” en las cárceles españolas. No parecía muy arrepentida de su pasado. ¿Cambiaría su percepción del presente y la de su propia biografía si conociera con cierto detalle cómo han sido los últimos cuarenta años de la viuda de aquel artificiero al que ella y sus compañeros se llevaron por delante, si supiera que Lina se sigue deteniendo todos los días frente al retrato de su difunto esposo que preside el domicilio malagueño y le dice: “No sé por qué te tuvo que pasar esto, no te lo merecías”?

 

Joseba Arregui tiene escrito que “la memoria no deja en paz a nadie, exige enfrentarse a uno mismo, es una especie de conciencia convertida en espejo”. 

 

Los terroristas se blindan sentimentalmente, pero aún cabe la posibilidad de que miren a sus víctimas, aunque ya no vayan a devolverles la vida.

 

En 2014 la periodista Leyre Iglesias entrevistó al citado Iñaki Rekarte, que fue condenado a 203 años de cárcel por los tres asesinatos de Santander y otros atentados, y que salió de la cárcel en noviembre de 2013 debido a la sentencia de Estrasburgo sobre la doctrina Parot. Antes de abandonar la prisión ya se había desmarcado de ETA y era uno de los internos de la llamada Vía Nanclares, una iniciativa penitenciaria que se puso en marcha con presos por terrorismo teóricamente arrepentidos de sus fechorías.

 

Hay un fragmento de la entrevista que me parece revelador.

 

“¿Las víctimas eran números?”, le pregunta la periodista.

 

“Sí –responde él–. Era la época de las olimpiadas en Barcelona y, según decían Pakito, Txelis y estos, estaban negociando con el Gobierno pero había que presionar y matar cuanto más mejor. Los que decían matad todo lo que podáis tendrían que hablar ahora y admitir todo lo que hicieron, porque no eran chavales sino personas maduras que estaban llevando a un montón de chavales a matar y a morir”.

 

La periodista insiste: “¿Ha contactado con los familiares de sus tres víctimas mortales?”.

 

“Sí, sí. (Baja la voz). Con una he tenido relación y con otra no porque no quiere. Y yo eso lo entiendo, cómo no… Su dolor tiene que ser… inmenso. (Silencio). Si algún día los de ETA tienen la valentía de escuchar a las víctimas, como nosotros, se les va a derrumbar todo”.

 

Esto último es importante. Revela que aquello de Tertuliano (“se deja de odiar cuando se deja de ignorar”) se mantiene aún vigente.

 

Otro caso que también ha trascendido: hace ya un tiempo, Ibon Etxezarreta, exmiembro de ETA, juzgado y condenado por cuatro asesinatos, participó en un homenaje a Juan Mari Jauregi en un monte próximo a Tolosa. Juan Mari Jauregi había sido gobernador civil de Gipuzkoa durante la última legislatura de Felipe González. Su viuda, Maixabel Lasa, no tuvo inconveniente en que el exterrorista se sumara al acto. Con ocasión de aquello, Etxezarreta escribió una carta a la prensa: “Por encima de las crueldades que he realizado durante mi militancia –decía su texto– soy persona y me he dado cuenta del daño causado con esos atentados. Escuchar sus testimonios me ha afectado y me ha dolido”.

 

Después de aquel primer encuentro, Ibon Etxezarreta se ha reunido en varias ocasiones  a solas con Maixabel Lasa y hoy tiene una perspectiva totalmente distinta de su propia existencia: “Escuchar el testimonio de lo crudo que fue que perdieran a su familia te llega, te pones en la piel del otro, genera empatía –le contó al periodista Pedro Simón–. Por encima del daño generado, algunos somos personas. Y escuchar testimonios te llega. En la cárcel puedes hacer tiempo sin querer plantearte nunca qué has hecho, poner la mente en blanco a piñón fijo. Hablar es necesario. Nosotros podemos pasarnos años y años en la cárcel sin pararnos a pensar qué hemos hecho ni quién está detrás de ese dolor. Puedes saber un nombre, pero no sabes nada de esa persona ni de su sufrimiento. Desconoces todo, es más: es que prefieres no verlo”. 

