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Viaje al delta del Danubio, donde el río se entrega al Mar Negro

Desde hace dos años tenía en mente un viaje a la desembocadura del Danubio, cuando leí los últimos capítulos de Danubio, el libro de Claudio Magris. Fue un día como hoy, al volver de Portugal a Chipiona, y haber visto en Vila Real de Santo Antonio (en la ribera del Guadiana, donde muere en el Atlántico) un hotel cerrado y de aspecto decadente, llamado, como no podía ser de otra manera, Grand Hotel. Imaginé entonces que Sulina (el pueblo rumano donde el río se acaba y se mete en el Mar Negro) debería ser parecido, y quise ir a comprobarlo.  

 

Leí repetidas veces ese capítulo que hablaba de Sulina y sus habitantes: Los lipovenos, descendientes de antiguos pescadores rusos, que llegaron allí en el siglo XVIII huyendo de persecuciones religiosas y se quedaron. Pero, como siempre, mi problema era la falta de dinero para viajar. Por circunstancias luctuosas recientes, dispongo de capital suficiente para ese viaje y así lo hice.  

 

Dos meses antes compré dos billetes de avión: uno para mi hijo Santiago, de Berlín a Bucarest y vuelta, y otro para mí: Madrid-Bucarest-Madrid. Reservé un hotel en Bucarest para el primer día, otro en Tulcea para el segundo, una pensión en Sulina para el tercer, cuarto y quinto día, y el mismo para la sexta y última noche en Bucarest. Mi ilusión aumentaba cada día que se aproximaba el 3 de mayo, día elegido para el inicio y apenas dormí la noche antes de la emoción. 

 

 

1. Madrid-Bucarest. De la atrocidad de la lluvia en los Balcanes 

 

3 de mayo de 2016

 

Llego a Barajas después de tomar dos autobuses y me encuentro con que el vuelo de Tarom (la compañía aérea rumana) circula con tres horas de retraso. Me armo de paciencia y como un plato de macarrones y una naranja que –en improvisado rancho– nos dan en compensación por la demora. Veo a mis antiguos colegas que siguen con los problemas de siempre, y me alegro enormemente de estar jubilado y no tener que trabajar nunca más en mi vida. Llamo a Santiago. Su vuelo de Air Berlin sí ha sido puntual y ha aterrizado a su hora en Bucarest y se dirige al hotel Phoenicia. Llamo también a ese hotel para decirles que mi hijo ya está allí, y que yo llegaré más tarde por el retraso del vuelo, y me ofrecen mandarme un taxi por 15 euros y digo que sí. Al parecer llueve terriblemente y no es cuestión de andar con autobuses, aunque ya sabía el número del que había que tomar.  

 

Me acerco a saludar a las chicas que van a embarcar mi vuelo y un tío de aspecto asqueroso cree que me quiero colar y me llama “cabrón”. Son ya las 15:10 y aún no hemos salido. Espero llegar a tiempo para ver el partido del Atleti contra el Bayern de Múnich y descansar para el viaje en tren a Tulcea de mañana. La comida de a bordo es un nauseabundo plato de macarrones con unos trozos de pescado igualmente nauseabundos. Pruebo un poquito y lo dejo. De postre tomo una especie de Bollycao al ron con chocolate, y bebo Coca-Cola, agua y te. Al ir al lavabo le doy la mano al tío con el que he tenido el incidente y tan amigos. Me dice que tiene un marcapasos y que se ha puesto nervioso. Me pide disculpas y como lleva una bolsa con el escudo del Real Madrid se lo señalo y se ríe. No hay que crearse enemigos, sino todo lo contrario y menos aun con desconocidos. Bastante tenemos ya con los conocidos y tampoco, solo la paz y el amor deben reinar entre los seres humanos. 

 

De vuelta a mi asiento veo que dejamos atrás la costa española y que llegamos al estrecho de Bonifacio que separa Córcega de Cerdeña y en seguida llegamos a la costa del Tirreno y cruzamos Italia hasta llegar al Adriático. Mis ojos se llenan de lágrimas al ver esa tierra que siento como mía y recuerdo aquel viaje de 1971 y canto por lo bajo para no molestar a mi compañero de asiento: todas las canciones que sé en italiano, hasta el himno nacional de Godofredo Mamelli. Algún día volveré a mi segunda patria, lo sé, y será a Roma y a Calabria. Ahora pasamos sobre Pescara y veo el Adriático y me emociono por ser un lugar por el que nunca pasé. Veo la costa de Croacia y vamos a sobrevolar Belgrado. Quedan una hora y 27 minutos de vuelo. Pronto entraremos en el espacio aéreo rumano y mi sueño se habrá cumplido: vuelvo al Este de Europa, al cual no había regresado desde que mi esposa Marta y yo estuvimos en febrero de 1985 en Budapest. 

 

Por fin veré la patria de Mircea  Eliade, de Cioran, de Tristan Tzara, de Eminescu, de Ionesco, todos los rumanos ilustres que fueron ninguneados por el poder y el oscurantismo marxista. Ahora otros tiranos gobiernan el mundo entero: USA, más asquerosos si cabe que los marxistas y socialistas pues han impuesto su basura consumista por todas parte, haciendo de sus colonias un calco de su país: todos los jóvenes horteras con la visera de la gorra hacia atrás y con el último modelo de i-phone. Por eso espero ver en Rumanía al hombre nuevo (Omul Nou), como decía Corneliu Codreanu, fundador de la Guardia de Hierro, partido de corte fascista agrario que fue asesinado por orden del rey Carol en 1938 por ser demasiado radical y por ende peligroso para el poder y la burguesía. 

