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AcordeónLos hombres me explican cosas

Los hombres me explican cosas

Aún no sé por qué Sally y yo nos molestamos en ir a aquella fiesta en una pista forestal en la cima de Aspen. Todo el mundo era mayor que nosotras y distinguidamente aburrido; suficientemente mayores como para que nosotras, ya con cuarenta y tantos, pasásemos como las jovencitas de la velada. La casa era fantástica –si te gustan los chalés estilo Ralph Lauren–: una cabaña a más de 2.700 metros de altura, burdamente lujosa, llena de cornamentas de alce, un montón de kilims y una estufa de leña. Nos disponíamos a marcharnos cuando nuestro anfitrión nos dijo: “No, quedaos un poco más para que pueda hablar con vosotras”. Era un hombre físicamente imponente, que había amasado mucho dinero.

 

Nos hizo esperar mientras que el resto de los invitados se sumergía en la noche veraniega, después nos sentó alrededor de una mesa de auténtica madera veteada y me dijo:

 

—¿Así que…? He oído que has escrito un par de libros.

—Varios, de hecho –repliqué.

 

Lo dijo de la misma manera que animas al hijo de siete años de tu amiga a que te describa sus clases de flauta:

 

—Y ¿de qué tratan?

 

Para ser exactos trataban sobre diferentes cosas, los seis o siete que, hasta entonces, había publicado, pero comencé a hablar solo del más reciente en aquel día de verano de 2003, River of Shadows: Edward Muybridge and the Technological Wild West, mi libro sobre la aniquilación del tiempo y el espacio y la industrialización de la vida cotidiana. 

 

Me cortó rápidamente en cuanto mencioné a Muybridge:

 

—Y, ¿has oído hablar acerca de ese libro realmente importante sobre Muybridge que ha salido este año?

 

Tan inmersa estaba dentro del papel de ingenua que se me había asignado que estaba más que dispuesta a aceptar la posibilidad de que se hubiese publicado, al mismo tiempo que el mío, otro libro sobre exactamente el mismo tema y que de alguna manera se me hubiese pasado. Él ya había empezado a hablarme de ese libro realmente importante, con esa mirada petulante que tan bien reconozco en los hombres cuando pontifican, con los ojos fijos en el lejano y desvaído horizonte de su propia autoridad.

 

Llegados a este punto, dejadme deciros que mi vida está bien salpicada de hombres maravillosos, con una larga ristra de editores que me han escuchado, animado y publicado desde que era joven; con un hermano más joven, infinitamente generoso, con espléndidos amigos de los cuales puede decirse –como el clérigo de los Cuentos de Canterbury que aún recuerdo de las clases del señor Pelen sobre Chaucer– “disfrutaba estudiando y enseñando”. Aun así, también están esos otros hombres. Así que el señor Muy Importante continuaba hablando con suficiencia acerca de este libro que yo debería conocer cuando Sally le interrumpió para decirle: “Ese es su libro”. Bueno, o intentó interrumpirle.

 

Pero él continuó a lo suyo. Sally tuvo que decir “Ese es su libro” tres o cuatro veces hasta que él finalmente le hizo caso. Y entonces, como si estuviésemos en una novela del siglo XIX, se puso lívido. El que yo fuese de hecho la autora de un libro muy importante que resultó que ni siquiera se había leído, sino que solo había leído sobre él en el New York Times Book Review unos meses antes, desbarató las categorías bien definidas en las que su mundo estaba compartimentado y se quedó sorprendentemente enmudecido por un segundo, antes de empezar a pontificar de nuevo. Como somos mujeres, esperamos educadamente a estar fuera del alcance del oído de nadie antes de romper a reír, y no hemos dejado de hacerlo desde entonces.

 

Me gustan los incidentes de este tipo, cuando fuerzas que normalmente son tan escurridizas y difíciles de señalar serpentean resbalando fuera de la hierba y se vuelven tan obvias como, por ejemplo, una anaconda que se hubiese tragado una vaca o una mierda de elefante en la alfombra.