 

Quizá por eso, por la eficacia de los relatos concretos, ETA llegó a admitir en un documento interno que las historias de las víctimas estaban “haciendo mella en las bases”.

 

En este paisaje, el periodismo tiene una responsabilidad. Ahora ya no hay atentados, gracias a Dios, pero queda pendiente la tarea de desbanalizar el mal, por resumirlo con una afortunada expresión de Maite Pagazurtundua. Y mostrar las historias concretas puede ser un camino para los que cruzaron libre y voluntariamente la línea roja se den cuenta, recapaciten y se arrepientan.

 

Vuelvo a la conferencia de Tomás Eloy Martínez: “La gran respuesta del periodismo escrito contemporáneo al desafío de los medios audiovisuales es descubrir, donde antes había sólo un hecho, al ser humano que está detrás de ese hecho, a la persona de carne y hueso afectada por los vientos de la realidad. La noticia ha dejado de ser objetiva para volverse individual. O mejor dicho: las noticias mejor contadas son aquellas que revelan, a través de la experiencia de una sola persona, todo lo que hace falta saber. Eso no siempre se puede hacer, por supuesto. Hay que investigar primero cuál es el personaje paradigmático del que podría reflejar, como un prisma, las cambiantes luces de la realidad”.

 

Y añadía un poco después: “Uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos: podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca”.

 

Roberto Herrscher, director del máster de Periodismo BCN-NY, promovido por las universidades de Barcelona y Columbia, lo plantea en términos parecidos en la introducción de su manual sobre Periodismo narrativo: “¿De qué nos acordamos? ¿De qué nos olvidamos? ¿Qué se pierde para siempre? ¿Qué queda, adormecido pero con un ojo entreabierto, vigilante, en la penumbra de nuestra memoria?”. Y añade: “Como postulan muchos lingüistas y epistemólogos, los que nos toca, nos apela, nos hace recordar o nos sorprende son mucho más las historias que las teorías, los argumentos y los sermones”.

 

A lo hora de descender a la práctica, Roberto Herrscher y algunos teóricos del llamado “nuevo nuevo periodismo” sostienen que hay que elegir a una persona emblemática, en el sentido de que encarne de manera adecuada y proporcional la realidad que se pretende transmitir. Esto no es fácil. El propio Herrscher cuenta que en algunos medios pujantes de Estados Unidos se está implicando en el trabajo periodístico a antropólogos que ayuden a escoger a ese protagonista icónico del reportaje.

 

Pero hay más componentes. Una historia se puede publicar para aumentar el nivel de conocimientos de sus lectores, para proporcionarles elementos de juicio, pero también, por qué no, para tratar de hacerlos mejores.

 

El relato no puede ser simplemente histórico, tiene que ser un relato moral, en el sentido de que albergue un propósito, una aspiración.

 

He utilizado el término “emblemático” para calificar a algunos personajes y algunos relatos. Creo que el adjetivo se podría aplicar a bastantes de las personas que aparecen entrevistadas en Relatos de plomo, pero no tanto en un plano estadístico como en un sentido moral.

 

Olvido Mañas es la madre de José Luis Hervás, un guardia civil que fue asesinado en la Foz de Lumbier el 25 de junio de 1990, hace por lo tanto 25 años. Olvido va a cumplir 80 años. José Luis era su primogénito. Otro de sus hijos se llamaba Jesús. Su madre explica que Jesús arrastraba una depresión que se agravó con el asesinato de su hermano y que un domingo de 1992 la llamó por teléfono, le dijo que el mundo era una mierda y se despidió. Unas horas después lo encontraron ahorcado cerca del sanatorio de Castellón. Un tercer hijo se le murió de cáncer hace un par de años. 

 

—¿Siente odio, rencor? –le preguntan María Jiménez y Gonzalo Araluce a Olvido Mañas en la entrevista.

—No sé lo que siento –responde–. No sabes si sentir rencor, si olvidar y vivir con recuerdos tan duros… Y al final, dices: que se encargue el de arriba de vosotros. Yo no soy quién para condenar a nadie, aunque hayan matado a mi hijo. Para eso está Dios. 

 

Germán Rubenach, uno de los terroristas que mataron a su hijo, acababa de salir de la cárcel en la primavera de 2014, cuando le hicieron la entrevista. 

