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La Ruta de los Balcanes… El viaje a ninguna parte de los refugiados

El flujo migratorio procedente de diferentes países de Próximo Oriente y Asia ha consolidado en los últimos meses su línea de acceso a Europa a través de los Balcanes. Decenas de miles de refugiados sirios, afganos, iraquíes, paquistaníes y, en menor medida, eritreos y somalíes, recorren, a la búsqueda del ansiado El Dorado alemán, un vericueto de áreas de registro y tránsito –eufemismo “de la acción humanitaria” para denominar a los campos de atención al refugiado en esta región–. La insistencia de los gobiernos implicados y de las principales organizaciones internacionales encargadas de las cuestiones de refugio y asilo acerca de esta definición tiene un interés claro: en Europa no hay campos de refugiados. Aunque lo parezcan, no podemos asumir una Europa, ni siquiera en su periferia, con campos que recuerden a aquellos de los ignominiosos años cuarenta.

 

En un frenético y agotador viaje, cientos de miles de personas arrastran a sus familias a lo largo de miles de kilómetros atravesando fronteras cada vez menos accesibles, mientras el problema migratorio amenaza con convertirse –si no lo es ya– en la mayor crisis humanitaria en lo que va de siglo.

 

Los datos son claros. Según OCHA (Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios), UNHCR (el Alto Comisionado de la ONU para los refugiados) y la IOM (la Organización Internacional de las Migraciones), en la primera semana de febrero, 8.531 refugiados llegaron por mar a las costas griegas, 16.717 pasaron la frontera Macedonia, 16.426 cruzaron a Serbia, 17.966 alcanzaron Croacia y 16.744 Eslovenia. Por su parte, la política de cerrazón de Hungría arroja la lacónica cifra de 376 entradas en el país durante las mismas fechas. El mensaje para los grupos políticos y sociales más conservadores también es claro. Cerrar las fronteras funciona como medida “profiláctica”. Peligrosa premisa, sin duda. Pero el ejemplo parece haber tenido su eco y a finales de febrero, de nuevo, las fronteras de Macedonia se cerraron al tiempo que comenzaba la selección de aquellos refugiados, en especial afganos, que no podían continuar su viaje o que debían ser devueltos a su lugar de origen.

 

La política migratoria está chocando con el afloramiento de la desigualdad de pareceres e intereses tanto en Europa como en su periferia. Mientras una Europa cada día más enrocada se amuralla y recrudece su política de asilo y refugio, los líderes de la Unión tratan de convencer a los países limítrofes –ávidos de contentar a Bruselas para facilitar su futura adhesión– de la necesidad de que multipliquen la atención y acogida de refugiados. No en vano los principales pretendientes a integrarse en la Unión –Turquía, Macedonia y Serbia– son los países a través de los cuales se está organizando el flujo de migrantes y refugiados.

 

En noviembre de 2015 el ejército esloveno comenzó a levantar vallas en sus fronteras, especialmente en Obrezje, al oeste de Zagreb, y en torno al paso fronterizo de Gibina, principales pasos hacia Austria y Alemania. En enero de 2016 Macedonia ultimaba el cierre del perímetro de sus fronteras con Grecia con una doble línea de altas vallas y concertinas. La postura de Hungría ha sido más radical, cerrando su frontera y fortificándola para evitar el flujo migratorio “incontrolado”. La postura del presidente Viktor Orbán es clara, según ha declarado en varias ocasiones a los medios: “los inmigrantes, principalmente musulmanes, suponen una amenaza a la prosperidad de Europa, a la seguridad y a los valores cristianos”. La postura turca no es menos clara, como se desprende de las reiteradas peticiones de Ankara en las reuniones mantenidas con líderes europeos. Turquía quiere dinero de Bruselas a cambio de frenar el flujo de migrantes a Europa, pero también ha advertido a los 28 de que Turquía no se convertirá en un campo de concentración para refugiados”.

