Tres familias de granjeros blancos habitaban en 1936 una colina perdida de Alabama. Los Woods, Ricketts y Gudger vivían en las tierras fangosas de Dixie, el sur profundo del sueño americano, allí donde los negros huían ante la presencia de un blanco y los rostros pálidos perdían sus cabelleras cuando eran atrapados por los salvajes pieles rojas. Los paisajes de un continente donde los nativos americanos perdieron su tierra con la llegada de millones de inmigrantes europeos durante el siglo XIX y terminaron recluidos en reservas.
Una lucha permanente por la supervivencia en la que los desposeídos se aferraban al dios individualista de los protestantes, la divinidad del comercio y la economía de libre mercado. Una guerra de todos contra todos muy al gusto del espíritu del capitalismo. James Agee y Walker Evans describieron en Elogiemos ahora a hombres famosos la vida de esos aparceros del algodón de los estados del sur. La obra fue considerada “un canto a la dignidad humana, un poema dedicado a las víctimas del capitalismo”.
Después de los felices años veinte, los Estados Unidos se despertaron con un crack bursátil que hizo naufragar la economía de un país que marchaba con paso firme hacia el imperio de los grandes negocios. En Nueva York, la metrópolis que encarnaba la distopía modernista y tecnificada de Fritz Lang, los multimillonarios lo habían perdido todo en una desafortunada e inesperada mano del póker financiero. Los rascacielos de la Gran Manzana se convirtieron en improvisados trampolines para potentados que se lanzaban al vacío para escapar de la miseria que se avecinaba, incapaces de asumir su descenso desde las plantas nobles de los grandes edificios a las frías camas de piedra de los vagabundos.
En las tierras del Deep South, la Gran Depresión afectó en especial a los arrendatarios algodoneros, campesinos sin tierra que trabajaban de sol a sol para tener algo que llevarse a la boca. Víctimas de la usura de arrendadores que se llevaban gran parte de sus cosechas y del poco dinero que podían conseguir. James Agee mostró la “vida pobre, sucia y brutal” de estas gentes mediante la descripción de todo aquello que encontró durante su convivencia con estas tres familias: “Gudger no tiene casa, ni tierra, ni mulo y ninguna de las herramientas agrícolas. Su arrendador debe proporcionarle todo. Gudger le paga con su trabajo y el de su familia. Y con la mitad de su maíz, de su algodón, de su semilla… De su mitad debe sacar para pagar el subsidio más el ocho por ciento de interés”. Una muestra de la vida en las colinas de Alabama.
Pero Agee no deja de ser un neoyorquino que lamenta con alguna impostura el triste destino de los aparceros. ¿Qué habrían contado aquellos campesinos de habérseles concedido la palabra? ¿Cómo habría sido la historia si hubieran sido ellos quienes la relataran?
Los campesinos del valle del Aramo
Entre las tierras del profundo sur estadounidense y el valle del Aramo, en algún punto de la costa norte de España, media un océano, dos cordilleras y varios miles de kilómetros. Pero en esos dos puntos de la tierra vivían gentes campesinas que compartían muchas cosas: subsistían gracias al esfuerzo y sudor derramado en el cultivo de la tierra.
El valle del Aramo es un intrincado laberinto de escarpadas montañas de piedra caliza, frondosos bosques de castaño y profundos barrancos que caen de manera vertiginosa desde los dos mil metros de altura hasta poco más de doscientos en la riberas tortuosas del río Riosa. Un lugar donde los horizontes no existen y se pierden entre las selvas de tonos rojos y verdes. Poblado desde el neolítico, el valle fue siempre un lugar aislado en el que habitaban gentes dedicadas a la ganadería y la agricultura. La montañosa geografía, los avatares históricos y la herencia cultural conformaron una sociedad diferente a esa otra de las colinas de Alabama. Aquí el régimen de propiedad de la tierra es el minifundio.
La mañana del 27 de abril de 1948 amaneció lluviosa y repleta de bruma, algo muy habitual en el valle. Un muchacho pelirrojo de 15 años asciende una montaña cubierta de árboles y surcada por senderos hechos por el paso de hombres que se mueven a sus anchas por esos bosques. Ha salido de su pequeña aldea ubicada en la ladera sur de la montaña, a unos 900 metros sobre el nivel del mar. En su primer día de trabajo en una mina de carbón de alta montaña en el lado norte, ya dentro del valle vecino. Asciende con facilidad, va vestido con un mono azul mahón y lleva una boina negra y una lámpara con la que entrará en las entrañas de la tierra. Calza zapatos negros y polainas. Todos sus antepasados han sido siempre campesinos, han roturado y labrado aquella tierra inclinada y salvaje durante generaciones.