 

—¿Y si le pidieran perdón? –insisten los periodistas. 

—Si me pidieran perdón, creo que sería capaz de perdonarlos. A veces cuesta, porque son cosas tan duras cuando tú no has hecho mal a nadie… Pero al final te das cuenta de que lo tienes que hacer y descansar. Yo muchas veces rezo por todas esas almas que hacen tanto mal, para que Dios tenga compasión de ellas. Y, si yo quiero que Dios me perdone a mí, tendría que perdonar yo también. Aunque no olvides, porque esas cosas no se te pueden olvidar. Mi hijo no se murió por una enfermedad, se murió porque lo mataron. Eso es muy gordo. 

 

Hay más personas como Olvido Mañas. Los mismos terroristas que mataron a su hijo fueron los que tuvieron secuestrado durante 84 días al empresario Adolfo Villoslada. Todo ese tiempo lo pasó el rehén en un zulo insalubre y minúsculo –era poco más que un armario– excavado en un bosque de Basaburúa. En la entrevista relata que en varias ocasiones pensó que lo iban a matar y que se preparó para morir, con la conciencia muy tranquila. “Al final –añadió– terminé rezando por el alma de aquellas personas que me tenían secuestrado”.

 

Los relatos podrían multiplicarse. Algunos ciudadanos perfectamente anónimos han adquirido sin ser conscientes de ello la categoría de héroes. Javier Alcalde, empleado en una farmacia del casco antiguo de Pamplona, es uno de ellos. En 1986, cuando la cadencia de los crímenes de ETA era casi diaria, él y otras cuatro o cinco personas convocadas por Cristina Cuesta –hija de un directivo de Telefónica asesinado en San Sebastián– se reunieron en una sala que les dejaron las monjas Reparadoras dispuestos a organizar “algo”: les resultaba doloroso que nadie saliera a la calle para decir que estaba harto del terrorismo. Su iniciativa, que primero se llamó Asociación por la Paz y después Gesto por la Paz, consistió en convocar unas concentraciones silenciosas en la Plaza del Ayuntamiento cada vez que una persona fuera asesinada. Cuenta Javier Alcalde que la idea les pareció tan brillante y necesaria que salieron del convento de las Reparadoras convencidos de que iban a movilizar a miles de personas. Pero cuando el 18 de agosto de 1986 ETA mató en Vitoria al coronel de Artillería José Antonio Picatoste y el grupo lanzó su primera convocatoria mediante unos folios fotocopiados que repartieron por los periódicos y emisoras de la ciudad, apenas media docena de pamploneses respondieron al llamamiento. Y así estuvieron durante años, turnándose para sostener la humilde pancarta o, peor aún, esquivando los rodamientos, las monedas o los mecheros que les lanzaban los miembros y simpatizantes de las Gestoras Pro Amnistía, que con el tiempo acabaron organizando concentraciones simultáneas a las de Gesto. La farmacia en la que trabajaba y trabaja Javier Alcalde sufrió ataques diversos, pero el propietario le mantuvo en el puesto. Un día salió del local con una bandeja de medicinas que debía llevar al cercano convento de las Dominicas, donde vivían varias religiosas muy mayores. Vestido con su bata blanca, avanzaba por la calle Jarauta sosteniendo con ambas manos el cargamento cuando en alguno de los bares de la zona alguien dio la voz de alarma: “¡El de Gesto!”. En pocos segundos Javier Alcalde se vio rodeado por una turba que le insultaba, le escupía y le daba patadas mientras él trataba de mantener el tipo sin detenerse. Más aún, cuenta con gracia que al llegar a la puerta de las Dominicas pensó que era mejor seguir avanzado para que no la tomaran también con las monjas, y eso hizo, hasta que los jóvenes que le insultaban y le escupían acabaron cansándose.

 

La imagen del joven y discreto farmacéutico avanzado con su bata y su bandeja de medicamentos por lo más profundo de la calle Jarauta debería quedar grabada para siempre a cámara lenta en el imaginario colectivo: es un relato moral.