 

Por otro lado, aunque silenciado por la mayor parte de los medios de comunicación, algunos países recuerdan las fatwas de algunos imames como la propagada en septiembre de 2015 por el sheikh Muhammad Ayed en la mezquita de Al-Aqsa de Jerusalén, incitando a los migrantes a “reproducirse con los europeos para conquistar sus países”. Otros medios, citando a grupos de la comunidad de inteligencia, han difundido supuestas escuchas en las que el ISIS (Estado Islámico) amenazaba, ya en febrero de 2015, con inundar Europa con medio millón de refugiados. La política del miedo al otro y la evidente tensión antiterrorista en Europa parecen ser alguno de los principales eslabones de esta frágil cadena del flujo de refugiados.

 

Pero cuando uno se acerca a buscar datos de primera mano, cuando recorre kilómetros junto a miles de familias, descubre dos cosas de gran interés. Por un lado que son precisamente eso, familias, las que están desplazándose en esta nueva oleada de refugiados; muchas de ellas familias con cierto nivel adquisitivo. Por otro, que el viaje en sí no es un regalo y que todo se paga, a veces, incluso, multiplicando astronómicamente su precio.

 

Y mientras tanto los siempre efervescentes Balcanes vuelven a estar una vez más en el ojo del huracán, amenazando, silenciosamente, con hacer regresar la inestabilidad a una zona a la que Europa parece llegar siempre tarde. Pese a la normalización, para algunos países las luces de alarma están encendidas.

 

En países como Macedonia o Serbia, con una media salarial mensual que ronda poco más de los 200 euros, índices de paro muy por encima del 22%, más del 20% de la población en el umbral de la pobreza y una base económica anclada primordialmente en el sector servicios (60%) y en una industria (20%) en claro retroceso, los refugiados se presentan como una oportunidad más de negocio, no sólo para las redes organizadas en torno al paso de ilegales –en su mayor parte procedentes de Marruecos y Argelia–, sino también en torno al flujo legal de refugiados donde un taxi o una cajetilla de tabaco puede ver multiplicado su precio hasta más de un 400%.

 

Pese a que los medios marcan el interés informativo creando la noticia, en el mes de febrero los refugiados, lejos de haberse desvanecido, han pasado a integrarse en una nueva fase de burocratización y normalización de la que poco se ha dicho y en la que los controles fronterizos ejercidos por los países implicados y la gestión de las “áreas de tránsito” por ACNUR e IOM han contribuido a que los movimientos se desarrollen de una forma administrativamente más ordenada. El flujo de refugiados se distribuye a través de tres puntos: entrada, tránsito y salida, gestionados por cada país o de forma conjunta por los países fronterizos y las organizaciones de ayuda a los refugiados (UNCHR) y migrantes (IOM) con la colaboración de otras organizaciones no gubernamentales implicadas –Save the Children, UNICEF, MSF y la Cruz Roja, principalmente–.

 

La situación ha sobrepasado, empero, la capacidad de reacción de todos los gobiernos y el cierre, intermitente o total, de fronteras por parte de algunos gobiernos ha contribuido a crear un clima de miedo, incertidumbre e inquietud entre los propios refugiados. A principios de febrero y de nuevo a mediados del mismo mes la frontera de Grecia con Macedonia permaneció cerrada durante una semana y más de un millar de personas se hacinaban en una estación de servicio en la autopista E-75, a poco más de 11 kilómetros del paso fronterizo de Gevgelija.

 

En este punto, los refugiados, desesperados, trataban de alcanzar a pie la frontera por Idomeni a pesar de haber pagado íntegro el billete de autobús griego. El problema residía en que el gobierno macedonio había decidido cerrar la frontera, entre otras cuestiones ante las presiones de los taxistas y los transportistas de autobuses tras la polémica decisión gubernamental de que todos los desplazamientos de refugiados debían realizarse por ferrocarril.

