En las últimas décadas, la fama del escritor argentino Julio Cortázar parece haber cedido algo de terreno frente a la de su paisano y coetáneo Jorge Luis Borges. Tal vez porque al lector común le gusta lo políticamente correcto. Tal vez solo por eso; y se sabe que Cortázar incurrió, sobre todo en los últimos años, en una serie de faltas, todas ellas contra el pensamiento único. Se le puede afear todo menos su compromiso político, eso sí, a favor de una causa perdida. Aun así, sigue atrayendo a multitud de escritores con un alto grado de angustia estética: los que gustamos de los retorcimientos y pasajes incompletos de Kafka; los que disfrutamos las endechas de Beckett contra su propio encanto y elocuencia.
Podría decirse que Cortázar sigue siendo la forma más romántica de dar respuesta a lo anti-romántico. Apenas 30 años de su muerte en París y ya hemos olvidado que, en sus libros y en su vida, el autor argentino, nacido en Bruselas en 1914, no solo logró dejar atrás al siglo XX, limpiamente y con decisión, sino que nos preparó para los siglos venideros, un regalo para las generaciones futuras de una riqueza material e invaluable. De ahí la pertinencia de su más reciente biografía, Julio Cortázar (Edhasa, 2015), que consigue lo que se propone: establecer las conexiones entre los textos y los incidentes en la vida del artista que los inspiraron. Incluso a costa de incluir detalles poco favorecedores.
Su autor, Miguel Dalmau (Barcelona, 1957), sin plegarse a las prohibiciones inherentes a cualquier estudio biográfico políticamente correcto, es decir, revelando intimidades familiares cuando es necesario, ha escrito un libro riguroso y entretenido, cuyo respeto por la grandeza de los textos del argentino nunca perece; sin embargo, es lo bastante astuto como para incluir una cantidad generosa de juicios de valor. Aunque extenso, el análisis de Dalmau sugiere mucho más de lo que dice. Su exégesis no se ocupa de un escritor ejemplar, sino de un hombre imperfecto que redime sus demonios gracias a su devoción por la política y por su obra.
Al parecer, tuvieron que pasar casi 40 años para que el autor de Rayuela (1963) se diera cuenta de que una cierta forma de escribir el mundo estaba en bancarrota. Todas las biografías anteriores han aceptado que Cortázar abandonó el remanso cultural de Buenos Aires en 1951 aturdido por la opresión peronista y la censura. La verdad, como siempre, es más mundana pero tristemente más profética del destino de miles de intelectuales argentinos en las décadas posteriores: no poder encontrar un puesto en el país acorde a sus calificaciones, habilidades y ambiciones. Sin aspavientos, el estudio de Dalmau fija detalles erróneos como este, que se han ido repitiendo una biografía tras otra.
Por otra parte, se nos ofrece una explicación matizada de lo que los años de Cortázar en Francia influyeron en su formación como escritor. Se sugiere, por ejemplo, que las largas caminatas por París, atrapado por sus fantasmas interiores, prefiguran la línea narrativa errante que serpentea a través de la mayor parte de su ficción. La narrativa del barcelonés evoca no solo las técnicas cortazarianas (el silencio, el humor, la inteligencia) sino su volubilidad impredecible y su nomadismo renuente. Se acoplan, en definitiva, vida y obra en una prosa erudita y amena, pero también consciente de la extraña mezcla de hechos, experiencias, ideas y accidentes que confluyen en la creación de obras como Historias de Cronopios (1962) o El libro de Manuel (1973).
Un acto zen
Su novela Rayuela es la historia de la desintegración mental de un intelectual argentino en París y Buenos Aires. Se pueden leer las dos primeras partes del libro como una sola narrativa continua: el relato fragmentario de los romances truncados de Horacio Oliveira en París, su regreso a la Argentina, su trabajo en un circo, luego en un manicomio y su descenso a la locura. Este enfoque, relativamente sencillo, se complica por la naturaleza episódica de los capítulos, que saltan entre los personajes y las perspectivas narrativas (monólogos, diálogos, historias cortas, cartas) pero, con el tiempo, el lector llega sano y salvo al capítulo 56, lo que parece ser un final satisfactorio.
