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ArpaGaviotas de la mar de Madrid

Gaviotas de la mar de Madrid

Este es un relato propio de nuestra época, sobre la desmesura del ser humano. Dos palabras son las que vertebran este relato: mierda y mar, nunca antes unidas de tal manera.

Mar

De pequeño me encantaba ver las gaviotas en el mar. Me ilusionaban mucho los viajes que hacía con mi familia desde el centro hasta los finales de España, donde acababa todo y empezaba el mar, donde volaban aquellas gaviotas marinas, tan blancas y grises.

En esos viajes, cuando intuía junto a mi hermana que quedaba poco tiempo, pues empezaba a oler a mar al abrir las ventanas, desde el asiento de atrás recordábamos a nuestros padres que nos dijesen cuál era la última curva antes de ver, al fin, el mar, tan inmenso y azul.

Unos quilómetros más y habremos llegado al final del viaje, decían, mirad allá.

Y el mar. Y las gaviotas.

Aquellos pájaros que sólo volaban allí, siempre junto al final, planeando con tranquilidad en grupos o solitarios. Su vuelo de vuelta siempre a tierra. Como suspendidas e inmóviles mirando al horizonte o hacia el mar en calma o violento. Porque al volver por las carreteras negras hacia el interior de España dejaban ya de verse. Sí había mirlos, gorriones o vencejos, que volaban de otras formas y con otros colores.

Ellas quedaban atrás. No podrían dejar sus mares, pensaba.

Porque de las gaviotas recuerdo sobre todo su volar. De forma tan bonita lo hacían que me quedaba durante horas viéndolas en el cielo azul, sobre todo al atardecer, cuando ya no quemaba el sol. Volaban solas, leves y blancas. Hacían que el viento las llevase donde quisiesen. Volaban para adentrarse y volver, tornadizas. Volaban de forma tan elegante que pasaban a formar parte del sonido y el olor del mar. Volaban a donde querían, parecía. Gaviotas y mar: el mar y todas las gaviotas. Luego, en ocasiones, se lanzaban al agua en picado a por peces o se posaban en tierra para descansar. E irse.

Y aquel sonido siempre del mar y de ellas. Y el olor.

Mierda

Pero un día de primavera, ya mayor y con los recuerdos de niño siempre, en un autobús a Alcalá de Henares, la ciudad más grande al este de la provincia de Madrid, alcé la vista: vi en lo alto a varias gaviotas planear. Sí.

No entendía, aunque ya fuese muy mayor, que estuviesen tan lejos. No podía ser. No.

Por eso me bajé cerca del río Henares y las seguí caminando, porque volaban igual que frente al mar, altas y blancas, tan elegantes y bonitas. Debían ser las mismas. Era el recuerdo lo que seguía, pero alterado por el paso tiempo. Gaviotas fuera de su mar, tierra adentro. 

Y aquel día hacía un azul absoluto en el cielo.  

Pero del río iban al vertedero, donde llegaba basura de todo el este de la provincia. Porque estaban allí. Me acerqué al recinto y entré por un agujero en la valla hecho para pasar y ver qué se podía encontrar. No había nadie, parecía. Sólo las gaviotas, que continuaban volando, pero pocas, tres o cuatro. Dentro olía tan fuerte que tuve que quitarme la camiseta y anudármela en la cara. Olía a chicle de fresa industrial muy podrido. Olía a dulce violento.

Distinguir entre la basura era difícil, muchos colores, pero recuerdo la cabeza de un astado en su marco. El terreno era blando, pisar no era fácil. Subí una montaña de basura. Vi todo el vertedero desde lo alto: allí estaban la mayoría de las gaviotas posadas y comiendo, algunas volaban, pocas. Llegó un camión que, supongo, se dedicaba a aplastar la basura. No había personas, sólo yo y el conductor, que era máquina para ellas.

Huyeron ellas.