 

Al aterrizar en Bucarest llueve de una manera brutal. Veo el cristal de mi ventanilla con gotas de lluvia oblicuas y pienso que tal vez pare, pero es una ilusión porque cae atrozmente. Por fin hablo con mi compañero de asiento que ha estado todo el viaje leyendo y me cuenta que es de una empresa española llamada Corsan-Isolux (al volver a España leeré en la prensa que está a punto de entrar en concurso de acreedores, debido a las fuertes pérdidas y endeudamiento con los bancos) que viene todas las semanas a trabajar. Cuando el pobre hombre está recogiendo su maleta del armarito y obstaculiza inevitablemente el pasillo, un energúmeno español le increpa y dice: “¡Venga, coño, que tengo prisa!”. No puedo callarme y le digo: “Sí, corre, corre que Rajoy ya está llamando a los nuevos ministros”, a lo que él me contesta fulminándome con la mirada. Mi compañero agradece mi ironía y siento vergüenza de ser español. Antes me daba alegría encontrarme compatriotas, ahora lo detesto, siempre meten la pata y van de sobrados y chulos sintiéndose superiores y hablando a voces. Llamo a Santiago al hotel y paso rápido el control fronterizo, a pesar de estar lleno de soldados armados y policías con perros.  

 

 

Pijizafios, alcahuetas y partidos de fútbol 

 

Un señor que parece un profesor me está esperando a la salida de la aduana con un cartel del hotel Phoenicia y me lleva a un parking donde está su coche. Sigue lloviendo a mares y el recorrido me recuerda a Berlín, pues las casas deben de ser de la época del socialismo real, cuando todo el mundo comía, aunque sólo fuera mamaliga (polenta rumana de maíz). Se parecen mucho a las del barrio de Kreuzberg donde vive Santiago, mi querido hijo y futuro compañero de viaje. 

 

El hotel Phoenicia es muy bonito y Santiago me esperaba en la habitación donde ha estado durmiendo la siesta después de comer un perrito caliente en la estación del Norte. Había llegado mucho antes que yo pero no vio gran cosa por la lluvia. Al registrarme encuentro de nuevo al español del avión que me informa de que en el entresuelo del hotel hay un puticlub, pero le contesto que solo mi hijo podría hacer uso de él, ya que el motivo de mi viaje es poético y literario y no putero. “Habrá que ver al Atleti además”, le digo, y quedamos en vernos en el bar más tarde. 

 

Santiago me dice mal el número de habitación y voy a la 104 en vez de a la 140 y afortunadamente está vacía. La habitación es enorme y ofrecen un condón entre los útiles de aseo; natural si hay un puticlub en la entreplanta. Bajamos al bar y tomamos un par de cervezas Ursus de grifo mientras empieza el partido. Como a Santiago no le gusta el fútbol decide irse a la sauna que está incluida en el precio y yo me quedo viendo el primer tiempo con los españoles. Llega el del avión y otros dos más de la misma empresa. Uno de ellos vive en Oradea, que es una ciudad del Oeste muy cerca de Hungría.  

 

Entonces aparecen dos alcahuetas muy viejas y muy feas y se sientan con nosotros. Marca Xavi Alonso para el Bayern, y uno de ellos lo lamenta mucho pues acaban de igualar la eliminatoria. Las tiorras aquellas hablan con ellos con mucha familiaridad en español y en rumano entre ellas. Es una relación rara y hablan algo de un negocio y comisiones. Siento que estoy haciendo el canelo con esos tíos tan zafios, o pijizafios más bien, vestiditos del PP como van, viendo el fútbol en una pantalla gigante, sentados en unos sillones chéster como si estuvieran en un pub de Capitán Haya. Entonces una de las tías choca su vaso de vino tinto contra mi copa de cerveza y yo le digo en francés: “A la vôtre santé, madame”, recordando a madame Lupescu, la amante del rey Carol en la Belle époque, cuando en Bucarest estaba bien visto hablar en francés entre las clase altas.  

 

El árbitro pita el final del primer tiempo y llega Santiago, momento que aprovecho para levantarme, pagar las cañas y proponerle cenar en el hotel, ya que no para de caer agua a mares. Hay tres restaurantes: In Boca Lupo, italiano, otro rumano llamado Kastanien y un libanés, y nos decidimos por ese último donde vimos el segundo tiempo y la clasificación del Atleti para la final. Compartimos hummus y mezze, además de pinchos de cordero, y bebimos limonada con menta para no ir a dormir borrachos. Al día siguiente nos esperaban grandes aventuras y no lo sabíamos. Dormimos muy bien y del tirón, yo sobre todo, por lo cansado que estaba. 

 

 

2. Bucarest-Tulcea. Caballos salvajes, garzas, grullas y liebres 

 

4 de mayo de 2016 

 

Bajo a desayunar mientras el niño duerme y me encuentro con un desayuno bufet espectacular: toda clase de zumos tropicales que un camarero negro exprimía para los clientes, salchichas, salchichón, queso parmesano del bueno, tostadas, bollos de todas clases, frutas, cereales. Una maravilla. Me encontré a los españoles resacosos y con mala leche por tenerse que ir a currar y uno de ellos me dio un consejo: que cogiese un taxi del número 1 porque eran más baratos, y efectivamente así era: los de la compañía Alpha que empezaban por el 1 eran más económicos (un trayecto como del Viaducto al Retiro cuesta cuatro euros y medio). También desayunaban unos oficiales del ejército rumano que debían estar de misión, pues Rumanía es miembro de la OTAN y hay tropas de ese país en Afganistán, vaya usted a saber para qué.  

 

Después de pagar la cuenta cogimos un taxi a la estación del Norte (Gara Nord) de donde salía el tren a Tulcea, para comprar los billetes. La estación era grande y llena de esa fauna de marginados y gitanos que pululan por todas las estaciones del mundo. Una tzingara de faldas anchas y pañuelo a la cabeza le pide un cigarro a Santiago y este se lo niega. No para de llover y dejamos las maletas en la consigna, donde otro mendigo nos pide dinero por ayudarnos a entender el mecanismo y le doy un billete de 5 leis (1 euro = 4 leis). Cogemos el metro y nos vamos a la plaza Unirii, el centro de la ciudad, que es enorme y con unos bulevares anchísimos como la Castellana o el Paseo de Gracia. Al parecer durante 1920 se realizó, a imitación de París, un urbanismo como el del barón Hausmann que permanece pese al terremoto de 1977. Damos un paseo rápido pues no cesa de llover y observo que las calles tienen el mismo modelo de placa indicativa que en París. Vemos el Palacio de Justicia de donde salen tíos trajeados que deben ser magistrados o abogados y acabamos en un Subway (cadena yankee de bocatas infames) tomando un café y un agua sin gas.  