—Tenía que caminar todos los días veinte kilómetros para ir a la mina y otros veinte de regreso. En la Juana teníamos que picar el carbón a mano. Entonces no existían martillos automáticos, era con el pico y la pala. Y tensando los músculos durante nueva o diez horas.
El muchacho, al que llamaremos José, no terminaba su jornada tras los veinte kilómetros de regreso: “Cuando llegaba a casa tenía que atender a los animales, solíamos tener cuatro o cinco vacas y un par de caballos”. En invierno, volvía a la aldea cuando la noche ya era cerrada: “Un día venía de regreso a La Cuba, nevaba muchísimo y me apagaba la luz de la lámpara. Cuando entre en la mata tenía que ir apoyándome en los árboles e ir con cuidado para no perder el sendero. Oía aullar a los lobos sobre el Cordal”.
José y su madre tenían cinco campos dedicados al pasto de sus vacas y caballos y tres huertas de donde sacaban el sustento para el año. En primavera sembraban patatas, legumbres, lechugas y cebollas que recogían en septiembre. El maíz era la base de su alimentación, y para él reservaban la huerta (la tierra decían ellos) más grande. De las vacas sacaban leche con la que hacían quesos y, muy de tarde en tarde, podían permitirse el lujo de sacrificar un cerdo. Era un ritual social y los familiares y vecinos de la aldea acudían a la casa donde se hacía la matanza para ayudar en el trabajo y hacer una gran comida: “Era de las pocas veces que se comía carne en todo el año, entonces la cosa estaba estrecha”.
Las dos posesiones que más amaba José eran el arado y el lagar. Hacia mayo, uncía dos vacas y “araba, despertaba la tierra para la siembra”. El único alcohol que se podía permitir hasta bien entrada la veintena era la sidra que el mismo se fabricaba en el lagar. Los jóvenes de la aldea se reunían para triturar la manzana con postes de madera. El trabajo se terminaba entrada la madrugada, a la una o las dos. Y al día siguiente tocaba madrugar, caminar veinte kilómetros y picar carbón todo el día.
“En aquella casa se juntaban hasta veinte quintos, todos los que teníamos la misma edad” en la aldea. Era una casa que constaba de un pasillo tan estrecho que no cabían dos personas en paralelo. Tenía una habitación pequeña con dos camas, más bien dos jergones hechos con madera, y una minúscula cocina con un fregadero en la que no entraban juntas más de dos personas. La cocina era oscura como una noche de tormenta y solo se podía trabajar en ella por el día. El pasillo y la cocina eran un continuo sin separación. La casa estaba cubierta por vigas de madera y encima tenía un pajar. Debajo había un establo donde solían guardar al ganado, y al lado una pequeña bodega con el lagar y el arado. “Era muy poco lo que teníamos, pero era nuestro. Comíamos mal, pero comíamos”. En ese “era nuestro” estaba presente el orgullo de libertad, de independencia, aunque fuera en la miseria.
En Elogiemos ahora hombres famosos narra James Agee la falta absoluta de oportunidades de los algodoneros del Deep South. Los niños de aquellas familias difícilmente podrían tener un destino diferente al de sus padres. José también lo tenía muy complicado para ser otra cosa que un campesino. Huir de aquel valle profundo y cerrado era una hazaña para un chico de 15 años sin un céntimo en los bolsillos. Por eso, los chicos del valle, todos ellos de familias campesinas, empezaban a trabajar en las minas. Algunos de ellos optaban por la mariña, así le llamaban al trabajo en la mar, fuera como pescadores o marineros de la marina mercante.
Nadie de la familia de José había sido minero nunca, él era el primero. Los García Llano eran labriegos libres, pequeños propietarios que se pasaban sus pocas posesiones de generación en generación. Era una agricultura de subsistencia, por lo que eran muy pobres. No tenían grandes convicciones políticas ni religiosas, pero eran muy celosos de su pequeño lugar en la tierra.