Echaron a volar y entonces las vi de nuevo, como de pequeño, sobre el cielo azul, tan azul aquel día, a las siete de la tarde, volar como entonces, como en sus mares y sus playas de verdad al atardecer. Las vi planear entre lo azul y yo, irse de allí, del olor a mierda; aunque luego volverían a comer de nuevo, tranquilas ya.

Verlas allí, todas, en aquel lugar de mierda, en nuestra basura organizada, hizo, de verdad y sin duda, que recordase el olor del mar, aunque fuera entre tanta mierda. Aquel olor por una imagen y su recuerdo duró un instante, porque hacia el cielo eran ellas, eran aquellos mares con mi familia, tan lejanos de Madrid.

Pero agachar la mirada, retornar, volver a respirar y oler de nuevo, esta vez a asco.

E irme y huir.

III

Otro día, en Madrid, en la capital, me contaron que sí es verdad que hay gaviotas en la provincia, que empezaron a llegar muchas de ellas sobre todo a partir de los noventa, con la entrada de España en la Unión Europea y el imparable desarrollo económico, y que cada vez vienen más. Dicen que hay más de cien mil.

Sí, yo había visto unas cincuenta, les dije.

Me dijeron que subieron remontado los grandes ríos, el Tajo hasta aquí, que recorren los ríos desde el mar para adentrarse en la tierra, como si fuesen sus carreteras, para buscar más comida, que escasea allá. Que tuvo que haber alguna que se aventuró, con la suficiente hambre, poco a poco por los ríos.

Claro, el Henares remontaron también aquellas, pensé, pues luego la corriente va al Jarama y al Tajo hasta el mar de Lisboa, de donde vinieron.

Me contaron que hay sobre todo dos tipos, con nombre muy bonitos, poéticos incluso, pues a unas las llaman gaviotas reidoras y a las otras las sombrías, que las primeras llevan aquí desde los años cincuenta y las segundas desde los noventa, todas. Dicen que estas gaviotas llegan en invierno desde las zonas más frías de Europa para hacer, como explican los biólogos, la invernada en la Península Ibérica, y muchas llegan a Madrid, y aquí se quedan. Han descubierto que duermen, los dormideros dicen los científicos, en los lagos y lagunas cercanos a la capital, y que comen en los comederos, es decir, en los vertederos, porque ahí la comida es infinita, sin límite. Algunas van a comer restos de pescado de verdad a Mercamadrid.

Nuestra comida, nuestra basura, aunque sobre todo ellas coman trozos de pollo.

IV

Y el último día me llevaron a donde duermen las gaviotas del mar en la provincia de Madrid. Fuimos hacia el norte desde la capital, a Manzanares el Real, donde se encuentra el embalse de agua de Santillana. Hacía mucho frío y azul en el cielo.

Y allí las vi de nuevo, estaba atardeciendo, llegaban en bandadas enormes después de comer entre la basura de los vertederos de la provincia. Grupos enormes que volvían al agua para dormir. Debían ser entre veinte mil y treinta mil. Volando de vuelta a sus nuevos hogares.

Porque las gaviotas cuando duermen lo hacen flotando sobre el agua, en el centro del embalse o la laguna que sea, formando grupos para darse calor y pasar una buena noche. Dicen que flotan para que no las ataquen, pero también es para no olvidarse del todo del agua del mar.

V

Al amanecer volverán a volar de nuevo hacia los basureros que nosotros hemos organizado. Y cuando deje de hacer frío volverán al norte a criar gaviotines. Las que no lo hagan se quedarán cerca de Madrid. Y harán que el mar parezca más cercano.

Pero no es verdad.

Porque es una mierda.

¡Viva el Mar!

En la parada de autobús de Manzanares el Real que se encuentra enfrente del embalse, cerca del restaurante El Rincón del Alba, cuyo dueño vino desde el mar de Punta Umbría, y a escasos metros de cientos de miles de gaviotas, alguien ha escrito en el cristal:

¡Viva el Mar, joder!

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