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Sociedad del espectáculoLetrasDavid Finkel y la guerra después de la guerra

David Finkel y la guerra después de la guerra

Para el sargento Adam Schumann la guerra comenzó el día en que un francotirador disparó a Michael Emory en la cabeza, en mayo de 2007. Schumann, uno de los mejores soldados del batallón 2-16, destinado en Bagdad, cargó con él hasta el Humvee en el que fue evacuado. Recuerda que la sangre que salía de la cabeza de Emory se le metía en la boca, y no se le quitó el sabor a hierro hasta meses después. Cuando lo puso a salvo, le dijo: “Te pondrás bien, te caíste por unas escaleras”.

 

Schumann pasó más de mil días en zona de combate; tiempo más que suficiente para desear que le dieran “por culo a Irak”. El psicólogo le diagnosticó “fatiga de combate” y lo mandó a casa. La guerra continuó en su cabeza dos años más, que pasó en Kansas antes de someterse al programa de rehabilitación que le salvó la vida.

 

David Finkel, periodista de The Washington Post, acompañó a estos y otros soldados durante siete años. Había informado sobre el despliegue estadounidense entre 2007 y 2008, pasó ocho meses en Badgad con las tropas y les siguió la pista cuando volvieron a Estados Unidos.

 

De una forma u otra –“estando con ellos, pensando en ellos o escribiendo”– no perdió el contacto con los soldados ni un solo día. El resultado son dos libros esenciales para entender el

alcance de las aventuras bélicas de Estados Unidos bajo la presidencia de George W. Bush: Los buenos soldados y Gracias por sus servicios.

 

En Los buenos soldados (Crítica, 2010), el periodista y escritor da voz a los soldados del batallón 2-16, con una media de edad de 19 años. Fueron a Bagdad para cambiar el curso de una guerra que a Estados Unidos se le empezaba a ir de las manos. Cada capítulo comienza con una cita de Bush – “Estamos arrasando”, “Triunfaremos si no perdemos los nervios”– que pronto queda desmontada por el miedo y la miseria que Finkel describe de manera cinematográfica. El libro fue premiado con el J. Anthony Lukas, que otorgan la Fundación Nieman y la Universidad de Columbia.

 

En Gracias por sus servicios (Crítica, 2014), Finkel cambia de escenario, aunque no de tema. De Bagdag va a Kansas, donde, en un paisaje depresivo, se encuentran algunos de los soldados que sobrevivieron a la guerra. Convivió con varios. Algunos apenas tenían 20 años. Eran incapaces de encontrar trabajo y de mantener una vida ordenada.

 

El reportero narra escenas violentas, agresiones de los veteranos a sus parejas, suicidios y también el alivio de los que recuperan la normalidad tras recibir tratamiento psiquiátrico. La crónica de esas vidas resultó finalista en el National Book Award de no ficción. El periodista, premio Pulitzer en 2006, se dio cuenta de que debía cerrar el círculo cuando un veterano le dijo: “Yo era un chico normal al que enviaron a Irak. Allí me volví loco, así que me trajeron a Estados Unidos para que me recuperara, y ahora es Estados Unidos quien me está volviendo loco”.

 

Finkel es heredero de la escuela de periodismo narrativo que implantó el mítico director Ben Bradlee en The Washington Post cuando contrató a Ward Just para cubrir la guerra de Vietnam. “Quería un nuevo Hemingway que escribiera como los ángeles y explicara el drama que estábamos viendo en la televisión de los jóvenes soldados que fueron enviados para cambiar Vietman, pero en realidad estaban cambiando Estados Unidos de la forma más elemental”, escribe Bradlee en su autobiografía, La vida de un periodista.

 

Desde 1990, año en el que se incorporó al Post, Finkel ha viajado por África, Asia, América Central y Europa. Ahora dirige un equipo de seis reporteros –Eli Saslow, uno de los integrantes, ganó el Pulitzer en 2014 por una serie de reportajes sobre los cupones alimentarios en Estados Unidos después de la recesión– a los que pone dos requisitos cuando le plantean una crónica: que sean capaces de completar la frase “Esta es una historia sobre…”; deben argumentar con sentido qué viene después, y justificar por qué el periódico debe publicarla, la crónica debe entenderse y ser de actualidad para que pueda ir en primera página.