 

Cuatro días después, y ante la imparable presión de los grupos de refugiados que salían de Turquía huyendo del recrudecimiento de los combates en el norte de Siria, la frontera volvió a abrirse y el flujo de refugiados se normalizó de nuevo. Mientras, en Macedonia, las protestas de transportistas y profesionales del taxi se recrudecían. Cada cual reclamaba su parte del pastel… y parecía que no había pastel para todos. Porque hay una evidencia indudable. En todos los conflictos que implican desplazamiento de refugiados la periferia se enriquece, bien a través del mercado negro, como pudimos documentar en la frontera de Siria y Turquía, bien a través del tráfico de inmigrantes o, de forma más notable, mediante la inflación del precio de todo tipo de productos y servicios al refugiado.

 

En la actualidad, una vez normalizado el movimiento, desde la localidad fronteriza griega de Idomeni los refugiados pasan al área de tránsito macedonia de Vinojug, cerca de Gevgelija, para allí poder tomar un atestado y sucio tren especial –exclusivo para refugiados– que, en cinco horas, les traslada a Tabanovce, en la frontera serbo-macedonia. Aún cuando los precios para este trayecto, anunciados públicamente en las taquillas de la propia estación de Gevgelija, son de 10 euros, a primeros de febrero el coste del viaje se situó en 25 euros por persona, siendo gratuito para los niños menores de 10 años. Las condiciones de hacinamiento y falta de salubridad del tren son manifiestas, suponiendo un riesgo para los centenares de niños que, diariamente, deben viajar sentados en el suelo y amontonados en los desvencijados y penosos vagones. Aún cuando la capacidad para el tren se estima en 400 personas lo normal es que en cada trayecto embarquen entre 750 y 1.000 personas como mínimo, las mismas que en este proceso tan imparable como ordenado se desplazan diariamente de frontera a frontera.

 

Según Risto, taxista de Gevgelija, el interés del gobierno por ordenar el flujo de refugiados a través del ferrocarril implica, además de intereses particulares por parte de algunos magnates cercanos al gobierno del primer ministro Nikola Gruevski, un perjuicio grave para los taxistas y los transportistas de carretera que han visto limitadas sus posibilidades de participar en el jugoso festín del transporte de miles de personas. Por su parte, el gobierno de Macedonia, ha esgrimido la medida como un intento por controlar y reducir el tráfico irregular de personas por su territorio. Para Gorhan, un joven serbio musulmán de Miratovac, graduado en gestión de empresa y que ante la falta de trabajo en la región aprovecha para hacer de taxista, la situación en Serbia se plantea algo más esperanzadora, pues de momento el gobierno no ha limitado el traslado de refugiados por carretera. Como él reconoce, los 10-15 euros de cada traslado, de poco más de 7 kilómetros, desde Miratovac hasta Presevo son muy bienvenidos en una economía muy mermada y casi de subsistencia.

 

Llegados al área de tránsito de Miratovac, donde a los refugiados se les toma de nuevo la filiación, una decena larga de taxistas serbios aguardan al final del camino de tierra de dos kilómetros que separa el campo de la pequeña localidad de Miratovac. Allí abordan diariamente a los refugiados –que deben desplazarse a pie hasta la pequeña localidad– antes de que puedan enterarse de que existen autocares gratuitos que les llevarán al área de registro de Presevo. La información es poder y no es visto de buen grado que nadie informe a los refugiados de distancias, medios de transporte o cualquier otro elemento que pueda privar a los transportistas de un buen puñado de euros. Como señala Gorhan, hay otros elementos en juego para los refugiados: ir más rápido implica llegar antes al campo, agilizar los trámites y salir antes hacia Croacia o Eslovenia, y por eso muchos refugiados optan por desplazarse en alguno de los improvisados taxis que esperan al final del camino. Debido a sus condiciones de salud o a la imposibilidad de desplazarse, algunos cientos de refugiados son trasladados por los vehículos de las ONG hasta los autocares gratuitos, pero son los menos y son tratados con evidente recelo por los transportistas serbios y cierta envidia por los refugiados que deben hacer el camino a pie cargando con sus exiguas pertenencias –muchas de las cuales irán abandonando a lo largo del camino– y en la mayor parte de los casos con sus hijos de menor edad sobre sus hombros.

