“Gracias por habernos hecho crecer con una sonrisa y con tu humor tan sano.
Descansa en paz, te lo haz (sic) ganado Chavo!!!”
(Tuit de Javier Mascherano, jugador del Fútbol Club Barcelona, argentino)
“Ese güey sí hizo el mal. Creó un loop infinito de cuatro chistes idiotas donde retrata la pobreza. Nunca hay una reivindicación del jodido ni un mensaje de esperanza”
(Tamara de Anda, Plaqueta, periodista y bloguera mexicana)
Ciudad de México. Colonia Condesa. Calle Sombrerete. Una casa color melón con adornos navideños en la puerta. Entramos. Suena bajo nuestros pasos la alfombra de plástico que hay sobre la alfombra de pelo mientras atravesamos el salón decoradísimo con papanoeles, renos y muñecos de nieve. Subimos tres peldaños. Descansillo. Otros seis peldaños.
Exactamente ahí, en la segunda planta, donde se juntan las cuatro habitaciones, hay tres personas hablando de comida –¿de qué más se habla en México?–. Es casi la hora del almuerzo y la casa entera huele a tortilla y a frijoles refritos, lo que es el olor del amor. Los Dávila, anfitriones como sólo pueden serlo los mexicanos, comentan el menú. De fondo, el telediario, como un perro al que nadie hace caso.
Ha fallecido esta tarde, a los 85 años, en su casa de Quintana Roo.
Si esto fuera un cómic se vería a la presentadora de las noticias de Televisa con un globo saliendo de su boca con esas palabras. En la viñeta contigua se me vería a mí pensando: “Es Chespirito, se ha muerto Chespirito”. Y luego, abajo, un collage de personajes, todos representados por Roberto Gómez Bolaños: El Chavo, El Chapulín Colorado, El Doctor Chapatín, Chaparrón Bonaparte.
No es un cómic. Es la vida real.
Estoy de pie en una casa mexicana, mientras la presentadora del telediario dice que ha muerto Roberto Gómez Bolaños, el hombre que dibujó nuestras infancias, al que vimos todos los días de nuestras vidas, al lado de nuestros padres, mientras crecíamos. El Chavo del Ocho a las ocho. No se puede explicar de otra manera: ha muerto nuestra niñez.
Los Dávila, los anfitriones, se impresionan del dolor que me causa esa muerte, todo lo que remueve: la reciente muerte de mi padre, la niña que ya no soy, las cosas que se van para siempre cuando asumes que sí, que tienes que divorciarte y madurar y hacerte cargo de tu vida en lugar de ponerte un pijama amarillo, echarte en la cama de tus padres, y reír y reír con las idioteces de El Chapulín.
Los Dávila dicen que era muy mayor, que llevaba tiempo enfermo, dicen todo eso como decir “bah, ya era hora”, y tratan de volver la atención al almuerzo, a los planes de la tarde, a todos los lugares bonitos que tiene México D. F. para visitar.
Nadie –un hijo, un hermano– llama por teléfono. Nadie hace alharaca. Los vecinos no salen a la vereda. Es un día como cualquier otro: ellos comen con gran apetito, yo intento no llorar sobre las tortillas.
Mientras, como en un mundo paralelo, en la televisión y en la radio se suspende toda programación habitual. Por toda la casa, en todo el día, no para de sonar la canción de El Chavo del Ocho.
Después de comer, me encierro en el baño y lloro.
Estoy en México y ha muerto Chespirito.
O sea, nuestra infancia.
* * *
Antes de que el director de cine Agustín P. Delgado lo apodara Chespirito por ser, decía él, un pequeño Shakespeare –patuchito y gran escritor–, Roberto Gómez Bolaños (1929- 2014), un tipo prolífico e ingeniosísimo, ya había despuntado como creativo publicitario.
Es mentira que era de origen humilde o huérfano como su personaje El Chavo. De hecho, su padre, Francisco Gómez Linares, fue un pintor, dibujante e ilustrador muy reconocido en su época y su madre, Elsa Bolaños, era secretaria bilingüe cuando las mujeres no trabajaban y mucho menos sabían idiomas. Gómez Bolaño tuvo una vida cómoda e incluso fue a la Universidad Autónoma a estudiar ingeniería mecánica, pero no llegó a graduarse porque lo otro, lo de escribir, se le hacía:
a) muy fácil,
b) muy divertido,
c) muy rentable.
Con veintiún años ya escribía guiones graciosísimos –de un humor básico, popular, pero efectivo– que llamaron la atención de los productores de las famosas películas de Viruta y Capulina, el dúo de comediantes que entonces brillaba en México y en toda Latinoamérica.