 

O el caso del empresario que al recibir una carta de extorsión firmada por ETA consultó el problema con su mujer y, de acuerdo con ella, nombró dos tutores legales para sus hijos aún pequeños y les dio instrucciones por si a ellos les pasaba algo. “No queremos que ETA compre una sola bala con nuestro dinero”, fue la razón que adujo para actuar de ese modo.

 

Ha habido muchas personas muy generosas, muchos héroes. El 3 de febrero de 1998 la periodista Idoia Altadill entrevistó en Onda Cero a Tomás Caballero, concejal de UPN en el Ayuntamiento de Pamplona, a quien los ediles de HB había puesto una querella por injurias y calumnias. Esto respondió el veterano portavoz cuando la periodista se interesó por las razones que le mantenían en el escaño a pesar de todo: “Tenemos que seguir luchando para que nosotros –Dios nos dé muchos años de vida– podamos disfrutar también de esa paz y libertad que en este momento están quebrantadas por esos asesinos. O que por lo menos puedan disfrutarlas las generaciones que vengan después. Sería terrible que nos escondiéramos, que nos metiéramos en casa y les dejáramos el campo libre, porque todos íbamos a sufrir”. Tres meses después de la querella y de la entrevista Tomás Caballero fue asesinado a tiros en la puerta de su casa.

 

Escribió Oswald Spengler que en los momentos decisivos de la historia siempre hay un último pelotón de soldados cansados que acaba salvando la civilización. Y al leer su reflexión es fácil imaginar a un grupo de veteranos con los uniformes raídos caminando hacia alguna trinchera incierta detrás de una bandera que quizá ni siquiera es la suya. Sin embargo, las personas que de verdad forman parte de ese último pelotón de Spengler no son soldados: son Lina Navarro, Olvido Mañas, Adolfo Villoslada, Tomás Caballero o Javier Alcalde. Esas son las personas que de verdad salvan la civilización. Gracias a ellas estamos donde estamos, aunque a veces la actualidad nos desazone un poco.

 

Y ahí es donde se materializa la responsabilidad de los periodistas. La elección del protagonista o del enfoque de un relato puede servir para mostrar una realidad, pero también para poner de relieve una carencia, incluso para interpelar al lector, para llamar sutilmente a las puertas de su conciencia.

 

Hannah Arendt, periodista además de filósofa, reunió algunos de sus perfiles y semblanzas en dos volúmenes titulados Ensayos de comprensión y Hombres en tiempos de oscuridad. En la introducción del segundo se puede leer la siguiente reflexión: “La convicción que constituye el trasfondo inarticulado sobre el que estos retratos se dibujaron es que incluso en los tiempos más oscuros tenemos el derecho a esperar cierta iluminación, y que esta iluminación puede llegarnos menos de teorías y conceptos que de la luz incierta, titilante y a menudo débil que irradian algunos hombres y mujeres en sus vidas y en sus obras, bajo casi todas las circunstancias y que se extiende sobre el lapso de tiempo que les fue dado en la tierra”.

 

Desde que ETA anunció el “el alto el fuego” –más por razones estratégicas que morales– se viene hablando de la batalla del relato, del modo en el que se cuenta lo ocurrido en el último medio siglo. Y en esa batalla que sin duda se está librando, la “iluminación” que irradian algunos hombres y mujeres puede resultar decisiva. No es lo mismo conocer la teoría, describir el fenómeno, que hacerse cargo de sus consecuencias, del efecto tan devastador y tan perdurable que el terrorismo ha tenido y sigue teniendo en la vida de demasiados ciudadanos españoles.

 

En ese empeño, los periodistas y los historiadores están llamados a representar un papel probablemente decisivo. Tomás Eloy Martínez también lo explicó en la conferencia tantas veces citada: “El lenguaje del periodismo futuro no es una simple cuestión de oficio o un desafío estético. Es, ante todo, una solución ética. Según esa ética, el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de transmisión entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez”.