 

Volvemos a la estación porque el tren sale a las 14:00 y debemos recoger el equipaje y allí me entran ganas de evacuar y la señora de los lavabos me pide un lei y me da un trozo de papel de retrete bastorro y rudo como aquel llamado El Elefante de la España de los 50 que yo usaba. Como no quiero jiñar me lo guardo y se lo doy a Santiago que siempre puede venirle bien. Compramos perritos para el viaje en el puesto donde había comido  ayer, y cerveza para él y un refresco para mí, además de una bolsita de pretzels salados y unos plátanos.  

 

El tren sale puntual y resulta bastante bueno para su precio barato. Frente a nosotros hay sentadas una niña como de diez años y su madre, una mujer con gafas y ojos claros que trata con mucha ternura a su hija. El tren avanza lento al salir de la estación y pronto empezamos a ver campos verdes de trigo con agricultores que transportan hierba en carros y pastores con ovejas y cabras, un mundo agropecuario ya olvidado pero que aprecio por ser lo que iba buscando. El  momento se hace inolvidable y emocionante, al menos para mí: la dulzura de la madre y la hija que se abrazan constantemente, la lluvia que cae por fuera y nosotros sentados cómodamente en ese vagón tan calentito… Siento pena porque sé que nunca más volveré a ver esas dos personas y que el tiempo poco a poco nos va consumiendo y arrebatando los bellos momentos. 

 

 

El ferrobús de los locos 

 

De pronto, el tren para en un lugar llamado Medgidia a las 16.04 y debemos bajarnos para trasbordar a otro tren que nos llevará a Tulcea, la puerta del delta del Danubio. Pregunto al jefe de estación cuál es el tren, y me señala un vagón azul y solitario en otra vía a la que se accede cruzando un puente de hierro lleno de agujeros y bajo un intenso aguacero. A Tulcea va un horrible ferrobús (máquina y vagón son lo mismo) de asientos de tabla cubiertos con una tela mugrienta y lleno de locos. Con decirte que los mejores somos nosotros. Me recuerda a la España de los años 40 con un lavabo con agujero en el inodoro para que caiga el zurullo a la vía. Nada más salir, entro a mear y veo que hay una pastilla de jabón. Cuando estamos a punto de llegar entro otra vez y ya no está la pastilla. 

 

Va en el vagón un loquito con pinta de gitano con un bigotillo muy mono, habla sin parar por el teléfono móvil todo el rato y parece triste, por lo que podemos entender unos amigos le han fallado y le han dejado solo. Dice mucho la palabra Constanza, que es el puerto del Mar Negro más importante y la segunda ciudad del país, donde Augusto mandó desterrado al poeta Ovidio y pensamos que es de allí. El tren de la madre y la hija cariñosas continuaba a Constanza. También hay un negro teñido de rubio que habla rumano y se ríe constantemente; el gitano loco no se sienta un momento y de pronto ríe para ponerse triste al instante; pensamos que es un esquizofrénico que no ha tomado la medicación y entonces descubrimos que el verdadero viaje ha comenzado en este vagón de los locos cuyo destino es Tulcea Oras, pero que puede ser cualquier cosa, como la nave del cuadro del Bosco.  

 

El pequeño tren para constantemente en apeaderos que son la casa del jefe del mismo: en una vemos a la mujer y a los niños viendo la tele. Suben tíos con pinta de agricultores. Es la Rumanía profunda y silenciosa. Solo se oyen las risotadas del negro. Todos saludan y dicen: “Buona ceara” y el revisor bromea con ellos. Viejas con bolsas llenas de hortalizas. Empezamos a ver grandes ríos que son afluentes del Danubio, mucho ganado, caballos salvajes, garzas, grullas y hasta una liebre. Tengo la sensación de tener una absoluta libertad y las casi tres horas de traqueteo se me hacen cortas incluso pensando que algún día, como hoy, recordaré todo esto con nitidez y alegría. Babadag, Tulcea Mare y por fin Tulcea Oras. Ya hemos visto el Danubio que se hace rada en esta ciudad que nos recuerda al Ferrol con las casas pintadas de colores.

 

En la estación, que en seguida se vacía, solo hay dos taxis y cogemos uno y nos lleva al Hotel Delta, que es menos lujoso que el Phoenicia de Bucarest, pero tampoco está mal y, sobre todo, porque nuestra habitación da al río. Tomamos unas cervezas del minibar y vemos un poco el partido Real Madrid-Manchester, pero pensamos que es mejor bajar a la piscina a 30 grados de temperatura –fuera sigue lloviendo– y bañarnos viendo la bahía iluminada. Nos ponemos unos albornoces y bajamos a las instalaciones deportivas. Allí una morena que estaba buenísima nos explica el funcionamiento de la taquilla y nos manda duchar antes de entrar en la piscina y el jacuzzi, que estaba ocupado por una pareja con el fulano arrimando la cebolleta a la chorba.  

 

Mientras me ducho, Santiago se ha metido al haman y al salir la tía me dice: “Your friend is at the turkish bath”. No he is not my friend, he is my son”, le puntualizo, y se ríe la muy puta, porque me ha tomado por un bujarrón que se ha ligado a un jovencito. Me vacila y me pregunta por mi mujer y por mi hija, y me dice que si no quiere tener niños. Qué tía más descarada, si hubiera ido solo y con menos años otro gallo hubiera cantado. Luego me metí al haman con ese ganso que se descojonaba de mí, y nos sacamos toda la mugre del tren botijo aquel. Después nadamos en la piscina y nos metimos al jacuzzi porque ya se habían ido a la cama la parejita de enamorados. 

 

Ya limpios, salimos a la calle y no llovía, estaba todo bastante mal iluminado y descubrimos una pizzería donde nos pusimos morados: spaghetti frutti di mare, pizza capriciosa y salata bulgaresca con sus aceitunas negras y todo, y de postre un heladito de fresa. El dueño del restaurante nos puso el fútbol, que resultó ser un coñazo de partido aunque ganase el Madrid al  Manchester City por un solo gol. Nos dormimos pensando en el alucinante viaje que habíamos emprendido y que iba a serlo aún más los días siguientes. 

