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Sociedad del espectáculoPantallasIsabelle Huppert, Mia Hansen-Løve y la mirada burguesa

Isabelle Huppert, Mia Hansen-Løve y la mirada burguesa

Siempre hubo en la voz de Isabelle Huppert un deje altivo que apenas si permitía advertir la magnitud de su talento. Ya en 1974, cuando ella contaba solo veinte años, su aparición en Los rompepelotas junto al entonces esbelto Gérard Depardieu superó todas las expectativas, dejando entrever un futurible: la cristalización de Huppert en –posiblemente– la actriz más perturbadora y elegante del cine europeo del subsiguiente medio siglo. Le bastó con ponerse una pamela mientras se comía un bocadillo, y gritarles a unos padres domingueros de mentira que estaba harta de todo y que se fugaba, ahora ya, con los mismos quinquis y la misma rubia frígida (Miou Miou en el papel de peluquera promiscua) que habían parado allí para robarles el coche y 200.000 francos, si bien este punto a sugerencia suya, antes de seguir viaje.

 

Cómo no encariñarse con una intérprete que, tras ser olisqueada ahí abajo por unos ladrones en celo, se puso a las órdenes de cineastas como Otto Preminger, Bertrand Tavernier, Jean-Luc Godard o el siempre minusvalorado Claude Chabrol, en cuya primera colaboración, Asunto de mujeres (1988), Huppert vuelve a reinventar el estatus –por decirlo así– de mujer adelantada a su tiempo.

 

Una mujer aparentemente frágil, con doblez; capaz de mostrarse cínica, tierna, caprichosa, inflexible a pesar de su precario nivel de vida en la Francia ocupada por el ejército nazi. Con dos hijos y un marido recién llegado de la guerra al que no ama, y, aún más, desprecia porque no responde en absoluto a la incesante diversión que lo prohibido suele procurar en una época de prohibiciones. Un concepto este, el de la prohibición, que entronca con otro más espinoso si cabe, y no es sino la autocensura unida a la turbación sexual.

 

No fueron pocos los intrépidos que salieron en trance a vitorearla tras la proyección de La pianista en el Festival de Cannes de 2001, como si hubieran visto al demonio interpretar una pieza de Chopin. Que algo de eso hubo. Y esa euforia se entendió, en gran medida, por lo que algunos cinéfilos incautos llaman “justicia”: habían pasado más de veinte años, tantas más películas, desde la consecución de su primer premio a la mejor actriz en dicho festival gracias a su soberbia tarea en Violette Nozière, en España sutilmente traducida como Prostituta de día, señorita de noche.

 

Viendo a la Huppert estremecerse en el suelo de un baño público, o permanecer impasible al vendaval de sentimientos reprimidos que sobrevuelan, como rápidos tomahawks, a punto de estallarnos en las narices (sobre todo si el interlocutor es un joven aprendiz de colmillo frío), uno puede llegar a entender en qué consiste la auténtica perversión humana.

 

Nadie como Huppert domina ese registro cuya veracidad remite a un carácter fuerte, sin apenas fisuras, al que debemos brutales secuencias y personajes reconocibles marcados por una forma de estar y sentir genuina.

 

Tanto tiempo después, el cinéfilo medio español tiene la oportunidad de presentarse en el cine y ver las últimas dos cintas protagonizadas por la estrella francesa, a saber: El porvenir, de Mia Hansen-Løve; y Elle, de Paul Verhoeven. Un acontecimiento del que conviene participar, no ya por las razones arriba expresadas sino porque son, cada una a su manera, películas de alto calibre en las que Huppert está bien arropada narrativa y formalmente. En la segunda sobrevienen momentos desconcertantes, sí, de un humor extemporáneo al más puro estilo Verhoeven, donde Michèle –copropietaria de una productora de videojuegos que ha sido violada en su chalet– alterna con amigos y no parece sucumbir en ningún momento al estrés postraumático. Verhoeven decide ponerla a hablar con su gata, y lo que al principio se presume un retrato de la burguesía francesa, con sus personajes sofisticados bebiendo vinos gran reserva y manteniendo conversaciones sobre Derrida y el sursum corda bañado en Chanel, muy pronto se convierte en un thriller lleno de curvas cerradas. Insospechadamente divertido. Que embiste sin reparos. Que juega por momentos en el precipicio de la (in)verosimilitud. Que abunda, también es cierto, en el tema huppertino por excelencia: la soledad forzada. Y sus círculos concéntricos. Y cómo la familia lo es todo hasta que deja de existir, y aun así seguimos caminando.