 

La dimensión moral del relato remite a su vez al compromiso: es difícil abordar el periodismo con las disposiciones descritas si no hay un planteamiento vital que las aliente. En buena medida, el periodismo es una forma de estar en el mundo. “Es la mejor forma de estar en el mundo”, aseguraba una joven graduada poco después de estrenarse en el oficio. No faltan, con todo, quienes sostienen que el compromiso puede acabar reduciendo el componente literario o artístico de una pieza, como si se tratara de una disyuntiva, como si el artista –o el reportero– no pudiera contaminarse con las trifulcas o las veleidades de la humanidad. Pero también hay quien cree que el estímulo creativo va unido con frecuencia a la necesidad de comunicar algo, de paliar una carencia, de denunciar una injusticia. El poeta surafricano Roy Campbell (1902-1957) vivió con un creciente desasosiego el problema racial de su patria. Él había nacido en Durban, en el seno de una familia de ascendencia británica, y había crecido con naturalidad y entusiasmo en un paisaje que marcó su carácter y poesía, hasta el punto de que le apodaron el zulú cuando en 1918 apareció en el Reino Unido con la intención de matricularse en Oxford. Sin embargo, cuando en 1925 volvió a Suráfrica ya convertido en un poeta prometedor descubrió con pesadumbre las diferencias que agrietaban la sociedad del país. En ese escenario, Roy Campbell puso su talento al servicio de la postura que le pareció más justa, pero tanto sus poemas como la iniciativa de la revista Voorslag le acabaron dejando fuera del establishment social e intelectual, algo que aún acentuó más su sentido del compromiso: “Todavía no espero mucho de mi poesía –escribió en septiembre de 1925 en una carta dirigida a Edward Garnett–. Incluso a riesgo de arruinar todas las cualidades artísticas que poseo, preferiría mucho más dar a mi obra un cierto objetivo moral y dirigir todo el conocimiento que poseo para contrarrestar los males del odio por motivos raciales y de color, que tanta aflicción causa por aquí”. Ya escribió Fray Luis de León que la poesía “la inspiró Dios en los ánimos de los hombres, para, con el movimiento y espíritu de ella, levantarlos al cielo”.

 

Y no hay que irse tan lejos ni en el tiempo ni en la geografía. Cuando en 2007 se inauguró el monumento a las víctimas del terrorismo que hay en la plaza del Baluarte, en Pamplona, le preguntaron a Juan José Aquerreta, autor de la estatua, si no le parecía “peligroso” hacer algo así. Su respuesta es elocuente: “Lo peligroso sería no hacerlo”. Se habla con frecuencia del compromiso del artista, y creo que los periodistas también deben sentir esa responsabilidad. El periodismo es una profesión propicia para comprometerse con las injusticias del entorno, con todo aquello que se hace mal, con lo que se podría mejorar. Eso exige complicarse un poco la vida y el oficio, pero siempre merece la pena. Todavía es posible mantener ese idealismo de los que creen que el periodismo sirve para hacer del mundo un lugar un poco mejor. Lo contrario, “no hacerlo”, resultaría seguramente más cómodo, pero sería una omisión grave en alguien que pretende informar de lo que ocurre.

 

Hay muchos profesionales que se mueven con ese planteamiento. Christiane Amanpour ha sido la corresponsal jefe de la cadena CNN y ha trabajado como periodista en casi todas las guerras importantes de las últimas décadas. Cuando mataron al reportero español Miguel Gil en África, Christiane Amanpour puso por escrito algunos de sus sentimientos: “Me he preguntado mucho por qué continúo trabajando como lo hago (…). La respuesta es muy vieja. La respuesta es que cuando la gente buena no hace nada, los malos triunfan. La respuesta es que, si no vamos a lugares terribles, a zonas en guerra para descubrir la brutalidad, la violación de derechos humanos, la limpieza étnica, los asesinatos en masa…, si no vamos allí, los malos ganarán. Estoy convencida de que nosotros, los periodistas, con nuestros papeles y bolígrafos, con los portátiles y las conexiones satélites, las cámaras y los equipos de televisión, podemos marcar una diferencia, podemos ayudar a hacer del mundo un lugar mejor”.

