Dos amigos y un destino
El viernes 4 de noviembre de 1960 Joaquim Chissano, de 21 años, subió por primera vez a un avión, un moderno Super Constellation de las líneas aéreas portuguesas, con dirección a Lisboa. Los Connie’s, como se conocían en el argot de la aviación a estos nuevos aeroplanos, reemplazaron a los viejos DC-3 Dakota, recortando el tiempo de vuelo entre Lourenço Marques –la bella capital colonial de Mozambique, hoy Maputo– y Lisboa de 31 a 22 horas. Seguro que, mientras el joven se acomodaba en su plaza junto a la ventanilla en el lado izquierdo del avión, sus familiares y amigos, que acudieron a despedirle después de días festejando su marcha, aún permanecían en la sala de espera del aeródromo, inquietos, hasta verle partir.
Joaquim Chissano, que era hijo de negro “asimilado”, iniciaba un proyecto excepcional para un nativo mozambiqueño: matricularse en la Facultad de Medicina de Lisboa gracias a una beca de estudios. Había nacido en Malehice, provincia de Gaza, el mismo año en que comenzó la Segunda Guerra Mundial. Su abuelo materno le dio el nombre de Dambuza, “combatiente de guerras”, y su padre, maestro en la misión de la aldea, le inculcó durante la infancia la importancia de la educación. Así, en 1951, a punto de cumplir los trece años, viajó a la capital mozambiqueña para realizar las pruebas de ingreso en el Liceo Salazar, una institución de enseñanza reservada a blancos, “indianos” (ciudadanos de origen indio o paquistaní) y mulatos. Joaquim realizó un examen brillante y se convirtió en el primer negro en formar parte del alumnado de la escuela. Su adaptación fue buena desde el inicio, pero a lo largo de los años padeció humillaciones y discriminaciones por parte de alumnos y profesores.
Portugal estuvo presente en Mozambique desde que en 1498 Vasco de Gama, al mando de la carraca San Gabriel, dobló el Cabo de Buena Esperanza en dirección noreste para abrir la ruta de las especias a la India. En estas costas del Índico se establecieron las primeras plazas comerciales, que en el siglo XVIII y XIX sirvieron a lusos y árabes como puerto de salida del lucrativo tráfico de esclavos hacia Arabia, India y Brasil. La esclavitud quedó abolida en Portugal y sus colonias a mediados del XIX; sin embargo, un siglo después el racismo y la segregación seguían dominando las relaciones sociales en Mozambique a pesar de ser un país mayoritariamente negro. En Maputo los blancos portugueses, los indianos y los mulatos vivían en la “ciudad de cemento” en diferentes barrios según su posición social. Los negros ocupaban “la ciudad de cañizo” en arrabales periféricos como Mafalala, donde levantaban pequeñas casas de madera y techos de cinc. Apenas traspasaban la frontera y entraban en los barrios de cemento, salvo con un permiso en la mano, concedido por estrictas razones de trabajo.
Durante los cuatro siglos que transcurrieron desde la llegada del navegante hasta finales del siglo XIX, Mozambique solo fue para Portugal una serie de plazas en la costa donde abastecerse en su ruta hacia la India. Rara vez penetraron en el interior del territorio. La verdadera colonización no comenzó hasta poco antes de los inicios del siglo XX. La impulsó la competencia con otras potencias europeas y estuvo compuesta por pequeños comerciantes, mientras que las grandes compañías británicas y belgas controlaban los extensos cultivos de algodón y caña de azúcar. A mediados del siglo XX la dictadura salazarista incrementó el envío de colonos pobres y analfabetos portugueses a Mozambique concediéndoles tierras que cultivar, de las que carecían en Portugal. Muchos se enriquecieron y formaron una clase burguesa en la colonia que se concentró en la capital y en las principales ciudades de las provincias.
El avión donde viajaba Joaquim Chissano ascendió entre cúmulos dispersos hasta alcanzar la altura de crucero. A ras de suelo, gran parte del continente se desperezaba del letargo colonial. El viaje no cumplió con las expectativas de duración. A las dos escalas previstas en el libro de ruta del piloto –Luanda (Angola) y Brazzaville (Congo) – se le sumó una tercera inesperada. En pleno vuelo, el motor izquierdo se incendió tras una impresionante llamarada, que el joven observó fascinado. Después de volar más de una hora con un solo motor, el avión tomó tierra en Kano (Nigeria), donde pasaron la noche. Por fin, el domingo 6 de noviembre aterrizó en Lisboa, y Joaquim se reunió con su inseparable amigo Pascoal Mocumbi, que días antes había llegado desde Maputo con idéntico propósito de estudiar medicina.
Los dos muchachos se habían conocido en Mafalala, junto a la pequeña vivienda de paredes y techo de lata situada en el cruce de varias calles polvorientas donde Joaquim vivía con su abuela y su tía. Un panadero ambulante se instalaba diariamente en la estratégica esquina. “Por ese camino apareció un joven de 11 años, alto, delgado y bien vestido a comprar pan en la baranda de mi casa”, escribió Chissano sesenta años después en su libro de memorias Vidas, lugares y tiempos. “Lo observé detenidamente mientras esperaba su turno para escoger el pan. Tenía la sensación de estar ante un estudiante. Acabé por hablar con él para saber quién era, y me respondió alegremente. Parecía que ya éramos amigos antes de conocernos”.
Pascoal Mocumbi, aunque había nacido en Lourenço Marques en 1941, vivió su infancia en Inharrime, provincia de Inhambane, donde cursó primaria en la escuela de la misión. Después regresó a la capital con su padre Manuel, que era empleado en la librería Progreso, para continuar sus estudios. Tras su muerte, se marchó a vivir con su madre y su padrastro. “Éramos ahora vecinos e íbamos juntos a la escuela. Él acababa de matricularse en el Liceo Salazar como estudiante de primer año después de haber aprobado el examen de admisión. (…) Yo ya no era el negro solitario de la Escuela Grande de Mozambique”, anotó Chissano. Se convirtieron en almas gemelas. Pasaban juntos las vacaciones escolares con las respectivas familias y compartían amigos, diversiones y actividades culturales. Decidieron unirse al Núcleo de Estudiantes Secundarios Africanos de Mozambique (NESAM), una asociación fundada por iniciativa de Eduardo Mondlane –un funcionario mozambiqueño de Naciones Unidas que vivía en Nueva York. En 1962 fue el primer presidente del recién formado Frente de Liberación de Mozambique (Frelimo)– para que los estudiantes negros tomaran conciencia y desafiaran la discriminación y la inferioridad. Transcurrido un tiempo, los eligieron para los cargos de dirección de la organización estudiantil. Carecían de conciencia política, ignoraban qué ocurría en el mundo y no tenían una postura clara sobre la descolonización y los movimientos de liberación, pero ya despuntaba en ellos una firmeza reivindicativa y de liderazgo y la voluntad de defender la identidad y cultura mozambiqueñas.
Lisboa era la capital del Estado Novo, el régimen nacionalista que desde los años treinta, como un sucedáneo del franquismo español o del fascismo de Mussolini, había impuesto el dictador Antonio de Oliveira Salazar en Portugal. Los dos jóvenes se encontraban ahora en el corazón del imperio para matricularse en la Facultad de Medicina. Jamás hubieran podido imaginar, ni juntando sus sueños más presuntuosos, que los futuros acontecimientos históricos les arrastrarían hasta convertirlos en dos personalidades fundamentales de la historia de Mozambique. Algunos años antes, en las visitas al abuelo de Pascoal durante las festividades escolares, el anciano solía pedir a Dios que los dos jóvenes tuvieran éxito en sus estudios y fuesen grandes hombres. “Sus oraciones debieron ser oídas allí en el cielo”, escribió Chissano en sus memorias.
Llevaban poco tiempo en Lisboa cuando la ONU adoptó la Resolución 1514: un llamamiento a la independencia y al derecho de autodeterminación de todos los pueblos reclamando a las metrópolis medidas para traspasar el poder a las colonias sin condiciones ni represión. La mecha había prendido. Portugal sabía que sin sus posesiones africanas perdía prosperidad económica y protagonismo en la escena internacional. Por eso, Salazar dio un giro de tuerca y declaró a Angola, Santo Tomé, Cabo Verde, Guinea Bissau y Mozambique provincias ultramarinas, dejando así de ser colonias. Con esta medida la resolución de la ONU no tenía efecto para Portugal y no había ningún territorio que descolonizar.
En los siguientes meses los dos jóvenes se habituaron a las clases, los apuntes y las visitas a la biblioteca. “Era el primer año de medicina y teníamos muchos libros que estudiar para los exámenes”, me cuenta Pascoal Mocumbi cuando lo entrevisto en la ciudad de Manhiça. “No queríamos bromear haciendo otras cosas”. Compartieron habitación en una residencia de estudiantes propiedad de la Mocidade Portuguesa. La organización, al estilo del Frente de Juventudes español, los consideraba “buenos portugueses negros”. En la residencia coincidieron con estudiantes de otros territorios lusos africanos. Algunos los miraban con recelo sospechando que podían ser espías del servicio secreto portugués. Se temía que hubiera confidentes por todas partes. El clima político en Portugal estaba revuelto y hablar de la situación en las colonias era casi tabú.
Joaquim y Pascoal comenzaron a reunirse en secreto con un puñado de compatriotas, también estudiantes, para evaluar la situación de Mozambique. Su conocimiento de la escena política nacional e internacional era escaso. Los acontecimientos en las colonias se precipitaron según pasaban las semanas. Cuatro meses antes, el ejército portugués, por orden del administrador de Mueda, un distrito al norte de Mozambique, había abierto fuego contra un grupo de vecinos que se concentraron ante la sede del regidor para preguntar cuál sería la fecha de su independencia, un logro que ya había conseguido la vecina Tanzania. Murió un número aún no determinado de personas. Los hechos quedaron ocultos durante mucho tiempo.
Por otro lado, en Angola, el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA) atacó el 4 de febrero de 1961 varias cárceles y liberó a un gran número de prisioneros políticos. Se iniciaba así la insurrección armada en ese país. A partir de entonces la PIDE, la policía secreta del salazarismo, comenzó a seguir de cerca e interrogar a los estudiantes africanos que vivían en la metrópoli. La PIDE era un arma eficaz del régimen de represión política contra cualquier tipo de oposición interna. Sus agentes y colaboradores estaban infiltrados en todos los sectores de la sociedad portuguesa y en los movimientos independentistas de las colonias, a los que sometió con extrema violencia.
Chissano y Mocumbi decidieron inscribirse en la Casa dos Estudantes do Imperio de Lisboa, una institución financiada por el gobierno portugués para apoyar a los estudiantes africanos que se encontraban en la capital. La organización se convirtió paradójicamente en el germen de los movimientos nacionalistas de ultramar. “Estaba claro que todos estábamos de acuerdo en lo que queríamos: luchar por la independencia de nuestro país”, escribió Chissano. “Desde Portugal las cosas se veían de manera más clara, había más información. Aun así, todavía no conocíamos los movimientos de liberación que se perfilaban en Mozambique”. La presión policial les pisaba los talones. Ambos fueron interrogados por el comisario nacional de la Mocidade Portuguesa. No era un juego inocente. La cosa iba en serio. Lo más seguro era salir del país. Eduardo Mondlane, desde Nueva York, estaba detrás de la organización que se creó para sacar a los estudiantes africanos de Portugal.
