Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
AcordeónEl dosímetro se recalienta, se atasca la máquina del tiempo. Viaje al...

El dosímetro se recalienta, se atasca la máquina del tiempo. Viaje al corazón de Chernóbil

Amanezco en el Hotel Kiev, en la ciudad que le da nombre. Desde la ventana de este monolito, este dolmen descomunal, observo el paisaje urbano nevado disfrazado de surrealismo por las estalactitas de hielo que amenazan como escarpias. Como todas las grandes ciudades, la capital de Ucrania es un mundo de contrastes, donde las variaciones de su pulso se palpan en la opulencia y la miseria, en el amor y las consecuencias de la guerra, en las moles de cemento armado de las construcciones soviéticas y las refinadas iglesias ortodoxas de cúpulas doradas.

 

Escucho en el telediario la enésima crisis económica y política del país, incapaz de frenar la corrupción ni el conflicto con las dos regiones secesionistas de Ucrania Oriental. Ayer por la noche, viniendo del aeropuerto en un taxi marca Lada, el conductor me habló de sus penurias, ensalzó a Putin y repitió dos veces: “¡Se vivía mejor en la época soviética!”. Comprendí entonces que H. G. Wells, el escritor británico de ciencia ficción que “descubrió” el viaje a través del tiempo, no tuvo en cuenta su influencia en la psique del viajero cuando se traslada hacia el pasado. “Si intentan separarme de mi época, les prometo que se romperán el cuello”, escribió en años estalinistas el poeta ruso Ósip Mandelshtam. Tan solo el gulag logró arrancarle de su época. Pero precisamente la nostalgia del pasado ideal se ha convertido en el principal carburante de la máquina de Putin, ya que no todos arrojaron la nostalgia al basurero del último decenio del siglo XX.

 

Ya en la calle, forrada de banderas nacionales y propaganda del ejército, bajo hasta la estación. Me subo en el autobús con destino Orane, una aldea perteneciente al distrito de Ivankiv, fronteriza con la zona de exclusión de Chernóbil. Con la ventisca que dirige los copos de nieve para estrellarlos contra el cristal como balazos, nos ponemos en marcha. Llegamos dos horas después. La aldea parece sacada de una litografía de Currier & Ives: la nieve cubre los tejados, hiela las ventanas de las casas y cuelga de las ramas de los árboles. Una estampa que me suscita sentimientos encontrados, como los que produciría contemplar una hermosa tarta de nata recorrida por una cucaracha. La madrugada del 26 de abril de 1986, a treinta y cinco kilómetros de distancia, explotó el reactor número cuatro de la central nuclear de Chernóbil, liberando a la atmósfera una cantidad de radiación 200 veces superior a las de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Se expandió por el norte de Ucrania, el sur de Bielorrusia y la región de Briansk en Rusia. Fue la peor catástrofe nuclear de la historia.

 

A modo de una piel de leopardo, el cesio, el estroncio y, en menor medida, el plutonio, formaron manchas sobre el territorio. Evacuaron a 130.000 personas en un radio de 30 kilómetros, una zona que se valló y militarizó, pero fuera del límite de exclusión la contaminación de la radioactividad sigue impregnando la tierra. Una despensa gigantesca de verdura, fruta, carne y leche salpimentada con altas dosis de radiación. Los habitantes del distrito de Ivankiv (con 30.000 habitantes), carecen del suficiente dinero para alimentarse con productos importados de zonas seguras, de modo que las enfermedades cardiovasculares y los casos de cáncer se han disparado desde hace 30 años en toda la zona.  

 

En la parada me espera Marina Ovsyannikova, de 21 años, que tras haber pasado nueve veranos en Bilbao, habla un perfecto castellano. Pertenece a esa generación que llaman “los niños de Chernóbil”. Le pregunto si le ofende el sobrenombre.

