Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Sociedad del espectáculoLetrasGordon Lish. De qué hablamos cuando hablamos de editar

Gordon Lish. De qué hablamos cuando hablamos de editar

La novela de David Leavitt Martin Bauman (Anagrama, 2001) comienza con el primer encuentro entre el protagonista, Bauman, y Stanley Flint:

 

“Conocí a Stanley Flint en el invierno de 1980, cuando yo tenía diecinueve años. Se hallaba a mitad de camino de la grandeza editorial, recién despedido de la famosa revista pero sin haber sido contratado todavía por el célebre editor. Para ganarse el sustento viajaba de una universidad a otra impartiendo su famoso seminario sobre narrativa, que se celebraba una noche por semana y duraba cuatro horas. Sobre este seminario circulaban rumores delirantes. Decían que a principios del trimestre pedía a sus alumnos que escribieran sus secretos más sucios, más sombríos, más sepultados, y que luego los leyeran en voz alta uno tras otro. Se decía que les preguntaba si estarían dispuestos a dar un brazo o una pierna por escribir una línea tan buena como la que inicia el Retrato del artista adolescente. Se decía que llevaba una pistola y que la disparaba cada vez que un estudiante leía lo que él consideraba una frase estupenda.”

 

‘Flint el vidente’, ‘Flint el descubridor’, había publicado los primeros cuentos de algunos escritores que después se convirtieron en grandes firmas. “Había tenido la sagacidad no solo de reconocer el genio en su estadio más crudo, sino de extraerlo del montón, de nutrirlo y de refinarlo”, cuenta Bauman.

 

En la primera clase de Flint a la que acudió Bauman, el profesor entró sin saludar. Abrió su maletín, sacó una libreta, un lápiz rojo y miró la lista de los alumnos del seminario. “¿Quién de ustedes es López?”, preguntó. Cuando la identificó, le pidió que le entregara un relato. Flint comenzó a leerlo, pero no tardó ni medio minuto en levantar la vista.

 

—Esto es basura. Nunca será una escritora. Váyase, por favor.

 

La señorita López había intentado entrar en el curso a última hora, pero su cuento no valía la pena. Después de advertir a sus alumnos –“los textos que han presentado, sin excepción, son una mierda”–, Flint se levantó y habló durante dos horas.

 

Flint era un gran comunicador, y Bauman incluso llegó a sentirse atraído por él. Así que cuando el ‘descubridor’ por fin elogió un cuento suyo, el joven plumilla estuvo a punto de desmayarse. Se sentía bailando en un “claro primaveral”. Pero, con el tiempo, pasó de ser el alumno favorito de Flint a un escritor sin chispa: “Créame, Bauman, cada vez que empuña la pluma, se expone al desastre”.

 

 

*     *     *

 

Stanley Flint es Gordon Lish. Este neoyorquino nacido en 1934 también aparece retratado en la obra de teatro Seminar, de Theresa Rebeck. Y en la novela Elbowing the Seducer, de T. Gertler. Y en Ray, de Barry Hannah, hay un personaje llamado Capitán Gordon. Gordon Lish, claro.

 

“Creo que soy un editor, un corrector. Creo que soy un profesor. No un escritor. Mi hijo Atticus es un escritor. Yo creo que en una palabra, en un soplo, en un giro, se puede crear lo sublime. Yo puedo hacer eso editando”, declaró a The Paris Review. “Tengo el maldito don para eso. Llámalo instinto”.

 

Entre 1969 y 1976, Lish fue el responsable de ficción de la revista Esquire. Por su trabajo como descubridor de jóvenes talentos y su ojo para mejorar los cuentos originales que le presentaban, la revista Vanity Fair lo bautizó como Capitán Ficción. Era un editor excéntrico. “Mi jefe en Esquire me enseñó a ser temerario”, dijo a Andrea Aguilar en El País. Se pasaba el día borracho y no le preocupaban los modales. “Soy un tirano. Me tienen por tiránico y todo el mundo no puede estar equivocado”, le dijo a Rob Trucks en una larga conversación.

 

Para Lish, el trabajo de un editor no consiste en publicar lo que otros escriben. No es solo eso. Ni proponer ideas a los autores, ni mejorar sus cuentos ni sus novelas. Ni promocionar sus obras. La relación entre el editor y el autor es una competición: “El poder de mi personalidad frente al tuyo. Algo completamente criminal”.

