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Peter Hinde y Betty Campbell: una iglesia para los pobres en América Latina

 

“En América Latina el pueblo nos evangelizó”, es quizá la frase más climática en la que coinciden Peter Hinde y Betty Campbell cuando se refieren a la existencia de una iglesia que reivindique el derecho de los desclasados. Conocedores profundos de la vida en Latinoamérica y residentes en Ciudad Juárez desde hace más de veinte años, Hinde y Campbell, han dedicado su vida religiosa a denunciar la política criminal e injerencista de Estados Unidos –su país– en el hemisferio sur. 

 

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En junio de 1979 el poderío de Anastasio Somoza se tambaleaba y Peter Hinde y Betty Campbell veían caer las bombas sobre Estelí. Desde los cerros vecinos a la frontera con Nicaragua vivían el desenlace de una revolución que buscaba derrotar a un viejo dictador.

 

A miles de kilómetros de allí, Jimmy Carter no sabia qué hacer. Cavilaba cómo sacar con vida a Somoza en los días en que los rebeldes habían anunciado la ofensiva final. Las tropas sandinistas avanzaban hacia Managua y le arrebataban la iniciativa política al antiguo régimen. La victoria de la insurrección era inminente y el pueblo advertía que el tirano no tenía otra opción que elegir entre la muerte o el exilio.

 

Tras una gran presión y miles de muertos, Somoza finalmente renunció al cargo el 17 de julio de 1979 y los nicaragüenses salieron jubilosos a festejar a las calles. El rostro de la vida era otro. Se celebraba el derrumbe del último heredero de una dinastía que había mantenido al país en la ruina  bajo un mando tiránico que duró más de cuarenta años. 

 

Dos días después de su dimisión, Somoza salió del país en un avión militar rumbo a Miami, las tropas sandinistas entraron triunfantes a Managua y se constituyó la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, encabezada por Daniel Ortega Saavedra, un comandante controvertido que marcaría la vida política del país de los últimos años.

 

La anterior es parte de la historia que Peter Hinde y Betty Campbell me cuentan una tarde soporífera de agosto. Hablamos en la parte alta de una loma arenosa de Ciudad Juárez, desde donde se domina el muro fronterizo y algunos edificios ocres y de vidrios ahumados de El Paso, Texas.

 

En la lejanía sobresalen dos moles: Wells Fargo y el Camino Real. Nos hallamos en las antípodas. En un sitio tan lejos de América Central y tan cerca de otro continente sofocado por las canículas del capitalismo donde la vida en verano se derrite entre el sueño y el sol calcinante de las calles

 

La tarde en que los visito, Hinde hornea pan de trigo en Casa Tabor y Campbell cierra la puerta que da al patio donde cosecha tomates, acelgas y otros frutos orgánicos. En un recipiente de plástico, el sacerdote vierte harina integral, harina blanca, leche, miel y dos paquetitos de levadura.

 

Pedro Hinde tiene el cabello gris y noventa y dos años. Sus ojos son de un azul tenue. Viste unos pantalones de dril cenizo y una camisa blanca de rayas austeras. Betty trae el pelo recogido. Es un mujer fuerte. Irradia una especie de rara bravura cuando se refiere a los seres humanos que sufren bajo las suelas del poder. Su mirada es de un azul profundo, como las aguas de un mar que aquí no existe. Más allá del pan, los vegetales y la poca carne que consumen, ambos diariamente se alimentan –afirma Betty– del espíritu y causa de los pobres.

 

Mientras revisa la temperatura del horno, Hinde recuerda el día en que cruzó la línea fronteriza hacia Estelí. La mañana, dice, era húmeda de un día soleado. En uno de los puntos de acceso, los sandinistas no sabían qué hacer con los pasaportes de los extranjeros. Desconocían las leyes migratorias de su país porque apenas se adiestraban en sus nuevas funciones de gobierno.

 

Las oficinas de control migratorio se hallaban destrozadas y todo a su alrededor padecía aún los estragos de la guerra. El sacerdote hacía cola frente a una de las casetas. Uno de los combatientes se acercó a él y examinó su visado. Lo vio de frente. El joven miliciano parecía desconcertado. No encontraba en la aduana nada con que sellar el pasaporte del americano. Finalmente, cogió el documento y escribió a mano en una de sus hojas: FSLN, las mismas siglas que galopaban ya por los telefax del mundo y que los alzados habían pintado unas semanas antes en las paredes de Estelí, una ciudad de extracción campesina, simbólica por haber resistido los mayores ataques de la guardia somocista.

 

Pasados los años, Estelí no es la misma. De un departamento agrícola y pobre, productor de tabaco, ahora se ha convertido en una zona pujante donde los inversionistas traídos por Ortega al país abren hoteles, restaurantes, centros de convenciones, circuitos deportivos y tiendas de franquicias internacionales, florecimiento inédito con sabor a fiebre de oro.

 

La impericia de los guardias con el pasaporte de Hinde en 1979 no presagiaba la bonanza de hoy. En todo caso sus yerros era entonces espécimen de otra señal. Significaban la sensibilidad de los sandinistas de rubricar sin vacilaciones las siglas de un levantamiento que se llevaba en el corazón.

 

Escribir FSLN para destrabar un trámite burocrático constituía un gesto de identidad que la autocracia había arrebatado a los nicaragüenses y que ahora recobraban tras severas batallas y miles de muertos. Según Hinde, en la guerra contra la tiranía y el estado de excepción militar impuesto por Somoza hubo más de 65 mil víctimas.