Una modistilla en la casona
Al otro lado de las elevadas colinas que parten el valle del Aramo por la mitad hay otra pequeña aldea en un collado de las montañas. Es un conjunto desordenado y anárquico de casas construidas con bloques de piedra tallada. Dos palacios señoriales y aristocráticos, pertenecientes a antiguas familias ilustres, presiden la población. En el centro, en un caserón del siglo XV con escudo nobiliario y Cruz de la Victoria, sede del ayuntamiento hasta 1880, hay una modistilla joven (también de 15 años) en una galería construida con madera. Trabaja haciendo vestidos para ayudar a sus siete hermanos y cuida a una anciana tía suya que es la dueña del caserón. En esa galería se pasa las tardes y las noches cosiendo después de regresar del colegio. Le gusta estudiar y su maestra le dice que debería ir a la universidad. Sería una buena profesora y ella sueña con serlo. De niña ha tenido un grave problema de salud y le ha quedado una secuela, una leve cojera que la hace introvertida y tímida. Está acostumbrada a trabajar, lo hace desde los siete años, en la casa y en el campo. Antes, siendo muy niña, pasó tres años en un hospital de la ciudad.
Pertenece a una familia que tiene un gran número de tierras y en el pasado formó parte de la baja nobleza. Pero en 1946, hace mucho que han pasado los “días de esplendor en la hierba” y son ellos quienes trabajan sus campos. En el verano, cuando en los campos se segaba la hierba de los prados con los que alimentar a los animales, la modistilla (a la que llamaremos María) cruzaba los senderos del valle para llevar la comida a sus hermanos. Era un esfuerzo para ella cargar con el peso de la comida. A veces le costaba un pequeño ataque de asma y un fuerte dolor en sus debilitadas piernas.
Sus hermanos necesitaban ayuda y algunos vecinos acudían a colaborar en el trabajo. Algo que hacían también ellos cuando sus vecinos necesitaban que “les echaran una mano”. La costumbre era dar una paga a los segadores e invitarles a comer y cenar. Y era María, la joven modistilla, quien se encargaba del trabajo en la cocina junto a su madre.
Con el tiempo María vio cómo el sueño de ser maestra se fue frustrando en la realidad de la falta de dinero y la imposibilidad de abandonar la casa. La familia necesitaba su trabajo y no podía costearle los estudios. Sus hermanos también fueron los primeros de la familia Muñiz González en tener que trabajar en la mina. Era una familia católica y de tradición carlista que miraba con desconfianza la industrialización de la región. Temían “la división en facciones de la comunidad” y la ruptura de la paz social. Algunos miembros de la generación anterior de la familia habían optado también por “irse a la mar”. Otros habían tomado los hábitos y unos pocos las armas. Con la llegada al país del capitalismo industrial a mediados del siglo XIX fue muy difícil vivir del campo. En palabras de Karl Marx, “los efectos de la sobreproducción, la concentración de capitales y de la propiedad de la tierra provocó el hundimiento de los pequeños campesinos (…), la disolución de las viejas costumbres, de las relaciones familiares y de las antiguas nacionalidades”.
Fueron esas disgregaciones y rupturas las que quebraron el sentido de comunidad de los pueblos y de las naciones al paso alegre del capital, rey de la modernidad. Nadie narró mejor está disolución de las comunidades, este nacimiento del conflicto social, que John Ford en ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley!). Y al igual que aquel galés fordiano también llegó la violencia a las tierras del Aramo.
Un crimen en el valle
Han pasado casi cuarenta años desde aquella mañana de abril de 1948 cuando José subía la montaña en su primer día de trabajo como minero. Ahora él y María están casados y tienen un hijo de pocos años. Ya no viven en sus pequeñas aldeas, pero los fines de semana suelen visitarlas para trabajar las tierras que aún conservan.
Los vecinos han ido abandonando el pueblo y en La Cuba ya solo quedan habitadas dos casas. En una de ellas viven Antonio y su mujer, una pareja de ancianos septuagenarios y su hijo Francisco que ya cumplió los cuarenta, una familia apegada a la tierra y que tiene un viejo pleito por unas lindes. En la otra, vegeta un borrachín sesentón que se pasa media vida durmiendo y la otra media haciendo el amor a la botella. Es un solterón sempiterno que nunca tuvo relación con una mujer. Tiene más hermanas, pero con él vive una que sufre de enanismo y a la que su familia llama “la inútil”.
Un fin de semana de otoño de 1985 los antiguos vecinos llegan a la aldea. A mediodía un coche gris metalizado aparcó ante la casa familiar. El coche es nuevo y Antonio no reconoce al principio el vehículo de su hermano Delmiro. Tras él viene el coche de su sobrino. Tienen planeado pasar la tarde trabajando en sus campos. Hacia las dos salen de la casa y Delmiro se dirige a un prado plantado de manzanales que tienen al sur del pueblo. El hijo se encamina a otro que esta al norte, justo sobre la aldea.