 

 

3. Tulcea-Sulina. Nenúfares gigantes y naufragios tranquilos 

 

5 de mayo de 2016

 

El desayuno del hotel Delta es casi tan bueno como el del Phoenicia y nos ponemos morados. Está situado en una explanada –bastante mal asfaltada– que da al río, y me acerco a la estación de autobuses, que está al lado de la fluvial, para comprar los billetes del barco y del autobús que el domingo debemos tomar para regresar a Bucarest. El lunes mi avión sale a las 08.15 y el de Santiago a las 14.20, por lo que yo madrugaré y él se quedará durmiendo en el hotel. Los cojo para las 15.30 de la tarde ya que la chica de la recepción me ha dicho que el recorrido del barco hasta Sulina (punto final del viaje y donde más larga será la estancia) tarda 7 horas. Luego vimos que se equivocó porque solo eran 3 y eso nos hizo esperar varias horas el domingo en Tulcea, pero vayamos por partes.  

 

Regreso al hotel tras dar una vuelta solo por la estación de autobuses, donde vi que había viajes a Italia y a España. Tarda 56 horas a la estación de autobuses de Méndez Álvaro. Luego volví a por Santiago al hotel y a por los equipajes y compramos los billetes del barco en una compañía llamada Navrom Delta. Subimos a bordo y nos sentamos en unas sillas, las últimas de interior porque iba bastante lleno. La mayoría de los pasajeros eran locales y el barco hacía varias paradas en distintos pueblos donde subían y bajaban muchas personas: Partizani, Gorgova, Maliuc, Crisan, son los nombres de los lugares donde para el barco público.  

 

Al salir de Tulcea el río se abre en tres brazos con sus tres canales: Chilia, Sulina (el central que va al pueblo del mismo nombre) y Sfantu Gheorge que acaban en el Mar Negro (Marea Neagra, en rumano) y a su vez hay decenas de canalitos más pequeños por donde solo transitan barcas. El barco avanza suavemente y deja atrás la ciudad industrial con su enorme chimenea y un letrero inmenso que pone TULCEA (se puede ver en Google perfectamente y hacerse una idea). El paisaje se hace suave y plano con toda clase de escenas bucólicas en las orillas: toros y vacas bebiendo, caballos, aves zancudas (garzas y grullas), ovejas y cabras. Es un paisaje de cuento, ya soñado e imaginado mil veces por mí; no hay un solo ruido ni contaminación, es pura naturaleza, la que nunca debió abandonar el hombre para convertirse en una máquina al servicio del capital y de oscuros intereses financieros. Hay nenúfares gigantes que flotan junto al cauce impoluto y árboles centenarios que se hunden en el agua. Nada puede hacerme más feliz que esta travesía.  

 

Como hemos desayunado mucho, no tenemos hambre y solo comemos una bolsa de patatas acompañadas por dos cervezas de marca Timisoreana. El encargado del bar del crucero ha vivido ocho años en Usera, donde su hermano se ha quedado y es cerrajero, él era albañil y con las crisis empezó a flojear el trabajo, y con sus ahorros decidió volver y no se arrepiente. Su negocio va bien. Sobre todo gracias a un cliente gordo y colorado como un pavo que no para de beber chupitos de un brandy deleznable a 5 leis el chute. Es un alcohólico redomado y el encargado dice que él ya no puede probar esos licores tan fuertes. En España los rumanos de las obras suelen beber anís o coñac barato. Les recuerda a su licor nacional, la tsuica de ciruelas fermentadas y de 50 grados, una bomba para el hígado. 

 

Salgo varias veces a cubierta y observo que nos cruzamos con muchos barcos de bandera turca, panameña, rumana y hasta uno de Tanzania. Son cargueros que van desde Estambul al puerto rumano de Galati, cerca de Moldavia y Ucrania, a por mineral y hierro. El río tiene ya un calado enorme y circulan toda clase de barcos, lanchas de la Politia de Frontiera encargados de vigilancia y control del canal, porque la orilla de enfrente es Ucrania. En el siglo XIX se construyó este canal de Sulina –en su día ciudad turca– y se nombró una comisión internacional de navegación danubiana que controlaba el paso de los barcos y cobraba un peaje a cada uno. Ahora todo es abandono y desolación en aquel lugar, y me acuerdo de Lorca y su poesía cuando en Poeta en Nueva York –‘Luna de los insectos’– nos dice: “Hay barcos que necesitan ser mirados para poder hundirse tranquilos”. 

 

Nos vamos aproximando a Sulina y empezamos a ver las primeras casas. Unas son de madera (las de los pescadores lipoveni), otras bloques de apartamentos tipo Benidorm, otras chalets estilo liberty de 1901 y 1902. Hay una enorme iglesia ortodoxa rodeada de andamios y después de dar la vuelta el barco atraca y saltamos a tierra. Un fulano me pregunta que a dónde vamos y veo que hay taxis, pero nuestra pensión, Coral Casa Sulina, está a 200 metros según me dice en inglés y que si queremos hacer una excursión por el delta que contemos con él. Naturalmente hay varias empresas más a lo largo del paseo fluvial con arbolitos y muchos bares y restaurantes. Es un lugar de veraneo local y pocos extranjeros suelen aventurarse hasta tan lejos. El circuito clásico de Rumanía es hacia el Oeste, Transilvania y los monasterios de la Bucovina en el centro del país, no obstante algunos alemanes e ingleses aparecen de vez en cuando por aquí, además de italianos y rusos. Los inefables yankees desprecian profundamente a Rumanía y solo leí comentarios negativos de un estúpido traveller americano en la web, por lo que no había ni uno.  

