El camino es de tierra y está lleno de baches. Cruzo la barrera sin detenerme; como si lo hiciera cada día y llego a un enorme descampado. Huele a rayos. Docenas de ojos levantan la vista del suelo. Son miradas de desconfianza. La mayoría, de hombres. Casi todos, jóvenes. También hay niños y mujeres. Y algunos viejos. Transpiran, rebuscan, esperan, se miran entre ellos, apenas hablan. Todo es podredumbre. Barro. Ratas que parecen conejos. Desciendo del vehículo y un involuntario “Agggh” sale de mi boca. Estoy de mierda hasta los tobillos. Y, poco a poco, la indiferencia se convierte en curiosidad; en menos que nada, un numeroso grupo se forma a mi alrededor.
—¿Tú crees que si yo tuviera trabajo y un lugar donde vivir estaría aquí?
Dice Mohamed. Treinta años. Soltero. Desde los doce rebuscando en la basura. Hoy su botín contiene algunas botellas, restos de vidrio y algo de hierro.
—Soy hijo único pero nadie de mi familia se preocupó nunca para que estudiara.
Mohamed habla por los codos. De sus padres. Su casa. Su vida. Los demás escuchan y asienten. Los nombres son distintos, las historias parecidas. Todos rebuscan en los desperdicios en busca de algo que vender. Son los nómadas de la basura y se calcula que en todo Marruecos hay unos cuatro mil. Este es un trabajo más en un país donde escasean los trabajos.
—En un día normal me puedo sacar entre siete y diez euros. Si tengo suerte y encuentro cobre o aluminio, gano un poco más.
La ciudad de Tánger produce basura. Todas las ciudades lo hacen. Trabajamos para consumir. Cuanta más basura generamos, mejor vivimos. En Barcelona un ciudadano produce de media 1,43 kilos de desperdicios al día. ¿Y en Tánger? Me es imposible responder a esta pregunta. La información es opaca o simplemente inexistente.
El basurero de Mghogha, a las afueras de la ciudad, se creó a principios de los setenta y abarca casi 30 hectáreas. Antiguamente, los deshechos que acababan aquí provenían de los hogares y eran, sobretodo, orgánicos. Cascaras de huevo, pelas de patata, restos de cous cous, huesos de pollo… Pero estos últimos años Tánger ha crecido, la población se ha multiplicado y el desarrollo económico ha traído a sus amigos: restos inorgánicos y peligrosos. Además del plástico (Marruecos está lleno de bolsas de plástico por todas partes), el cristal, las pilas, los fluorescentes y los envases de plaguicidas que se utilizan en la agricultura, el vertedero rebosa de restos industriales y sanitarios –recortes de tela, gasas con pus, jeringuillas, mantas ensangrentadas–. En Tánger no se recicla y en Mghogha todo se mezcla. El resultado es un cóctel mortífero que está matando la tierra y envenenando las aguas que corren por debajo. Del aire ya hablaremos más adelante.
— Vengo de noche. Recojo botellas. Trabajo con una linterna pegada a la gorra y si me canso voy a la cabaña y allí duermo un poco. Aquí hay muchas cosas. A veces he encontrado zapatos viejos y luego los he vendido para ganar dinero. Una vez también me encontré un teléfono.
Dice Amine. Once años recién cumplidos. Uñas negras. Mirada curtida. Y por un momento olvido que estoy hablando con un niño.
A lo lejos se ve la carretera y los coches que pasan de largo. Bandadas de pájaros sobrevuelan el lugar. En el horizonte, la ciudad. Inmensa. Blanca. Nítida. Pero es sólo un espejismo. Un día te levantas y, sin saber cómo, la ha invadido una nube gris. No es niebla. Es el humo que llega del vertedero. Así se deshacen de la basura. Quemándola. Lo hacen de noche. Tres o cuatro veces por semana. Y al día siguiente es imposible respirar. Un olor fétido lo invade todo. A través del viento la basura regresa a donde salió y lo hace en forma de ceniza pestilente.
Por cada cuatro toneladas de residuos que se incineran se genera una de cenizas contaminantes. Contienen mercurio, plomo, cadmio, cromo, arsénico y las famosas dioxinas que se generan en el proceso de combustión.
El aire que se respira en Tánger está contaminado. Lleno de dioxinas. Esas diminutas partículas sobrevuelan las calles, se posan en los balcones, entran por las ventanas e invaden las fosas nasales de sus habitantes. El organismo las recibe y, a través de los pulmones, pasan al torrente sanguíneo y de allí a los tejidos. Esas diminutas partículas pueden producir cáncer, malformaciones congénitas, leucemia, linfomas, lesiones en el páncreas… la lista es larga.