 

En ese clima, Hinde y Campbell arribaron al país procedentes del Triunfo, una aldea fronteriza ubicada al sur de Honduras. Campbell trabajaba en una clínica donde la comida y la medicina escaseaban. Sin embargo, sus compañeros –un médico costarricense y otras misioneras– se afanaban por salvar vidas y ofrecer refugio a los pobres y a los que escapaban de la guerra. Mientras, Hinde oficiaba en la iglesia local, ayudaba al pueblo en tareas de base y enviaba reportes para Sojourners, una revista ecuménica de carácter crítico, publicada originalmente en Washington D. C.

 

En 1979, antes de llegar a Estelí, para Hinde y Campbell los días y las noches eran de cercana agonía. Desde las montañas vecinas veían los bombardeos de la guardia nacional ensañarse en contra de la población civil, indefensa y desarmada. En momentos en que sus tareas aminoraban, ambos repensaban la historia.

 

Se sorprendían que Nicaragua se desangrara y que nadie interviniera a su favor. Estados Unidos, su país, jugaba en el patio de la dictadura, mientras la opinión internacional, cómplice, volvía la vista hacia otra parte. En ocasiones parecía que Somoza se saldría con la suya y aplastaría la rebelión en un país en donde los cambios profundos eran inaplazables.

 

Eran tiempos de la Nicaragua feudal. En lo económico, su composición era el retrato de un reducido número de terratenientes y una gran masa de campesinos sin tierra. El 2 por ciento de las fincas ocupaban el 40 por ciento de toda la tierra cultivable, mientras otro 50 por ciento de su extensión la ocupaba sólo el 3,4 por ciento de la tierra que los campesinos pobres cultivaban, según registros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

 

Cuando Peter Hinde llegó al país recién cumplía 56 años. Arribó con Campbell como parte de un largo periplo que habían iniciado años antes por varios lugares de Latinoamérica. Ambos habían elegido viajar por aquellos sitios donde la corrosión de las dictaduras destruía la vida de sus habitantes. Su objetivo era recoger testimonios y acompañar al pueblo en su lucha y resistencia contra la opresión.

 

Ahora que hablamos, Hinde acaba de cumplir 92 años y han transcurrido 36 desde el triunfo de los sandinistas. Pero su vitalidad y perspicacia lo hacen parecer un tipo que no rebasa los setenta. Cuando era muy joven, Hinde se desempeñó en el ejército de su país y pilotó aviones de caza tipo P-38 y P-39 en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, su oficio no era la muerte. Un día abandonó las armas y se incorporó a la iglesia, decisión que años después lo llevaría a atestiguar la historia de dolor de una región que adoptó como propia.

 

Desde antes de su llegada a Nicaragua, Campbell y Hinde fueron seducidos por las contradicciones de Latinoamérica. Habían vivido en Perú a inicios de la década de los sesenta y desde entonces tomarían conciencia de la tragedia que horadaba el continente.

 

En los Andes no demoraron en suscribir un pacto con las clases subalternas. Después de haberse sumergido en el subterráneo de la miseria y haber resuelto vivir con los que la padecían, Campbell y Hinde comprendieron que la dictadura somocista, por ejemplo, era resultado de la codicia de las oligarquías bananeras y de la estrategia intervencionista de Estados Unidos en el hemisferio.

 

El olor a pan transforma el paisaje olfativo de la periferia. En Juárez son comunes las tortillas de harina, pero casi nadie utiliza el horno sino es para cocinar pavo en navidad y en el día del Thanksgiving, una celebración sajona que los fronterizos han ido incorporando a su modus party. Lo que sí es habitual en esta babilónica frontera es el ronroneo de los ventiladores (abanicos, en el léxico local), cuyo soplo es incapaz de someter los bochornos de agosto.

 

Después de permanecer varios años en Perú, Hinde y Campbell comprendieron que el origen de la represión en América Latina era producto de la estrategia contrainsurgente delineada por Departamento de Estado estadounidense. El empleo de las dictaduras militares para mantener los mecanismos de dominación y miseria en la zona era parte consustancial del diseño aplicado en una región donde la mayoría de sus habitantes sobrevivía con menos de un dólar al día.

 

Su arribo a Estelí en 1979 convirtió a Hinde y Campbell en unos de los pocos extranjeros que presenciaron el triunfo de la segunda revolución socialista armada más importante en América Latina, después de la de Cuba.

 

Durante su estadía en Nicaragua, después del triunfo sandinista, Campbell, una monja de la congregación Hermanas de la Misericordia, establecería clínicas médicas en diversas zonas del norte del país, mientras Hinde se ocuparía en diversas tareas de base con la comunidad.

 

A Betty y Pedro los conocí en marzo de este año en una manifestación en El Paso, Texas. Entonces, juarenses y paseños exigían a Peña Nieto la aparición con vida de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Al norte del río Bravo se hospedaba a miembros de una caravana emprendida por los padres de los normalistas desaparecidos y un grupo de la comunidad fronteriza demandaba a Obama la supresión de la Iniciativa Mérida, un programa de soporte económico y armamentista que ha contribuido al derramamiento de más sangre en las calles de México y Centroamérica, desde su activación en junio de 2008. Sólo en los primeros veinte meses del gobierno de Peña Nieto se habían registrado más de 57 mil homicidios en el país, según cifras del Semanario Zeta, una prestigiosa publicación de Baja California, cuyo director Jesús Blancornelas fue objeto de amenazas y diversos atentados dirigidos por el cártel de Tijuana.