Era el mes de mayo y los exámenes estaban a la vista. Los dos estudiantes comunicaron a sus conocidos que pasarían algunos días en el Algarve para preparar los exámenes de junio invitados por su antiguo profesor de matemáticas del Liceo Salazar de Loureço Marques. Era sólo una estrategia para desviar la atención. Siguiendo instrucciones de los coordinadores de la huida, primero Pascoal y dos días después Joaquim, viajaron en tren y en coche rumbo a la frontera norte con España. En un lugar apartado cerca del río Miño se reagruparon todos los estudiantes africanos que participaban en la aventura. Muchos de aquellos jóvenes eran los fermentos de las luchas de liberación y serían futuros presidentes y destacados cargos políticos de sus países una vez se independizaron de Portugal.
La vigilancia en el puesto fronterizo se relajaba durante la noche. Con la ayuda de un pasador, cruzaron clandestinamente en una barca de remos a la orilla española y se ocultaron en un corral de cabras hasta el alba. El grupo estaba formado por cincuenta estudiantes africanos y varios guías franceses y norteamericanos miembros de las organizaciones religiosas extranjeras encargadas de la operación. Viajaron como turistas en varios coches evitando ir en caravana para no levantar las sospechas de la policía española. Sus guías les repartieron pasaportes auténticos expedidos por Senegal y Congo Brazzaville, pero con identidades falsas.
El recorrido los llevó a través de Galicia, Asturias y Cantabria hasta llegar sin contratiempos a San Sebastián, donde volvió a congregarse toda la expedición. Durante el viaje se alojaban en casas de colaboradores españoles de la red donde comían y descansaban. “Un campesino español, cuyo nombre no recuerdo –aunque lo recordase, estoy seguro de que sería un seudónimo, porque no es habitual utilizar los nombres verdaderos en este tipo de actividades– era un hombre de mediana edad, aparentaba 45 años”, cuenta Chissano en su libro. “Era vivo, alegre. Pasaba la mayor parte del tiempo vigilando la carretera para ver si había señales de la policía. Es de suponer que estaba en contacto con otras personas en varias ciudades. (…) En una de nuestras conversaciones nos preguntó: ‘¿Saben quién fue el primer comunista del mundo?’. La respuesta llegó de él mismo para satisfacer nuestra curiosidad: ‘Jesucristo fue el primer comunista del mundo. Tenía su propio partido con un comité central de doce miembros. Su programa era salvar a los pobres, a los esclavos, de la tiranía de los grandes señores’. Creo que explicaba así por qué ponía tanta pasión en participar en nuestra operación de salida de Portugal en dirección a nuestra salvación y la de nuestros países”.
Al llegar a San Sebastián subieron todos a un autobús “de lujo” con dirección a la frontera de Hendaya. Todo parecía ir según lo previsto, pero el plan se malogró. Nunca supieron qué falló. Tal vez el policía cómplice que debería haberles facilitado el tránsito por la frontera. “Los agentes vieron que nuestros pasaportes no tenían sello de salida de Portugal”, me va explicando Mocumbi. La trama que les había permitido huir quedó fácilmente al descubierto. Sus nombres y nacionalidades eran fingidos. Condujeron al grupo al destacamento de la Guardia Civil, donde los esposaron e interrogaron uno por uno. “Les confesamos que íbamos a Francia, a un país donde pudiéramos estudiar, leer y hablar en libertad. No queríamos nada de Portugal, sólo libertad”, cuenta Mocumbi que les dijeron a los agentes españoles. La lista facilitada por la PIDE con los nombres de los huidos ya estaba en poder del oficial español. La policía les condujo a la prisión de San Sebastián, donde les repartieron mantas y colchones “malolientes” y les dieron de cenar “pan y un consomé de carne, sin carne”. Cundió el desánimo en el grupo pensando que la extradición a Portugal era cuestión de horas. Unos rezaron en silencio, otros cantaron melodías de sus países. Los guías franceses y norteamericanos, también arrestados, comenzaron a mover los hilos de la diplomacia. Escribieron al representante consular de Estados Unidos. Le explicaron la situación de peligro que los estudiantes de las colonias africanas corrían en Portugal y le informaron de que se dirigían hacia Francia, donde esperaban recibir asilo político para continuar con sus estudios. Muchos años más tarde descubrieron que la carta que entregaron a la policía española no salió nunca de la prisión. Sin embargo, “setenta y tantas horas después” se presentó un comisario que les dijo: “Sabemos quiénes son, sabemos que son portugueses. Ahora, cuando los saquemos, no se olviden de España”. Mocumbi lo repite con una sonrisa: “Siempre recordaré aquello que nos dijo: ‘No se olviden de España’”.
Tres décadas después Pascoal Mocumbi realizó una visita oficial a España como ministro de Asuntos Exteriores. Su homólogo español, Francisco Fernández Ordoñez, le preguntó si ya había estado antes allí. “Sí, conozco su país. Una vez estuve en la cárcel”, le contestó Mocumbi. “Luego me contó que él también había estado en esa misma prisión en tiempos de Franco”. Fernández Ordóñez fue ministro de Exteriores del gobierno socialista de Felipe González hasta dos meses antes de su muerte, en agosto de 1992. “Nos vimos en diferentes ocasiones a lo largo de los años y desarrollamos una amistad cercana. Fuera de protocolo me llevó a comer a su casa y también a tomar vino y tapas”.
La policía condujo a los estudiantes africanos de nuevo al autobús. “Todavía no sabíamos lo que nos iba a pasar, pero nos animaba las caras relajadas y amigables de todos los guardias”, anotó Chissano. “El bus nos llevó hasta la sede municipal donde el alcalde se despidió diciendo: ‘Los angoleños sois muy buenos, hay que liberaros’. Nos tomaban a todos por angoleños”. Tras el acto protocolario se dirigieron a la frontera, que finalmente cruzaron sin problemas. Nada más pisar suelo galo, brindaron con champán. “Uno de los estudiantes de Santo Tomé y Príncipe hizo un discurso cuyas palabras aún hoy están en mi memoria”, recogió Chissano en su libro. “‘Camaradas, esta no es todavía la verdadera libertad. La verdadera libertad será la libertad de nuestros pueblos’, y lloró”.
Muchos años después, Pascoal Mocumbi y su mujer, Adelina, viajaron por algunos de los lugares que recorrió en su huida por España. “Ya estábamos casados y con hijos. Lo hicimos los dos juntos. Mi esposa estaba interesada en hacer aquel viaje y conocer San Sebastián”.
El grupo llegó a Sevres, un barrio periférico de París, en los primeros días de julio de 1961. Los alojaron en las casas de la CIMADE, una organización ecuménica protestante francesa que formaba parte de la red responsable de sacar de Portugal a estudiantes africanos de las colonias. Joaquim y Pascoal no sabían cómo iban a vivir ni dónde continuarían sus estudios de medicina. “Estados Unidos estaba demasiado lejos, preferíamos quedarnos en Francia para poder estar en contacto con nuestros compatriotas”, recuerda Mocumbi. Su amigo Chissano estaba sin blanca desde que partió de Mozambique un año antes, siempre a la espera del importe de la beca, que nunca llegaba. “Era mi amigo Pascoal quien me prestaba dinero para los transportes y otros gastos personales”, escribió.
Desde allí intentaron establecer contacto con el Movimiento de Liberación de Mozambique. Aprovecharon las visitas de dos destacados compatriotas a París, Marcelino dos Santos, líder de la lucha anticolonial que residía en Rabat, y de Eduardo Mondlane, que desde su despacho en Nueva York ya había comenzado a idear el proceso de emancipación de Mozambique. Mondlane dejó poco después la ONU para trasladarse a Dar es-Salam, en Tanzania, donde se estableció la sede de la organización, y comenzar la planificación de la lucha de independencia contra Portugal.
Finalmente el dinero de la beca llegó, y Mocumbi y Chissano decidieron marcharse a Poitiers, donde se matricularon en la facultad de Medicina. Allí crearon la UNEMO (Unión Nacional de Estudiantes Mozambiqueños), una organización nacionalista para atraer a estudiantes mozambiqueños dispersos por el mundo y unirse a los movimientos de liberación ya existentes. Ambos ocuparon los cargos de dirección. La organización desempeñó un papel fundamental en esos años convulsos hasta la creación en Dar es- Salam, el 25 de junio de 1962, de Frelimo, al que UNEMO decidió unirse. Sus actividades políticas comenzaron a llevarlos por el mundo. Chissano viajó a Estados Unidos, donde se encontró con Eduardo Mondlane, para atraer adeptos para la causa, y Mocumbi acudió a Tanzania al primer congreso de Frelimo en representación de la UNEMO. El compromiso político cada vez era más exigente y comenzó a robarles horas a sus estudios. En 1963 Chissano decidió interrumpirlos. Eduardo Mondlane le llamó para integrarle en el comité central de la organización en Dar es-Salam. Allí vivió hasta 1974, y asumió la tarea de llevar a cabo la transferencia de poderes entre el gobierno portugués y Frelimo una vez se puso fin a los cuatro siglos de dominación colonial, y preparar la declaración de independencia de Samora Machel.
Pascoal Mocumbi también dejó ese año la carrera para trasladarse a Tanzania. Al igual que su compañero Chissano, le incluyeron en el comité central, donde se encargó del Departamento de Información y Propaganda. Entre 1965 y 1967 Mocumbi fue el representante de Frelimo en Argelia. Allí, los miembros del Frente recibían formación militar. Al acabar su misión, retomó sus estudios de medicina en la universidad suiza de Lausana hasta graduarse en 1973. Se especializó en cirugía, obstetricia y pediatría. Regresó a Mozambique en 1975 después de la salida de los portugueses, que dejaron el país devastado y sin especialistas ni médicos ni cuadros técnicos. Pascoal Mocumbi fue uno de los primeros doctores negros mozambiqueños. Ejerció hasta que se incorporó al gobierno independiente de Mozambique en 1980.
La política fue parte de la vida de los dos jóvenes desde los años de juventud. Ambos continuaron vinculados desde aquel lejano día en que se conocieron en la baranda de la casa de lata de Mafalala. Tras el fin de la guerra colonial, en 1974, Joaquim Chissano regresó de Tanzania a Mozambique como primer ministro del gobierno de transición. Después de la proclamación de independencia, el 25 de junio de 1975, ocupó la cartera de Asuntos Exteriores. Tras la muerte de Samora Machel, en 1986, fue designado presidente de Mozambique, cargo que ocupó hasta 2005. Además, fue presidente de la Comunidad de Desarrollo de África Austral (SADC), vicepresidente de la Internacional Socialista y presidente de la Unión Africana. Tras abandonar la presidencia de Mozambique ha participado en diversas misiones de paz para Naciones Unidas. En 2006 el ex secretario general de la ONU, Kofi Annan, le nombró su enviado especial para Uganda y Sudán del Sur con el fin de mediar en el conflicto con el Ejército de Resistencia del Señor (LRA). Chissano goza de un gran prestigio internacional. Recientemente se le nombró enviado de la Unión Africana para el conflicto del Sáhara Occidental.