 

La ausencia de control sobre el transporte privado en Serbia ha derivado también en que se multipliquen las vías de acceso hasta la siguiente frontera, así como al incremento desmedido de los precios para recorrer distancias absurdas. Sirva como ejemplo la oferta de 400 euros de uno de estos taxistas para recorrer los escasos diez kilómetros que separan la frontera de Serbia y Macedonia y la localidad de Presevo. La presencia de algunos miembros de la mafia local no pasa inadvertida en las inmediaciones del campo de Presevo. Los mismos que han ayudado a pasar a algunos ilegales siguen ofreciendo ahora transportes de lo más variopinto para aquellos refugiados “con papeles” o la continuación del viaje –siempre sujeta a constantes reajustes al alza– a los que carecen de ellos.

 

Una vez en Presevo, y tras un nuevo registro, los refugiados esperan un tren que por 12 euros los lleve a Croacia en un largo trayecto hasta el punto de salida de Sid, en la frontera serbo-croata. Debido a la duración de este trayecto –12 horas para recorrer 550 kilómetros–, y a que no es directo, buena parte de los refugiados optan por desplazarse por medio de autobuses que realizan el mismo trayecto de forma directa por 20 euros en poco más de 6 horas. Los puntos de acceso a Croacia se realizan por Tovarnik, desde donde los refugiados deben alcanzar el área de registro de Slavonski Brod y de allí desplazarse hasta los puntos de salida croatas de Dobova o Mursko Sredisce por tren. En Croacia, los transportes desde el punto de entrada hasta los de salida son gratuitos y se realizan por tren o por tren o autobús en el último trayecto.

 

Eslovenia, por su parte, sólo cuenta con dos áreas de tránsito, una de entrada en Dobova/Gornja Radgona y otra de salida a través de los pasos fronterizos con Austria de Gornja Radgona/Bad Radkersburg, Sentilj/Spielfeld y Jesenice. En este caso, los tránsitos se realizan por tren o autobús y también son gratuitos. Pero alcanzar Austria o Alemania parece cada día más un sueño que una realidad, y de hecho son cada vez más comunes los cierres de frontera, más prolongadas las esperas para el trámite burocrático y más habituales las devoluciones de refugiados. El juego de Europa llega a los oídos de serbios, croatas y macedonios, de nuevo, como el de la espera. Perder el tiempo cuando no se tiene un plan implica alejar la derrota; o esperar a que la solución se presente por sus propios medios, de forma tan milagrosa como improbable. Pero para los refugiados el mensaje es claro. Cada vez con más certeza que según se acerca el fin de su viaje más probabilidades hay de que sean retenidos a la puerta de Europa, o en el peor de los casos, devueltos a Grecia… donde habrán perdido todo el dinero invertido y, lo que es peor, buena parte de las fuerzas y de la esperanza. “Llegaremos, Inšāllāh”, señala lacónicamente Adnan, un refugiado sirio de Alepo que viaja con su mujer y sus tres hijos, mientras levanta sus dedos haciendo el símbolo de la victoria. Y nosotros nos quedamos con esa duda al borde de los labios… ¿y si Alá decide en esta ocasión que no, que no llegaréis? Pero nadie puede disipar el estoicismo y la esperanza del rostro de quien se ve más cerca del final de su viaje.