 

La hermana Betty y el padre Pedro aceptaron hablar de su vida y me citaron un día de agosto en Casa Tabor, una comunidad de contemplación y acción política –según la definen–, ubicada en la Insurgentes, una colonia de extracción obrera al norponiente de Juárez. Colgada de una de las paredes, en lo que es el comedor y cocina de su domicilio, el padre Pedro me enseña una pintura que llama poderosamente mi atención. Se trata de la Última Cena, un retablo vernáculo alejado de la concepción conservadora con que Leonardo da Vinci lo pintó en Milán entre 1495 y 1497, bajo el patrocinio de un criminal de la talla de Ludovico Moro.

 

En esta traslación, al parecer escasamente conocida, aparecen Jesús y sus doce apóstoles compartiendo con mujeres y niños el vino y el pan. La pintura subraya su esencia iconoclasta y apunta la existencia de un cristianismo que camina más allá de sus propias costumbres. Los retratados –mujeres y niños–, inspiran una iglesia tolerante y renovadora cuya praxis no rechaza a los seres humanos ni por su edad ni por su sexo.

 

A ese evangelio sirven Hinde y Campbell desde hace más de cuarenta y cinco años. Su lectura e interpretación de la Biblia a partir de los de abajo los ha llevado a comprender y denunciar la política homicida de su país en América Latina. Inspirados en la teología de la liberación estos religiosos se avecinaron en la realidad y aceptaron que los pobres los evangelizaran.

 

A sus ochenta y un años, Betty pocas veces ha utilizado el automóvil y vive como viven los pobres. Va a la tienda de su colonia a pie y se distingue por mantener estrechos vínculos con sus vecinos. Aunque Hinde es el que hornea el pan, ella siempre está alerta para que el proceso termine sin olas.

 

Son las dos treinta de la tarde. Es agosto. La charla se contagia de un sedoso olor a harina tostada. La miel, el lavadero, la mantequilla, el trastero, el perro abajo de la mesa, todo está en su lugar. En Casa Tabor, el orden y limpieza le dispensan un extraño aire de elegancia a la austeridad. Veo por la ventana. De repente me sorprende estar en este lugar y no tropezar con el paisaje interior de una casa sucia de la periferia tradicional. La atmósfera es apacible. Las discusiones en favor del egocentrismo cobran su cuota en otra parte. Me extasía el silencio. Pienso en Casa Tabor como un sitio inexcusable donde ateos e izquierdistas podríamos cursar alguna asignatura para darnos cuenta de que tan separada vive nuestra teoría de la práctica.

 

Campbell pisó Suramérica por primera vez en 1962. Ese año arribó a Sicuani, un pueblo rural ubicado a cuatro horas al sur de Cuzco. Entonces a Perú la miseria lo carcomía, los jornaleros prestaban su mano de obra barata a los grandes hacendados y los pobres se morían de enfermedades curables en los hospitales sin medicinas. Desde esa mirada, Campbell se percató del origen de la desdicha de los indios.

 

Campbell y Hinde se conocieron cuatro años después en las montañas andinas. Ella laboraba en uno de esos centros depauperados de salud y él, un sacerdote carmelita, se desempeñaba en la pastoral y se entregaba con los hombres del pueblo a las largas y pesadas jornadas en el campo.

 

Allí, ambos, dicen, recibirían sus primeras lecciones provenientes del mundo serrano.

 

Una noche de reunión comunitaria los campesinos les objetaron la presencia de tantos extranjeros en Perú. Procedentes de Estados Unidos y Europa decenas de misioneros llegaban hasta los Andes ansiosos de servir a los pobres.

 

Los lugareños dijeron que cuando alguien llega a una casa o a un país debería ser invitado. Pero para que eso ocurra debe haber una amistad. Y las relaciones, juzgaban los quechuas, no crecen de la noche a la mañana. Deben cuidarse con esmero, como a las plantas, si lo que se busca es que florezcan.

 

Después de su interpelación, los campesinos fueron más allá:

 

—Ustedes no sólo llegaron a nuestra casa, sino movieron nuestros muebles como si fueran de su propiedad.

 

Otro, añadió:

 

—Es más sacaron los muebles de nuestra casa y metieron los suyos.

 

La parábola describía a los intrusos que llegaban hasta la cordillera a imponer su visión del mundo. A su llegada habían construido escuelas, hospitales, iglesias, bajo sus propios arquetipos. Procedían igual que los colonizadores del siglo XVI: trasladaban recetas cocinadas a la vera de su religión para alivio del continente. Su planteamiento se reducía a civilizar una realidad que por ajena suponían inferior a la suya. Creían que la miseria de los indios era resultado de la ignorancia y no del abuso y brutal explotación a que eran sometidos.

 

Los serranos cambiarían la perspectiva de Hinde y Campbell. Ambos empezaron a ver y pensar distinto acerca de mundo al que habían desembarcado. Entendieron que era necesario construir una pastoral que acompañara al pueblo desde el evangelio.

 

Ese ministerio sería el de la hermandad a partir del respeto recíproco. Pero estimaban que para concebir ese vínculo era indispensable vivir y dolerse igual que el pueblo con el que habían resuelto caminar.

 

Renovación de la iglesia latinoamericana

 

Antes de que Betty me muestre –con la alegría de una niña que presume sus mejores juguetes– algunos vegetales orgánicos que siembra en el patio de Casa Tabor (a pesar de la aridez de los climas del norte) Pedro se habría referido a la convulsionada vida en América Latina en los inicios y mediados de los años setentas.

 

En esa época, recuerda, la región vivía su propia reconvención en el tema de la evangelización y su pastoral enfrentaba los mayores retos de su historia.