 

Trató con autores tan relevantes como Don DeLillo, Richard Ford, Cynthia Ozick y Barry Hannah, a quienes publicó en Esquire y en la editorial Knopf, para la que trabajó desde 1977 hasta 1995, después de que la revista lo despidiera. “No quiero ser visto como alguien bueno e inteligente. Prefiero ser visto como el gran estafador. Prefiero ser visto como el gran artífice”, le dijo a Trucks.

 

Así inventó el minimalismo de Raymond Carver, el cuentista estadounidense más importante de la segunda mitad del siglo pasado. “Las historias de Carver fueron dotadas de intensidad gracias a mis esfuerzos. Es un fraude. No creo que sea un escritor de peso”, llegó a decir Lish.

 

 

*     *     *

 

Lish conoció a Carver en 1967, un día en el que este estaba tan borracho que no podía ni arrancar su coche. Carver era alcohólico, como su padre. Creció con estrecheces y pronto tuvo que ponerse a trabajar. Con 20 años ya tenía dos hijos. Solo podía llegar a fin de mes trabajando horas y horas en una lavandería. Quería escribir una novela, pero solo le quedaba tiempo para poemas y relatos cortos que corregía durante años. Sus personajes eran camareros, parados, borrachos, parejas rotas. Personajes solitarios, sin épica. Este universo fascinó a Lish.

 

Cuando fue contratado por Esquire, Lish comenzó a trabajar con el escritor, que se estrenó en 1971 con el relato Vecinos. Cinco años después, gracias a la mediación de Lish, McGraw-Hill publicó ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, que recogía los relatos que Carver escribió durante dos décadas. Para entonces, el autor estaba fuera de control por su afición a la bebida. Unos meses antes de publicar su primer libro, golpeó a su mujer con una botella de vino en la cabeza. En 1977 bebió su último trago.

 

Lish dejó Esquire, se incorporó a Knopf y firmó un contrato de 5.000 dólares para el siguiente libro de Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor, que salió en 1981. Si ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? fue candidato al National Book Award, el segundo libro del escritor tuvo todavía más éxito.

 

Los críticos colocaron a Carver en el estilo minimalista por la economía de palabras en sus relatos, sus omisiones, su ausencia de descripciones, de adornos en las palabras, sus frases cortas y directas. “En los silencios de Carver se dice buena parte de lo que es imposible decir”, dijo The New York Times. Por sus personajes, incluyeron al autor en la corriente del realismo sucio. Pero Lish dice que todo el mérito era suyo: “Los lectores fueron seducidos y, lo siento, pero fue mi intervención lo que los sedujo”.

 

La influencia de ‘Capitán Ficción’ sobre los escritos de Carver era más o menos conocida, pero fue D. T. Max quien la constató en The New York Times Magazine en 1998, diez años después de la muerte del escritor. Max viajó a la Universidad de Indiana, a la que Lish había vendido su archivo, y descubrió que el “tiránico” editor había reducido a la mitad el número de palabras de los cuentos –el 70 por ciento en tres historias– y reescribió diez de los trece finales de la colección De qué hablamos cuando hablamos de amor.

 

Según cuenta Carol Sklenicka en la biografía Raymond Carver. A Writer’s Life (Scribner, 2009), hubo tres versiones del libro: el manuscrito que envió el autor, una segunda en la que Lish cambió el título original y una tercera versión que dejó desolado a Carver.

 

El cuento De qué hablamos cuando hablamos de amor, que encabeza la colección, Carver lo tituló Principiantes. Pero esto es una anécdota: Lish reescribió frases enteras, eliminó diálogos y tachó párrafos de la primera a la última palabra –el editor suprimió los doce párrafos finales.

 

En Una cosa más, Lish dejó en 35 palabras las 221 que había escrito Carver en el final del relato.