 

 

La resbaladiza pendiente del silenciamiento

 

Sí, claro que hay personas de ambos géneros que aparecen de repente en cualquier evento para pontificar acerca de cosas irrelevantes y con teorías conspirativas, pero la total confianza en sí mismos que tienen para polemizar los totalmente ignorantes está, según mi experiencia, sesgada por el género. Los hombres me explican cosas, a mí y a otras mujeres, independientemente de que sepan o no de qué están hablando. Algunos hombres.

 

Todas las mujeres saben de qué les estoy hablando. Es la arrogancia lo que lo hace difícil, en ocasiones, para cualquier mujer en cualquier campo; es la que mantiene a las mujeres alejadas de expresar lo que piensan y de ser escuchadas cuando se atreven a hacerlo; la que sumerge en el silencio a las mujeres jóvenes indicándoles, de la misma manera que lo hace el acoso callejero, que este no es su mundo. Es la que nos educa en la inseguridad y en la autolimitación de la misma manera que ejercita el infundado exceso de confianza de los hombres.

 

No me sorprendería si parte de la trayectoria política norteamericana desde 2001 estuviera marcada por, digamos, la incapacidad de escuchar a Coleen Rowley, la mujer del FBI que lanzó los primeros avisos acerca de Al Qaeda, y desde luego está influida por la administración Bush, a la cual no se le podía decir nada, ni siquiera el hecho de que Irak no tenía vínculos con Al Qaeda ni armas de destrucción masiva, ni el que la guerra no iba a ser “pan comido” (ni siquiera los expertos varones pudieron penetrar en la fortaleza de dicha petulancia).

 

Puede que la arrogancia tuviera algo que ver con la guerra, pero este síndrome es una guerra a la que se enfrentan casi todas las mujeres cada día, una guerra también contra ellas mismas, una creencia en su superfluidad, una invitación al silencio, una guerra de la cual una buena carrera como escritora (con un montón de investigaciones y estudios correctamente desarrollados) no me ha librado totalmente. Al fin y al cabo, hubo un momento en el que estaba más que dispuesta a dejar que el señor Muy Importante y su altiva confianza en sí mismo derribasen mis más precarias certezas.

 

No olvidemos que poseo mucha más seguridad acerca de mi derecho a pensar y a hablar que la mayor parte de las mujeres, y que he aprendido que cierta cantidad de dudas sobre las propias posibilidades suponen una buena herramienta para corregir, comprender, escuchar y progresar, aunque demasiadas pueden ser paralizantes y la total confianza en uno mismo produce idiotas arrogantes. Existe un feliz punto intermedio entre estos dos polos opuestos a los que los géneros se han visto empujados, un cálido e intermedio ecuador de intercambio que debería ser el punto de encuentro de todos nosotros.

 

Versiones más extremas de nuestra situación existen, por ejemplo, en aquellos países de Oriente Próximo en los que el testimonio de la mujer no tiene validez alguna: una mujer no puede declarar que ha sido violada sin un hombre testigo que contradiga al hombre violador; algo que raramente sucede.

 

La credibilidad es una herramienta de supervivencia. Cuando yo era muy joven y justo empezaba a entender de qué iba el feminismo y por qué era necesario, tuve un novio cuyo tío era físico nuclear. Unas Navidades, este relataba –como si fuese un tema divertido y liviano– cómo la mujer de un vecino de su zona residencial de adinerados había salido corriendo de casa, desnuda, en medio de la noche, gritando que su marido quería matarla. “¿Cómo supiste que no estaba intentando matarla?”, le pregunté. Él explicó, pacientemente, que eran respetables personas de clase media. Y por eso el que “su marido intentase asesinarla”, simplemente, no era una explicación plausible para que ella abandonase la casa gritando que su esposo la estaba intentando matar. Por otro lado, ella estaba loca…

 