 

El aludido Miguel Gil es un ejemplo elocuente de que la aspiración descrita no es una utopía inalcanzable. Miguel murió asesinado en Sierra Leona el 24 de mayo de 2000, cuando trabajaba para la agencia Associated Press como cámara de televisión. En realidad, él era abogado. Estudió la carrera de Derecho en Barcelona y encontró empleo en un próspero bufete, pero aquella vida ordenada y más o menos previsible no acababa de convencerle. Lo que él quería era cambiar el mundo, aunque no sabía muy bien cómo. En el verano de 1993 vio en un telediario las imágenes de un tiroteo en la guerra de los Balcanes. Habían matado a una persona y varios francotiradores dispararon contra los asistentes al entierro. Aquello le conmovió profundamente y pensó que el periodismo podía ser una profesión apropiada para satisfacer sus inquietudes. Metió cuatro cosas en una mochila y se fue en moto hasta Sarajevo. Allí conoció a los veteranos que estaban cubriendo la guerra, desde Arturo Pérez Reverte –aún en activo– hasta Gervasio Sánchez o Ramón Lobo. Primero les ayudó en tareas muy prosaicas –haciendo de chófer, por ejemplo–, pero poco a poco fue aprendiendo los rudimentos del oficio. Y como se interesaba de verdad por las víctimas de aquella guerra terrible, pronto fue reuniendo historias e imágenes que merecieron la atención de los grandes medios. Kapuscinski decía que el verdadero periodismo es intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar algún tipo de cambio. Con esas premisas trabajó Miguel Gil en los Balcanes, en Ruanda, en Chechenia, en Sudán o en el Congo. En marzo de 1999, cuando la presión de los serbios sobre Kosovo se hizo irresistible, Miguel fue el único periodista que se quedó en Prístina, la capital. Milosevic y sus secuaces estaban convencidos de que iban a poder completar sin testigos la limpieza étnica que ya habían puesto en marcha, pero Miguel logró grabar unas imágenes estremecedoras: las de los trenes cargados de albanokosovares que huían de su país y de una matanza más que previsible. Allí estaba representada la humanidad doliente, todos los miserables que Victor Hugo quiso retratar en sus novelas. Las imágenes de Miguel se difundieron en todo el mundo y conmovieron a la opinión pública, hasta el punto de que la OTAN decidió retomar la misión que había abandonado en Kosovo y tratar así de frenar las tropelías de los serbios. Aquel joven abogado que seis años antes se había ido de Barcelona en moto tarareando canciones de Joaquín Sabina había logrado cambiar  el curso de la historia. David Guttenfelder, también curtido en decenas de guerras en varios continentes, resumió su aportación de forma rotunda: “Miguel tenía las razones que todos tenemos para hacer este trabajo, incluyendo las primeras páginas, las noticias de apertura y la fama. Pero su motivación mayor era el sentimiento de que él podía cambiar las vidas de la gente. No sólo con sus imágenes, sino con sus obras, estando allí, en la Historia”.

 

El balance póstumo que hizo de él Christiane Amanpour fue similar: “Las imágenes de Miguel fueron cruciales, definitivas, icónicas, históricas, y él utilizó su poder para salvar vidas, cientos de miles de vidas. ¿Qué mejor bien puede un periodista, o cualquiera, esperar conseguir?”.

 

El de Miguel Gil no es un caso aislado o extraordinario. Antes que él, el fotógrafo James Nachtwey ya había descubierto que es necesario que alguien asuma la responsabilidad de ir a la guerra para mostrar a los demás –a los que se quedan en casa– la naturaleza y el alcance de los peores instintos de la humanidad. Él también aceptó esa misión y ha cruzado decenas de veces la laguna Estigia que separa la relativa comodidad de Occidente de todos aquellos lugares y conflictos –los Balcanes, Ruanda, una aldea remota de Somalia, las ruinas silenciosas de Grozni, un cementerio perdido de Afganistán…– que forman parte de las cicatrices de la Tierra. Cabría pensar que James Nachtwey se adentra en la geografía atormentada del mapamundi para informar de lo que ocurre, para ilustrar la actualidad de esta guerra o aquel golpe de Estado, pero el verdadero sentido de tantos viajes tiene que ver sobre todo con el afán de que los hombres y las mujeres del Hemisferio Norte se conozcan a sí mismos.

 

Después de entrevistarle en Pamplona, la periodista Inés Gaviria resumió en pocas líneas el alcance que han tenido algunas de sus imágenes: “Si Nachtwey no hubiera ido a Somalia en 1992 a retratar la hambruna que estaba matando a miles de personas, casi nadie se hubiera enterado de aquello –los propios editores de Nachtwey le dijeron que no fuera, que no merecía la pena, pero él insistió y se fue por su cuenta–. Y la ONU nunca hubiera puesto en marcha un Comité Internacional de Cruz Roja de emergencia para ayudar a un millón y medio de personas, la mayor operación humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial”. 