 

—Supongo que ya estamos acostumbrados. Pero sí es cierto que incluso en Ucrania la ignorancia acerca de la radiación todavía provoca miedo y rechazo.

 

 

*     *     *

 

La doctora Oksana Kadun, directora del hospital local, asegura que “el 90% de los habitantes del distrito de Ivankiv tiene el estatus de víctimas de las consecuencias del accidente nuclear”. Hablamos en su despacho decorado con cuadros de verdes paisajes y motivos florales en la alfombra que cubre el suelo. Me enseña un mapa de la zona de Chernóbil con los cuatro distintos niveles de radiación: la 1 es la zona cero, la 3 corresponde al distrito de Ivankiv.

 

—La tasa de mortalidad de las personas en edad de trabajar ha aumentado 10 veces en comparación con los años anteriores a la catástrofe y la discapacidad de la población infantil es causada en el 30% por defectos de nacimiento.

 

Kandun es una mujer pausada, elegante, algo flemática. Se expresa sin agresividad, pero cada una de sus frases está cargada de razón. Dice que el panorama es alarmante, especialmente si se cumplen los estudios que afirman que el ADN de las células germinales que transmiten la información genética fue dañado por la radiactividad. Lo que sugiere que las secuelas de Chernóbil podrían perdurar durante varias generaciones. “Convivimos con una sensación de riesgo constante”, concluye.

 

La Asociación Chernóbil Elkartea trabaja desde hace dos décadas con un programa de acogida temporal en familias españolas de menores afectados por la radiación. Su secretario, Kiko Saiz Etxabeguren, está en Orane de visita y explica que “los niños que habitan en el entorno de la zona de exclusión presentan una salud frágil, que se agrava con la contaminación nuclear y la situación de pobreza en la que viven”. Hasta la fecha más de 3.000 menores han participado en el programa que la asociación les ofrece para “darles una buena dosis de aire limpio, esencial para su desarrollo físico”.

 

Uno de ellos es Vladimir Snidco, que con solo 12 años ya acumula cinco veranos en San Sebastián y dos operaciones de estómago. Es un niño rubio, sin brío, anémico. Se autoproclama forofo del Athletic de Bilbao y sueña con ser camionero “para viajar lejos de Ucrania”. Vive en una casa humilde de madera, rodeada por un triste corral con gallinas y dos cabras. El historial médico de su familia no es muy alentador: su madre nació el año de la catástrofe y ahora tiene en su mejilla derecha una protuberancia del tamaño de un huevo. Su tío y su abuelo fallecieron recientemente fulminados por un cáncer de tiroides, y su padre y sus dos hermanos sufren enfermedades relacionadas con el corazón. Ninguno tiene empleo. Subsisten con las hortalizas que cultivan, los animales de corral y el único ingreso económico que entra en casa: el dinero de la jubilación de la octogenaria abuela, Hanna.

 

El caminito de tierra, antes cubierto por la nieve, ha quedado embarrado. Las huellas de mis pisadas se vuelven marrones, oscuras, como la vida de esta gente. Todo aquí está marcado por el enemigo que lleva tres décadas destruyendo poco a poco sus hogares. No hay una sola familia que no sea víctima directa o indirecta de este mal, llamado radiación, que cobra diferentes formas. Quien no ha perdido a un hijo, a un padre o a una hermana, vive sufriendo las enfermedades de un primo, de un vecino o de un amigo.

 

La radiación no se ve, no tiene olor ni sonido. Es incorpórea. ¿Cómo entender qué les ataca? Hay en ellos una enorme incomprensión, impotencia y miedo que ignoran cómo manejar. Miedo a contraer cáncer, miedo a las consecuencias genéticas que puedan sufrir sus descendientes, miedo a vivir en zonas contaminadas… El reflejo de la radiación es también, en la salud mental, demoledor. A las enfermedades físicas le siguen los desórdenes de ansiedad, las depresiones y la adicción al alcohol.