 

No era época turística aún, es más, solo hacía 12 grados y aunque menos agobiante el pueblo parecía desierto. Sólo tiene 4.000 y pico habitantes. El mejor hotel estaba cerrado y sólo las pensiones –por los restaurantes sobre todo– estaban abiertas. La nuestra era súper-modesta, pero impecable: 45 euros por noche con desayuno. Habíamos ido bajando de categoría hostelera para volver a subir, en la melancólica tarde del domingo, al regresar al Phoenicia de Bucarest con una buena oferta. Pero había una televisión donde vimos toda clase de aberraciones y gansadas, además de películas en versión original subtituladas (en Rumanía no hay doblaje): telenovelas turcas, rumanas, ucranianas, hindúes, mexicanas, colombianas, una se llamaba La Mala y nos descojonábamos viendo a las chonis y a los chulos. Pero la mejor era Narcisa la Perversa, del Almodóvar rumano, un delirante culebrón que nos recordaba a Macnamara y al Rock-Ola de los ochenta.

 

Como no habíamos comido, nos entró hambre y, aunque eran las 7 de la tarde la señora de la pensión nos dio de cenar un menú muy potente con carne de cerdo, quesos de oveja y de cabra, patatas recias y sabrosas, mamaliga. Una cocina de trabajadores, nada sofisticado salvo los helados de marca nacional. La tele del restaurante estaba puesta y vimos un poco de otro partido del Sevilla y un equipo ucraniano llamado Shaktar Donestk.  

 

Luego salimos a dar una vuelta antes de ir a la cama y comprobamos que había dos supermercados abiertos, varias tiendas de ropa, muchos bares, dos bancos, una iglesia católica, un centro cultural greco-rumano con la bandera de Grecia ondeando y letreros escritos en ese idioma. Entonces se nos acercaron unos mendigos con aspecto de yonkies y le pidieron un cigarro a Santiago, que llevaba tabaco de liar. Eran dos y se los tuvo que liar porque no sabían. “Tzigaro, tzigaro”, decía el más joven de los dos, con cara de niño bueno y rubito (realmente los yonkies tienen caras de niño a los que la vida no ha dejado crecer, y ellos mismos tampoco han querido y han ido escarbando más y más en el fondo del pozo de la mugre y la miseria). Pero una vez conseguido el pitillo, pido unas cervezas y apareció de detrás de unos setos el tiparraco que nos había abordado al llegar el barco y quiso otra para él. Entré al supermercado y salí con 3 latas y los tíos encantados. Santiago me echó la peta porque así no nos los quitaríamos de encima nunca y seguimos andando hasta que la iluminación de la Strada 1, que así se llama la calle del río y de las pensiones, se hacía deficiente.  

 

Al volver, entramos a tomar una cerveza en un bar llamado Jean Bart –que también era pensión– y una vieja nos habló en ruso y, de pronto, entró el fulano amigo de los mendigos que se sentó con nosotros y pidió otra cerveza a la dueña. Dijo llamarse John y que su mamá era rusa, que esos dos tíos (los yonkies) eran chungos porque fumaban crack y estaban ya locos, nos dio mucho la brasa para que al día siguiente saliéramos en su barco y se quedó con la vieja y me sacó otra cerveza. 

 

 

4. Sulina. La belleza absoluta del delta 

 

6 de mayo de 2016

 

Lo malo fue que a las 6 de la mañana me tocan a la puerta, abro, y era el tarado ése que se coló en la pensión y el dueño le echó. Yo salí en pijama a la calle cagándome en dios y en su puta madre y el del hotel me hacía el gesto de que estaba loco llevándose el dedo índice a la sien. El tío se alejó a toda velocidad y yo me volví a la cama, dormí un poco y me levanté a desayunar, porque Santiago no iba a levantarse.  

 

Fui a dar una vuelta hacia el supermercado para comprar algo y tenerlo en la neverilla de la habitación, cuando al pasar por Jean Bart estaba el tonto del pueblo con la vieja tomando ya cerveza, me ofreció un café con leche y me pidió disculpas. Eran las nueve y media de la mañana. Le dije que queríamos ir a alquilar unas bicis y que, si acaso, el sábado haríamos la excursión.  

 

En el aparcamiento de las bicis había pintado un número de teléfono y Santiago llamó, era un tío que hablaba italiano y se llamaba Marian, pero las tenía todas ocupadas para hoy y quedamos para mañana. Entonces nos vimos un poco desamparados en aquel lugar tan atrabiliario, con tantos edificios y barcos abandonados y decidimos ir a la playa que estaba a 4 kilómetros. Fuimos a la parada de taxis y el hombre nos bajó, le dijimos que esperase y dimos un breve paseo por la arena blanca y negra debido a la gran cantidad de conchas de ese color. El chiringuito estaba cerrado, pero unos hombres parecían estar poniéndolo a punto para la temporada que empezaba en junio. Tenía ese aire triste y desolado de los chiringuitos de las playas de aquí en septiembre, cuando están a punto de cerrar y empezar a vivir de lo ganado en el verano.  

 

Nos fuimos y al pasar por el cementerio vimos un entierro con muerto y todo, sin ataúd y con el pope rezando al lado. El rito funerario ortodoxo echa el cuerpo a la tierra y se funde con el humus como debe ser y no hacer ricos a todos los buitres y cuervos de las funerarias. También había otros tres cementerios: el católico, el judío y el musulmán, pues vimos varias mujeres con el hiyab puesto, y aquí en Sulina no. Pero en Tulcea sí hay una mezquita.  

 

Cuando llegamos al hotel está todo dispuesto como para un banquete y dedujimos que debía ser por el muerto, así que preferimos irnos a otro sitio. Caminamos un poco y, evitando a los yonkies que están en el mismo punto mirando al río del que ya nada o todo pueden esperar, llegamos a un bar que anuncia la cerveza Ciuc y entramos a tomar una. Fue lo mejor que pudimos hacer pues así conocimos a Cristian, otro barquero que al oírnos hablar en español se nos presentó y nos contó que era artista y que vivió en Madrid para acabar de pintor de brocha gorda en Majadahonda. Nos ofreció un paseo de dos horas saliendo al mar por los canales adyacentes y visitando los antiguos almacenes de pescado de los lipoveni por 60 euros. Le dimos una señal y le invitamos a unas cuantas cervezas Ciuc y quedamos para las seis de la tarde. Nos contó que John era un borracho y un ladrón y que no fuéramos con él. Como estábamos cabreados por el despertar intempestivo nos echamos en sus brazos y no nos arrepentimos. Comí sólo una sopa de col fermentada para no ir con el estómago lleno al paseo en barca y nos fuimos a ver la tele y a dormir un poco de siesta. Santiago sí zampó una chuleta con papas.  