El segundo enfoque es más enrevesado, y nos remite a los 99 fragmentos que se enumeran como “capítulos prescindibles” en la página de contenidos. El lector puede saltar entre los episodios, siguiendo la tabla de la introducción, y construir así una segunda perspectiva, más completa, sobre la acción. Este proceso de lectura es lo que da al libro su nombre, y el juego de la rayuela es sólo una de las muchas metáforas en este elaborado estudio sobre la subjetividad radical de la experiencia. En el camino, se nos presenta al lector Morelli, un antiguo escritor que compone una novela de fragmentos asíncronos.
Leer Rayuela es como leer varios libros agrupados al azar en uno solo. Su retrato de un París bohemio, lleno de intelectuales obsesionados con el arte, la música, la literatura y el free jazz que tanto influyó en la escritura del argentino, es claramente una reminiscencia de los vagos de Nueva York en V de Thomas Pynchon, publicado el mismo año, mientras que su relato de la paranoia en un manicomio de América del Sur tiene la problemática compulsiva de Bernhardt. En algunos pasajes, se exploran las técnicas de collage de los dadaístas y surrealistas para generar frases extrañas, que cambian la perspectiva del relato; en otros, se proponen idiomas inventados, metáforas exóticas o extrañas contorsiones de lo familiar.
Rayuela no es un libro fácil de leer, e incluso a veces no es un libro fácil de amar, pero no hay ninguna discusión sobre la intrincada audacia de su proyecto, que el argentino parece volver a evocar en su novela a cuatro manos Los autonautas de la cosmopista. Aunque nacido en Bélgica y educado en Argentina, Cortázar vivió y escribió en París desde 1951 hasta su muerte en 1984, con lo que Los autonautas, a pesar de que fue publicado por primera vez en español, se considera un libro de espíritu francés. Como tal, comienza de manera poco convencional: en 1982, el escritor y su esposa, la también escritora, traductora, activista y fotógrafa estadounidense Carol Dunlop (1946-1982), deciden hacer un viaje en coche de París a Marsella. Normalmente, el viaje dura unas 10 horas, pero la pareja resuelve no salir de la autopista y se dedica a explorar cada una de sus 65 áreas de descanso. Por lo tanto, invierten 33 días en llegar desde el norte de Francia hasta el Mediterráneo.
El matrimonio se turna al volante. Unas veces conduce Julio, uno de los maestros de la posmodernidad, el Cortázar de Rayuela, la novela que, como decíamos antes, puede leerse de un tirón o saltando (literalmente) entre sus 155 capítulos, de acuerdo con un esquema proporcionado por el autor. Los amantes del cine lo conocerán por el cuento ‘Las babas del diablo’, que adaptó Michelangelo Antonioni en Blow-Up, pero también por el cuento fantástico, ‘La Autopista del Sur’, sobre un atasco de tráfico en una autopista tan congestionada que los conductores organizan su propia sociedad. Jean-Luc Godard lo utilizó como base para su película Week End, en la que los automovilistas varados recurren al canibalismo y el asesinato.
Otras veces conduce Carol Dunlop, que no parece muy interesada en el lado más sangriento de la posmodernidad. En su lugar, la autora de La solitude inachevee (1976) privilegia una mirada difusa a los engranajes de la sociedad a través del retrovisor del vehículo. Del relato, aparentemente sin trama, no emerge el reflejo de una imagen, sino una imagen nueva por completo. Si es que emerge. El problema es que la pareja parece decidida a escribir un libro de viajes sin literatura. En vez de eso, lo que aflora es una narrativa de corte sterniano, donde prima la exploración del lado oculto de la autopista y el relato de viajes llevado a sus límites; una suerte de Tristram Shandy plagado de referencias observaciones y especulaciones pseudo-científicas.