“Las dioxinas no entienden de clases –me dice un marroquí que quiere crear una asociación para concienciar a la gente sobre el tema–”. “A las dioxinas les da igual si eres rico o pobre, culto o analfabeto. Es nuestra salud lo que está en juego. No puede ser que el gobierno se gaste un dineral en el nuevo puerto y no haga nada para mejorar esto”. No puede ser pero es.
Hasta hace poco a él tampoco le importaba demasiado. Pero en verano participó en el rodaje de una película y muchas de las escenas las grabaron aquí. El equipo venía de noche y a él lo hacían correr; no entre las llamas pero casi. “Realmente parecía que se estaba quemando un bosque”. Aprovechando este decorado natural, a la vez que dantesco, se ahorraban los efectos especiales, que son muy caros. Trucos de la industria que, sin proponérselo, han servido para que los actores tomen conciencia del problema y se unan para hacer algo al respecto. Actualmente en Tánger, donde vive más de un millón y medio de personas, no existe ninguna asociación en defensa del medio ambiente.
El sol aprieta. A mi alrededor, unas doscientas personas rebuscan entre las montañas de desperdicios. Las estadísticas señalan que el 10% de los recolectores de basura son niños. Les pregunto a los chavales por su edad. Diez, doce, trece. El mayor tiene quince y lo dice con orgullo. Les pregunto por la escuela. “No escuela”, contestan y entonces me piden que les saque una foto. Lo hago y se la muestro. Mientras ellos bromean y se lanzan comentarios jocosos, les pregunto donde viven y varios levantan el brazo. “Allí”.
Alrededor del vertedero antes hubo tierras. Estaban vacías. Eran inhabitables. Pero, poco a poco, las personas fueron ocupándolas. Gente que venía del campo y no encontró trabajo en la ciudad. Familias que se quedaron sin trabajo y no podían pagar el alquiler. Personas a las que les fue mal en la vida. En la cercanía del vertedero las casas se construyen sin licencia. En medio de la nada. Primero una, luego otra, y ya son un montón. Calles sin asfaltar. Padres sin trabajo. Niños que no van a la escuela. Servicios públicos inexistentes. La zona rebosa miseria.
Un hombre de mediana edad –gorro de lana, botas de goma– agarra un palo como si fuera un bastón. No quiere dar su nombre. Tiene miedo –todos lo tienen– pero accede a hablar conmigo. Me dice que esta es su casa. Que viene cada mañana, recoge todo lo que puede vender y no se va hasta que oscurece. “Hace tiempo que estoy enfermo, necesito dinero para ir al médico y que me cure. No tengo a nadie que me ayude. Por eso vengo. Si no, que Dios me ampare. El gobierno está claro que no me va a ayudar”.
El vertedero es toda una tradición en Tánger y el tema estrella en cada campaña electoral. La ciudad genera tantos deshechos que ha rebasado la capacidad de las autoridades para deshacerse de ellos. Todos los partidos dicen que lo van a quitar, que es preciso adaptar la gestión de los residuos a los nuevos tiempos y que esto pasa por el reciclaje. Pero pasan los años, cambia el gobiernos y todo sigue igual, si no peor.
“Aquí hay muchos accidentes. La gente se hace heridas, se les infectan… A uno se le metió no sé qué en el ojo y se quedó ciego. Otros se han quemado. Muchos de los que vienen aquí se acaban muriendo. Y también hay niños. Ya los has visto. Una vez vino una niña, empezó a buscar entre la basura, vio que se ganaba algún dinero y ahora ya no va a la escuela. Se fugó de casa de sus padres. Nadie la busca. Nadie pregunta por ella. Ahora ya está acostumbrada a esta vida pero esto no es vida. La policía nos persigue, la gente nos insulta, te pones enfermo… ¿Qué vida es esta?”.
Varias empresas se han encargado de la gestión de las basuras urbanas en Tánger en los últimos años. CEPSA. TECMED. SUEZ. Todas con resultados similares. Tarde o temprano, terminan abandonando. El motivo: el ayuntamiento no les paga las facturas, ellos no pagan los salarios a los trabajadores y estos, cansados de ser explotados, se niegan a trabajar.