Incluso obtener una orden de alejamiento –una herramienta legal relativamente nueva– requiere poseer la credibilidad de convencer al juzgado de que determinado tipo es una amenaza, y después conseguir que los policías la hagan cumplir. De todas maneras las órdenes de alejamiento no funcionan. La violencia es una manera de silenciar a las personas, de negarles la voz y su credibilidad, de afirmar tu derecho a controlarlas sobre su derecho a existir. En este país, unas tres mujeres son asesinadas cada día por sus esposos o exesposos. Es una de las principales causas en Estados Unidos de muerte de mujeres embarazadas. El eje central en la lucha del feminismo para que se catalogasen como delitos la violación, la violación durante una cita, violación marital, violencia doméstica y el acoso sexual laboral ha sido la necesidad de hacer creíbles y audibles a las mujeres.

 

Tiendo a creer que las mujeres adquirieron el estatus de seres humanos cuando se empezó a tomar este tipo de actos seriamente, cuando los grandes asuntos que nos paralizaban y asesinaban fueron abordados jurídicamente a partir de mediados de los setenta; bastante tarde, más o menos cuando yo nací. Para cualquiera que quiera discutir sobre si la intimidación sexual en el lugar de trabajo no es un asunto de vida o muerte, recordemos a la cabo del cuerpo de marines Maria Lauterbach, de veinte años de edad, que fue aparentemente asesinada por su colega de rango superior una noche de invierno cuando ella estaba esperando para testificar que él la había violado. Los restos quemados de su cuerpo embarazado se encontraron entre las cenizas de una fogata en su patio trasero.

 

Decirle a alguien, categóricamente, que él sabe de lo que está hablando y ella no, aunque sea durante una pequeña parte de la conversación, perpetúa la fealdad de este mundo y retiene su luz. Tras la aparición de mi libro Wanderlust, en 2000, me di cuenta de que era más capaz de defender mis propias percepciones e interpretaciones. Durante aquella temporada en dos ocasiones recriminé el comportamiento de un hombre, solo para que se me dijera que las cosas no habían sucedido para nada tal y como yo las contaba, que estaba siendo subjetiva, que deliraba, estaba alterada, era deshonesta; en resumen, era mujer.

 

Durante la mayor parte de mi vida, habría dudado de mí misma y retrocedido. El tener respaldo público como escritora me ayudó a permanecer en mi lugar, pero pocas mujeres obtienen este apoyo, y probablemente ahí fuera, a millones de mujeres se les está diciendo, en este planeta de siete mil millones de personas, que no son testigos fiables de sus propias vidas, que la verdad no es algo que les pertenezca, ni ahora ni nunca. Esto va más allá del Hombres Que Explican Cosas, pero forma parte del mismo archipiélago de arrogancia.

 

Y aun así, los hombres me explican cosas. Ningún hombre se ha disculpado nunca por explicarme erróneamente cosas que yo sabía y ellos no. Todavía no, pero según las tablas actuariales, puede que aún me queden otros cuarenta y tantos años de vida, más o menos, así que podría suceder. Pero no esperaré sentada a que suceda.

 

 

Las mujeres luchan en dos frentes

 

Unos cuantos años después del idiota de Aspen, estaba en Berlín dando una charla cuando el escritor marxista Tariq Ali me invitó a una cena que incluía a un escritor, a un traductor y a tres mujeres un poco más jóvenes que yo que permanecieron con deferencia y casi totalmente en silencio a lo largo de la cena. Tariq estuvo magnífico. Tal vez el traductor estaba molesto porque yo hubiese insistido en mantener un papel modesto en la conversación, pero cuando comenté algo acerca de cómo el Movimiento de Mujeres por la Paz (el extraordinario y escasamente conocido grupo antinuclear y antibélico fundado en 1961) ayudó a acabar con la caza de brujas anticomunista del Comité de Actividades Antiamericanas, HUAC [en sus siglas en inglés], el señor Muy Importante II me miró con desagrado. El HUAC, insistió, no existía a principios de los sesenta y, de todas formas, ningún grupo de mujeres tuvo esa importancia en la caída del HUAC. Su desprecio fue tan devastador, su confianza en sí mismo tan agresiva, que discutir con él suponía un temible ejercicio de futilidad y una invitación a más insultos.