 

Uno de los problemas más acuciantes es el de la inmigración ilegal que discurre paralela, e incluso a veces mezclada con el flujo de refugiados. Como nos señala un oficial de policía fronteriza macedonio en el paso de Idomeni, “por allí es por donde se tratan de introducir los terroristas… esos que amenazan la seguridad de Macedonia… y de Europa”. Fuera del foco de las autoridades, al pie de las montañas que separan Grecia y Macedonia y Kosovo, Macedonia y Serbia, los pasadores mueven a diario a cientos de personas, en su mayor parte marroquíes y argelinos, que carecen del estatus de refugiado y que tratan de alcanzar Europa. Estos inmigrantes ilegales, carentes de papeles o viajando con documentación falsa o robada, pagan unos miles de euros para cruzar las fronteras por aquellos lugares por los que las mafias les indican. Algunos, como los argelinos Ali y Djamel, señalan, junto a la estación de Presevo, que han sido amenazados con armas cortas de fuego y que las mismas mafias que los han pasado les han despojado de sus pertenencias, en especial móviles y dinero, una vez concluida alguna de las etapas del viaje. Curiosamente son los primeros refugiados, después de muchos días y kilómetros recorridos, que nos piden tabaco y dinero. Sin duda no son conscientes de que su presencia dificulta de forma notable el tránsito de los refugiados, pero como ellos mismos señalan nadie puede condicionar su deseo de alcanzar el sueño europeo. Y lo alcanzarán a cualquier precio. Ellos se sienten refugiados, independientemente de lo que consideren las autoridades o las instituciones internacionales.

 

Ante la deriva de la crisis humanitaria que supone la imparable llegada de refugiados, y sobre todo ante el problema que se avecina si éstos no consiguen salir de los países balcánicos limítrofes con Europa que amenazan con convertirse en una bolsa de contención difícil de controlar y gestionar, a mediados de febrero Bruselas instó a Atenas a tomar “medidas urgentes” que mejorasen las condiciones de acogida y registro de los demandantes de asilo. El objetivo no era otro que tratar de reactivar el reglamento de Dublín, suspendido desde 2011 en el caso heleno –por las deficiencias en la acogida detectadas tanto por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea como por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos– y que permitiría al resto de Estados miembros devolver a Grecia a los refugiados si demuestran que entraron a la UE a través de este país. Las normas de Dublín establecen que el expediente de un demandante de asilo debe ser tramitado en el país de entrada a la Unión Europea y que es en ese Estado miembro en donde debe esperar el inmigrante a que se decida su caso. Si se regresase a este modelo se presentaría un nuevo problema para los refugiados. Muchos de ellos se verían obligados a regresar al punto inicial de su viaje en el continente. Pero también se crearía un problema de muy difícil gestión para las autoridades griegas que deberían pasar a gestionar el asilo de cientos de miles de refugiados en su territorio. Por otra parte, la desesperación podría llevar a los refugiados a tratar de permanecer en las áreas de tránsito, colapsando la acción humanitaria en países como Macedonia y Serbia y alimentando de nuevo aquellos viejos monstruos étnicos que ya pusieron en jaque a la comunidad internacional a finales del siglo XX. Cuestiones que, lejos de estar zanjadas, no se encuentran más que en un frágil letargo. Cuestiones que alimentan los demonios internos de una población en la que aún habita esa certeza, siempre dolorosa, del vencedor y del vencido.

 

A nadie se le escapa que la situación política en Europa tras la victoria electoral de Alexis Tsipras en Grecia no está contribuyendo a la mejora en las condiciones de los refugiados ni en la gestión de su imparable flujo. Tampoco debe extrañar que Grecia, a cuyas costas, según los informes de UNHCR, hasta febrero de 2016 llegó un bote cada 12 minutos, se vea desbordada por esta crisis humanitaria sin precedentes. El pulso entre las altas instancias europeas y los gobiernos turco y griego es constante. Mientras tanto, las ofensivas del ejército de Al Assad y su aliado ruso sobre los puntos bajo el control rebelde y del ISIS en Siria ha multiplicado exponencialmente el número de refugiados que tratan de alcanzar, por cualquier medio, las costas griegas. El inicio de una nueva misión naval de la OTAN en el Egeo para controlar el tráfico de personas podría detener el flujo de refugiados hacia Europa, pero también supondría la creación de tensiones notables en la frontera turco-siria, ya de por sí bastante inestable y peligrosa, cuando no la ampliación del frente de combate más allá de esa frontera y hacia el continente europeo.