 

Y también sus fotos contienen relatos de  carácter moral, historias concretas, con nombres y apellidos: los dos jóvenes abrazados junto a la sencilla lápida apenas sostenida sobre un montón de tierra húmeda de los Balcanes, la del niño irlandés que se aleja en su bicicleta mientras las llamas consumen a su espalda los restos de un coche bomba, la de una joven famélica que agoniza frente al horizonte interminable de Sudán…, casi todas sus imágenes resultan conmovedoras en el sentido estricto de la palabra, seguramente porque permiten intuir los dramas individuales que se esconden detrás de cualquier conflicto bélico.

 

“Nachtwey –explica Inés Gaviria en la entrevista citada– confía en que siempre nos emocionaremos ante una fotografía que revele la esencia de lo humano. Incluso aunque nuestra cultura esté cada vez más saturada de imágenes. El reportero cree que no perderemos la sensibilidad hacia una buena foto. Hacia una foto humana. Y reproduce a continuación una de las respuestas del interesado: “Es un reto que tenemos que asumir los fotoperiodistas. No perder la humanidad. Una foto que saque lo mejor de la gente siempre destacará y será apreciada, no importa cuántas imágenes nos rodeen (…). Si las personas que no se ven afectadas por la guerra hablan de ella, si son ínfimamente conscientes de lo afortunados que son por no ser víctimas de una, significa que he hecho bien mi trabajo”.

 

¿Cómo es posible mantener la integridad y el idealismo del primer día en un paisaje frecuentemente colonizado por el odio, las injusticias y los crímenes? También James Nachtwey respondió a esto: “Lo que me empuja a seguir y me ayuda a superar los obstáculos físicos y emocionales es tener fe en el periodismo. Creo que tiene valor en sí mismo y capacidad de transformar las situaciones y levantar las conciencias de la gente. El periodismo es generosidad: ofrecer, regalar a las personas algo que lean y vean y algo de quién y de qué preocuparse. Algo que cuidar. Así trato de canalizar la rabia, el miedo o la vergüenza que me provocan algunas situaciones al intentar hacer mejor mi trabajo”. En ese contexto se entiende muy bien su criterio sobre la enseñanza del oficio: “Es mucho más importante formar a los estudiantes de periodismo en valores humanitarios que en técnicas y fórmulas. Es necesario que los estudiantes descubran qué les mueve, quién les inspira, a quién quieren imitar y seguir”.

 

Cualquiera de los periodistas citados en estas líneas es un espejo vivo en el que mirarse. Pero no basta con elegir un buen modelo: hace falta tiempo y esfuerzo y humildad y audacia y comprensión para descubrir buenas historias y para contarlas del mejor modo posible. Son cualidades que también tienen que ver con la moral. O con la ética, por emplear un término más frecuente o más académico. “La ética es uno de los pilares básicos de esta profesión –le respondió Ryszard Kapuscinski a Mariana Vilnitzky en una entrevista en 2002–. Los periodistas hemos de respetar la integridad y la imagen de las personas sobre las que escribimos. Trabajamos con algo muy delicado, y ese algo es la gente. Con nuestras palabras podemos alegrar o destruir una vida. Nosotros nos dedicamos al periodismo durante unas horas y nos vamos a casa, pero la gente se queda. Un buen periodista es aquel que tiene sensibilidad. Además, si respetamos a la gente, descubrimos que podemos conseguir más información. La gente te acepta solamente si ve que somos buenas personas que tratan de comprender sus realidades y ayudarlos. Ser humilde es otra característica del buen periodista”.

 

El propio Kapuscinski encarnó con su trabajo ese modo de entender la profesión: “Se quedaba cuando ya no quedaba nadie, que es cuando de verdad empiezan las historias, cuando los crímenes ocurren sin testigos, cuando las víctimas mueren en silencio, en ese olvido que está urdido por nuestra comodidad, entretenida en el asunto que más nos interesa: nosotros mismos”, escribió de él Alfonso Armada.