 

La transformación de la sociedad era urgente frente a un clima de represión feroz e inusual. Era abyecto seguir soslayando los asesinatos, las torturas y las desapariciones con que las dictaduras militares se ensañaban y golpeaban al pueblo para contener su sublevación.

 

Las protestas de los sindicatos, redes estudiantiles y unión de campesinos se radicalizaban en respuesta a la ofensiva del Estado. En Guatemala se extendía la lucha clandestina. Con el Ejército Guerrillero de los Pobres a la cabeza, los estudiantes y los obreros se organizaban en las universidades y en las fábricas. En ese clima de agitación se produciría en la Ciudad de Guatemala la toma de la embajada de España por el Comité de Unidad Campesina (CUC), al frente de indígenas ixiles y kiches.

 

Al hartazgo, Fernando Lucas García, un general adicto al anticomunismo y fanático religioso, respondería con brutalidad inaudita. El 31 de enero de 1980 la policía asaltó la embajada y treinta y siete personas murieron calcinadas, entre campesinos, estudiantes, obreros y empleados de la legación española.

 

Pese a que el escándalo fue mayúsculo y España rompió relaciones diplomáticas con Guatemala, el desalojo no pasó a mayores. La ola represiva continúo hasta desbordarse. En ese país, hasta antes de la firma de los acuerdos de paz en 1996, treinta y seis años de guerra civil costarían más de 150 mil muertos y más de 40 mil desaparecidos. Guatemala obviamente no sería la excepción. La resistencia contra la burguesía se esparcía por el resto de América Latina, mientras la iglesia se debatía para ocupar el lugar que le correspondía en el conflicto.

 

Son las 2:35 de la tarde. Después de que Hinde haga un recorrido detallado sobre los postulados de la Teología de la liberación, Betty me mostrará un mural que levanta en Casa Tabor en memoria de los miles de muertos por la violencia en México. Se entiende que este santuario en la periferia de Juárez, lugar de innumerables asesinatos y levantones en los años recientes, representa un homenaje a las víctimas a quienes hordas del crimen, protegidas y vinculadas al Estado, no sólo arrebataron la vida sino despojaron de su identidad.

 

En julio de 1968, Peter Hinde asistió a la primera conferencia que Gustavo Gutiérrez ofreció acerca de la teología de la liberación en Chimbote, Perú. Allí, el teólogo peruano desnudaría las contradicciones de una vieja polémica que concebía a América Latina como una parcela subdesarrollada. El mayor embuste de esta tesis, señalaría Gutiérrez, consistía en afirmar que sin los estadounidenses y los europeos era inalcanzable que América Latina despertara del atraso. 

 

Dicho planteamiento constituía un mito en sí mismo. La región había dejado de crecer y vivía en peores condiciones que antes de los años sesenta. La pobreza en la zona aumentó con los intereses extractivos provenientes de los países desarrollados, explicó Gutiérrez a los sacerdotes y laicos asistentes a su charla. No era casual que el slogan Alianza para el Progreso acuñado por la Casa Blanca de Kennedy, como etiqueta de un programa asistencialista para el tercer mundo, derivaría en burla al ser definida como la Alianza que Detiene el Progreso. 

 

La conversación con Hinde se desarrolla sin avatares. De vez en cuando él establece un alto en la charla. Se levanta de su asiento, estira las piernas y la espalda. Revisa el pan. A esas horas, a las afueras de Casa Tabor no hay señales de vida. El calor sobrepasa los 38 grados a la sombra. Unos perros se desperezan a las puertas del domicilio de enfrente. Tras la cortina de una ventana de madera se alcanza ver una camper azul de la policía que ronda la manzana.

 

El padre Pedro habla con imágenes. Pareciera un hombre cocido a punta de cruz. Las reminiscencias lo absorben. Su español, cincelado en la periferia de América Latina, no abjura, sin embargo, de un cierto tono refinado a lo largo de su vida sacerdotal.

 

Orientar la discusión teológica por el carril del desarrollo reforzaba una tesis que la realidad había demostrado como falsa desde hacía varias décadas. Referirse al progreso sin que la Iglesia considerara que éste nunca alcanzaba a las mayorías significaba seguir anclado en el pasado de una pastoral conservadora.

 

Para Gustavo Gutiérrez la discusión debía darse en términos de la opresión en que habitaba el pueblo. Y para ello había que replantear el tema de la educación. Una educación liberadora para que la sociedad se emancipara.

 

La lógica de Gutiérrez se suponía imbatible: ¿Podía haber desarrollo en un mundo de seres oprimidos? El cuestionamiento enfrentaba per se viejos paradigmas y marcaba una, al parecer, irresoluble disyuntiva en el escenario del Estado represor: ¿se mantendría la iglesia en su zona de confort mientras concebía el desarrollo como eje de su doctrina y guía pastoral? o ¿se movilizaría al lado del pueblo para transformar la realidad?

 

Gustavo Gutiérrez consideraba la teología como una segunda instancia. La primera era la fe del pueblo en su vida diaria, en su política, en su economía. La teología debía interpretar las escrituras para aproximarse a la realidad. Se trataba de fortalecer una iglesia que no pretendiera organizar al pueblo sino que lo acompañara en su organización, dice Campbell.

 

La iglesia estaba obligada a revertir el papel que hasta entonces había jugado. Caminar al lado de los oprimidos significaba alejarse del de control social que le había asignado el poder. 

 

Necesitaba encontrarse y ejercer un evangelio renovado, desde abajo y junto a los pobres. Esa era la tesis que esgrimía Gustavo Gutiérrez, a quien en los siguientes años se le reconocería –junto a Leonardo Boff, Frei Betto y otros prelados rebeldes del continente– como uno de los mayores teóricos de teología de la liberación.