 

 

Dos miradas melancólicas

 

A nadie debe extrañarle, conocida ya su particular trayectoria, que Isabelle firmara el contrato de protagonista en un proyecto escrito y dirigido por Mia Hansen-Løve, una autora francesa cuyas historias transcurren (casi) siempre bajo el sol de verano, pues, según ella, ese es el clima y la estación idóneos para iluminar(nos) el final del túnel, al final justo de la película. No en vano su nostalgia acaba donde empieza el sufrimiento del espectador, que pocas veces destaca por masoquista. Más bien al contrario. A menudo las historias son tanto más disfrutables cuanto mayor es la pericia del escritor dosificando las malas nuevas. Y los hay incluso que van más allá, convirtiendo la experiencia audiovisual en una profunda imitación de la vida aquí y ahora. Porque a cogernos de la pechera, como hace el cine de Mia, se aprende con oficio y algo de inteligencia. A mantenernos pegados a la butaca, también. La secuencia que mejor describe su categoría quizá sea una de su segundo largometraje, El padre de mis hijos (me gustaría saber por qué la traducción dice “mis hijos”, si en realidad son mis hijas), cuando, sentados todos a la mesa, de repente se va la luz y la casa se queda a oscuras y no hay convención fílmica que valga, porque seguimos realmente sin ver. Entonces alguien, la mujer si no recuerdo mal, dice que a lo mejor han sido los plomos; hipótesis que ella misma no tarda en rebatirse: Qué va, no hay luz ni en la calle. Momento que la familia aprovecha para bajar a disfrutar del regreso a la noche de los tiempos, a la caverna, al silencio de rapiña en un París apagado. Aunque brevemente. “C’est la vie”, anuncia de pronto una de las niñas. Vuelve la luz, y con ella la certidumbre de aquella canción de Jorge Drexler, quien cantaba, no sin lógica científica, que “nada se pierde, todo se transforma”. He aquí, tal vez, una buena aproximación al cine que propone Hansen-Løve, imperfecto pero bien ensamblado mediante panorámicas horizontales, y cuyas elipsis abren en canal una suerte de superestructura melancólica.  

 

 

Soledades, mentiras y otros problemas

 

El porvenir no varía mucho sus constantes. La protagonista es una profesora de Filosofía, burguesa, intelectual y moderadamente feliz, signifique eso lo que signifique. Tiene dos hijos un poco alérgicos a la palabra voluble y un marido con el que comparte profesión y lecturas aun después de haberlas compartido todas durante veinticinco años. Su rutina consiste en dar clase en un instituto y soportar la eterna depresión de una madre fatua que la llama por teléfono a horas intempestivas amenazando con el suicidio, o con un ataque de pánico, o con el sinvivir mismo de quien no sabe defenderse de la soledad. Es la de esta profesora, en fin, la vida de una privilegiada en tiempos de crisis, y por ello no debería confiarse: el punto de inflexión suele madrugar con malas nuevas. Así, un día la profesora llega al instituto y se encuentra con que un grupo de alumnos le piden, casi por favor, que no entre; que se una a la huelga de estudiantes en protesta por la reforma educativa que pretende imponer ese “señor tan feo”, dirá su madre, llamado Nicolas Sarkozy.