 

Por supuesto, siempre hay gente en los reportajes de Kapuscinski. Cuando se detiene en Yakutsk en uno de sus viajes por el extinto imperio soviético, el periodista polaco podría haberse limitado a decir que no hace demasiado frío: dos grados sobre cero. Pero prefiere que lo haga Tania, una niña de nueve años que juega “a saltar por encima de los charcos”, que va vestida con “un abrigo a cuadros verdes y marrones que le viene algo pequeño” y que mira con asombro al reportero que “parece no tener ni la más remota idea de lo que es el auténtico frío”. Cuando el asesinato de Patricio Lumumba le sorprende en una austera habitación de Leopoldville, deja que sea la reacción de Kambi la que resuma el dolor de todo un pueblo: el joven congoleño pone en un magnetófono una cinta que había grabado en un mitin de Lumumba y escucha una y otra vez los discursos conteniendo la respiración, “con los ojos cerrados y la frente apoyada en la palma de la mano”. La gente que aparece en los reportajes de Kapuscinski es gente bastante normal. “Siempre he evitado las rutas oficiales, los palacios, las figuras importantes, la gran política –escribió en la presentación de Ébano–. Todo lo contrario: prefería subirme a camiones encontrados por casualidad, recorrer el desierto con los nómadas y ser huésped de los campesinos de la sabana tropical”.

 

Casi todos los grandes periodistas han trabajado de ese modo. Algunos lo han hecho porque consideraban que se trataba de la estrategia más eficaz desde el punto de vista narrativo y otros porque estaban convencidos de que “no puede haber periodismo al margen de la relación con otros seres humanos”, por volverlo a decir con palabras de Kapuscinski.

 

El fotógrafo Laurent Van der Stockt es otro de los grandes. Fue compañero de Miguel Gil en la aventura de Chechenia, en el invierno de 1999, cuando ambos atravesaron la frontera a través de las montañas en unas condiciones durísimas y consiguieron llegar a Grozni, casi reducida a escombros por los rusos. Unos años antes, en 1994, a Laurent  Van der Stockt le habían propuesto que documentase con sus imágenes el Afganistán devastado por los enfrentamientos internos que siguieron a la ocupación soviética. “Los niños eran las principales víctimas –escribió–. Con frecuencia eran los encargados de vigilar a las tropas en los campos de batalla. Muchos de ellos resultaron gravemente heridos a causa de los millones de minas distribuidas por todo el país por los rusos. Bastantes se quedaron huérfanos después de la guerra y vivían a merced de sus necesidades. Luchaban como podían por sobrevivir. Algunos trabajaban en fábricas en condiciones insalubres; otros eran prácticamente esclavos de los muyahidines; otros buscaban trozos de madera entre los escombros de la ciudad en ruinas para calentarse o para cocinar o para venderla al peso en el mercado”.

 

Su historia podría haberse quedado ahí, en esa descripción más o menos genérica, pero Laurent Van der Stockt la ilustró con la peripecia concreta de Mamad Unos, un niño de apenas seis o siete años que había sufrido la guerra en primera persona. La foto del pequeño avanzando con un madero más grande que él por la desolada avenida Judde Maiwan de Kabul se publicó en The New York Times Magazine el 2 de abril de 1995 y fue como un aldabonazo en la conciencia de Occidente.

 

Siempre hay un Mamad Unos, una Tania, un Kambi, una Fantine, un Javier Alcalde, una Olvido Mañas o una Lina Navarro en los grandes reportajes. Los hay porque todavía quedan periodistas comprometidos con su trabajo y con el mundo que se ha preocupado de localizarlos y de contar su historia, periodistas que no eluden la mirada del Otro, que se dejan contaminar por la humanidad. Gracias a sus relatos y a sus fotografías, aún seguimos vivos.

 

 

 

 

Javier Marrodán es periodista. Ha trabajado en Diario de Navarra y en la revista Nuestro Tiempo. Entre 2012 y 2015 ha coordinado el proyecto de investigación «Relatos de plomo», sobre la historia del terrorismo en Navarra. Es doctor en Comunicación. En la actualidad trabaja en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. En Twitter: @javiermarrodan 

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