 

La charla de Gutiérrez marcó a Hinde y a cientos de religiosos latinoamericanos en momentos cercanos a la celebración de la Segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana convocada en Medellín, Colombia. Su inspiración recogía en gran medida los postulados del Concilio Vaticano II, propuesto por Juan XXIII, el Papa bueno.

 

En sus reflexión doctrinal, los prelados reunidos en la Conferencia de Medellín asentaron que la paz era, ante todo, una obra de la justicia. La paz suponía y exigía la instauración de un orden justo en que los hombres y mujeres lograran realizarse como personas, en la que su dignidad fuera respetada, sus legítimas aspiraciones satisfechas, su acceso a la verdad reconocido y su libertad personal garantizada, según asentaba el documento difundido por los prelados después de la conferencia y que causaría revuelo entre el ala conservadora de la iglesia, los militares y la oligarquía latinoamericana.

 

La opresión ejercida por los grupos de poder podía dar la impresión de mantener la paz y el orden, pero en realidad no era sino el germen continuo e inevitable de más rebeliones y guerras. Para que hubiera un desarrollo armónico y civilizado el hombre debía dejar de ser objeto y constituirse en sujeto de su propia historia, se leía en el documento final de la conferencia episcopal, celebrada en septiembre de 1968.

 

Las coincidencias entre Hinde y Gutiérrez crecieron a partir de que ambos creían que la teología era una segunda instancia. Lo primero era la fe del pueblo en su vida diaria, en su vida económica y política. En ese contexto, me dice Hinde, la teología, según Gustavo Gutiérrez, debía servirse de las escrituras para hacer una reflexión sobre la realidad.

 

Betty y Pedro vivieron durante once años en Perú. En 1973, el asesinato de combatientes sociales de izquierda escaló de manera demencial. Detrás de las matanzas, los ajusticiamientos selectivos y las desapariciones forzadas contra aquellos que pretendían cambiar las condiciones en sus países se encontraba la mano del ejército y la clase propietaria. Tras estos actores permanecían, en la sombra, los intereses de Estados Unidos.

 

En su libro Las venas abiertas de América Latina, publicado en 1971, Eduardo Galeano denunció que la Escuela de las Américas, los golpes de Estado, las invasiones, pero también los empréstitos y el control de la natalidad, eran algunas de las medidas por medio de las cuales Estados Unidos intentaba perpetuar su dominio en la zona.

 

Existían claras evidencias de que el Departamento de Estado norteamericano financiaba a las dictaduras militares y entrenaba a sus ejércitos en tácticas contrainsurgentes. Con frecuencia se denunciaba la presencia de agentes norteamericanos vestidos de civil en las mazmorras donde se torturaba a dirigentes sindicales, líderes estudiantiles y miembros del movimiento opositor.

 

A Betty y Pedro esta realidad los obligó a pensar en el regreso a su país. La represión en América Latina obligaba a establecer otras estrategias para hacerle frente. Eran tiempos, dicen Betty y Pedro, de empezar a hacer “misión al revés”.

 

El concepto parecía sencillo. Sin embargo la tarea significaba un esfuerzo colosal.

 

 

Casa Tabor en Mount Pleassant

 

Se trataba de construir una iglesia que desde el ombligo del monstruo cincelara el rostro de las víctimas. No era concebible hablar de los daños del imperialismo norteamericano –una practica de dominación extraterritorial concebida por los gringos para ampliar su influencia y proteger sus intereses en países empobrecidos–, sin que se atendiera la voz de los directamente afectados.

 

Así nació Casa Tabor en Mount Pleassant, uno de los lugares más pobres y violentos al Este de Washington. Desde allí Pedro y Betty desnudarían la máscara del intervencionismo estadounidense en América Latina. Desde sus primeros años, el centro documentó la violencia y elevó los inventarios del dolor hasta las más altas esferas donde se cocinaba la política exterior norteamericana. Hasta los salones del Capitolio, el Congreso, la Conferencia Episcopal y varias universidades prestigiosas llegaron la duras denuncias de Hinde y Campbell.   

 

Mount Pleassant se distinguió en los años sesenta como uno de los sitios marginales más reactivos a la segregación racial. Hinde conocía el barrio a fondo. En la primavera de esos años se había enrolado en el movimiento a favor de los derechos civiles y en contra de la discriminación.

 

En 1965, antes de ir a Perú, Hinde se movía como pez en el agua en medio de una muchedumbre incendiaria que gritaba y se enfrentaba a la policía. Después de dejar el seminario, ese fue mi segundo noviciado, dice ahora.

 

Su simpatía por los derechos de la raza negra lo llevó a participar en la Marcha sobre Washington, una manifestación histórica que movió la conciencia anglosajona. El 28 de agosto de 1963, más de 250 mil norteamericanos se concentrarían frente al Capitolio. Exigían el fin de la segregación racial y la promulgación de leyes que protegieran los derechos civiles.

 

Considerada como la mayor concentración norteamericana de todos los tiempos, al final de la marcha llegó el momento álgido: I Have a Dream, el famoso discurso pronunciado por Martín Luther King en favor de su estirpe.

 

La disertación de Luther King fue considerada en su tiempo como una de las más acabadas piezas de oratoria política norteamericana. Sólo ha sido comparada con Gettysburg Address de Abraham Lincoln, un famoso discurso pronunciado en Pensilvania en noviembre de 1863 y que invocaba el principio de igualdad entre los hombres.