 

Creo que para entonces había escrito nueve libros, incluyendo uno que bebía de los documentos originales del grupo y de las entrevistas a una de las miembros clave del Movimiento de Mujeres por la Paz. Pero los hombres que explican cosas aún asumen que soy, en una obscena metáfora fecundadora, un recipiente vacío que debe ser rellenado con su sabiduría y conocimiento. Un freudiano diría que ellos saben qué es lo que ellos poseen y a mí me falta, pero la inteligencia no está situada en la entrepierna, ni siquiera si puedes escribir una de las largas y melifluas frases musicales de Virginia Woolf acerca de la sutil subyugación de las mujeres con tu pajarito. De regreso a mi habitación en el hotel, investigué un poco en la red y encontré que Eric Bentley, en su historia definitiva sobre el Comité de Actividades Antiamericanas, le reconoce al Movimiento de Mujeres por la Paz el “haber asestado el golpe definitivo en la toma de la Bastilla de la HUAC”, a principios de los sesenta.

 

Así que comencé un ensayo (sobre Janet Jacobs, Betty Friedan y Rachel Carson) para el Nation, con esta mención, en parte como reconocimiento a uno de los hombres más desagradables que me han explicado cosas: tío, si estás leyendo esto, eres un forúnculo en la cara de la humanidad y un obstáculo para la civilización. Avergüénzate.

 

La batalla contra los Hombres Que Explican Cosas ha pisoteado a muchas mujeres: a las de mi generación, las de la próxima generación que tan desesperadamente necesitamos, aquí y en Pakistán y en Bolivia y en Java, por no hablar de las mujeres que estuvieron antes que yo y que no eran admitidas en el laboratorio o en la biblioteca o en la conversación o en la revolución o, incluso, en la categoría llamada humana.

 

Después de todo, el Movimiento de Mujeres por la Paz fue fundado por mujeres que estaban cansadas de hacer café y mecanografiar y de no tener ningún tipo de voz ni papel en la toma de decisiones en el movimiento antinuclear de los años cincuenta. La mayor parte de las mujeres luchan en dos frentes en las guerras: uno que depende de cuál sea el motivo en discusión y otro por el simple derecho a hablar, a tener ideas, a que se reconozca que están en posesión de hechos y verdades, a tener valor, a ser un ser humano. Las cosas han mejorado, pero esta guerra no acabará durante mi vida. Aún lucho en ella, obviamente por mí, pero también por esas mujeres más jóvenes que tienen algo que decir, con la esperanza de que puedan decirlo.

 

 

Epílogo

 

Una noche de marzo de 2008, tras la cena, empecé a bromear, como había hecho muchas veces en otros momentos, acerca de escribir un ensayo titulado Los hombres me explican cosas. Cada escritor posee una cuadra de ideas que nunca participarán en ninguna carrera, y yo he estado cabalgando este poni por diversión de vez en cuando. Mi anfitriona, la brillante teórica y activista Marina Sitrin, insistió en que debía escribirlo porque había gente como su joven hermana Sam que necesitaba leer algo así. Las jóvenes, dijo, necesitaban saber que ser minusvaloradas no era algo que fuese resultado de sus propios defectos secretos; sino que era algo que venía de las viejas guerras de género, y que nos había sucedido a la mayor parte de las que somos mujeres en algún momento u otro de nuestra vida.