O eso, al menos, sugiere la ensayista inglesa Sarah Bakewell, autora de Cómo vivir. Una vida con Montaigne (Ariel, 2011), en su veredicto sobre el libro de la pareja de escritores, en el número de primavera de 2016 de la revista británica Slightly Foxed. Divertido al principio, los prolijos Autonautas pronto se convierten, en opinión de la autora anglosajona, en peregrinos a la zaga de algo que nunca se materializa. Sin conversaciones interesantes, pero con dos navegantes, Cortázar y Dunlop, satisfechos uno en compañía del otro, los que se quejan del solipsismo de la generación postalfabetizada estarán encantados de saber que antes de que el blog amateur existiera se escribió esta crónica autoindulgente. “Entendimos que habíamos realizado un acto Zen”, se dice en las últimas páginas del libro. Los viajeros mismos admiten que, si bien el final de una gran expedición es una apoteosis como “la coronación con el laurel de los antiguos”, el final de su viaje es “todo lo contrario de una apoteosis”.
Los muertos nunca mueren
Una biografía principia al final. La búsqueda dolorosa del personaje concluye en ese laberinto de espacios y tiempos, donde el biógrafo queda atrapado mientras el biografiado se pierde en la distancia. La muerte pone fin a una vida y la restaura. La cronología se sustituye por la memoria en Julio Cortázar, mientras la capacidad de Dalmau para recordar intenta devolvernos al personaje, reconstruyendo fragmentos de su vida en una crónica sorprendente en la cual las ausencias y las presencias son tan importantes como los hechos conocidos.
El autor catalán, al escribir desde nuestro tiempo, mira hacia atrás sobre nuestra memoria colectiva. Se mezclan intimidad, biografía, historia y crónica detectivesca. El resultado es un híbrido que cambia a medida que medita sobre la naturaleza del tiempo y la identidad. Cortázar es un descubrimiento que circunda alrededor de un hombre que pasó su vida huyendo de todos, pero sobre todo de sí mismo. El tono muta hábilmente entre las diferentes capas del recuerdo y entre los diferentes tonos: unas veces oímos la voz desapasionada del historiador, otras la íntima del interlocutor, que deja que las palabras del escritor se mezclen con las propias. La actualidad devora lo histórico, el pasado cae en la zona de sombra mientras arroja destellos de luz sobre el presente.
Al escribir sobre la muerte del argentino, el barcelonés intenta recuperarlo y, al mismo tiempo, dejarlo ir. Pero aquel no se va en silencio. Los muertos nunca mueren. Dalmau se convierte en una mezcla de crítico y estilista, que logra capturar características recurrentes del arte de Cortázar: su pasión por la política, su infancia como portal de descubrimientos y su tendencia a asignar su propia narrativa familiar a la novela del mundo. Su biografía no solo muestra lo injusto que un autor puede llegar a ser, incluso con los que más quiere; también evoca el heroísmo de un hombre que, confrontado por la pobreza, la mala salud y los desarraigos interminables, encuentra en sí mismo el valor para escribir una obra que exalta a la gente común y las complejidades de sus mentes. Cortázar es la crónica de esa aventura, de ese ejemplo a seguir.
José de María Romero Barea (Córdoba, España, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Autor de poemarios como Resurrecciones(Asociación Cultura y Progreso, 2011), (mil novecientos setenta y) Dos (Ediciones en Huida, 2011) y Talismán (Editorial Anantes, 2012), un mínimo de racionalidad un máximo de esperanza (Ediciones Alfar) y Europa aplaude (Ediciones Paralelo), y de la trilogía narrativa Interrupciones, formada por Hilados Coreografiados (Ayuntamiento de Aguilar de la Frontera, 2012), Haia (Edizioni Nuova Cultura, Universidad de Bérgamo, 2015) y Oblicuidades (Editorial Anantes, 2016). Su última novela se titula Mitze Katze (Ediciones Amargord, 2016). En FronteraD ha publicado La magia oculta de Vicente Núñez, Jacobo Siruela: el libro ilimitado. Sueño, conocimiento y estilo y Balzac: vidas e historias. En Twitter: @JdMRomeroBarea
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