 

Inspirado en esa ola, Hinde viajó a Latinoamérica en 1965, vivió largos años en Perú y regresó a su país para hacer comunidad. Esa es la génesis de Casa Tabor, que abrió sus puertas en 1973 y durante casi una década se convirtió en una plataforma religiosa para los pobres en Washington D. C.

 

Sus fundadores coinciden en que la idea central era formar una pastoral distinta. Su trataba de informar al pueblo norteamericano cerca de la violencia que Estados Unidos ejercía en América Latina. Se buscaba educar a fieles de todas las religiones sobre la existencia de un territorio concebido como lejano y desconocido.

 

Muchos jóvenes pobres se unieron a nuestra causa, dice Hinde. El trabajo era duro. Casa Tabor no disponía de recursos económicos y no recibía ningún tipo de financiación. Sus integrantes pintaban casas en otros barrios para conseguir recursos y sostenerse. Se negaban a recibir fondos del poder porque sabían que la única vía de la independencia se conseguía evitando estirar la mano en mundo movido por el dinero. Mientras los hombres pintaban casas, las mujeres trabajaban, algunas como enfermeras durante distintos horarios.  

 

Desde los primeros meses de su fundación, Casa Tabor en Mount Pleassant comenzó a albergar gente de Argentina, Guatemala, Chile, El Salvador, Uruguay que huía de sus países. Eran perseguidos políticos, entre religiosos y dirigentes de izquierda, a quienes Betty y Pedro ofrecían refugio y ayudaban para que se conocieran las historias de violencia y represión que traían consigo.

 

Mientras pintaban paredes en los alrededores, Pedro y Betty y la comunidad de base organizaban manifestaciones públicas. Se apostaron frente a las embajadas de países latinoamericanos gobernados por militares para exigir el cese del genocidio. Sus acciones les costaría a ambos interrogatorios, juicios y cárcel.

 

Hasta Washington llegaban noticias de que simpatizantes y miembros del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, una agrupación guerrillera y cabeza de la revolución, eran secuestrados y asesinados por policías y militares al servicio de la burguesía salvadoreña.

 

La violencia del Estado en contra de opositores sacudía a la sociedad civil de manera indiscriminada. De agosto a diciembre de 1980, en San Salvador se asesinaron a doce mil personas, según datos de organismos de derechos humanos, cuyos algunos de sus miembros laboraban en la semiclandestinidad debido al clima de violencia imperante. No era de extrañar que en ese escenario los procesos electorales fueran manipulados por los oligarcas. A la sociedad se le acababan las opciones. Parte de ella se radicalizó al hallar en la guerrilla una posibilidad de cambio profundo.

 

En ese país, como otros del área, la brecha entre ricos y pobres se ahondaba en proporción directa a la codicia de la clase dominante. La riqueza se concentrada en pocas manos. Según algunas estadísticas, el 10 por ciento de la población poesía el 80 por ciento de los beneficios de la producción mientras el resto se moría de hambre en un país de corte agroexportador, cuya producción estaba destinada al mercado estadounidense.

 

Recién abiertas sus puertas, Casa Tabor era consciente de que había necesidad de que el mundo se enterara, por ejemplo, de que en el Salvador, un país de menos de cinco millones de habitantes –un población similar a la del estado de Chihuahua–, una porción importante huía para ponerse a salvo de la muerte. Para la hermana Betty y el padre Pedro era apremiante que la gente perseguida denunciara las atrocidades de que eran víctimas para que sus reclamaciones derribaran la valla insondable tras la cual se cocinaba la política exterior norteamericana.

 

Ambos recuerdan a algunos de esos perseguidos que llegaron a Casa Tabor y que consiguieron que se prestara atención a su voz en la Conferencia Episcopal y el Congreso de Estados Unidos. Entre tantos, Betty menciona a Laura Bonaparte, quien llegó a Washington D. C. en 1977 con la aflicción de una madre a quien el régimen de Jorge Videla en Argentina había hecho desaparecer a su esposo, a dos hijas y a un hijo mayor.

 

La policía no se conformó con arrebatar la vida de los vástagos de Bonaparte, cuenta Campbell. Los borró del país junto a sus parejas. Siete personas de los que jamás se supo y cuya desaparición convertiría a Bonaparte en una de las madres de la Plaza de Mayo, símbolo de la defensa de los derechos humanos en su país y en el mundo.

 

El 23 de junio de 2013, día de su deceso, Página 12, el periódico de mayor circulación en Argentina, destacó la trayectoria de Laura Bonaparte como una mujer que entregó su vida a la Operación Santuario, un proyecto surgido en los años setentas para mantener viva la memoria de los desaparecidos.

 

Bonaparte, después de perder a su familia, se desempeñó como observadora de Amnistía Internacional en los campos de refugiados en El Salvador y en la frontera con Guatemala. Según el periódico, Laura viajaría más tarde a Líbano para expresar su rechazo a las violaciones a los derechos humanos y en Bosnia acompañó a las mujeres musulmanas, cuyas familias habían sido víctimas de la política de exterminio étnico de serbios y croatas.

 

En el año en que Bonaparte estuvo hospedada en Casa Tabor, llegó también Chencho Alas, un sacerdote salvadoreño que antes de salir de su país había sido apresado y torturado por la Guardia Nacional. Su vida quedo a salvo gracias a Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, quien intervino a tiempo para que Alas buscara refugio en Estados Unidos.

 

En Casa Tabor estuvo hospedado Jerry Bryan, un sacerdote norteamericano que trabajaba como obrero en una fundición en Chile. En los tiempos de Augusto Pinochet, Bryan, sindicalista, además, ayudaba a los obreros chilenos a organizarse en contra de la dictadura. Fue descubierto y perseguido por miembros de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), la temible policía secreta de régimen. Bryan logró salir del país y llegar hasta Washington.