El hombre era rápido y listo, así que se fue haciendo un lugar en la televisión escribiendo para otros. Pero en 1968 recibió una oferta que no podía rechazar: la Televisión Independiente de México le daba media hora semanal para que hiciera –escribiera, dirigiera, protagonizara– lo que le diera la gana. Y lo que le dio la gana fue Los supergenios de la mesa cuadrada, comedia en la que empezó a actuar y a formar su dreamteam con gente brillantísima que ya destacaba en la comedia: Ramón Valdés, María Antonieta de las Nieves y Rubén Aguirre arrancaron su larguísima andanza profesional al lado de Chespirito en ese programa.
Dos años después, aquello era un exitazo, así que le dieron una hora, que hiciera lo que quisiera: “Toma, para ti”.
Y entonces nació uno de los pocos superhéroes latinoamericanos, que ya que lo encarna Roberto Gómez Bolaños –piensen en esa cara, en esas carnes– es, por supuesto, un antihéroe.
“Más ágil que una tortuga, más fuerte que un ratón, más noble que una lechuga, su escudo es un corazón. Es… ¡El Chapulín Colorado!”.
El Chapulín es enclenque, cobarde, torpe –torrrrrrrrpe–, no posee ningún superpoder, pero siempre termina ganando a los villanos –de nombres tan hermosos como Rufiano Rufián, El Tripaseca, Rosa la Rumorosa o El Rajá de Rajanlacara–.
¿Cómo lo hace? Con la ayuda de artefactos tan surrealistas como el chipote chillón, las pastillas de chiquitolina, la chicharra paralizadora y las antenitas de vinil que “están detectando la presencia del enemigo”.
Todo hay que decirlo: Gómez Bolaños fue un pionero en el uso de efectos visuales, allá en los albores absolutos de la pantalla verde. ¿Quién puede olvidar, por ejemplo, el épico encuentro del Chapulín chiquitolineado, es decir, diminuto, con el gatito gris? Esas miradas, ese esquivar patita de gato. De oro.
* * *
El mundo ya ha pasado un día sin Chespirito y yo quiero ver cómo se traduce eso en su ciudad, la ciudad donde pasó todo, donde estaba el número 8 de la vecindad de El Chavo (“no valdrá medio centavo, pero es linda de verdad”). La ciudad, dicho en otras palabras, donde soñábamos los niños de toda Latinoamérica poder tomarnos una agua fresca que pareciera de limón, supiera a jamaica, pero fuera de tamarindo.
Carajo. México es el Chavo del Ocho y se ha muerto el Chavo del Ocho.
Pero México no se ha muerto nada. Las calles están llenas de gente vivísima que no lleva camisetas de rayas con un tirante naranja mal puesto ni rojas con un corazón amarillo en el pecho. De las ventanas de las casas no cuelga ni una triste cinta negra, ni púrpura, ni gris. No se ve siquiera la bandera mexicana. No hay fotos, recortes de periódico, el dibujo chueco de un niño “te extrañaremos Chavito”.
Aquí no ha pasado nada.
Mentira.
Aquí ha pasado todo: mientras camino buscando el rastro de la pérdida de Chespirito, 43 estudiantes de una escuela normal rural conocida como Ayotzinapa del Estado mexicano de Guerrero, llevan dos meses desaparecidos sin que el Gobierno explique dónde están, si es que todavía están, o si ya no están, qué fue de lo que quedó de ellos. El último rastro fue que los chicos estuvieron involucrados en un incidente violento con la policía, los municipales y el ejército.
No se supo más de ellos.
Dos noches antes de la muerte de Roberto Gómez Bolaños, una manifestación –otra más– recorrió el Paseo de la Reforma hasta llegar a los pies del ángel de oro que mira México con desdén. Escritores como Tryno Maldonado, con quien recorrí las calles, actores, miembros de Amnistía Internacional y otras organizaciones de derechos humanos, monjas, padres con sus hijos, federaciones de estudiantes, desempleados, campesinos, asociaciones de trabajadores y los padres de los desaparecidos de Ayotzinapa contaron una y otra y otra y otra vez hasta cuarenta y tres.
También gritaron “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”. La marcha más dolorosa que pueda imaginarse. Una chica jovencísima con un 43 pintado en la cara y una pancarta: “El estado ha muerto”. Otro chico con un cartel: “¿Qué cosecha un estado que siembra muertos?”. Un funeral sin cadáveres. El funeral de 43 chiquillos que querían ser profesores. Ahí, en medio de las cientos y cientos de personas que se manifestaban pidiendo justicia, vendían banderas mexicanas en las que habían cambiado el rojo y el verde por el negro. Negro, blanco, negro y, en medio, el águila que devora a la serpiente.