 

En El baño, Lish convirtió un cuento con humanidad en otro mucho más crudo. En el relato original, que se titula Algo sencillo y bueno, la madre de Scotty compra una tarta para el cumpleaños de su hijo, pero ese mismo día un coche atropella al pequeño, que entra en coma. Sus padres se turnan para acompañarlo en el hospital. Cuando van a casa para asearse y descansar, reciben llamadas del pastelero, que ha preparado la tarta y les avisa para que la recojan. Cuando el niño muere, los padres, hartos de tantas llamadas, van al local del pastelero a recriminárselo. Este, al conocer la noticia, les pide disculpas, les ofrece comida y conversan hasta la mañana siguiente. En la versión de Lish, el pastelero es un personaje que solo habla por teléfono y simboliza la muerte. El cuento acaba con una llamada suya y no se sabe si el niño ha fallecido o no. Como dice Sklenicka, “Lish podía hacer un muñeco de nieve a partir de un montón de nieve”.

 

Carver, que llevaba tres años sobrio, “no se esperaba esa picadora de carne”, según Sklenicka. Suplicó a su editor que respetara sus manuscritos. Se sentía “confundido, agotado, paranoide y temeroso”. Lish se negó. “Si yo no hubiera revisado a Carver, ¿se le habría prestado la misma atención?”, se pregunta Lish a sí mismo en The Paris Review. “Tonterías”.

 

La relación entre Carver y su editor acabó en los años ochenta. El escritor, persuadido por su segunda esposa, la poeta Tess Callagher, renunció a la tijera de Lish en su siguiente libro. Mientras trabajaba en Catedral, escribió a su mentor: “Gordon, verdad de Dios, y puedo decirlo de una buena vez: no puedo someterme a este proceso de amputación y a los trasplantes que los harían encajar en el envase para poder cerrar la tapa”. Como respuesta, Lish le devolvió editado uno de los cuentos de la colección. El trabajo que había hecho en ese relato era lo “mínimo” que esos textos necesitaban: “Hacer menos sería, en mi opinión, exponerte demasiado”.

 

Catedral fue publicado en 1983. El libro recibió más elogios aún que los anteriores. Estos cuentos no tenían los silencios que imponía Lish, había más diálogos intrascendentes y menos intensidad. Los críticos destacaron que eran historias más convencionales, con un estilo más expansivo. Carver reivindicó en The Paris Review esta forma de escribir: “En una reseña de mi anterior libro, alguien me llamó escritor minimalista. Era un cumplido, pero no me gustó”.

 

En 2009, Gallagher, con la ayuda de los profesores William L. Stull y Maureen P. Carroll, publicó Principiantes, un volumen que recoge los cuentos de Carver “restaurados”, esto es, antes de ser editados por Lish. Volver a los textos originales llevó doce años de trabajo, de tantos cambios como hizo el editor. Gallagher quería que los lectores decidieron por sí mismos qué Carver preferían. “La publicación de Principiantes no hace ningún favor a Carver. Pone más bien de manifiesto el genio editorial de Gordon Lish”, sentenció Giles Harvey en The New York Review of Books.

 

Carver murió en 1988, con 50 años. “Se hizo famoso y accedió a la clase media –escribe George Packer en El desmoronamiento. Recibió prestigiosas distinciones y ganó grandes premios: un héroe literario redimido del infierno”.

 

Lish, hoy, es una persona non-grata para las cinco grandes editoriales de Estados Unidos.

 

 

*     *     * 

 

“No empecé a escribir ficción hasta tener casi 30 años, cuando cursé el taller de Gordon Lish en Columbia”, dijo Amy Hempel en The Paris Review. ¿Por qué Lish?, le preguntaron a la escritora: “En los años setenta, en Esquire, y después en Knopf, publicó a los autores que más me interesaban. Me sentía ligada a esas voces, así que él era el único con el que quería trabajar”.

 

Hempel recuerda perfectamente su primera clase. El profesor les pidió que escribieran su peor secreto, lo que nunca dejaría de avergonzarlos. Con Lish había que entregarse así. Hempel reconoció que había fallado a su mejor amiga cuando estaba muriendo. Esa historia inspiró su primer cuento: In the Cemetery Where Al Jolson Is Buried. Hempel fue alumna de Lish durante años.

 

Lish empezó a dar clases en los años 70, cuando estaba en Esquire, y no dejó de hacerlo hasta los 90. Impartió seminarios, con un máximo de 15 alumnos, en las universidades de Nueva York, Columbia y Yale. De su paso por Iowa hablan dos antiguos estudiantes en el libro We wanted to be writers. Life, love and literature at the Iowa writer’s workshop (Skyhorse Publishing, 2011).