 

A las seis nos estaba esperando en el embarcadero y me pidió el resto del dinero y subimos a una barquita con un colega suyo y nos pusimos unos chalecos salvavidas. Metiéndonos por un canal lateral, y menos ancho, vimos la belleza absoluta del delta: manadas de caballos salvajes trotando, heno por sus orillas, vacas bebiendo felices las aguas limpias. Un paisaje puro y amable, tarde soleada y fresca por el viento del mar. Muchas garzas y pelícanos entraban a pescar y beber, bandadas de cormoranes pasaban cerca de nosotros cuando nos aproximamos al mar. Es idílico ver todo aquello y recordar los cuadros de Paulus Poter, el pintor holandés del XVII, un paisajista de los mejores del mundo y uno de cuyos cuadros se titula precisamente La vaca. Aunque el paisaje de hoy es distinto del de Holanda, la idea es lo que importa: un mundo feliz sin más preocupación que conocer la meteorología y saber cuándo y dónde debe pastar tu ganado, comer y beber lo suficiente para estar contento y contemplar la belleza del campo y del río, que permite vivir a mucha gente sin grandes lujos pero con una paz interior que ya quisieran muchos corredores de bolsa.  

 

De pronto el canal se acaba y salimos al mar. Ese es el momento y el fin del viaje: saber en qué punto exacto muere el río y se mezclan las aguas. Sólo el batir de las alas de los pelícanos rompe el silencio porque el motor de la barca apenas se oye, a lo lejos está la península de Crimea y Yalta en la punta de la misma. Salimos al mar y costeando un rato pasamos cerca del faro antiguo que guiaba a los barcos griegos y turcos. Hay otro faro nuevo más hacia Sulina y volvemos a otro canal donde están los almacenes del pescado totalmente en ruinas, sólo algunas cabañas parecen habitadas por pescadores. Los barcos están desvencijados y llenos de óxido. Uno se llama curiosamente Fortuna y debió conocer su esplendor, aunque ahora sea pura podredumbre. Cae la tarde y el sol va muriendo hacia occidente donde aún queda mucho de luz. Volverá mañana a ser radiante para que despidamos el último día en este paraíso nunca mejor llamado perdido y abandonado.  

 

Llegamos al paseo y como teníamos hambre fuimos a cenar al restaurante Marea Negara (Mar Negro) y tomamos queso frito y pescado muy fresco. Mañana será la despedida y como pasa siempre el mejor día. 

 

 

5. Sulina-Marea Neagra. El faro que guiaba a los argonautas 

 

7 de mayo de 2016

 

Desayunamos juntos y llamamos a Marian, el dueño de las bicicletas de alquiler, que nos cuenta que había trabajado en Palermo y que, harto de que le explotaran, volvió al pueblo y con los ahorros puso este negocio. Santiago compró un picnic en el supermercado: salami húngaro, pan turco para hacer unos bocatas, barritas energéticas, patatas fritas y una litrona de Ciuc, y un refresco de uvas negras y menta para mí. Bajamos hacia la playa por el camino de ayer cuando fuimos con el taxista. Veo que en una parada de autobús que hay cerca de un hostal está sentado con unos viejunos el tonto de John y le digo adiós desde la bici. Son nuevas y andan muy bien por una carretera muy mal asfaltada y llena de baches por la que llegamos hasta la playa. Nos adentramos en un canal que está lleno de nenúfares y saco alguna foto con el móvil. El silencio es absoluto, apenas llega rumor del mar que está tranquilo y Santiago se dedica a coger conchas negras (nautilus) para su madre.  

 

Siento una gran nostalgia por haber vuelto a este mar 41 años después, de cuando estuve el mes de agosto de 1975 en las arenas de oro de Bulgaria, muy cerca de Varna, otro gran puerto, y cerca también de la frontera rumana, pues una tarde estuvimos cerca de Durankulak, último municipio búlgaro. Ambos países aún conservan fronteras y aunque ya no tienen territorios en litigio conservan la natural rivalidad de vecinos. Bulgaria es más pequeño y un poco más desarrollado. Es el primer productor mundial de rosas y exportan bastantes productos alimenticios. Rumanía tiene algo de petróleo, pero el campo sigue siendo subdesarrollado y la pobreza es patente, pese a haber muchos coches de lujo. En el 2018 quieren meterles en el euro y les joderán vivos como a nosotros disparando los precios y congelando los salarios. La UE es un fiasco, sólo un Club de ricos y el resto tiene que estar a sus órdenes, que les pregunten a los griegos qué opinan de Alemania y Francia. 

 

Descubrimos una palapa y a ella nos encaramamos para comer y dormir la siesta. Cuando despierto veo que Santiago está en un espigón de madera con dos chicas fumando su tabaco de liar. No las veo tan de lejos pero, como siempre, hay una más guapa que otra y es la que lleva un vestido rosa. Luego caminamos un poco por la orilla, no nos podemos bañar porque hace frío aún y sería una gañanada. Me cuesta convencerle y se mete al bosque donde tarda mucho rato porque vio una serpiente. Volvemos a las bicis y paramos a ver el faro nuevo de Sulina, que es también un museo naval con mucha documentación sobre el esplendoroso pasado del pueblo. La vista es magnífica y hay un montón de casitas de veraneantes que pronto se poblarán. Niños felices de vacaciones, madres haciendo la comida en vez de ir a la playa y el macho camacho tomando cerveza con los amigotes. Todos hemos pasado veraneos así y no volverán.  

 

Ya al caer la tarde y ser momento de devolver las bicis a Marian decidimos ir hasta el final del muelle y Strada 1 para ver qué había: un hotel bueno cerrado, más casas, unas de aspecto infame como pisos de Fuenlabrada o Coslada sin enfoscar la fachada o simplemente desconchada; y otras decentes como chalets de Biarritz con jardín lleno de maleza, pero en buen estado y a punto de ser ocupadas por sus dueños para el verano del 2016 que evidentemente no pasaremos allí. Hay una de 1904 que está muy bien conservada con las ventanas pintadas y su verja de hierro labrado. 