Antes de que anocheciera, las ONG abrieron un camino de escape por una callecita paralela: al final de esa manifestación increíblemente pacífica, anunciaron, habría problemas. Esa noche, en las noticias, fuego y mobiliario urbano destruido; policías dando toletazos a anarquistas encapuchados; violencia de ataque, violencia de represión. Ni una palabra sobre todo lo demás: los campesinos que viajaron desde todas partes del país con su sombrero de paja suavísimo de tan usado, las monjas gritando “¡vivos los queremos!”, los moteros unidos a la causa con sus chaquetas de cuero y sus Harley-Davidson, los padres con bebés en sus coches, las chicas que daban claveles a los padres de los desaparecidos y se abrazaban a ellos.
“Aquí estamos”, les decían.
Aquí estamos.
* * *
Escucho por primera vez la palabra gandalla de boca de un vendedor de prensa de la Colonia Condesa de México Distrito Federal. En su quiosco, por fin, está el panteón de Chespirito. El Santo Grial. Todas las portadas de todos los periódicos, incluidos los deportivos, llevan la cara bonachona –medio tonta, medio pícara– de Roberto Gómez Bolaños encarnando a alguno de sus personajes. En medio de una aureola de Chespiritos beatíficos, la cara agria, terrenal, de Héctor Rodríguez, el quiosquero.
—Le llevo todos.
—A poco.
Después de saber que esta muerte interesa tanto en un país tan al sur, Héctor frunce aún más el ceño.
—A poco.
Despacha los periódicos que se hacen una pila enorme. Súper sánduche de Chespirito.
—Yo a mis hijos les decía: pónganse a leer, no a ver El Chavo del Ocho.
Entonces dice la palabra: “Ese era un gandalla”.
Wikcionario: Gandalla: Que abusa o tiene tendencia a abusar de su fuerza o autoridad. Ámbito: México. Uso: coloquial, despectivo. Sinónimos: abusador, abusón, prepotente.
Llega un comprador de periódicos, se llama Alfonso, es de Tamaulipas. Interviene.
—Alfonso: No, a mí sí me gustaba, la neta. Hacía buenos guiones, hizo guiones a Capulina.
—Héctor: Muy simples, muy burdos.
—Alfonso: No, si él era un hombre con preparación, un comediante…
—Héctor: Cruel, cruel. Aprovechó el habla del populacho mexicano para burlarse del mismo populacho mexicano.
—Alfonso: A lo mejor era un poco duro, tal vez…
—Héctor: Todos creen que era original, pero copió todo. Mira, la canción de El Chavo del Ocho es de La Marcha Turca de Beethoven. Pero hay algunos dicen ay, ese güey Beethoven le copió a Chespirito.
Alfonso, que es taxista, calla y se va con su periódico deportivo bajo el brazo. Asoman los ojitos de El Chavo como despidiéndose.
* * *
¿O sea que en México no lo quieren a Chespirito?
¿O sea que alguien en el mundo no quiere a Chespirito?
* * *
Hay un lío con las acreditaciones al homenaje-funeral en el Estadio Azteca porque Televisa sólo ha tomado en cuenta a los medios que han respondido a la invitación. Los extranjeros: brasileños, chilenos, bolivianos, peruanos, colombianos, argentinos, uruguayos, a los que nadie mandó invitación, formamos una extraña fila, una fila saltarina, infantil, excitadísima.
No nos dejan entrar, pero somos los únicos emocionados por estar ahí.
Zas, que nos encontramos los periodistas de Latinoamérica y nos reímos y comentamos nuestros momentos favoritos de Chespirito. ¿Zas?
Digo de verdad emocionados, como niños hablando de capítulos, recordando cuando al Chavo no lo llevaron a Acapulco, la pelota cuadrada, el episodio cuando entran a la casa de la Bruja del 71, Godínez y el Maistro Longaniza, “Tangamandapio es mi pueblito natal”, “no hay de queso nomás de papa”, “la gente sigue diciendo que tú y yo estamos locos, Lucas”, etcétera.
Una periodista chilena lleva una diadema con antenitas de vinil. Otro que parece gringo lleva un chapulincito colgado de la mochila. Un cámara paisa viste una camiseta con el corazón del Chapulín Colorado pero roto, se la ha comprado afuera, a la gente que ha instalado puestitos con todo tipo de merchandising chespiritiano, ya tipo religión.
Y no nos dejan entrar.
Es domingo, los periodistas mexicanos maldicen su suerte. Se escuchan cosas como:
—Pinche Chespirito, morirse en fin de semana.
Pasan las horas, los carteles gigantes que dicen “hasta siempre”, “gracias Chespirito” y que cubren las fachadas del Estadio Azteca han sido fotografiados y diseccionados hasta el aburrimiento, la fila es larga e inmóvil como un –vaya– atasco en el D. F.