Por su parte, Pascoal Mocumbi fue ministro de Sanidad entre 1980 y 1987. Después, Chissano le ofreció la cartera de Exteriores, que desempeño durante siete años. Entre 1994 y 2004 fue primer ministro de Mozambique. Tras dejar la carrera política, formó parte de numerosos proyectos de diversos organismos nacionales e internacionales en el sector de la sanidad. “Fue una vida difícil, pero no perdimos nunca la esperanza”, me confiesa un día de lluvia torrencial de diciembre de 2014 en su despacho del Centro de Investigación en Salud de Manhiça. El CISM es una institución financiada por varias entidades españolas e internacionales. Desde hace años es una de las actuaciones más destacadas de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) en Mozambique. Mocumbi preside la Fundación Manhiça, encargada de la gestión científica del centro.
Pascal Mocumbi es un hombre alto y robusto, de setenta y tres años. El día en que nos vemos viste una camisa de cuadros y unos jeans, y sobre la mesa hay una gorra de granjero americano, que se pone cuando sale al exterior. Sus movimientos son suaves y armoniosos. Tiene un aire elegante y distinguido. Su cabeza es majestuosa, sus rasgos, suaves y los ojos vidriosos. Tiene la voz pausada y cadente. Mientras habla mueve unas manos grandes, que unas veces se tocan en la punta de los dedos y otras se entrelazan. Resulta una persona entrañable, educada y amable. Le pregunto si se hubiera podido imaginar la vida que le esperaba cuando se fue a estudiar a Lisboa. “Tal vez podría haberme imaginado ser alguna vez médico, pero el resto…”, hace una larga pausa. Observa fijamente algún punto indeterminado de la habitación como si se asomara al vacío de los recuerdos, desafiando la penumbra de la memoria para rascar algunos datos lejanos de una vida intensa, turbulenta y apasionante. Luego prosigue: “Ni remotamente. Yo quería estudiar medicina, pero también quería tener libertad. Todo lo que pude ver y vivir, todo lo que pude conocer en esos años, a tantas personas importantes que encontré a lo largo del camino, a aquellos que apostaron por nosotros para poder estudiar siendo negros…, todo eso lo hicimos para conseguir la libertad. Descubrimos el derecho a ser libres, pero tuvimos que dotarlo de valor y defenderlo”.
Unos días antes, Pascoal Mocumbi había sido condecorado por el Rey de España con la Orden de Isabel la Católica. Asistí a la ceremonia que se celebró en la residencia del Embajador de España en Mozambique, Santiago Miralles, encargado de imponerle la distinción. La concesión distinguió a Mocumbi por su contribución a las relaciones entre ambos países mientras fue ministro de Sanidad, de Asuntos Exteriores y primer ministro de Mozambique y por el trabajo que ha desempeñado en la Fundación Manhiça. “Me sentí muy orgulloso”, me confiesa. “Recibí la medalla delante de dirigentes, ministros y periodistas; pero sobre todo de mi familia. Todos mis hijos –tiene seis– estuvieron presentes”.
Pensé que tal vez se atendieron las plegarias del abuelo de Pascoal Mocumbi, Alson Nkuxlhe, y le concedió el deseo que tanto repitió para que su nieto y su inseparable amigo, Joaquim Chissano, llegaran a ser “grandes hombres”.
El médico cazador y los padres burgueses de Burgos
Joaquim Chissano me cita un día de extremo calor y humedad del verano austral, próximo a las Navidades, en su majestuosa casa de la Avenida Armando Tivane, en el barrio de Sommerschield, uno de los más selectos de Maputo. La mansión, vecina a la de Graça Machel y Nelson Mandela, es de una sola altura, planta de cruz, muros blancos y techo de teja roja. Frondosos árboles lindan la extensa propiedad, tapizada de un césped mimado y relumbrante. Aunque no se ve la piscina, desde algún lugar del jardín llega el olor a cloro y el borboteo del motor que renueva el agua. Un amplio aparcamiento antecede a la entrada principal.
A la cita me acompaña Lucía Chicote, la segunda jefatura de la Embajada de España, que, a punto de concluir su misión diplomática en el país, desea conocer personalmente a uno de los personajes más carismáticos y destacados de la historia del país. Varios miembros del servicio del ex presidente aguardan nuestra llegada a la sombra del porche. Uno de ellos nos conduce por una luminosa galería de suelo de mármol blanco sobre el que yace la piel extendida de un guepardo con la cabeza en relieve. Nos acomodan en una sala de espera con el aire acondicionado a pleno rendimiento. Un televisor de plasma sin volumen emite noticias en inglés.
Media hora más tarde, un joven de traje oscuro descorre las cortinas de un lateral de la estancia y nos invita a pasar a un amplio salón ovalado de grandes ventanales con vistas al jardín trasero. Tras las tapias de la propiedad se distingue el recién inaugurado Palacio Presidencial, levantado en tiempo record por obreros chinos. El centro del salón lo ocupa un conjunto de cómodos sillones y sofás en torno a una mesa de té de madera. El resto de la sala está decorada por una imponente talla de arte maconde (del norte del país), cuadros africanos, alfombras persas, jarrones con flores y lámparas de mesa.
Joaquim Chissano aparece por el extremo opuesto de la sala y nos saluda cortésmente con una sonrisa. Algo más orondo de lo que le imaginaba, tiene los ojos luminosos y lanceolados, cabello solo en los parietales y la inconfundible perilla, ya canosa. Viste una camisa de seda africana estampada, colorida y con motivos geométricos. Se sienta con aspecto de estar algo fatigado en un sillón de piel color avellana. Más tarde nos confiesa que la noche anterior ha tenido invitados hasta altas horas. Recuerda con voz pausada, cálida y juvenil algunas de sus visitas a España durante el desempeño de sus diferentes cargos en el gobierno y en instituciones a las que ha pertenecido. Le pregunto si nunca regresó a San Sebastián, como Pascoal Mocumbi. “No, nunca”, contesta sonriendo. “¿No guarda buen recuerdo del lugar?”, insisto. “No, no. Fueron muy simpáticos”, asegura. “Pudieron habernos devuelto a Portugal y no lo hicieron”.
Joaquím Chissano nos habla de su viaje oficial a España en 1998. “Me hospedaron en el Palacio Real y fui condecorado por el rey Juan Carlos. Establecimos una relación de amistad con el Rey y la Reina, y aproveché para agradecerles lo que estaba haciendo la Familia Real por Mozambique en el área social”.
A lo largo de los años se encontró en varias ocasiones con Felipe González en el marco de las reuniones de la Internacional Socialista, organización a la que Frelimo pertenece y de la que Chissano fue vicepresidente. Con José María Aznar tuvo una relación más profunda y continua. Sin embargo, al no ser ya presidente de Mozambique, con José Luis Rodríguez Zapatero sólo se vio en foros internacionales.
Chissano estuvo en la Expo de Sevilla en 1992. “Tuve tiempo de visitar la catedral, una maravilla arquitectónica”. También pasó varias veces por España para asistir a las reuniones del Fondo Monetario Internacional y del Club de Madrid, una organización independiente compuesta por más de cien ex jefes de estado y de gobierno democráticos de 67 países diferentes de la que es miembro desde que se constituyó en 2002. El Club de Madrid asesora en el fortalecimiento de las instituciones democráticas y en la resolución de conflictos.
Joaquim Chissano nos cuenta lo que le sucedió con el ex director de FMI, el francés Michael Camdessus. En aquella época Chissano estaba volcado buscando fondos para la construcción de un puente sobre el río Zambeze. Los asistentes a la reunión le preguntaron si su construcción era una prioridad económica. Chissano les respondió que cómo tenían coraje de cuestionárselo cuando en Europa se construyen en las ciudades puentes mayores sólo para disminuir el tiempo del trayecto de veinte a diez minutos. “El puente que queremos construir allí es para reducir el tiempo de tres meses a un día de travesía”, les dijo, “porque hay coches que esperan uno o dos meses para llevar la mercancía de un punto a otro del país”. Algún tiempo más tarde, Chissano se encontró con Camdessus en Francia. Cuando se saludaron, Camdessus “se acordó de mi comentario de que en Europa se construyen puentes donde no hay ríos”.
Hablamos del pasado. Le pregunto si es cierto, como me han contado, que el desenlace de la guerra de independencia de Mozambique tuvo a un cazador español como protagonista involuntario. “Sí”, me responde riéndose, “la guerra entre Portugal y Mozambique acabó por la intervención casual del médico de Franco”.
La guerra colonial entre Portugal y el Frelimo comenzó en septiembre de 1964. El movimiento, que tenía su sede en Dar es-Salam, se había creado dos años antes por la unión de varias tendencias independentistas. Bajo el patrocinio del primer presidente tanzano, Julyus Nyerere –padre del socialismo en África– y dirigido por Eduardo Mondlane, Frelimo no tenía muy claro qué vía tomar para lograr la independencia: la política o la bélica. Con estas dudas en los despachos del cuartel general, el conflicto comenzó por la vía de las armas cuando un grupo de guerrilleros atacó una base militar portuguesa al norte del país. El primer tiro lo disparó el general Alberto Chipande contra el puesto administrativo de Meluco en 1964. Chipande fue, tras la independencia de Portugal, el primer ministro de Defensa de Mozambique.
En aquellos primeros momentos de las actividades guerrilleras, la organización apenas contaba con 300 combatientes, pero se hicieron fuertes en pequeñas áreas gracias al apoyo de la población maconde. El doloroso recuerdo de la matanza de Mueda, cuatro años atrás (la infantería portuguesa mató a un número indeterminado de agricultores desarmados que se estaban manifestando) y la conciencia de los trabajadores inmigrantes que regresaron de países vecinos en que ya se habían desencadenado movimientos de independencia, nutrió a Frelimo de sus primeros militantes.
Mozambique es uno de los países más grandes de África. Tienen una extensión de 800 mil kilómetros cuadrados, más de 2.500 kilómetros de punta a punta donde conviven numerosos grupos étnicos. Era, pues, un territorio difícil de vertebrar y cohesionar. Eduardo Mondlane pretendió mezclar socialismo y guerra de guerrillas para lograr los objetivos que se había marcado. Durante el tiempo que estuvo al frente de la organización, Mondlane contó, a pesar de su liderazgo, con enemigos dentro y fuera del partido. Lo acabaron asesinando con un libro bomba en 1969. Nunca se esclareció el atentado, pero parece bastante probable que participaran en él disidentes y agentes de la PIDE portuguesa.