Me lo cuenta el señor X, que me pide por favor que no desvele su identidad. En cuanto le prometo no hacerlo abre el ordenador. Contiene varios archivos. Son estudios, todos bastante antiguos, pero menos da una piedra. Leemos el primero. Lo hizo una empresa española. El documento concluye que en Tánger no cabe más basura. La tierra, el agua y el aire están contaminados. La empresa propone trasladar el vertedero y crear una planta de reciclaje. Tratar las basuras y aprovechar el metano para alimentar la red eléctrica de la ciudad. Representantes del Centro Nacional de Inversiones se reúnen con los empresarios para discutir el proyecto y, al terminar el encuentro, les dicen: “Vale. Estamos de acuerdo. Pero nosotros no vamos a pagar nada. No hay dinero”. Que es lo mismo que decir: “Pon la pasta de tu bolsillo y mantente con el beneficio que saques del reciclaje”. Fin del acuerdo.
El señor X abre otra carpeta. Esta vez, de una empresa alemana. Toxicidad. Riesgo de explosiones. Polución de la atmósfera. Contaminación del agua. “La basura se amontona, no se compacta, el riesgo de deslizamiento de la tierra es importante”, concluye. El tiempo le dará la razón y al cabo de unos años se produce el primero. Por suerte, sin víctimas.
Son estudios del 2008. Desde entonces, nada. Ni datos, ni estadísticas ni gráficos. Lo que sí encuentro esta mañana son personas estigmatizadas. Marginales. Olvidadas a su suerte. Con la angustia constante de perder su casa, sus pertenencias. Ella me lo explica y su voz suena desesperada, mientras con un pañuelo –que de tan usarlo está casi transparente– se cubre el rostro. Imposible adivinar qué edad tiene.
“Aquí sólo vengo el sábado y el domingo. Me he hecho una cabaña pero los viernes cuando llego los del ayuntamiento me la han destruido. La queman. Cada viernes, igual. La construyo y me la queman. La vuelvo a hacer y me la vuelven a quemar. He perdido toda la ropa que tenía. No me queda nada, sólo una manta. Ahora estoy recogiendo madera y plásticos para hacerme otra. Cuando no puedo dormir en la cabaña me voy a la mezquita y paso la noche allí. Así es como vivimos. Aquí hay mucho humo. Huele mal. Cuando vengo me da la alergia. Gasto más en medicamentos que en comida. Algunas personas nos insultan pero ¿qué vamos a hacer? Si tuviéramos un trabajo mejor no estaríamos aquí recogiendo basura”.
Raduan es pastor. Trabaja de lunes a domingo sin descanso. Sus vacas necesitan salir a pastar cada día. Si no las saca él, lo tiene que hacer alguno de sus hijos pero los animales no pueden quedarse sin comer. Si no comen, no engordan y, entonces, no los puede vender. Y si no los vende los que se van a quedar con el plato vacío serán él y su extensa familia. Me lo explica sonriente. Amable. Como quien cuenta algo tan lógico que no entiende el sentido de la pregunta. Pero es que yo miro sus vacas pastando en este basural donde hasta ahora no he visto ni un brizno de hierba y no entiendo nada. Es por eso que le pregunto. ¿Es que las vacas comen basura? Y él me responde que no. Que sus vacas no comen basura. Que son muy inteligentes y saben discernir lo que se puede y lo que no se puede comer. Además, añade: “El que coma carne de mis vacas estará inmunizado; ellas lo están”.
En teoría las leyes marroquíes sobre la protección del medio ambiente son parecidas a las españolas, otra cosa es que se apliquen. La realidad es que la gestión de los deshechos y su eliminación están en manos de gente como Mohamed. Personas que trabajan sin contrato. Sin ropa ni zapatos adecuados. Sin mascarillas. Sin herramientas. Personas sin seguro médico que les cubra en caso de accidente o enfermedad. No sólo sobreviven de lo que encuentran en la mierda, sino que además tienen que soportar el desprecio de sus conciudadanos y la persecución de las autoridades. Sin embargo, son ellos los que más contribuyen al reciclaje. Y ni tan siquiera lo saben.
Es una historia triste la de esta montaña y sus habitantes. Una historia antigua que no parece que vaya a terminar pronto. Y mientras, la tierra sigue siendo envenenada, el agua cada día se torna más fétida y el aire continúa oliendo mal.
Adaia Teruel (Barcelona, 1978) es periodista de formación y escritora por vocación. Ha trabajado más de diez años como realizadora haciendo reportajes y documentales. Actualmente reside en Marruecos y escribe historias en su blog. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Todos somos el Sultán. El único festival de cine social que se celebra en Marruecos. Una radiografía, Entras enfermo y sales muerto. Visita a un hospital público en Tánger y Viaje a Ketama. En Twitter: @adaia_teruel