 

Pero Nathalie, que así se llama la profesora, se dejó los gritos en el 68, cuando todavía era comunista (una especie de enfermedad, satiriza ella sentada a la mesa junto a su familia, que padeció por tres años) y su juventud la dejaba soñar con la utopía: no tanto el triunfo de la clase obrera como la derrota de todo lo superfluo que trajo consigo el sistema capitalista y, también, la supremacía de la computadora, de la Máquina con mayúscula, convertida ya en personaje de otro gran poema beatnik jamás publicado. Por ello no extraña que Nathalie espante a los alumnos protestones como si fueran moscas, y que salga a mediar por los “colaboracionistas” que han decidido asistir a su clase, en última instancia una reflexión sobre cierto adagio clarividente de Rousseau. Y una escena que da paso a un personaje crucial de la película: su exalumno favorito, ya muy filósofo y ensayista, Fabien. Apenas un cuarto de hora modélico, que sitúa eficazmente la acción y describe con sencillez, es decir, con hondura a un personaje que bien podría romperse como el mejor y más caro de los jarrones, y al que interpreta Isabelle Huppert demostrando una vez más por qué es una actriz irrepetible en la que confiar para jugarse la última mano, e incluso elevar un filme pequeño sin aparente innovación temática ni dramática a categoría de historia trascendente.

 

De actriz a directora. Ese es el camino de una cineasta, Mia Hanse-Løve, que completa aquí un triunfal quinto largometraje sobre la incertidumbre ante el abandono y un mañana, a buen seguro, en soledad. O con la única compañía de los que nunca fallaron: los libros, siempre fieles y expectantes cada uno en su balda y en su estantería y en su habitación, rodeados de un blanco ostentoso, pero acogedor. Lo intuye Nathalie, una elegante sílfide no sin costuras, y lo descubrimos nosotros en nuestras butacas. La vida es un estado de ánimo que oscila, por levante, entre la alegría y la decepción. Y así difícilmente habrá siquiera algo parecido a una respuesta convincente a la pregunta de ¿qué es todo esto? o, si lo prefieren, ¿por qué ahora? Pocas cosas más tristes y, sin embargo, divertidas que escuchar a Isabelle Huppert diciéndole a su amigo y exalumno Fabien que, cumplidos los cuarenta, “las mujeres deberíamos ser arrojadas a la basura”. Declaración que no conviene interpretar como lo que no es: una ofensa al sexo femenino en su conjunto. Más bien como la plasmación del humor autoparódico de una mujer que, aun sabiendo unas cuantas cosas sobre la vida (su edad así lo demuestra) y habiendo (re)leído a los grandes pensadores (a la sazón un buen estímulo para dudar de todo y no casarte con ninguna idea), no se diferencia en nada del resto de mortales. Y he ahí su atractivo y, también, la pericia de Hanse-Løve para sortear con inteligencia los clichés casi inherentes a estos dramas cotidianos que a menudo excitan el giro fácil y ceden a la tentación de la obviedad, ya sea un polvo aleatorio o una vuelta al punto de partida, quizá para susurrarnos sin mucho estilo al oído, por si ya nos habíamos olvidado, aquello de que “el cine no es la vida sino una metáfora con planteamiento, nudo y desenlace; este último bien masticado y sin doblez alguna, ¿me oyes?”.

 

Sí y no. La respuesta es no. Sería imposible pensar en otro título más coherente para un filme que nunca traiciona su realidad, la del tránsito, prosaico y adictivo por su cadencia, de una protagonista en busca de algún refugio en el que echarse a llorar sin montar espectáculo, aunque el hombro sea en realidad el lomo negro de una gata vieja y obesa. La gata de su madre, la suicida incorregible. ¿Y por qué llora Nathalie?, se preguntarán ustedes. ¿Qué ha pasado? O ¿qué pasará? Pues, la vida. Eso golpea y a eso nos enfrentamos. El desenlace es el porvenir mismo. Así que háganse un favor: no teman ni busquen excusas. Corran a erigirle un monumento a Isabelle Huppert.

 

 

 

 

Juan José Ontiveros nació, como diría Groucho Marx, “a una edad muy temprana”. Pronto empezó a leer tebeos y alquilar películas en el videoclub de su barrio. Su pasión por el cine, los libros y la música lo llevó a estudiar Audiovisuales y a formarse, de manera autodidacta, en el periodismo leyendo periódicos. Ahora escribe sobre cine y literatura en El Antepenúltimo Mohicano y Negratinta. En la primera publicó su artículo ¿Quién (no) ama a Bill Murray?, con el que obtuvo el IX Premio Paco Rabal de Periodismo Cultural (Joven Promesa).                                          

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