La sucesión por la dirección de Frelimo degeneró en una lucha intestina que terminó cuando en mayo de 1970 el comandante Samora Machel se hizo con el liderazgo e imprimió un giro marxista a la organización. Samora, un enfermero que se había unido al movimiento en Dar es-Salam en 1962 y recibió adiestramiento militar en Argelia, tenía un gran carisma e indudables dotes de mando. Aunque Frelimo controlaba diversas áreas –zonas liberadas– de las provincias norteñas de Cabo Delgado y Niassa, no parecía poner en riesgo la supremacía portuguesa en el resto del país. En realidad, su presencia se reducía a campamentos ocultos y a unidades móviles de insurgentes. El conflicto no era más que una guerra de guerrillas, con emboscadas a convoyes, colocación de minas en zonas de paso y ataques por sorpresa a las bases militares enemigas, donde los soldados lusos vivían atrincherados. A buena parte de la población nativa de la región, que se encontraba entre dos fuegos, se la confinó en los aldeamentos, poblados bajo el control de las autoridades portuguesas, con el fin de mantenerlos alejados de la influencia guerrillera.
Mientras el conflicto en Mozambique ganaba en intensidad, en Lisboa el dictador Salazar quedaba impedido para gobernar tras un accidente doméstico. Le sustituyó Marcelo Caetano, que intentó modernizar las estructuras del país, pero sus tímidas iniciativas se vieron frenadas por el sector más tradicional del ejército. El general Kaulza de Arriaga, un defensor de la línea dura de las políticas para África, fue nombrado comandante en jefe de las tropas portuguesas en Mozambique. Arriaga decidió dar un golpe de mano definitivo y poner fin al conflicto colonial. En mayo del 70 diseñó la operación Nó Gordiano (Nudo Gordiano). Una ofensiva militar para eliminar las bases guerrilleras y aniquilar a Frelimo evitando así su expansión a otras provincias.
El general desplegó un contingente de 35.000 soldados, toneladas de armamento y decenas de aviones y helicópteros, cantidades desproporcionadas para el tamaño de la provincia de Cabo Delgado. Cerca de setenta campamentos fueron destruidos y murieron un gran número de insurgentes. Cuatro meses después del comienzo de la operación, el Nudo Gordiano parecía haber conseguido su objetivo y el norte volvía a estar bajo control de las fuerzas armadas. Pero las cosas no eran como parecían.
Chissano nos asegura que la historia del médico de Franco es verdadera; al menos, en aquellos tiempos la dieron por cierta. “A Franco le gustaba cazar. Venía aquí acompañado de su médico. Aunque en esa ocasión Franco no estaba”. Es muy probable que Chissano se refiera al doctor Vicente Gil, médico personal de Franco, que el historiador norteamericano Stanley Payne describió en su biografía sobre el Caudillo, como “un hombre brusco y devoto falangista camisa vieja (…) que manifestaba en 1954: ‘S. E. trabaja demasiado en dichas cacerías, que no son ningún descanso, pues duerme poco. Ayer (…) disparó 6.000 cartuchos y eso es terrible para un hombre de 62 años. El día menos pensado revienta la aorta’”. Según Chissano, el avión que transportaba al doctor de Franco debió de salir de Morromeu, una reserva de caza en el centro del país cercana a la de Gorongosa en la que abundaban diferentes especies africanas y donde los administradores de la Companhia de Moçambique, el gobierno colonial y sus ilustres visitantes disfrutaran cazando.
Tal vez el aparato decidiera volar bajo para seguir el rastro de una manada de elefantes; los guerrilleros de Frelimo se asustaron pensando que los habían descubierto y abrieron fuego contra el aparato antes de ser atacados. El avión salió indemne y ninguno de sus ocupantes resultó herido. Al dar parte del incidente, el ejército portugués descubrió sorprendido la presencia de insurgentes fuera de Cabo Delgado. “Nosotros teníamos fuerzas en la provincia de Sofala, pero los portugueses no lo sabían”, sostiene Chissano. Frelimo había preparado un destacamento para atravesar en secreto la provincia de Tete –sin entrar en combate– hasta Manica y Sofala, y desde allí atacar al enemigo por la retaguardia.
El fracaso de la operación del general Kaulza de Arriaga causó una crisis moral en los militares portugueses. “Yo creo que fue ahí donde empezó el gran desánimo de las Fuerzas Armadas”, dice Chissano. “Sobre todo de los jóvenes, que ya habían descubierto hacía algún tiempo que estaban luchando por una causa que no era la suya”. A partir de 1972, con la reapertura del frente de Tete y Manica, la estructura colonial comenzó a desmoronarse y el conflicto tomó otra dimensión.
No hay pruebas de que el episodio del avión del médico de Franco tuviera un peso determinante en el fin de la guerra colonial portuguesa. Las matanzas de Mukumbura y Wiriamo sí fueron un catalizador inesperado que acabó con los delirios coloniales de Portugal en Mozambique. Los responsables de dar a conocer aquellos hechos fueron un grupo de misioneros españoles, “los padres de Burgos”, del IEME (Instituto Español de Misiones Extranjeras), una institución progresista de carácter diocesano con sede en esta ciudad castellana que enviaba misioneros a América Latina y África.
Durante los últimos meses de 1971 miembros de las fuerzas especiales portuguesas entraron a sangre y fuego en varias comunidades de la provincia de Tete bombardeando aldeas, arrasando cosechas y apresando a hombres, mujeres y niños que quemaron vivos dentro de sus chozas. Su objetivo era eliminar el apoyo que la población civil pudiera prestar a la guerrilla. Una superviviente del poblado de Mucumbura, donde murieron 16 personas, relató estas atrocidades a los misioneros españoles Alfonso Valverde y Martín Hernández. Valverde y Hernández eran miembros de IEME y habían llegado a Mozambique años atrás. Gracias al acuerdo firmado entre Salazar y el Vaticano en 1940, se habían abierto las puertas de Mozambique a los misioneros extranjeros. Los Padres Blancos –expulsados del país a mediados de los 60–, los misioneros combonianos y los del IEME, entre otros, recalaron en el país, construyeron escuelas y hospitales y educaron a la población negra durante esos años. Este grupo de religiosos católicos vivió el conflicto desde las tripas. En la mayor parte de los casos se pusieron del lado de la guerrilla e impulsaron la independencia del pueblo mozambiqueño.
Tras los ataques a Mucumbura, Valverde y Hernández enterraron a los muertos y recogieron las pruebas de la agresión. Con ellas escribieron el informe Mukumbura 1971, donde relataban detalladamente fechas, nombres de las víctimas y responsables de las matanzas. Sus denuncias encontraron poco eco entre la jerarquía eclesiástica mozambiqueña, que era portuguesa y no se apartaba de la sombra de la política del Estado Novo en las colonias.
A finales de diciembre los dos sacerdotes decidieron viajar con las pruebas a la vecina Rodesia, gobernada entonces por el régimen racista de Ian Smith, para que compañeros misioneros en ese país los dieran a conocer fuera de África. La PIDE, que conocía sus pasos, advirtió a la policía rodesiana. Al franquear la frontera los arrestaron y se los entregaron a las autoridades coloniales portuguesas, que los encerraron en la prisión de Lourenço Marques. Durante un tiempo poco o nada se supo fuera de Mozambique de la suerte de los religiosos Valverde y Hernández. Según una nota que distribuyó un año más tarde la Oficina de Información Misionera, “sobre los misioneros pesa la acusación de haberse manifestado públicamente en favor de la autodeterminación del pueblo de Mozambique y la de haber denunciado de palabra y por escrito las muertes de mujeres, niños y hombres ocurridas en la región de Mucumbura durante las acciones de las fuerzas gubernamentales contra los guerrilleros de Frelimo”.
Valverde y Hernández pasaron dos años encarcelados y gran parte de ese tiempo incomunicados y en condiciones deplorables. No obstante, el eco de las matanzas había traspasado las fronteras de Mozambique. El primer ministro portugués Marcelo Caetano, abochornado por la dimensión internacional que habían tomado los acontecimientos y antes de que se celebrara el juicio y causara daños mayores, decidió amnistiar a los dos misioneros, que regresaron a España en noviembre del 73 “sin pasaporte y sin un duro”. En cierta manera el gobierno de Lisboa reconocía las matanzas y daba la razón a los padres de Burgos.
En diciembre de 1972, un año después de los hechos de Mucumbura, un nuevo episodio en la provincia de Tete agravó dramáticamente la situación de la guerra en Mozambique. El ejército portugués atacó la aldea de Wiriamo asesinando a 400 hombres, mujeres y niños. De nuevo, misioneros españoles del IEME de Burgos, compañeros de Valverde y Hernández, fueron testigos clave de esta nueva atrocidad. “Yo no tenía coche. Viajaba en autobús de línea de Changara a Tete. Al pasar por allí, subió gente al autobús gritando: ‘Nos están matando, nos están masacrando’, y comenzaron a relatarnos lo que estaba ocurriendo”, recuerda Vicente Berenguer, misionero del IEME. “Las llamas llegaban hasta la carretera. Al llegar a Tete, sus compañeros ya estaban al corriente del ataque y habían comenzado a elaborar la lista con los nombres de las víctimas”.
Tanto Vicente Berenguer como el resto de los “padres de Burgos” tuvieron que salir de Mozambique en la primavera de 1973 por las presiones y amenazas de la PIDE, que los acusaba de ser miembros de Frelimo. Con ellos viajaron a España los documentos sistematizados que habían recogido sobre las matanzas. El responsable de sacarlos fue el ex sacerdote Miguel Buendía. “Pretendíamos hacer una denuncia internacional, pero no queríamos que fuera un escándalo periodístico, sino que llegara a la ONU y al Vaticano”, me explica Buendía en Maputo. “Los objetivos los conseguimos, aunque no como queríamos”. Resultaba complicado llamar la atención en Europa sobre una guerra de la que no se sabía nada, menos aún de las masacres. Desde distintos sectores sociales los animaron a hacer ruido en los medios de comunicación para poder abordar a instancias internacionales. “Pero, ¿cómo hacerlo?”. En esos días, les llegó la noticia desde Rodesia de que un sacerdote católico británico, Adrian Hastings, especialista en cuestiones africanas, estaba interesado por el caso. “El padre Hastings fue a Madrid a hablar con nosotros y se comprometió a presentar toda nuestra documentación en la Cámara de los Comunes en Londres, pero dos semanas después, nos llamó diciendo que la seguridad británica debió de conocer sus planes y habían cancelado su intervención en la Cámara”.
El 10 de julio de 1973, unos días antes de la visita oficial del primer ministro portugués Marcelo Caetano a Inglaterra para celebrar el 600 aniversario de la Alianza anglo-portuguesa, apareció en la primera página del diario The Times la información del padre Hastings sobre las masacres. Durante más de una semana la noticia recorrió la prensa mundial. El impacto fue extraordinario y se miró a Portugal con recelo. No cabe duda de que estas informaciones acabaron de arrinconar al Estado Novo y provocaron el golpe de Estado de los capitanes el 25 de abril de 1974. La víspera de la Revolución de los Claveles, Miguel Buendía se encontraba en Holanda dando a conocer la situación de Mozambique en diferentes instancias europeas. “Alguien trajo el Sunday Times del 22 de abril donde se denunciaban las masacres de Wiriamo. Pero ya no eran denunciadas por los misioneros españoles sino por los propios militares portugueses, que eran más extensos en explicaciones y detalles”.