 

 

Tertulia serbio-rumana-hispano-italiana  

 

Al regresar, Cristian nos llama desde el bar y le decimos que tenemos que devolver las bicis y que en seguida volvemos a tomarla con él. Así hacemos y es cuando tiene lugar la conversación de alto nivel con el italiano Eugenio Berra, el serbio Milan y el propio Cristian. También hay una señora mayor, pero que se marcha en seguida y que es la bibliotecaria de Sulina y presidenta de la asociación cultural rumano-italiana. Naturalmente todos hablamos en italiano excepto el serbio, que solo sabe inglés, y su propia lengua. Pero curiosamente el tal Eugenio habla serbio además de inglés y español y se establece un coloquio interesantísimo con varias rondas de Ciuc. Primero me cuenta Cristian que John se ha enfadado mucho con él por robarle clientes, y aparece un momento y en una conversación tensa en rumano, logra que se marche y deje de dar la brasa: “Es un gilipollas”, dice Cristian. Resulta que el italiano es del mismo pueblo que el padre del novio de mi hija Rocío –propietario del Caffé Centrale– y que su padre médico ha trabajado un tiempo con el padre de Diego que era funcionario de la Seguridad Social italiana. El bar lo tiene como complemento de la pensión que, al jubilarse anticipadamente, no es muy allá y al estar en el centro del pueblo le va muy bien. El tal Eugenio es fanático del Danubio y tiene el libro de Magris dedicado por el autor a su padre, en italiano, y me lo enseña orgulloso. Yo le digo que está en la mesilla del hotel y que todas las noches leo el último capítulo: ‘Nel mare grande’. Es el principio de una gran amistad, el tío es muy culto y vive en Belgrado aunque su agencia está en Trento. Se dedica a organizar cruceros por el río para italianos y viaja desde Belgrado a Sulina con mucha frecuencia. Estuvo enamorado de una española que estaba en Milán de Erasmus y que le dejó roto el corazón; ahora está a la que salta, pues sólo tiene 35 años.  

 

Le pasma que Santiago viva en Berlín y que sea artista como el rumano que nos hace un dibujo del faro de Sulina que me he traído aquí para enmarcarlo y colgarlo. Es fan de Javier Marías, cosa que yo no, que tan solo leo lo del dominical del País, no así mi esposa Marta que lee todos sus libros. Me pregunta cómo viví el franquismo y que cómo pude conseguir aquella beca en 1975 para ir a estudiar a Sofía lengua y cultura búlgaras. Se lo explico tal y como fue y se sorprende. Era agosto y el dictador moriría lleno de heces y sangre –la que tanto había hecho correr– en noviembre y los tres primeros españoles que iban becados a Bulgaria después de aprobar el curso y el examen fuimos una chica llamada Paloma Redondo; un chico, Enrique Maroñas, y un servidor, los tres alumnos de Filosofía y Letras de la Autónoma de Madrid. Nos dieron el visado sin problema alguno y eso que la Brigada Político Social me había detenido en marzo por propaganda ilegal y si encima iba a un país comunista… 

 

El serbio interviene y nos cuenta que vivió con 15 años el bombardeo de Belgrado en 1999, ordenado por Luis Solana, secretario de la OTAN a la sazón. Le tacho de genocida y todos me dan la razón. Ese partido social demócrata ha producido los mejores gánsteres de Occidente: murió población civil y sirvió para que el mundo entero fuera a por Serbia, convirtiéndose las víctimas del ayer en los verdugos del mañana, como siempre.  

 

Se hace ya tarde, no hemos cenado y mañana hemos de levantarnos a las seis para desayunar un café que nos hará la dueña y unos bollos que hemos comprado en la panadería. Nos despedimos con grandes abrazos los cinco, prometiéndonos volver a vernos, pero sabiendo que será difícil. Yo escribí a Eugenio y no obtuve respuesta alguna, quizás le llame y quién sabe si el próximo año iré a Belgrado, ciudad que Santiago sí conoce pues fue en tren desde Atenas a Praga y paró tres días allí en el sofá de un tío. Cenamos la última mamaliga con queso frito y ensalada y dormimos como las liebres, pues no podíamos perder el único barco del día –a las 7 de la mañana– y el enlace del autobús a Bucarest. 

 

 

6. Sulina-Tulcea-Bucarest. La infinita melancolía de los domingos por la tarde  

 

8 de mayo de 2016

 

Ya hay una fuerte luz de amanecer, estamos en el Este, no hay duda, y mucha gente en el muelle a la espera de que abran la taquilla. Echo un último vistazo a la iglesia con sus cúpulas doradas y siento que tardaré en volver, aunque me gustaría mucho; ha colmado todas mis expectativas y la última noche ha sido la mejor, como en los campamentos de verano o las excursiones escolares. 

 

Santiago se duerme sobre una mesa y yo aprovecho para mirar por última vez el río y sus orillas, sabiendo que ahí estará para siempre como patrimonio de la humanidad y reserva de la biosfera con todo merecimiento; ese pueblo se merece algo mejor que los inmundos tiranos que siempre soportó y se merece un turismo que sepa apreciar su hospitalidad.  

 

La señora de la pensión nos ha hecho unos sándwiches y nos los comemos a media mañana. Salgo a cubierta y hablo con una pareja de alemanes, la chica es una rubita muy mona, que anoche cenaban junto a nosotros en la pensión. Son de Hamburgo y sólo han ido a Sulina a pasar la noche, vuelven a Tulcea y de allí en un coche alquilado irán por toda la costa del Mar Negro hasta Bulgaria: Vama Veche-Durankulak y luego a Sofía y en avión vuelta a Alemania. Me dan ganas de unirnos a ellos y viajar sin fechas, esa es la diferencia entre el viajero y el turista, conociendo: Mamaia, Constanza, Mangalia, Durankulak –ya en Bulgaria–, Varna, Plovdiv y luego volver a Sofía donde tan bien lo pasé.  