 

Lo escribí de una tirada durante las primeras horas de la mañana siguiente. Cuando algo encaja por sí mismo tan rápido, queda claro que de alguna manera se ha estado componiendo solo en algún lugar desconocido del cerebro durante largo tiempo. Ese algo quería ser escrito; impaciente por salir a la pista de carreras, echó a galopar desaforadamente en cuanto me senté delante del ordenador. Como en aquellos tiempos Marina dormía hasta más tarde que yo, se lo serví de desayuno y más tarde el mismo día se lo envié a Tom Engelhardt de TomDispatch, que poco tiempo después lo publicaba en formato digital. Se empezó a difundir rápidamente, tal y como lo hacen los ensayos que se cuelgan en la página de Tom, y no ha dejado de circular, de ser reenviado, compartido y comentado. Nada de lo que he hecho ha circulado de esta manera.

 

Tocó la fibra sensible. Y puso de los nervios.

 

Algunos hombres replicaron que los hombres que explican cosas a las mujeres realmente no eran un fenómeno de género. Normalmente, a esto las mujeres respondían señalando que, al insistir en su derecho a desestimar las experiencias que las mujeres afirmaban tener, estos hombres estaban consiguiendo explicar las cosas tal y como dije que lo hacían a veces. (Para que quede constancia, creo que las mujeres han explicado las cosas de manera paternalista a algunos hombres. Pero esto no es indicativo de la masiva diferenciación de poder que adquiere formas mucho más siniestras, así como tampoco del amplio patrón de cómo funciona el género en nuestra sociedad).

 

Algunos hombres lo entendieron y aceptaron. Esto, después de todo, se escribía en la era en la que el feminismo se había transformado en una presencia más significativa, y ser feminista era más divertido que nunca. En TomDispatch en 2008, recibí un correo electrónico de un hombre mayor de Indianápolis. Me escribía para decirme que “él nunca había sido injusto profesional o personalmente con una mujer” y me reprendía por no salir por ahí con “chicos más normales o al menos hacer un poco los deberes primero”. Después me dio algunos consejos acerca de cómo vivir mi vida y habló acerca de mis “sentimientos de inferioridad”. Él pensaba que ser tratada con condescendencia era una experiencia que la mujer elegía tener, o que podría haber elegido no tener; así que toda la culpa era mía.

 

Surgió una página web llamada Los hombres académicos me explican cosas, y cientos de mujeres universitarias compartieron sus experiencias de cómo habían sido tratadas condescendientemente, minusvaloradas, ignoradas y demás. Al poco de aquello se acuñó el término mansplaining (1), y en ocasiones se me atribuyó su creación. En realidad, yo no tuve nada que ver con ello, aunque mi ensayo, junto con todos los hombres que corporeizaron la idea, aparentemente lo inspiró. Tengo mis dudas acerca del uso de esta palabra y yo misma no la utilizo demasiado; me parece que va demasiado en la idea de que los hombres son así inherentemente, más que en la idea de que algunos hombres explican cosas que no deberían y no escuchan cosas que debiesen. Si no ha quedado claro hasta ahora, me encanta cuando la gente me explica cosas que saben y en las que yo estoy interesada pero aún no sé; es cuando me explican cosas que sé y ellos no cuando la conversación se tuerce. En 2012, el término mansplained –una de las palabras del año del New York Times– se utilizaba en las principales publicaciones políticas.

 

Por desgracia, si esto sucedió así fue porque encajaba perfectamente con los sucesos de su tiempo. TomDispatch reeditó Men Explain Things en agosto de 2012, y fortuitamente, y más o menos simultáneamente, el congresista Todd Akin (de los republicanos de Misuri) lanzó su infame declaración de que no necesitamos que las mujeres violadas puedan abortar porque “si es una violación legítima, el cuerpo femenino tiene maneras de evitarlo”. La temporada electoral estuvo sazonada por las locas afirmaciones en defensa de la violación y las totalmente absurdas declaraciones de hombres conservadores. Y también estuvo aderezada con feministas que mostraban por qué el feminismo es necesario y por qué estos tipos dan miedo. Fue bonito ser una de las voces de estas conversaciones; el artículo que había escrito tuvo un gran resurgimiento. 