La caída del salazarismo abrió las puertas a la democracia en Portugal y facilitó el proceso de independencia, que se desarrolló de forma rápida y pacífica. Salazar y Caetano habían elegido la guerra cuando sus colonias desearon independizarse, pero después del golpe militar el sistema colonial era difícil de justificar. Muchos soldados portugueses rechazaron luchar en África, y los guerrilleros insurgentes apenas encontraron resistencia sobre el terreno. La guerra de Mozambique acabó con la firma de los Acuerdos de Lusaka entre el gobierno portugués y Frelimo el 7 de septiembre de 1974. Se transfirió el poder al movimiento y se creó un gobierno de transición dirigido por Joaquim Chissano. El 25 de julio del año siguiente, Mozambique proclamó la independencia y Samora Machel se hizo cargo del primer gobierno soberano. “Creo que ayudamos a acelerar el fin de la guerra colonial”, me asegura Buendía. Muchos años después, Marcelino dos Santos, líder histórico de Frelimo, le dijo a Vicente Berenguer: “Ustedes consiguieron en una semana lo que nosotros no pudimos en dos años”.
Me reúno con Miguel Buendía en una cafería de la avenida Julyus Nyerere de Maputo. Buendía nació en Murcia en 1944, pero aparenta ser más joven. Su pelo es gris y fosco, y la barba rala. Se diría que es un guerrillero sandinista. Viste camisa “indiana” blanca con el cuello bordado, pantalón ancho a rayas y sandalias cruzadas. Cuando Miguel Buendía llegó a Mozambique, el 3 de diciembre de 1970, conocía poco de la guerra colonial en la que el país estaba sumido. “Yo me inclinaba por viajar a América Latina, pero algunos amigos me convencieron de venir aquí”. Después de salir del IEME de Burgos, donde coincidió con Vicente Berenguer, pasó por Portugal para aprender la lengua. La PIDE comenzó a vigilarlos y tuvieron que asumir la visión portuguesa sobre sus colonias africanas. “No querían que nos metiéramos en política. Querían misioneros, no curas obreros que educaran y formaran a la población negra”. Le destinaron a Chimoio, en la provincia de Tete, donde ya había presencia guerrillera.
Al conocer de cerca las injusticias que sufría la población campesina comenzó a desvelar sus inclinaciones. Cuando llevaba dos o tres meses, un compañero portugués le advirtió que, si pensaba así, era mejor que se marchase. “Nos manteníamos en una posición ambigua. Nuestra tarea era estar al lado del pueblo mozambiqueño, que luchaba por la independencia y la justicia frente a un régimen dictatorial discriminatorio”, declara Miguel. “Estábamos convencidos de que tenían derecho a su liberación, y eso coincidía con la filosofía de la Iglesia”.
Se percató de que había que trabajar en la clandestinidad. Sus compañeros del IEME habían tomado una decisión arriesgada: dar apoyo humanitario a la guerrilla, concienciar a la población de la situación y ayudar a los jóvenes a integrarse en Frelimo. “Teníamos una red para mandar jóvenes a Tanzania para unirse al movimiento y formarse. En una ocasión detuvieron a un grupo de cinco y los torturaron. Confesaron quién les había acogido y les había dado las direcciones, cartas, etcétera”. Desde ese momento la PIDE tenía toda la información para la expulsión de los Padres de Burgos y no cesó de acosarlos hasta que decidieron salir del país.
Regresaron a España y viajaron por Europa durante un año y medio dando a conocer la situación del país mientras el régimen dictatorial portugués se desvanecía. En noviembre de 1974, dos meses después de la firma de los Acuerdos de Lusaka, Miguel Buendía regresó a Mozambique, compró con un compañero un Land Rover en Maputo, y volvieron a la parroquia de Chimoio. El éxodo de portugueses de Mozambique tras la independencia vació el país de técnicos, maestros y médicos. Las pocas infraestructuras anteriores a la guerra quedaron destruidas. Todo estaba por hacer. Buendía permaneció en Chimoio casi dos años haciendo labor pastoral, actividades de alfabetización y formación de adultos. Impartió clases de historia, biología y educación política (historia de Frelimo). También trabajó en las aldeas comunales, un proyecto fallido de Frelimo para facilitar la salud, la educación y otros servicios a la población rural y promover la producción colectiva. Buendía pretendió que la escuela asumiera un papel de liderazgo para llevar el conocimiento a la comunidad, promover el cambio y adoptar los logros del proceso revolucionario sin perder la perspectiva de la fe. “Había feligreses a los que les costaba entender que era posible ser cristiano y marxista”, dice. Le pregunto si nunca tuvo problemas de conciencia por haber ayudado a una guerrilla comunista. “No, mi formación religiosa no me asustaba. No había incompatibilidad entre ser cristiano y marxista. Los más pobres son hermanos. El marxismo me daba las herramientas para entender la situación que no me daba el evangelio. Por eso el marxismo es compatible con el cristianismo”.
Estas tesis tan reformistas y revolucionarias llamaron la atención de Frelimo. Aunque el movimiento había tomado un giro estalinista, entendieron que el Cristo del que hablaban los misioneros españoles estaba ligado a los pobres. “Los nuevos dirigentes conocían nuestra posición y estábamos bien considerados”, asegura. “En una alocución radiofónica el locutor nos mencionó llamándonos erróneamente ‘padres burgueses’. Samora Machel, que lo escuchó, se enfadó mucho. Dijo que el locutor era un ignorante. ‘¿Cómo puede decir que los padres de Burgos son burgueses?’, preguntó socarrón a quienes estaban con él”.
Miguel Buendía abandonó el sacerdocio tras un proceso de distanciamiento de la Iglesia, y en 1988 se casó con una mozambiqueña. Le pregunto si le resultó difícil dejar el sacerdocio. “Rompí con la Iglesia como institución, pero no en términos de fe. Sigo siendo creyente”. Ese proceso de distanciamiento se agravó años más tarde “tras la vivencia que significó afrontar la enfermedad y muerte de mi único hijo, que contaba en esos momentos 12 años de edad”. Me dijo que en los años posteriores a la guerra de independencia se sentía lleno de contradicciones y no le gustaba cómo dirigían los obispos la Iglesia. Pero no quería que la gente pensara que se iba porque ahora los obispos eran negros. “Fue difícil decírselo a nuestros cristianos, y no podía comunicárselo así. La Iglesia colonial fue horrible. Pero nos llamó mucho la atención que después de la independencia, los obispos se pusieran en contra del movimiento de liberación y hablaran de la Iglesia perseguida”.
Samora Machel implantó el marxismo-leninismo en Mozambique como orientación política al hacerse cargo del nuevo Estado. Nacionalizó la salud, la educación, la justicia y otros servicios que habían estado al cargo de la Iglesia católica. Ésta quedó reducida como institución social a la mínima expresión hasta que años más tarde volvió a participar en algunas actividades y recobró antiguas propiedades.
Miguel Buendía me confiesa que le resultó todavía más difícil abandonar la Iglesia en España. Sin embargo, sus padres le apoyaron cuando quiso ser cura, cuando vino a las misiones, y también cuando dejó el sacerdocio. Su padre, monárquico y falangista, siempre le respetó. “Sufrió mucho porque él también fracasó en lo que creyó. Una vez me dijo: ‘En el mundo en el que estás hay mucha gente que no es como tú’”.
En 1977 Buendía se trasladó a la capital, que ya no se llamaba Lourenço Marques sino Maputo, para seguir dando clases. Colaboró en la elaboración de un texto de Historia para los cursos de educación básica, y más tarde fue nombrado responsable pedagógico de la provincia de Maputo para la asignatura de Historia de África. Al poco tiempo pasó a trabajar en el gabinete de la ministra de Educación, Graça Machel, esposa del presidente Samora, y muchos años después del surafricano Nelson Mandela. Graça Machel ha sido la única esposa de dos presidentes de dos países distintos. Graça le empleó en el Instituto Nacional de Desarrollo de la Educación, donde estuvo entre 1980 y 1987. Al año siguiente se marchó a Brasil para completar el doctorado sobre la historia de la educación mozambiqueña. La experiencia brasileña fue reveladora en muchos sentidos. “Posiblemente si hubiera estado en América Latina no habría dejado la Iglesia”, reconoce. Al regresar a Mozambique no se sentía bien en el ambiente institucional. Trabajó un tiempo para Unicef, pero el rector de la Universidad Eduardo Mondlane le llamó para montar un proyecto pedagógico sobre investigación en ciencias sociales. Hoy continúa dando algunas clases sobre filosofía e historia de la educación en Mozambique en los másters que organiza la facultad de educación de la UEM.
“Si hago balance de mi vida en Mozambique, puedo asegurar que aprendí y recibí mucho más de lo que di. Tuve la posibilidad de participar en la revolución”. Le pregunto qué queda de aquella revolución: “Este no era nuestro sueño. Aunque Mozambique no sea una isla en el mundo, hay grandes desafíos para aquellos que creemos que otro mundo es posible. Aquella utopía concreta se fue al carajo, pero tenemos que luchar para que sigan existiendo otras”.
Las armas del misionero
En cierta ocasión el padre Vicente Berenguer recibió en Maputo la visita de dos misioneros españoles del hospital de la orden de San Juan de Dios en Liberia. Después de recorrer las instalaciones parroquiales le preguntaron qué tipo de armas utilizaba para protegerse de los ladrones. El padre Vicente, perplejo, respondió: “¿Armas aquí? Ninguna. ¿Vosotros usáis armas?”. “Sí, claro”, le dijeron con naturalidad. “Escopetas recortadas y dos perros grandes. Pero no disparamos a dar, sólo al aire. Si no, ya no nos quedarían medicinas”. Ante la reacción de sorpresa de Berenguer, los visitantes añadieron: “Es que Mozambique no es África”.
“Siempre tuve clarísimo que nunca cogería un arma”, me dice Vicente Berenguer, “y no lo hice. Pero comprendo que los guerrilleros de Frelimo lo hicieran. No hubo otra vía que la de las armas para liberar a este país”. Le digo que no hubiera sido el primer cura que tomara un fusil. “No (risas). Camilo Torres (sacerdote católico colombiano, precursor de la Teología de la Liberación y miembro del grupo guerrillero ELN, que murió en combate en 1966) lo hizo. Pero no siguió muy bien a Jesús de Nazaret”. “Le entiendo”, asegura. “Me leí su libro con mucho interés. Pero no lo comparto”.