 

Pero Alicia y Alicio ya han roto el espejo y no se puede volver atrás, ya sólo queda una noche en un buen hotel para descansar algo de tan duro día. Cuando llegamos a Tulcea intentamos cambiar los billetes del autobús a Bucarest y no había ni para el de las 12 ni para el de las 14:30. Menos mal que el jueves había comprado para el de las 15.30, si no hubiéramos llegado tardísimo a Bucarest. Como no sabíamos qué hacer se me ocurrió ir al hotel Delta otra vez y decirles que nos permitieran dejar las maletas, usar los servicios y sentarnos en los sillones de la recepción hasta la hora del autobús. Nos entró hambre y volvimos a las doce a la pizzería del miércoles anterior y comimos otra vez lo mismo; nos vino bien para la resaca de las cervezas y el madrugón. Vimos un poco de los alrededores del hotel y nos sentamos en los sofás con unos cafés a dormitar.  

 

A las 15.30 en punto sale el autobús, que parece uno de Auto-Res o La Continental; asientos duros y un calor tremendo. El conductor es un zafio gañaonte gordísimo que habla sin parar por el móvil que sujeta con la mano izquierda: hay 291 kilómetros y tardamos 4 horas y media en llegar, sudados como borricos y sucios con zurraspas en los calzones; como se llega de los viajes: sin dinero y con los gayumbos con palominos. Esta vez lo primero no se cumple y me sobra tanto que se lo doy al zagal para que no le falte de nada en Alemania; la verdad es que el país resulta barato para los españoles.  

Pueblos tristes pero con gente a la puerta de los bares, campesinos currando y niños litroneando y riendo con la alegría insensata de la juventud. Santiago duerme casi todo el tiempo y yo ya quiero llegar a ducharme y dormir un poco, para mañana madrugar de nuevo. Esto se acaba, mi único consuelo es que vamos a un hotel bueno otra vez y que arreglaré el equipaje para mañana y dormiré en un buen colchón. Las camas de la pensión necesitan un cambio ya. Un muelle del colchón machacaba mi costilla al clavarse constantemente. Es el único pero que puedo ponerle a tan amable gente. También siento una enorme tristeza, mañana todo habrá concluido y Rumanía solo será un bello recuerdo. Tenía razón Ciorn cuando habla de la melancolía de los domingos por la tarde, algo hay en el ambiente que predispone a la tristeza, es el fin de algo. He visto gente de mucho mejor humor los lunes por la mañana a pesar de tener que ir al trabajo que eso domingos de ciudad vacía y tiendas cerradas. Paramos a las cinco en un bar de carretera donde tomamos una Fanta de naranja y un agua con gas y donde el borrico del chófer se zampó un tremendo plato de trozos de carne con patatas y una cerveza. 

 

También me siento triste porque mañana me despediré de Santiago y, aunque pronto volverá o iremos nosotros, vivir sin ellos me duele todos los días y después de tanta intensidad el vacío va a ser mayor. Al llegar, el tío nos deja en un lateral de la estación del Norte en la que Santiago se empeña en entrar para comerse otro perrito como el del primer día y buscar en un puesto, que estaba cerrado, una bandera rumana para un amigo de Berlín. Eso nos hace recorrer un largo pasillo mecánico que no funciona y todos los andenes hasta llegar a la salida. Un taxista gitano se hace el tonto como diciendo que no sabe dónde está el hotel a pesar del papel que le doy, se mete por dirección prohibida y un guardia le para, le convence y seguimos. Pero al llegar al hotel quiere cobrar de más, y Santiago se pone gallo con él y le manda a cagar: “Taxi especial”, dice, para cobrar 10 leis de más. “Sí, es especial la mierda que tiene, so cabrón, que no lo lavas desde que murió Ceausescu”. Le doy lo que marca el contador y se va mascullando palabrotas.  

 

Por fin llegamos al lujo, y el niño se baja a la sauna mientras yo me quedo en la ducha de la habitación, y luego me tumbo hasta que sube. No vemos nada en la carta del servicio de habitaciones que nos convenza y decidimos ir al restaurante rumano. Allí estamos solos con el camarero, sentados en unas butacas rojas de gran lujo, y tomamos un menú típico con tocino crudo y cosas de extraños sabores. Hasta las costillas de cerdo que me pedí sabían raras. Luego un gran plato de fruta para los dos y pagué 200 leis, la cena más cara de todo el viaje y no la mejor. Pero en fin, era tarde habíamos estado más de doce horas de viaje y era la despedida. Sacamos las tarjetas de embarque para nuestros vuelos del día siguiente y nos dormimos plácidamente.  

 

A las seis sonó el teléfono que me dijo: “Buona diminiatsa” y bajé a desayunar no mucho y subí a despedirme de Santiago. Él se quedó durmiendo pero a las doce dejó el hotel y en un taxi se fue al aeropuerto que estaba bien cerca. Yo lo hice en otro que me llevó rápido también, pero en la cola de la seguridad perdí un montón de tiempo, hasta tal punto que fui el último en embarcar y apenas me dio tiempo a comprar nada. El desayuno del vuelo de vuelta fue muy bueno y me dormí a ratos sin ver nada porque todo estaba nublado. En Madrid llovía mucho ese 9 de mayo donde me esperaba mi amada, aunque mi corazón se quedó en la habitación 736 del hotel Phoenicia de Bucarest.  

 

 

 

 

Carlos del Moral Casas nació en Asturias. Ha sido trabajador en tierra de la compañía nacional de aviación Iberia. Aficionado a los viajes desde joven, habla inglés, francés, italiano, alemán y portugués. También es autor de relatos extremos, escabrosos y transgresores, reunidos en el volumen Relatos de marginalidad, publicados por editorial Manuscritos en 2006, así como colaborador de diferentes publicaciones digitales.

 

Santiago del Moral García-Mauriño, nacido en Madrid, estudió Grabado en la Escuela de Artes y Oficios de la capital. Desde 2013 reside en Berlín, donde estudia y trabaja como grafista, diseñador textil, grabador y dibujante. Ha participado en diferentes exposiciones colectivas en la galería Studio Hertzberg de Berlín, y el pasado julio ha podido verse en la misma sala su primera exposición individual La noche y sus monstruos

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