 

La guerra después de la guerra cambia las bombas por ansiedad, los disparos por pesadillas y las trincheras por suicidios. Dos millones de estadounidenses combatieron en Irak y Afganistán. La mayoría de ellos, al regresar, están física y mentalmente sanos. Otros retornan con heridas visibles: una pierna amputada, heridas de bala… Entre el 20 y el 30 por ciento sufre trastorno por estrés postraumático o una lesión cerebral traumática. El cerebro recibe sacudidas tan violentas que provocan daños psicológicos: los soldados pierden la cabeza. Irak y Afganistán han dejado medio millón de heridos mentales. Schumann no podía sacarse de la cabeza al primer soldado que mató ni los vómitos de un iraquí que agonizaba mientras él se comía un trozo de pollo con indiferencia; como no podía olvidar el sabor de la sangre que salía de la cabeza de Emory.

 

Años después del incidente, los dos soldados se reencontraron en Kansas. “Cuando salí del coma empecé a tener pesadillas en las que me dejabas caer”, confesó Emory. La bala le había destrozado la zona del cerebro que regula las emociones y el control de los impulsos. Emory ya no pesaba 102 kilos. Caminaba con un bastón, había amenazado a su mujer con matarla y había intentado abrirse las venas a mordiscos. Después de pasar por varios hospitales y centros de rehabilitación, era un “milagro andante”. Schumann casi no le reconocía. Emory lo entendió: “Han cambiado muchas cosas”.

 

Finkel sigue a sus protagonistas sin hacer ruido y cuenta lo que sucede como si fuera invisible: “Si la gente va a estar en silencio, déjalos tranquilos, y escúchalos así. Si se hablan entre ellos, escucha lo que se dicen el uno al otro. Eso vale más que hacer una pregunta, aunque también tienes que preguntar”. Las parejas se pelean y Finkel lo observa todo, pero su presencia pasa inadvertida porque desaparece del relato.

 

Entre los Schumann las peleas son constantes, algunas violentas. Una vez, ella estuvo a punto de dispararle. “Aprieta el puto gatillo”, le gritaba él. Saskia, la mujer de Schumann, dice: “Yo no me casé y tuve hijos para esto, para hacerlo todo sola. Si pudiera volver sobre mis pasos, lo haría. Ojalá nunca le hubiera conocido”.

 

Tom Tausolo, otro de los soldados a los que sigue Finkel, fue juzgado por agredir a su mujer. La golpeó una y otra vez mientras ella sostenía a su hijo entre sus brazos. Danny Holmes se suicidó: veía niños por todas partes. En Irak mató a un combatiente que disparaba con una niña en brazos. Los mató a los dos. Siempre volvía a esa historia. Mary Holmes no dejaba de preguntarse por qué su marido se había ahorcado. Por qué le había hecho tanto daño a su hija. Qué era aquello tan malo que había pasado en la guerra.

 

María Emory acabó separándose de su marido. Mientras el sargento estuvo ingresado no se apartó de la cama.

 

En 2007 el presidente Bush visitó el hospital donde se recuperaba Michael Emory. “Gracias por el servicio de su marido a su país”, le dijo a la mujer de Emory, y lamentó que estuviera pasando por aquello. Ella estaba furiosa, tenía ganas de reprocharle que hubiera metido a su país, a su marido, en una guerra tan devastadora. El presidente no entendía nada. Ella se quedó callada y empezó a llorar. Bush la vio, se acercó, la abrazó y le dijo: “Todo va a salir bien”.

 

Las mujeres de los veteranos son otras víctimas que deja la guerra. Se sienten solas y esperan con miedo el regreso de sus maridos, de los padres de sus hijos. Y cuando estos vuelven convierten sus casas en una zona de combate. La guerra los acompaña para siempre.

 

 

 

 

Jaime G. Mora (Madrid, 1987) es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y realizó el Máster de ABC. Antes de llegar a ABC trabajó durante casi tres años en la web de noticias de Antena 3. Redactor de la sección de España del diario, en ABC Cultural publica cada quince días la columna ‘Ajuste de letras’. En FronteraD, donde mantiene el blog La aldea digital, ha publicado Las cinco caras de Malcolm XLa noche que pisé el Algonquín. El ‘New Yorker’, Museo del Prado del periodismo. En Twitter: @jaimegmora

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