 

Huyen ahora aquellos que lo dan todo por perdido. Los que aguantaron cinco años de guerra, los que vimos regresar en diciembre de 2012 desde los atestados campos de refugiados turcos, los que aún mantenían viva una pequeña esperanza de paz para Siria. Pero también huyen aquellos que, empujados por otras guerras eternas, buscan en Europa un milagro para su miseria. Hay que haber recorrido las destrozadas calles de Alepo, los vericuetos de los campos de refugiados o las aldeas de la frontera de Afganistán, para comprender que incluso el incierto viaje “a ninguna parte” presenta más esperanzas que permanecer en aquellos infiernos.

 

De momento, en este viaje por la Ruta de los Balcanes, quien ha conseguido llegar hasta Presevo hace emocionado el signo de la victoria. El cansancio se asoma a los rostros de los refugiados, especialmente al de los niños, que según alertan todas las instituciones y ONG son el elemento más débil y crítico. Según el IOM, más de un 40% del flujo de refugiados que alcanza Grecia está constituido por niños acompañados. De ellos, un 4% aparecen solos, sin compañía de adultos, en las fronteras de Macedonia. Muchos de ellos porque no se habían declarado como menores al llegar a Grecia por miedo a ser retenidos. Inquietan, a este respecto, los datos publicados por EUROPOL a finales de enero y que señalan que más de diez mil menores habrían desaparecido al llegar a Europa. Saltan las alarmas un día, pero al siguiente los medios, se han olvidado de ellos. Y así seguirán hasta que alguien los traiga de nuevo a escena. Como si fuesen la mercancía obscena de esos medios que deciden, económicamente, qué es y qué no es noticia.

 

Los niños. El eslabón siempre más frágil de la cadena del horror. Aquellas mentes dúctiles de las que desconocemos la impronta que el impacto real de esta tragedia ha dejado. Los niños. Aquél amasijo de sonrisas robadas por la enloquecida ferocidad de un mundo que les niega, ahora, cualquier futuro. Sobre el terreno se advierte una notable diferencia entre los niños de menos edad y aquellos más próximos a la adolescencia. En los primeros, pese al cansancio, aún predominan las sonrisas; el viaje es una aventura, una ruptura con la vida normal. Para los más mayores el viaje es un tormento que les aleja de todo lo que conocían y les lleva hacia lugares desconocidos; lugares en los que ya no serán más que los otros, los refugiados, los inmigrantes, los de fuera, con todo el corolario xenófobo que ello arrastra. Los padres se aprestan a amenizar ese camino tortuoso, pero como Mohsin, ex boxeador afgano, reconoce junto a su familia en un descanso en el camino a pie hasta Miratovac, “no se puede mentir a un hijo constantemente. El camino es largo y los niños saben que detrás de esta curva no hay un destino final, sino el final de otra etapa… y el camino sigue”. La moral y la confianza en los padres decaen rápidamente. Una confianza que seguramente cueste mucho recuperar, pues como Mazen, refugiado sirio, reconoce, “un niño no entiende lo que es la guerra, ni por qué sucede, ni por qué su vida se ve totalmente trastocada”. Pero como ellos mismos reconocen, había que ponerse en camino y éste continúa, aunque parezca llevar, indefectiblemente, a ninguna parte.

 

 

 

 

Czuko Williams es fotógrafo y periodista freelance basado en Madrid que cubre noticias y elabora proyectos documentales en España, Europa y el resto del mundo. Doctor en Historia, estudió fotoperiodismo en la escuela de fotografía BlankPaper de Madrid. Fue finalista del premio de fotografía Luis Valtueña y recibió un accésit el PhotoNikon Spain en 2015 por sus trabajos Hotel de las Estrellas y el Euromaidan de Kiev. Aquí, su sitio web. En Twitter: @czukowilliams.

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