“Ahora sí que Mozambique es África”, bromea el padre Vicente sentado bajo la extensa sombra de un ntoma, un árbol frondoso al que llama “el árbol de los secretos”, su lugar favorito para conversar y leer, bajó el que corre una brisa fresca que va del valle a las colinas. El árbol está en medio de un jardín parcelado en terrazas, amplio y descuidado, plantas diseminadas y un pequeño huerto. Dos gansos graznan ruidosamente, y un gallo, con el plumaje extendido, corteja a una gallina que picotea indiferente el suelo. El jardín forma parte de la modesta casa parroquial del municipio de Ressano García, donde Vicente Berenguer vive desde hace más de diez años junto a otros religiosos. La propiedad está situada en lo alto de una colina a menos de 100 metros de la valla fronteriza con Suráfrica. Desde ese promontorio se ven las lindes del Parque Nacional Kruger, una de las reservas de fauna salvaje más importante del continente. Al río Inkomati, que corre ruidoso por la parte baja del pueblo, suelen bajar a beber elefantes, búfalos y otros animales que rebasan los límites del parque. “Si lo cruzan, los habitantes del pueblo los cazan, y todos tienen carne para comer”, me cuenta Berenguer con una carcajada.
El pueblo debe su nombre al ingeniero y ministro de Ultramar portugués Federico Ressano García, responsable de la construcción de la línea del ferrocarril entre Lourenço Marques y Pretoria en 1887. A principios de del siglo XX, además de la estación del tren, apenas había alguna cantina y los barracones de un destacamento militar que se levantaron durante la guerra de los Boers. Hoy es el punto fronterizo por carretera más importante entre los dos países. Lo atraviesan mercancías, trabajadores camino de las minas y plantaciones surafricanas y turistas. Una mínima parte de los 10.000 habitantes vive en la zona antigua del pueblo. El resto está desparramado por las colinas que lo rodean. El barrio original está formado por varias calles en pendiente, dispuestas en damero, sin asfaltar y agrietadas por profundos surcos causados por las intensas precipitaciones. Cuando llueve, el agua arrastra con fuerza cuesta abajo piedras y lodo hasta encontrarse con el cauce del río, y lo desborda. Fuera de estas calles no hay ni agua canalizada ni desagües ni electricidad. Las casas descoloridas del centro, antes pintadas de tonos vivos, son de estilo colonial, de techos y soportales de cinc herrumbrosos, que se han ido desmoronando con el paso del tiempo. Además, hay una peluquería que conserva el ambiente de las viejas barberías portuguesas, un antiguo horno panadero, un cine que ha sido tomado por una iglesia evangélica y un hotel ennegrecido que se incendió el año pasado. “Nadie hace nada por recuperar este pueblo”, se lamenta el padre Vicente. “El gobierno debería declararlo patrimonio nacional por su belleza y su historia. Es una maravilla. Llevo años pidiendo que lo restauren. Ya me cansé”.
El municipio, a 90 kilómetros de Maputo, ha multiplicado su población en los últimos años por la llegada de millares de personas atraídas por los negocios que brotan en torno a la frontera, unos pocos legales y otros muchos ilegales. En el lado mozambiqueño hay una gran actividad comercial y tránsito de mercancías. En las barracas situadas a la orilla de la carretera se concentran cambistas de divisas, porteadores de mercancías y vendedores de género diverso. A diario cruzan contrabandistas de droga, tabaco y alcohol. Pero también es la vía de salida del tráfico de trabajadores, menores y prostitutas que sueñan con una vida mejor en Suráfrica. Todas estas actividades producen importantes beneficios, y son un reclamo para que sigan llegando desesperados buscándose la vida.
Cuando Vicente Berenguer llegó en septiembre de 1967, Mozambique era una provincia de ultramar que el Estado Novo de Salazar quería conservar a cualquier precio. Berenguer conocía el colonialismo a nivel intelectual por sus estudios de teología en Burgos: “En realidad no sabía nada hasta que no aterricé aquí y vi que los negros no eran nada en su propio país”.
Vicente Berenguer nació en Teulada, Alicante, en 1937, en una familia católica y conservadora. Cursó filosofía en el seminario de Valencia y teología en Burgos. Dejó los estudios en el cuarto curso de teología porque estaba harto de rectores, de seminario y de todo. Se marchó al circo de la Ciudad de los Muchachos, con el padre Silva. Allí se liberó de muchas cosas, y eso le permitió regresar al seminario y retomar su formación. A través de las visitas de misioneros que pasaban por el centro y de las cartas de Luis García Castro, asesinado por soldados rodesianos en 1976, Berenguer empezó a interesarse por la realidad de las misiones.
Nada más aterrizar en África se sumergió en “un mundo desconocido”, donde fue percibiendo el colonialismo real con todas sus aristas. Su primer destino fue la misión de Moatise, un enclave minero en la provincia carbonífera de Tete explotado por compañías portuguesas y belgas. La comunidad estaba compuesta por el personal blanco de las minas, directivos, trabajadores y sus familias, y por los sirvientes negros. El salazarismo siempre defendió sin pudor que Portugal y sus territorios de ultramar eran un estado indivisible e interracial en el que “no existía racismo, en todo caso diferencias de educación y, por tanto, diferencias económicas”.
Vicente Berenguer es un torrente de vitalidad, humanismo y buen humor: una combinación muy común en la mayoría de los misioneros que han vivido durante años en las cloacas del mundo dando sentido a una vida dedicada a ayudar a los olvidados y a los sin voz de la tierra, gracias a una voluntad de acero y a una fe inquebrantable. Berenguer me cuenta mientras esperamos la hora del almuerzo cómo vivió aquellos contrastes al poco de llegar a Moatise. Desde el principio fue incapaz de mantenerse indiferente ante las injusticias que se producían a su alrededor. Un día, le preguntó a un joven que pasaba cada mañana por delante de la misión si no estudiaba. El muchacho le contestó que los pretos (negros) sólo estudian la primaria. El padre Berenguer quiso saber la razón. “No hay lugar para nosotros”, le respondió el adolescente. Si queréis estudiar, les dijo, venid el grupo de chavales de 16 y 17 años que estáis sin hacer nada. Al día siguiente el joven apareció con 22 amigos. Fueron a comprar todos los libros del primer año de bachiller, limpiaron una sala, y reunió a profesores improvisados: la mujer del gerente de las minas, la del médico, el adjunto de la administración…, y les dieron clases de todas las asignaturas. “Aquel muchacho es hoy cirujano rural”, me explica orgulloso Berenguer.
En una ocasión le invitaron a cenar a casa del gerente de las minas, una familia portuguesa tradicional con dos hijos; un chico de 15 y una chica de 12 años que asistía a los cursos de cristiandad. Durante la cena sonó el timbre. El empleado, que tendría unos 60 años, salió de la salita para abrir la puerta. El hijo comenzó a insultarle con desprecio por ausentarse. “Di un golpe en la mesa y le dije si no le daba vergüenza insultar a una persona que por edad podría ser su padre”, recuerda Berenguer. “Le pregunté si esa era la educación que había recibido. Se hizo un silencio absoluto. Al día siguiente sus padres fueron a la misión a reprocharme que hubiera humillado a sus hijos delante de un negro. Para mí fue algo incomprensible. Años más tarde, ese chico, que fue médico en el hospital militar, me dijo: ‘Padre, cuánta razón tenía cuando me reprendió así’. Su hermana, Ana Mafalda Perera Leite, es hoy una gran escritora y poetisa. Luego se marchó toda la familia a Portugal. No eran culpables. Ese era el ambiente que reinaba en aquella época”.
En otro momento, un alumno jovencito besó a la hija de la directora de la escuela oficial, que era blanca. Fue un escándalo. Berenguer les dijo: “¿Saben lo que hacen estos chicos? Lo que ven a los soldados portugueses hacer con sus hermanas”. Pero al padre Vicente los reproches le llegaban de ambos lados: cuando se dirigía a la fiesta de cumpleaños de los hijos de un maquinista portugués de los ferrocarriles, en el camino se encontró con un joven de unos doce años que le pregunto adónde iba. Se lo dijo y le preguntó si quería acompañarle. El muchacho quiso saber si había chicos como él. “Le dije que sí”, recuerda. “Yo me refería a la edad y él al color. Y cuando vio que eran blancos se enfadó y me soltó: ‘Si usted entra allí no vuelva más conmigo’”.
Vicente Berenguer fue feliz los ocho meses que pasó en Moatise. Sin embargo, solicitó el traslado a Changara. Deseaba comprender mejor el mundo rural africano. La misión de Changara estaba en pleno campo, a catorce kilómetros de la sede administrativa. “Aquello me encantó”. Recorrió comunidades remotas del llano y las montañas, aprendió a chapurrear la lengua local y continuó formando a jóvenes desde primaria hasta el seminario y la escuela de profesores. Tuvo entonces los primeros contactos con guerrilleros de Frelimo. Era el año 1970. Los insurgentes bajaban de la zona de Mucumbura. Al llegar a nuevas áreas, sus exploradores indagaban quién vivía allí y tanteaban si podían encontrar apoyo entre la población. “Así fue cómo me contactaron, y cómo comenzó nuestra cooperación”. Le pregunto si sabía quiénes eran. “Sí, claro”, me responde risueño. “Venían a casa y pedían medicamentos, mantas; a veces llegaban heridos, necesitaban alcohol, mercurocromo… algo de dinero, dólares rodesianos para comprar cosas al otro lado de la frontera. Yo era consciente de lo que estaba haciendo”. ¿Y eso le parecía bien? “Por supuesto”, me responde, “no había otra manera. La independencia no podía llegar de otra forma que a través de la lucha armada”.
La PIDE convocó a Vicente Berenguer hasta en seis ocasiones, porque en diferentes ataques del ejército portugués confiscaron medicinas a los insurgentes. “Me preguntaron si yo apoyaba a los terroristas. Les dije que nunca vi a nadie que llevara escrito Frelimo (se señala la frente). ‘Yo entrego las medicinas a la población’. Esa fue mi defensa”.
Los acuerdos firmados entre el Vaticano y el Estado portugués eran una credencial que permitía a los misioneros caminar por la delgada línea que separaba los intereses de los colonos de los derechos inalienables de los africanos. Para algunos obispos y militares esta acreditación de la Iglesia en manos de los misioneros extranjeros era un desafío a la autoridad colonial. En una ocasión el padre Vicente fue interceptado por una patrulla portuguesa cuando iba a entregar a la guerrilla una maleta de medicamentos y dinero rodesiano. Los soldados quisieron saber qué llevaba dentro. El misionero puso la mano sobre la maleta y les contestó que tan solo una manta. Quisieron llevarle con ellos, pero Berenguer les aseguró que sólo iría preso. Al final cada cual siguió su camino. Al día siguiente se topó con los guerrilleros, que le apuntaron con las ametralladoras. “Alguien gritó: ‘¡Es el padre, es el padre!’. Llevaban siguiendo algún tiempo nuestra pista. Me dijeron que les había dado un gran susto porque había comido naranjas por el camino, y los únicos que podían comer naranjas eran los del ejército”. Conversaron un rato, entregaron el dinero y los medicamentos y regresaron a la misión.