 

En sus días en la capital norteamericana, Bryan, acompañado de Hinde y Campebll, visitó la Conferencia Episcopal para denunciar a la dictadura chilena. Su estancia en el lugar coincidió con la presencia de Raúl Silva, obispo de Santiago, un prelado que defendió la dictadura ante una comisión de la Conferencia Episcopal.

 

El argumento central de Silva fue que Pinochet usaba la fuerza para salvar a Chile del Caos. Bryan, designado traductor al inglés del obispo Silva, desmintió en el acto al jerarca de la iglesia chilena y en su alocución pormenorizó, con nombres y fechas, el largo historial de violaciones a los derechos humanos cometidos por la policía del dictador.

 

En agosto de 2011, treinta y cuatro años después de las denuncias de Bryan, la comisión Valech entregó a Sebastian Piñera, ex mandatario de Chile, un informe en el que se contabilizó más de 40 mil víctimas –entre asesinados, torturados y desaparecidos– durante el régimen de Pinochet. La Comisión Valech, que lleva es nombre en honor del Obispo Sergio Valech que la presidió hasta su muerte, es una institución interdisciplinaria integrada por especialistas cuya labor ha sido reconocida en el mundo por  documentar de manera rigurosa las atrocidades cometidas por Pinochet.

 

Entre 1975 y 1976 Hinde y Campbell decidieron recorrer América Latina de vuelta. Con excepción de Brasil, visitaron la mayor parte de países donde seguían gobernando los militares. Su objetivo era recoger de primera mano nuevos testimonios de la realidad para darlos a conocer en su país.

 

—Pasamos seis meses pidiendo hospitalidad en lugares donde la iglesia estaba perseguida, sabíamos que donde la iglesia era acosada había más lucidez sobre la realidad –cuenta Hinde, con las manos en las rodillas y la mirada puesta más allá de la ventana frontal de Casa Tabor.

 

La información recogida por Hinde y Campbell la difundirían a su regreso en universidades y congregaciones religiosas. Muchos jóvenes norteamericanos prestaron oídos a las denuncias de ambos. Se sorprendían de cómo Hinde y Campbell traducían a su idioma la ferocidad con que las dictaduras eliminaban a sus opositores.

 

Décadas antes de que en México irrumpieran los Zetas en el negocio de la droga y la muerte espeluznante, la Escuela de las Américas con sede en la zona del canal de Panamá entrenó a cientos de militares latinoamericanos en métodos de tortura, asesinatos y desaparición forzada.

 

Desollar personas para los escuadrones de la muerte era algo así como cortarse las uñas. Su algarabía era tan demencial que cantaban canciones de cuna mientras se ensañaban contra sus opositores en las salas de tortura. Centenares de mujeres fueron sometidas a suplicios inimaginables. A las embarazadas se les introducía botellas en la vagina para sustraerles el feto de la matriz. Otras dieron a luz en centros de seguridad donde agentes de Estado, después de asesinarlas y hacer desaparecer sus cuerpos, les robaban a sus hijos recién nacidos a quienes sus familiares nunca volverían a ver.

 

Desde 1978 Campbell y Hinde regresaron cada año a Centroamérica. Mientras recopilaban testimonios, Campbell ayudaba como enfermera en clínicas en los barrios pobres y Peter se comprometía con las pastorales de base y escribía informes acerca de lo que veía para enviarlos a su comunidad.

 

Unos meses antes de que cayera la dictadura somocista, Betty Campbell y un grupo de activistas en Washington invadieron las oficinas del Fondo Monetario Internacional. Protestaron con el objetivo de frenar el envío de más ayuda al dictador por parte del gobierno norteamericano.

 

Estaba claro que los días de Somoza estaban contados y que su permanencia en el poder en gran medida dependía del apoyo financiero de los americanos. Sin embargo, las exigencias de los activistas no fueron atendidas y el FMI programó una partida de 60 millones de dólares para el gobierno nicaragüense. Eso fue en mayo de 1979. Dos meses después, Somoza caería y limpiaría las arcas del país. En su estampida a Miami, el dictador, además, se embolsaría el préstamo de los americanos.

 

Betty Campbell fue acusada por una corte norteamericana de invasión de un edificio federal. Mientras se instruía un juicio en su contra, Campbell salió del país. En Nicaragua investigó en el Banco Central sobre el paradero de los fondos. Encontró evidencias del latrocinio. Para evitar el escándalo, el gobierno norteamericano levantó los cargos contra Campbell y decidió suspender la causa. Finalmente, los que pagaron los costos en este caso fueron  los contribuyentes norteamericanos cuyo dinero –quedó demostrado– el gobierno de su país lo usaba para sostener sátrapas y sus intereses en la zona.

 

A mediados de 1980 miles de salvadoreños huían hacia las montañas en la frontera con Honduras a raíz de la agudización del conflicto. En el primer trimestre de ese año, Pedro y Betty estaban nuevamente de regreso en el país. Uno de los centros de derechos humanos independiente pidió su ayuda para investigar una masacre cometida contra civiles a orillas del río Sempul. Los periódicos no informaban de qué había pasado y pocos sabían lo que había ocurrido en ese paraje una tarde humedad y calurosa de mayo.

 

Los sobrevivientes contarían a Hinde y Campbell escenas dantescas a cerca de la masacre.

 

Más de 600 civiles –entre hombres, mujeres y niños– habían sido asesinados antes de que lograran cruzar la frontera con Honduras. En días previos al 14 de mayo de 1980, el Ejército habían acordonado una área de varios kilómetros a la redonda, en inmediaciones del caserío Las Aradas. A los lugareños se les hizo sospechoso y decidieron huir.