Antonio sale de casa un par de horas después, lleva una escopeta de cartuchos, muy habitual en el valle para la caza. La tarde está especialmente silenciosa, solo se oyen los cantos de los jilgueros. Delmiro esta despreocupado limpiando la maleza al pie de los manzanos. Su hermano Antonio se acerca a unos doscientos metros y dispara tres veces sobre él. El olor de la muerte comienza a inundar el valle mientras Antonio gira sobre sus pasos aferrado a su escopeta. Su hijo Francisco le espera vigilando a su primo. Al llegar Antonio, Francisco le reclama al grito de: “¡Vete a buscar a tu padre que se está retorciendo como un cerdo!”. Al salir corriendo del prado otros tres tiros de escopeta le tumban sobre el sendero mientras la sangre tiñe las piedras.
José tiene ahora 52 años pero el trabajo duro le mantiene en forma. Al escuchar el sonido metálico de los disparos y los gritos airados de la venganza corre al pueblo para ver qué ha pasado. Está lejos de la aldea, a mediodía se internó en el bosque con la idea de cortar un pequeño carrasco, un árbol de navidad para su hijo. Falta algo más de un mes y piensa guardarlo en la vieja casa.
Al llegar a La Cuba la Guardia Civil se le ha adelantado y ya está esposando a Antonio. El borrachín había permanecido escondido debajo de la cama y al sentir la seguridad de los “civiles” salió para intervenir.
—Señores, ¡ahí tienen al asesino!
José salió de la espesura del bosque para escuchar la negra sentencia que Antonio tenía reservada para el borrachín: “Pelón hijo de puta, a ti te toca para la próxima”.
Un hijo del Aramo viaja al este
Veinticinco años después, un tipo bajito, con mirada inquieta y nerviosa salía por las puertas de embarque del aeropuerto de Bucarest. Al hijo de nuestros campesinos del Aramo le faltaba poco para cumplir los treinta. Una beca le había llevado al otro extremo de Europa y allí descubriría otros campesinos y otras montañas, lejanas y al mismo tiempo tan cercanas y tan familiares a lo que conocía. Una chica joven que también andaba por los veintiocho o veintinueve años le esperaba. Tenía el pelo más negro que había visto nuestro pequeño hombrecillo y contrastaba mucho con su piel blanca, casi de porcelana. Tasha tenía unos ojos verdes gatunos y descarados que le intimidaban.
En el traslado del aeropuerto a la ciudad comenzaron a conocerse: “Si quieres los fines de semana podemos hacer algún viaje a Transilvania. Yo soy de Brasov, es un sitio muy bonito con montañas y muchos bosques. Mis padres viven en una pequeña comuna cerca de la ciudad”.
Para ir de Bucarest a Brasov es necesario cruzar la llanura de Valaquia y atravesar los Cárpatos. Muchas veces las carreteras son de tierra y a su alrededor hay pequeñas aldeas –comunas dicen los rumanos–, formadas por casas de madera o de ladrillo pintado. Junto a una de las casas, en el arcén imaginario de la calzada, había una niña pelirrubia sentada sobre una caja de madera mientras su madre vendía los frutos recogidas a la tierra. Vestía con un chándal rosa y unos zapatitos brillantes que mantenía limpios a pesar de la lluvia y el barro que la rodeaba. Se guardaba del frío con un abrigo azul, viejo y raído, y se encogía bajo su paraguas cuando la lluvia venía ladeada. En la llanura valaca y las montañas de Transilvania los campesinos tampoco tenían “casa, ni tierra, ni mulo y ninguna de las herramientas agrícolas”. Y como en Alabama, “es el arrendador quien se lo proporciona” para que los campesinos lo paguen con su trabajo. Solo que aquí el amo no es el señor capital, aquí el amo es el Estado, o sea el partido y su secretario general Ceausescu.
James Agee escribió en Elogiemos ahora hombres famosos: “Aquí está ella, esta tierna e indefensa vida humana, sujeta a su entorno inmediato y todo el temor dilatado de su futuro. Aislada en su peso y carga de tristeza bajo los cuales levanta su cuerpo pequeño hasta ponerse de pie llevando sobre los hombros el peso de todas las extendidas generaciones de sus muertos”.
Antonio Muñiz es politólogo de formación y escritor por devoción. Trabajó en la sección de cultura de ABC y realizó reportajes y entrevistas para la revista digital madrilánea. Máster de Periodismo por la Universidad Complutense, escribe sobre Geopolítica en el blog geese capitol