Un 7-Eleven cercano vende café tras café hasta que se acaba el bueno y queda del otro, el que sabe a cartón. Pasa un hombre con decenas de globos con el corazón del Chapulín y los fotógrafos y las cámaras lo acribillan a clics. Sólo queda chismear:
—¿Con quién habló Carlos Villagrán?, le pregunta una periodista mientras se pinta los párpados a otra igual de tuneada.
—No sé, pero dijo que tenía el corazón destrozado, que nunca hubo pleitos.
Las dos se miran fijamente por dos, tres, cuatro segundos. Luego se doblan de las carcajadas.
Por fin se nos abre la puerta de prensa del Estadio como la de la Fábrica de Chocolates de Willy Wonka. Allá vamos.
Como se suele decir, a falta de pan, buenas son tortas, y a falta de ataúd, que llega tarde, buenos son niños disfrazados de Chapulín, Chavo, Chilindrina, lo que sea, valdría hasta Mazinger. Los fotógrafos parecen abejas furiosas de película de ataque de abejas furiosas, diez micrófonos rodean a un niñito de unos seis años vestido de Chapulín que se pone a llorar y se esconde tras su mamá.
El que verdaderamente da de sí es Tomás Vargas: carrillos inflados, 57 años, traje marinerito, piernas chuecas que no paran de moverse, pelota de playa bajo el brazo. Es dueño de la taquería El Buki porque el personaje que realmente le sale bien es el del susodicho cantante, pero también le hace a Quico y bueno, no es fácil hablar con las mejillas llenas de aire, y bueno, no hay mucho más con qué llenar todo un día de programación sobre la muerte de Roberto Gómez Bolaños. Tomás reparte a diestro y siniestro tarjetas de descuento de su taquería, que tampoco es bobo.
Fascinada con Quico-Tomás está Valeria, con esos deditos medio rígidos y siempre un poco melosos de los niñitos dice que tiene tres años. Su mamá le hizo el gorro de El Chavo y la camiseta, con sus huecos y descolorida, ya la tenía. Los asistentes al homenaje a Roberto Gómez Bolaños podrían ser una muestra de la desigualdad de México.
En el palco, de negro cuervo, gafas Jackie O, está Florinda Meza –doña Florinda– es decir, la viuda con los hijos y los invitados de honor: la clase pudiente. En el área de prensa está la clase media y en las gradas, el pueblo.
Es el pobre mexicano el que llora a Chespirito.
* * *
Una señora llamada Julia ha venido al homenaje con toda su familia: ella, su hija y sus tres nietos. Viven a dos horas del Distrito Federal y han tenido que tomar dos autobuses y otra vez lo harán para regresar. El precio de todo el periplo será de más o menos lo que gastan en llenar sus barrigas durante una semana. Han traído tortas y agua, en teoría ni un centavo en nada más, pero los niños insistieron en tener unos globos que les hicieron “apagar” en la entrada.
Julia ve pasar un vendedor de hamburguesas –dos por cincuenta pesos– y les dice a sus nietos que El Chavo no comía hamburguesas sino tortas. Yo asiento. Palabra.
—Hasta soñaba con las tortas de jamón, ¿verdad? ¿Ya probó usted las tortas?
Le digo que no, que todavía no, y divide la suya, de mole, en dos mitades.
El pan, el mole, se van mezclando con el nudo al tragar.
Comemos tortas caseras en unas gradas del Estadio Azteca de México D. F. mientras allá abajo el ataúd –sencillo, de madera café– de Chespirito, el personaje de toda mi vida, empieza a ser rodeado por decenas de niñitos disfrazados de El Chavo y de El Chapulín para dar la vuelta a la cancha, para que todos lo podamos despedir.
Suena la canción más dulce del mundo, un coro de voces infantiles:
Por siempre en mi memoria vivirás, por siempre aquí en mi corazón tú sigues vivo. Por eso, eso, eso, Chavo ya eres parte de mi vida. Chespirito gracias por siempre.
Hago contacto visual con una policía que está “lavándose los ojos de adentro pa’fuera”. Como yo.
María Fernanda Ampuero (Guayaquil, Ecuador, 1976) es escritora y periodista. Desde 2005 vive en Madrid. Sus crónicas se han publicado en revistas como la italiana Internazionale, la mexicana Gatopardo, la brasileña Samuel, la española Quimera o la colombiana SoHo. Ha publicado una recopilación de sus columnas (Lo que aprendí en la peluquería) y Permiso de Residencia. Crónicas de la migración ecuatoriana a España. En FronteraD ha publicado “En Siria no se puede respirar”. Imagina que tu nombre es Said. Imagina que tu nombre es Raghida y ¿Qué no ves que estamos en crisis? y mantiene el blog Esto es lo que hay. En Twitter: @mariafernandamp