 

Entro en la casa de Roman, un adolescente de 16 años algo esquivo y solitario. No estudia, tampoco trabaja. Pasa las horas jugando a la videoconsola. Su orgullo: el abuelo Anatoly Polevic, que fue liquidador de Chernóbil. Me acompaña hasta su cuarto, un lugar pequeño, oscuro y enmoquetado, donde me encuentro con el viejo “héroe”.

 

Anatoly, de 72 años, me recibe con una camisa de cuadros, barba de tres días y una mueca de tristeza en la cara. Está sentado en la cama, apoyado contra la pared. Su mujer, Olga, trae unos vasos de cristal y vodka casero. Después del primer trago, soltamos la lengua. Cuenta que trabajó en la Central los cinco años posteriores al accidente nuclear. Al preguntarle por qué lo hizo, a pesar del peligro por los altos niveles radiación, responde con una leve sonrisa encogiendo los hombros: “Alguien lo tenía que hacer”. Además de la motivación patriótica, también hubo una económica. Las autoridades soviéticas le prometieron un coche, una casa y suficiente dinero como para un retiro digno. Pero cuando empezaron los dolores insufribles provocados por la radiación tan solo acumulaba diplomas y otras condecoraciones de la URSS. Tuvieron que amputarle las piernas.

 

—Ahora no tengo coche, ni casa, ni trabajo, ni piernas. Tengo diplomas de un Estado extinguido.

 

El Gobierno de Kiev le paga 100 euros mensuales. Con ello, asegura, no le da ni para cubrir los gastos en medicinas. Su esposa se ocupa de él, de la casa, del huerto y de los animales. Pero los dolores de la espalda le persiguen, ya no tiene fuerzas para cargar con él. De modo que esta cama se ha convertido en la cárcel de Anatoly. Pasan días, incluso semanas, hasta que su hijo viene de visita desde Kiev. Entonces le monta en una silla de ruedas y salen de paseo.

 

—Respirar el aire frío del invierno es lo que más echo de menos. También el olor de las flores en primavera y sentir el calor del verano… Me gustaba tanto pasear por la naturaleza… (Su voz se quiebra. Calla y mira al suelo).

 

Dejamos a Anatoly sumido en el silencio, con solo el ligero murmullo de la televisión de fondo. Quiere estar solo. Acompaño a Olga a la cocina, me ofrece un vaso de leche fresca de cabra recién ordeñada y me cuenta cómo ha cambiado el carácter de su marido a raíz de la operación.

 

 —En ocasiones no le reconozco. Se queda ausente, como si desapareciera. No es el hombre con el que me casé. (Rompe a llorar).

 

Cuando logra recomponerse me habla de Vasili, un vecino que también fue liquidador y falleció por un infarto hace menos de una semana. Vamos juntas a su casa y nos recibe la viuda, Irina Kovalchuk, con los ojos rojos inflados como nueces. No tiene fuerzas para hablar, pero me enseña unas fotografías antiguas, de cuando eran jóvenes. Él viste el uniforme militar soviético, ella un vestido de flores. Salen riéndose. Parecen felices. Irina acaricia las instantáneas. Al rato, un gato enorme, de pelo plateado, aparece en el salón y se sube en el regazo de la mujer. “Ya solo me queda él”, dice. No tiene hijos, ni hermanos, ni padres. Ya en la puerta, al despedirme, le pregunto cómo se llama el gato:

 

— Sleza (lágrima, en ruso).

 

 

*     *     *

 

Dice la ganadora del premio nobel de literatura 2015, Svetlana Alexiévich, en su libro Voces de Chernóbil, que el comportamiento de los liquidadores y los bomberos que apagaron el incendio en la central atómica, recordaba al de los suicidas. “Un suicidio colectivo”.