El obispo de la diócesis de Tete programó una visita en helicóptero a varias comunidades y pidió a Vicente Berenguer que le acompañara. “Cuando estábamos en el aire le decía al piloto: ‘Más alto, más alto’, para evitar que pudiera ver a los guerrilleros. ‘Parece que tiene miedo de los turras (los terroristas)’, me dijo el obispo. ‘Algo de miedo sí tengo’, le contesté disimulando”. Visitaron escuelas en aldeas apartadas. El obispo pudo observar con sus propios ojos las duras condiciones de vida de la población indígena. El viaje incluyó una parada en un cuartel militar. El teniente coronel le dijo al obispo: ‘Nos queda este poquito (Vicente junta los dedos hasta casi tocárselos) para coger a su cura. Ellos son los que ponen las minas y ayudan a los terroristas’. Al obispo no le sentó nada bien aquello”. La jerarquía eclesiástica era toda portuguesa. En general se mostraban contrarios a la independencia, y más aún a prestar ayuda a los insurgentes. Con el tiempo algunos prelados fueron abriendo los ojos a la realidad.
Un domingo, Vicente Berenguer oficiaba la misa en la iglesia de la misión. Los soldados habían traído a un gran número de indígenas desde los aldeamentos de comunidades apartadas y los hacinaron en una dependencia de la administración. Estaban agotados. “Antes de comenzar el Padrenuestro les dije que esa oración significaba que todos somos hermanos. Pero también les dije que no sabía si aquellos que estaban allí amontonados eran también nuestros hermanos. ‘Para mí sí lo son’, añadió con solemnidad, ‘y no puedo ver a unos hermanos vivir así. Por lo tanto, quien quiera rezar el Padrenuestro conmigo que lo rece, pero que sepa que ellos también son nuestros hermanos’. Comencé a rezarlo y me quedé solo”. Cuando terminó la misa se le acercó el teniente coronel y le advirtió: “Padre, tenga cuidado con lo que dice”. “Le contesté que no podía falsificar el mensaje del Evangelio”.
Desde la puerta de la vivienda que da al jardín, la cocinera nos interrumpe y nos invita a pasar al interior. En el modesto comedor, débilmente iluminado, el almuerzo está servido sobre una mesa cubierta con un hule. El menú es una combinación de la cocina española y mozambiqueña: tortilla de patatas, matapa, xima y jurel. El padre Vicente recita una curiosa bendición antes de sentarnos: “Unos quieren y no pueden, otros pueden y no quieren. Nosotros que queremos y podemos, bendícenos Señor”. Durante la comida deseo saber si, al igual que su compañero Miguel Buendía, el padre Vicente emplea el mismo argumento sobre la compatibilidad entre las ideas marxistas y las tesis de la Iglesia católica. Me responde que para él no hay ninguna contradicción. A medida que profundizas más en el Evangelio ves la necesidad de libertad de este pueblo. Esto también lo percibes desde la parte marxista. “Yo creo mucho en Jesús de Nazaret. Ahora estoy leyendo el libro de Hans Künt, Jesús. El propio autor te dice al principio: ‘Si quieres saber del Jesús teológico lee a Joseph Ratzinger, si quieres saber del Jesús hombre, ven a mí’”.
¿Qué opinaban sus superiores en aquellos años sobre sus actividades? “Mis superiores conocían bien mi carácter, inclinaciones y deseos; por eso siempre me dejaron mucha libertad. Éramos ‘los rojillos’, pero en Madrid siempre nos respetaron”. ¿Se considera un cura rojo? “Me considero un creyente”, me responde, y se ríe.
Tras el almuerzo regresamos al jardín. La sombra del ntoma es más espesa y alargada, y la brisa mece las ramas produciendo música de maracas que baja desde lo alto. Los gansos han desaparecido, pero el gallo, infatigable, sigue rondando a la gallina. A punto de retomar la conversación, alguien llama desde la puerta. El padre Vicente se ausenta unos minutos. Al regresar, se disculpa: el marido de una vecina ha fallecido y la viuda no tiene dinero para enterrarle. “Le he dicho que vuelva más tarde”, me dice con gesto de impotencia.
Los guerrilleros de Frelimo fueron extendiendo su influencia por el norte del país a medida que se afianzaban entre la población rural. A muchos campesinos el conflicto los atrapó entre dos fuegos. Le pregunto si los alumnos y los internos no eran sospechosos para la tropa portuguesa de ayudar a la insurgencia. “En un principio pasaban inadvertidos”, me responde. “Una noche llegó un grupo de guerrilleros. Venían armados y en traje de campaña. Un par de ellos entró en la casa, el resto se quedó fuera vigilando. Charlábamos tranquilamente cuando de repente entró uno y nos dijo que se acercaba la tropa portuguesa. Se escabulleron inmediatamente. Estábamos muy asustados, casi paralizados”. Antes de romper el alba el padre Vicente fue a hablar con Felipe, el mayor de los internos, y le dijo que reuniera a todos sus compañeros y salieran a borrar el rastro de los guerrilleros. “Si os encontráis con los soldados, decid que vais a recoger leña y limpiad sus huellas”. Una hora más tarde llegó el ejército: “Frelimo ha estado aquí –nos acusaron–. Vemos pisadas que llegan hasta la casa, pero no las que salen. Por fortuna sólo encontraron las pisadas de los chavales”, añade satisfecho.
Le pregunto si los guerrilleros reclutaban a la fuerza a los jóvenes para enrolarlos en las filas de Frelimo. “No, no”, me responde. “Los chavales se marchaban encantados. No sólo los del internado, también los que vivían en sus casas”. Las pruebas de que la población civil de las zonas rurales daba cobertura a la insurgencia provocaron que las fuerzas armadas adoptaran la táctica de tierra quemada, hostigando aldeas y poblados con extrema violencia y crueldad. Berenguer me cuenta que en una ocasión los soldados cogieron a un joven y le preguntaron por el lugar donde el padre Vicente se veía con Frelimo. Le metieron el cañón del fusil en la boca, se orinó encima pero no dijo nada. Días más tarde detuvieron al cocinero de la misión. El padre Vicente fue al cuartel en su moto, se presentó ante el comandante de las tropas portuguesas y le dijo que él era el único responsable si había habido algún problema. Consiguió que lo soltaran.
Vicente Berenguer veía con preocupación la presión que el ejército portugués estaba sometiendo a su entorno. Reunió a los profesores y les dio libertad para que el que no aguantara la situación se marchara. “Se quedaron dos conmigo, el resto se marchó”.
En diciembre de 1972 el ejército le dio veinticuatro horas para salir de la misión. Llegó el camión de la tropa. Como no le podían detener, le dieron a elegir entre ir a Tete o al puesto administrativo donde estaban acuartelados los militares. Eligió lo segundo. Cargó unos pocos enseres personales, y a la media docena de chavales que quedaban en el internado los envió a un poblado con los dos profesores que decidieron quedarse. Le llevaron a una pequeña barraca prefabricada de los peones camineros. Transcurrido un tiempo, los propios soldados le hicieron una casita de dos habitaciones. Por la noche le visitaban alféreces y capitanes para escuchar música de cantautores lusos. Uno de ellos le llevó aparte y le dijo: “Padre, continúe así como trabaja”. “Pensé que me querían engatusar, pero el 25 de abril (de 1974) comprendí que habían sido aquellos capitanes los responsables de la Revolución de los Claveles”.
La situación en los territorios de ultramar se hizo insostenible. Al deseo de los movimientos independentistas, la respuesta del salazarismo fue la guerra colonial. En Mozambique, las denuncias de los misioneros, en especial las de los “padres de Burgos”, destapó los abusos sistemáticos del ejército y la policía política. Durante el juicio militar a dos curas portugueses por haber denunciado en sus homilías las matanzas de Mucumbura, al que Miguel Buendía asistió, los abogados defensores le recomendaron que salieran de Mozambique. “Como ya estábamos contra la pared y no podíamos hacer nada, en abril del 1973 nos marchamos a España”.
El régimen portugués seguía desmoronándose. La guerra no producía los resultados deseados y las matanzas impactaban en la opinión pública mundial. En el seminario de Madrid, Vicente Berenguer entró en contacto con estudiantes angoleños residentes en España y los ayudó a conseguir salvoconductos para viajar a Argel, donde se reunirían con el Movimiento Popular de Liberación de Angola, el MPLA. “No sé cómo me las arreglé para conseguirlos”, recuerda. “Imagínate, en tiempos de Franco”. Meses más tarde, él también se desplazó a Argel invitado por el MPLA. Allí volvió a coincidir con miembros de Frelimo, que llevaban a cabo formación militar en los campos de entrenamientos del país magrebí.
Corría el año 1974. Todavía no se había producido el golpe de estado en Portugal; sin embargo, algunos misioneros españoles, entre los que se encontraba Vicente Berenguer, tomaron la decisión de marcharse a la frontera de Zambia con Mozambique “para seguir trabajando por la independencia”. Desde el cuartel general de Frelimo en la capital tanzana, el presidente Samora Machel, escribió una carta a los “padres de Burgos” solicitando dos representantes para ir a Dar es-Salam a diseñar las líneas del sistema de educación de Frelimo. Machel quería que la alfabetización y la educación fueran una prioridad para la población de Mozambique, dominada culturalmente por los colonizadores. “Nos eligieron a José María Lerchundi y a mí”.
Allí se encontraban todos los grandes dirigentes de la organización: Montero, Chissano, Banze, Mocumbi, Vieira, Revelo, dos Santos… Visitaron la escuela secundaria que Frelimo tenía en Bagamoyo. También fueron a Mtwara y Tunduru, para conocer el internado, y Vicente se encontró con algunos de sus antiguos alumnos. Se alojaron en casa de Samora Machel y Samito, el primer hijo del líder revolucionario y de Josina Muthemba. Estando en Tanzania se produjo el golpe de estado de Portugal el 25 de abril de 1974. “Vivimos el golpe con los ojos puestos en Mozambique. Nos alegrábamos por Portugal, pero mirábamos a Mozambique. Sabíamos que con aquella revolución llegaría la independencia”.
Mientras Berenguer y Lerchundi estaban en Dar es-Salam, llegó la primera delegación desde Mozambique con el escritor Rui Nogal, el poeta José Craveirinha y el pintor Malangatana, entre otros, para reunirse con la plana mayor del movimiento. Se discutieron las futuras responsabilidades de los “padres de Burgos”, y se acordó “que regresáramos a España para preparar el camino para un próximo viaje a Mozambique”. Los misioneros españoles solicitaron desde Madrid al recién creado gobierno de transición, dirigido por Joaquim Chissano, los permisos necesarios para volver a Mozambique. En noviembre de 1974, un año y siete meses después de salir del país, el padre Vicente retornó a Tete. Fue a Changara, pero al poco tiempo el ejército rodesiano bombardeó con aviones la zona donde se encontraban ocultos los campamentos del grupo guerrillero ZANU (Unión Nacional Africana de Zimbabue), y el obispo le transfirió a Tete. Allí abrió una parroquia y se dedicó a la enseñanza.