 

“Recuerdo una vez que cogió el escrito de un estudiante con las yemas de los dedos y dijo: ‘Esto es una mierda’. Era cínico y mezquino, aquejado de un complejo de Napoleón que le hacía comportarse con los textos de los alumnos como si tuviera que demostrar a todos los que le escuchaban cómo podía conquistarlos, que era mejor de lo que era”, dice Doug Unger.

 

Dennis Mathis tiene este recuerdo: “Escuché una gran historia sobre Gordon Lish (y se trata sin duda de un rumor). Se dice que en su seminario rompió en pedazos el relato de una chica y le hizo llorar. En el almuerzo, él se acercó donde ella se encontraba y le preguntó si podía sentarse. Ella fue tan tonta que dijo que sí. Él dijo: ‘Estoy seguro de que has pensado que he sido duro contigo. Pero yo solo quiero decirte que no tienes futuro como escritora y que deberías buscarte otra carrera’”.

 

El editor también daba clases en apartamentos privados. “Les pedía a sus alumnos que escribieran para seducirle y, cuando alguna mujer lo conseguía, a menudo se la llevaba la cama”, dice Carla Blumenkranz en The New Yorker. Lish lo negó a Newsweek: solo durmió con una alumna, Amy Hempel, y esa aventura no era ningún secreto.

 

Una vez a la semana, Lish pedía a sus alumnos que leyeran en alto su trabajo y los detenía cuando dejaba de interesarle lo que estaba escuchando. Mucha veces le bastaba una frase. Después él tomaba la palabra. “Yo hablo. Cuando me canso, sigo hablando. Cuando estoy agotado, le pido a un alumno que lea. Después, según lo que sugiere la primera frase, encuentro los fundamentos para seguir hablando”, explicó a The Paris Review.

 

Hubo una excepción: “Solo una vez un alumno leyó un relato completo en clase, y fue Noy Holland, que leyó hasta las 2 de la mañana una larga historia llamada Orbit, recitada de principio a fin. Había unas 25 personas en la sala. Nadie se movió, nadie hizo el amago de irse”.

 

Además de Holland y Hempel, Lish dio clase a David Leavitt, Will Eno, Ben Marcus, Sam Lipsyte, Diane Williams y Gary Lutz. El profesor se tomó tan en serio su labor como profesor que entre 1987 y 1995 editó The Quarterly: The Magazine of New American Writing, una revista en la que publicó trabajos de los nuevos talentos. Algunos alumnos –Nancy Lemann, Janet Kauffman o Peter Christopher– escribieron en el primer número. Otros que asistieron a las clases del editor se dedicaron después a la enseñanza. Es el caso de Brian Evenson y Padgett Powell.

 

Lish creó una escuela propia.

 

“Escribir no consiste en contar –decía–. Se trata de mostrar, pero no todo”. Teman Callis asistió en 1990 al seminario que impartió Lish en Nueva York y publicó en internet los apuntes que tomó. Para Lish, que nunca dejó por escrito sus lecciones, la escritura era un acto de seducción que comenzaba en las primeras palabras: “La frase de ataque debe ser una frase provocadora. Después, deben seguir más frases provocadoras”. Así provocaba Lish a quienes pagaban por aprender de él:

 

“¿Estáis aportando ruido o estáis diciendo algo que realmente debe ser dicho?”.

 

“El arte consiste en asumir riesgos”.

 

“Vuestro trabajo es hacer que el lector vea lo que estáis viendo, no decirles lo que estáis viendo”.

 

“Nunca vais a conseguir un texto fuerte si sois inexactos. Debéis ser precisos”.

 

“La primera persona es la mejor herramienta para contar una historia, y la forma más fácil de cagarla. Cuando uséis la primera persona, suprimid el ‘yo’, úsalo lo menos posible”.

 

“Estoy intentando conseguir que bailéis con el lenguaje. Escribid igual que un músico toca jazz”.

 

“Seducid a todo el mundo, a todas horas”.

 

 

*     *     *

 

“Cuando estaba en Esquire publicamos el cuento For Rupert, with no promises y no iba firmado. La revista se agotó. La gente se pensó que lo había escrito Salinger o Cheever o Updike. Luego se descubrió que había sido yo. Lo hice como un homenaje, y Salinger consideró que era algo despreciable”, dijo Lish a Aguilar en El País.