 

La estrategia paramilitar funcionó al dedillo. Los soldados acorralaron a los pobladores a la orilla del río, mientras la milicia hondureña cerraba la pinza en el otro extremo. Antes del mediodía cientos de civiles fueron cayendo en la trampa. Dos helicópteros de lado salvadoreño los perseguían y les disparaban.

 

Meses después se filtraría a la prensa un acuerdo entre militares de ambos países y estrategas norteamericanos. La tarea de Estados Unidos consistiría en persuadir al ejercito hondureño para que “taponeara” la frontera, bajo el argumento de que eran simpatizantes de la guerrilla a quienes se perseguía.

 

La masacre del río Sempul es recordada por su crueldad. Los soldados se ensañaron con los niños. Como si fueran balones de fútbol, los lanzaban al aire y les disparaban desde tierra después de haberlos arrebatado de los brazos de sus padres. Sus cuerpos fueron arrojados al río. Las aguas arrastraron a por lo menos a 200 menores, dijeron algunos sobrevivientes a El Faro, un periódico digital independiente de la capital salvadoreña que regresó a la zona para indagar décadas después sobre los hechos de aquel 14 de mayo.

 

A pesar de que la matanza de Sempul ha sido considerada como una de las más brutales ocurridas en América Latina en tiempo de las dictaduras militares, hasta la fecha, en la era de las democracias, ningún tribunal ha encontrado ni juzgado a los culpables.

 

Días después de la masacre un grupo de sacerdotes capuchinos redactaron un documento en el obispado de Santa Rosa Copán. Los religiosos ofrecieron en su escrito pormenores de la matanza. El ejercito hondureño inmediatamente desmintió el informe de los religiosos.

 

La indiferencia de los grandes medios ayudó invariablemente al impenetrable silencio que rodeó la matanza. Pero no era de extrañarse. Cuando cosas de estas suceden los periódicos, la radio y la televisión se adecúan a las exigencias del establishment. Sempul no fue la excepción. A raíz del informe de los capuchinos, el New York Times publicó sólo dos pulgadas de la información perdida en una de sus páginas interiores. El resto de la prensa ignoró la masacre.

 

Contra viento, los testimonios recogidos por Campbell y Hinde fueron cruciales para que sus coetáneos se informaran de lo sucedido en un país tan alejado del suyo.

 

Los esfuerzos de Hinde y Campbell –quienes viven desde hace más de veinte años en Ciudad Juárez– fueron reconocidos por Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador. En los meses previos a su asesinato, el prelado enviaría a ambos sendas cartas donde les agradecía “la fraternal acción de las personas que (en Estados Unidos) trabajan por la realización de la justicia en Centro América”

 

“Felicito y alabo la obra realizada por Usted y el P. Pedro en la frontera de Honduras con Nicaragua, porque indica el amor suyo a la Iglesia de Centro América, y estimula los esfuerzos pastorales nuestros para no dejar sólo a este pueblo sediento de libertad y justicia y, al que hay que alentar en los inagotables recursos de su fe, para que se encamine por los esfuerzos del evangelio en su justa lucha por conseguir el pleno goce de sus más sagrados derechos”, escribiría Romero a la hermana Betty Campbell, en una carta fechada el 30 de enero de 1980, exactamente 54 días antes de su asesinato por la ultraderecha salvadoreña.

 

Incansable, Hinde fundaría junto a Daniel Long, pastor Luterano, y Paddy Lane, activista protestante, la organización Cristianos por la Paz (CRISPAZ), un organismo nacido en octubre de 1984 en San Salvador, dedicado, según su ideario, a construir puentes de solidaridad entre la iglesia y comunidades pobres y marginadas de ese país. Desde su nacimiento, CRISPAZ se ocupó de proveer refugio a gente desplazada de sus comunidades por efectos de la guerra. 

 

En el verano de este año encontré a Betty y Pedro con carteles en las manos en la intersección de  San Antonio y Campbell, dos calles céntricas de El Paso. Hasta ese lugar, frente a la sede del gobierno estadounidense, acuden desde hace varias décadas –todos los viernes– para exigir cesen las guerras declaradas por su país en contra de los débiles del mundo.

 

Betty y Pedro llegan en camión desde Juárez. Cruzan la línea que separa a México de su país y se reúnen con un grupo de veteranos activistas. Se reparten las pancartas. Su protesta es silenciosa. Algunos automovilistas los saludan con el claxon. Con determinación, mientras millones de sus coterráneos viven en la Disneylandia del crédito y confort, ellos levantan la voz en contra de la guerra. Exigen que su país se retire de los lugares que ocupa en el mundo por la fuerza. La permanencia de Betty y Pedro en la calle, como la de sus compañeros de vigilia, es un reclamo ético. Digno. Una necesidad de la fe de no callarse ante las injusticias.

 

 

 

 

Juan Carlos Martínez Prado nació en Guadalajara, Jalisco, México (y reside desde hace 25 años en Ciudad Juárez, Chihuahua). Es periodista independiente y ha publicado en varios periódicos mexicanos. Algunos de sus textos han aparecido en publicaciones como The ClinicReplicante o @juárez. En FronteraD ha publicado, entre otros, Ayotzinapa: la justicia que no llega para los 43 estudiantes mexicanos desaparecidosGolem. La música que despierta en el desierto de Ciudad JuárezLa Juárez: la debacle de una calle a la orilla del imperioCiudad Juárez, pandilleros o víctimas de la desocupación.

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