Mientras tanto, Portugal y los líderes de Frelimo negociaron el fin de la guerra, el reconocimiento de Mozambique como país independiente y la gestión transitoria hasta la total independencia, que se proclamó el 25 de junio de 1975. Fue un tiempo de euforia, solidaridad y unidad popular. Frelimo era muy apreciado, y los mozambiqueños estaban dispuestos a trabajar y sacrificarse para reparar el vacío que habían dejado los colonos portugueses. “Nos ofrecimos como profesores de lo que fuera: de biología, de geografía, de historia…”.
Vicente Berenguer admiraba mucho a Samora Machel. “Si hoy levantara la cabeza, ametrallaría a mucha gente”, dice riéndose, “y pensaría: ‘Esto no es por lo que luchamos’”. Un mes después de declarar la independencia, Samora deseó recorrer por tierra el país de norte a sur, atravesando el fronterizo río Rovuma y pasando por todas las provincias hasta llegar a la capital. “Yo estaba en mi casa en un suburbio de Tete con mi amigo (Luis Gracía) Castro. Estábamos charlando y se nos había olvidado que el presidente estaba por allí. Al oír un claxon nos asomamos. En ese momento pasaba su coche por delante de nuestra puerta. Al verme mandó parar, se bajó, me dio un abrazo y exclamó: ‘¡Independientes!’”. Samora entró en la casa mientras la tropa la rodeaba, y charlaron durante unos minutos. Le pidió que esa noche cenaran juntos en la sede del gobierno local donde le dedicó unas palabras de agradecimiento por su labor. “Era muy sencillo”, suspira el padre Vicente. “Fue capaz de bajar del coche para abrazarme”.
Una de las primeras medidas del gobierno independiente fue la nacionalización de la sanidad, la educación y la justicia. Las escuelas y hospitales que estaban dentro de las misiones dirigidas por la Iglesia católica quedaron bajo control del Estado. En el campo de la educación se nombraron nuevos directores en todas las escuelas, y el personal de los centros privados pasó a ser empleado del estado. Un cuarto de millón de colonos portugueses huyó o fue expulsado por las nuevas autoridades. El país quedó con una economía muy frágil, esencialmente de servicios, sin cuadros técnicos ni especialistas, sumido en la dependencia exterior. Numerosos religiosos también abandonaron Mozambique. Los que optaron por quedarse tuvieron que adaptarse a la nueva situación.
En 1976 Vicente Berenguer asistió al primer curso nacional de directores de escuela en Maputo. Después le nombraron director de la Escuela Industrial y Comercial de Tete. “No sabía nada ni de industria ni de comercio. Me dijeron: ‘Tienes que dirigir, sabes dirigir, pues dirige’”. Fueron tiempos difíciles. Faltaba de todo. Ni siquiera había papel. Encontró resistencias en algunos antiguos profesores portugueses que todavía permanecían allí, pero también en los nuevos responsables mozambiqueños. Un día, súbitamente, llegó la policía, le arrestó y le enviaron a una cárcel de Maputo para proceder a su deportación.
En la prisión le colocaron en un cuartito con doce literas, pero le tocó dormir en el suelo porque no había cama para todos. “Me propusieron pagar algo de dinero para no limpiar las letrinas ni hacer otros trabajos”. Contactó con Miguel Buendía y José María Lerchundi, y les comunicó que estaba detenido. “El de Miguel es el único número de teléfono que me he sabido de memoria en mi vida”. Hablaron con Sergio Vieira, que era ministro del Interior. “No queremos que nos hagas ningún favor”, le dijeron a Vieira, “sólo saber qué ha hecho Vicente para estar en la cárcel”. Pasó tres o cuatro noches encerrado hasta que le liberaron. “En nombre del gobierno me pidieron perdón. Yo les dije que no quería disculpas, sino saber por qué me habían detenido. Me contaron que fue porque yo ponía a los alumnos en contra del gobierno”. Era una época de depuración ideológica. Al parecer su nombramiento había levantado envidias y deseos de venganza en algunos nuevos funcionarios, y urdieron una trama que provocó la desconfianza de los dirigentes de la provincia.
En Maputo pensaron que sería más conveniente que no volviera a Tete y le ofrecieron trabajar con Graça Machel, que había sido nombrada ministra de Educación. Vicente y Graça tuvieron una relación próxima y cordial. Su nuevo puesto estaba dentro del área de producción escolar. Visitó escuelas del norte y centro del país y organizó seminarios a nivel nacional sobre el tema. En el ministerio también trabajaron sus compañeros del IEME José María Lenchundi, Julio Moure y Miguel Buendía.
Entre 1981 y 1982 el ministerio le envió con una delegación a Cuba, socio fundamental de Mozambique en aquellos años, para estudiar cómo gestionaban la educación. El pasaporte de Vicente Berenguer decía que su profesión era “cura católico”. El funcionario cubano que los recogió en el aeropuerto de La Habana le preguntó cómo era posible que un católico que daba misa viniera a un país marxista representando a otro país marxista. “A mí eso me cabreaba mucho. Le dije: ‘¿Tú qué pretendes con tu ideología: comida para todos, sanidad para todos, educación para todos, vivienda para todos? Es exactamente lo mismo que pretendo yo. Tú desde tu ideología y yo desde mi fe. El día que mi fe sea un obstáculo para conseguir esto, critícame todo lo que quieras. El día que tu ideología sea un obstáculo, seré yo quien te critique’. Me dijo que nunca había oído a un cura hablar así. Le pregunté si creía que podríamos trabajar juntos. Me dijo que sí”.
Algún tiempo después, el mismo funcionario le preguntó qué le parecía Cuba. El padre Berenguer le dijo que le encantaba, pero que había una cosa que no le gustaba. “Te lo cuento con un chiste con tal de que no me metas en la cárcel: Todos los años en la Plaza de la Revolución de La Habana dan la emulación socialista a la zafra (un tipo de premio por cumplir los planes de producción, en este caso de la cosecha de caña de azúcar). Un año le correspondió a un viejo. Fidel Castro le pidió que gritara bien alto lo que sentía en esos momentos. ‘¿Y, me oirán los yanquis?’, preguntó el viejito. ‘Si, grítalo bien alto’, le aseguró Fidel. ‘¡Sacadme de aquí!’, chilló a los cuatro vientos. Es lo único que no me gusta de Cuba”, le dijo Vicente al funcionario: “No poder entrar y salir cuando uno quiera”.
Unos años más tarde le asignaron una parroquia y siguió compaginando las labores pastorales con el trabajo en el ministerio de cultura hasta la salida de Graça Machel, en 1989. A partir de ese momento se dedicó a la enseñanza. Con fondos de donantes extranjeros levantó “piedra a piedra” (como se canta en el himno nacional de Mozambique) centros infantiles, escuelas secundarias, preuniversitarias, asilos e incluso depósitos de cadáveres. Hace más de una década el arzobispado le destinó a Ressano García, donde ha construido una escuela secundaria y un internado. “Ya le dije al obispo que no quería estar más de diez años en el mismo sitio. Tienen que ser los mozambiqueños jóvenes quienes tomen el relevo”.
Vicente Berenguer, de 77 años, es chaparro, tiene el pelo gris y la nariz redonda y prominente. Usa gafas y viste ropa amplia y cómoda, y una gorra con visera cuando sale al exterior para protegerse del sol. Le pregunto si está pensando jubilarse y volver a España. “No lo sé todavía”, me responde. “Estoy en un momento de duda. Hablé con (Antonio) Cañizares –arzobispo de Valencia–. No quiero una parroquia en España. Nosotros ya no entramos por ahí. Tenemos otra visión de muchas cosas de la iglesia y queremos algo diferente. Pero no queremos molestar”.
El intenso calor va remitiendo cuando el sol se tiende sobre las colinas de Suráfrica. Decidimos salir de la casa parroquial y visitar la escuela secundaria y el internado, a cinco kilómetros del municipio, que Vicente Berenguer ha construido y equipado con donaciones internacionales. La escuela tiene capacidad para más de mil estudiantes de bachillerato, es propiedad de la Iglesia, pero está subvencionada por el Estado. El internado aloja a noventa alumnos procedentes de las escuelas primarias del distrito a los que escogen los directores dando preferencia a las chicas. Los internos pagan mil quinientos meticales anuales (unos 35 euros), y el Gobierno soporta el resto de los gastos. “Los tres primeros años fuimos nosotros, con ayuda de los amigos, los que asumimos los costes”, confiesa Berenguer.
Después de recorrer las instalaciones tomamos un camino de tierra para contemplar la región desde la cima del monte Asunción, desde donde se observa toda frontera y el resto del municipio. Las colinas circundantes están moteadas de modestas casitas construidas de bloques de hormigón, caña y tejados de lata. Están diseminadas por el paisaje y unidas por estrechos caminos, polvorientos en la estación seca y embarrados en la de lluvias. El valle y las colinas están deforestados. Los habitantes han talado los grandes árboles y la vegetación leñosa para usar la madera para cocinar. Desde la distancia se observa nítidamente la línea que separa el bosque frondoso de Suráfrica del llano desbrozado del lado mozambiqueño.
Dejamos el pick-up orillado en el camino. Vicente Berenguer está en forma. Sube los terraplenes con la agilidad de una cabra montesa hasta encaramarse al punto más alto, donde se levanta una gran cruz blanca. Un poco más allá se encuentra la ermita de Nuestra Señora de la Asunción. Nos vamos cruzando con los vecinos de las casas que han ido colonizando las colinas. Saludan al padre Vicente con afecto e intercambian algunas frases. Me dice que la mayoría de la población de este distrito es seropositiva. Muchas mujeres jóvenes se dedican a la prostitución para ganarse unos meticales. Otras atraviesan la frontera y acaban en los burdeles de Suráfrica, engañadas por las pasadoras con promesas irrealizables.
Vicente Berenguer es una especie de guerrero solitario e infatigable de la iglesia. Un alma libre que guarda el espíritu de rebeldía de los años de juventud. “A mí me pueden llevar a la cárcel, pero no me callo. Estamos en la miseria. Lo digo en las homilías”. Asegura que no tiene mérito lo que ha hecho durante más de cuatro décadas en África. “Ha habido curas y monjas españoles a cuyo lado yo no soy nada”. Ha habido “una Iglesia fuerte y luchadora que hizo mucho por la liberación de este país”. “Ha sido una lucha constante codo con codo con otras personas para hacer un mundo mejor, y creo que ese objetivo aún es factible. Cuando veo una escuelita para niños que ya no están en la arena y tienen un desayuno, creo que es posible”.
Este texto pertenece al libro A la sombra del cajueiro, que acaba de publicar gracias al patrocinio de la Agencia Española para la Cooperación Internacional y el Desarrollo (AECID).
José Luis Toledano es periodista. Fue el primer director de FronteraD, donde ha publicado Lampedusa, la isla del deseo y Túnez, de la zarza al jazmín.