 

Sin tener ni idea de la magnitud del desastre, 200.000 militares y 400.000 civiles de todas las repúblicas soviéticas se dirigieron a Chernóbil para luchar contra un enemigo al que la humanidad no se había enfrentado antes: la radiación. Con un traje que apenas cubría las necesidades básicas de seguridad, se expusieron a niveles astronómicos de radiación para evitar el cataclismo nuclear. Muchos de esos hombres han muerto ya, el resto están enfermos. Su legado: una estructura de 35 metros de altura llamada el sarcófago, que cubre el cráter del reactor y que evita que halla fugas radiactivas del interior.

 

Para Alexiévich los liquidadores son héroes, que no solo salvaron a su país. Salvaron a toda Europa. Salvaron la vida misma. “¿Quién puede imaginarse aunque sea por un segundo el panorama si hubieran explotado los tres reactores?”.

 

 

*     *     *

 

Desde aquel fatídico 26 de abril de 1986, el mundo entero cambió. Cambió todo. Todo menos nosotros. 36 horas después del accidente, la decisión más drástica fue evacuar y delimitar una zona de 30 km alrededor del reactor. Una zona que se vallaría, se militarizaría y, por qué no decirlo, se olvidaría. Una región entera que se la conoce como zona de exclusión, zona de alienación o la zona muerta. En Ucrania un total de 94 localidades fueron evacuadas, entre las que se encuentran las famosas ciudades de Chernóbil, cabeza de distrito que dio nombre a la central, y Pripiat, ubicada a tres kilómetros de los reactores.

 

En la carretera que va de Orane a Prípiat atravieso dos controles militares: uno en el límite de la zona de exclusión de Chernóbil, a 30 kilómetros, y el segundo, en el límite de los 10 kilómetros. En este territorio radiactivo el bosque crece sin control a ambos lados del asfalto. Ruinas de casas bajas, con las ventanas rotas, son visibles a través de una maraña de abedules, pinos y álamos. Los árboles se han adueñado de todo.

 

El camino para llegar al centro es la amplia avenida Lenin, que hoy tiene cráteres difíciles de esquivar. En tan solo 30 años la ciudad se han convertido en una tupida selva en la que los edificios y plazas aparecen de improvisto, ocultos por la vegetación. Prípiat, que antes de la catástrofe tenía 50.000 habitantes, murió en plena adolescencia, solo 16 años después de nacer para dar cobijo a los trabajadores de la central. Pasó de ser el monumento al sueño socialista, el ejemplo de la felicidad en el paraíso proletario, a convertirse en un escenario posapocalíptico. Un mundo de polvo radiactivo. Vista desde arriba, desde la azotea de uno de sus edificios, la ciudad tiene algo de esas civilizaciones semienterradas en las selvas de América. Escondidas entre la maleza.

 

La noria del parque de atracciones jamás inaugurado se alza oxidada e inmóvil. También están oxidadas las estatuas de la Segunda Guerra Mundial. En el interior del colegio mayor, en medio de los escombros se ven cientos de máscaras de gas, muñecas rotas, mapas descoloridos del viejo país soviético y libros de texto con fotografías de Vladímir Lenin.

 

Si Opachini es una reliquia viviente de una pesadilla nuclear, Pripiat es más como el reloj que se encuentra en los escombros de Hiroshima, sus manos sin vida para siempre atrapadas en el momento de la detonación. Lo que es tan espeluznante acerca de la zona cero no es la destrucción de hormigón y acero. Es la falta de gente, el silencio. El dosímetro se recalienta, se atasca la máquina del tiempo.

 

 

 

 

Lys Arango (Madrid, 1988) es periodista y trabajadora humanitaria. Desde que se licenció en Relaciones Internacionales recorre las zonas calientes del mundo con una mochila de diez kilos a la espalda y una cámara de fotos. Su pasión: viajar. La flor del baobab es su diario digital. En FronteraD ha publicado Viaje a Cuba, una isla inmune al tiempo. Un país a la espera. En Twitter: @Lysarango

Más del autor