 

Publicó su primera novela, Dear Mr. Capote, en 1983. En ella, un asesino en serie envía cartas al autor de A sangre fría en las que le pide que escriba su historia. “Escribí unos veinte libros antes que Dear Mr. Capote, con otros nombres”, como negro literario, le dijo Lish a Rob Trucks. Fue el primer volumen que firmó y el único que se dejó editar. Lish había escrito varias versiones y, a última hora, le pidieron que no publicara la última que entregó. Querían la anterior.

 

“Dije no, no. La última versión es la que yo quería”.

 

“No, no”, le respondió su editor.

 

El agente de Lish lo convenció para que cediera: “Siempre he estado descontento con aquella decisión”.

 

Periférica ha traducido tres novelas al español: Perú, Mi romance y Epígrafe.

 

En Epígrafe, el protagonista, que se llama Gordon Lish, envía una serie de cartas a amigas de su esposa, recién fallecida, a funcionarios y asociaciones médicas para saldar cuentas pendientes. Es un libro obsesivo, en el que el autor da vueltas una y otra vez sobre una misma idea. Lish hizo hasta 28 versiones antes de decidirse a publicarlo, pese a que dice que es incapaz de editarse a sí mismo como lo hace con otros autores. Así le explicó a Trucks su proceso de escritura: “Utilizo mi pene para escribir la primera vez y mi cerebro para hacer las revisiones. Quiero decir, no es mi cerebro. Uso más bien secuencias muy ensayadas de movimientos que tienen que ver principalmente con la mente o con el conocimiento técnico. Intento hacer que este conocimiento técnico destaque en la página la primera vez. Descarté cada una de las 28 versiones de Epígrafe y cada una de ellas, diría, está a cierta distancia de su versión anterior”.

 

El estilo de Lish –Perú es la novela en la que mejor se refleja– consiste en lo que él llama “consecution”, avanzar sin dejar de mirar atrás. Presta su nombre y el de su gente próxima a los personajes y construye historias en las que apenas hay acción. Se trata de coger la primera frase, la “frase de ataque”, y darle forma, quitarle el embalaje. Reflexionar de todas las maneras posibles en forma y temática similares al arranque. La escritura de Lish es desquiciante, pero adictiva. Técnicamente, sus novelas son perfectas.

 

Cuando Don DeLillo llamó al editor Gerald Howard para pedirle que publicara una nueva obra de Lish, su respuesta fue: “Oh, oh”. Pero el escritor convenció a Howard cuando le dijo que el libro “penetraba en un nuevo territorio”. La novela se llama Mi romance, y en ella un tal Gordon Lish, que trabajó para Esquire y Knopf, pronuncia un monólogo desde el estrado de un congreso de editores. Howard contó en Slate que Lish lo quería controlar todo, desde la elección del diseñador de la portada hasta la estrategia comercial: “No he trabajado con ningún autor tan obsesionado con cómo quedaba cada línea en las páginas”. Pero Lish tenía enemigos en todas partes: “En 1992 era blanco de burlas, una figura tan controvertida que las librerías solo encargaron unos pocos ejemplares. Solo un par de críticos reconocieron haber sido cautivados por lo que yo creía, y sigo creyendo, que era de una brillantez nerviosa”. Las ventas no fueron malas, fueron “patéticas”: 500 copias. “No lamento haber publicado Mi romance ni por un segundo”, dijo Howard.

 

No cambió una sola línea del manuscrito que le envió Lish porque no vio nada que se pudiera mejorar, pese a la tentación que suponía corregir al hombre que reescribió a Carver.

 

 

 

 

Una versión más reducida de este reportaje, editado por Aloma Rodríguez, fue publicado en el semanario Ahora el 18 de marzo pasado.

 

 

 

 

Jaime G. Mora (Madrid, 1987) es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y realizó el Máster de ABC. Antes de llegar a ABC trabajó durante casi tres años en la web de noticias de Antena 3. Redactor de la sección de España del diario, en ABC Cultural publica cada quince días la columna ‘Ajuste de letras’. En FronteraD, donde mantiene el blog La aldea digital, ha publicado David Finkel y la guerra después de la guerraLas cinco caras de Malcolm XLa noche que pisé el Algonquín. El ‘New Yorker’, Museo del Prado del periodismo. En Twitter: @jaimegmora

Más del autor

-publicidad-spot_img