 

Fibras sensibles, nervios: en el momento de escribir estas líneas sus efectos aún están vivos. El objetivo del ensayo nunca fue decir que creo estar notablemente oprimida, sino el hecho de que este tipo de conversaciones son la cuña que abre el espacio a los hombres y a la vez lo limita a las mujeres; limita el espacio para hablar, para ser escuchadas, para tener derechos, para participar, para ser respetadas, para ser seres humanos libres y completos. Estas conversaciones son una de las maneras en las que, en una conversación educada, se expresa el poder –el mismo poder que existe en los discursos políticamente incorrectos o en los actos de intimidación y violencia física y, muy a menudo, en la misma manera en la que se organiza el mundo–, y que silencia, borra y aniquila a las mujeres como iguales, como participantes, como seres humanos con derechos, y demasiado a menudo como seres vivos.

 

La batalla de las mujeres por ser tratadas como seres humanos con derecho a la vida, a la libertad y en su búsqueda de participación en la arena política y cultural continúa, y algunas veces es una batalla bastante desalentadora. Me sorprendí a mí misma cuando me di cuenta de que al escribir este ensayo comencé hablando de un incidente gracioso y acabé hablando de violación y asesinato. Esto me ayudó a ver de forma más nítida el hilo conductor que liga las pequeñas miserias sociales con el silenciamiento violento y las muertes violentas. Creo que comprenderíamos mejor el alcance de la misoginia y la violencia contra las mujeres si tomásemos el abuso de poder como un todo y dejásemos de tratar la violencia doméstica aislada de la violación, el asesinato, el acoso y la intimidación en las redes, en casa, en el lugar de trabajo y en las aulas; si se toma todo en conjunto, el patrón se ve claramente.

 

Tener derecho a mostrarse y a hablar es básico para la supervivencia, la dignidad y la libertad. Estoy agradecida de que, tras un momento temprano de mi vida en el que fui silenciada, haya podido desarrollar una voz, circunstancias que me unirán para siempre a los derechos de aquellos que no la tienen, que son silenciados.

 

 

 

 

 

(1) Este término surge de la contracción en inglés de la palabra man (hombre) y del verbo to explain (explicar). Según la definición del Diccionario Oxford: “Dícese de la actitud (de un hombre) que explica (algo) a alguien, normalmente a una mujer, de un modo considerado, condescendiente o paternalista”; recoge la idea de una acción en la que se obvia los conocimientos, inteligencia y la familiaridad que la mujer posea respecto a ese asunto, infantilizando a la interlocutora. Desde su creación ha sido muy popular al considerarse un término necesario para definir un concepto antiguo y una experiencia frecuente. He decidido dejarlo en inglés porque es un término difícil de crear en castellano. (N. de la T.)

 

 

 

 

Este texto abre la edición en español del libro Los hombres me enseñan cosas que, traducido por Paula Martín Ponz, acaba de publicar la editorial Capitán Swing.

 

 

 

 

Rebecca Solnit es editora colaboradora de la revista Harper. Desde la década de 1980 ha trabajado en numerosas campañas de derechos humanos –como el Proyecto de Defensa de Western Shoshone a principios de los 90, que describe en su libro Savage Dreams– y con activistas contra la guerra durante la era Bush. Entre sus libros más conocidos destaca Un paraíso construido en el infierno (2009), en el que da cuenta de las extraordinarias comunidades que surgen tras ciertos desastres como el del huracán Katrina. Solnit ha recibido dos becas NEA de Literatura, una beca Guggenheim, una beca Lannan y en 2004 la Wired Rave Award por escribir sobre los efectos de la tecnología en las artes y las humanidades. En 2010 Reader Magazine la nombró como “una de las 25 visionarias que están cambiando el mundo”. En FronteraD ha publicado Aún caminando. Mientras se camina, el cuerpo y la mente pueden caminar juntos.

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