“Un abismo separa la vitalidad del morir de la desolación de la muerte”
Jean Amèry
En su poemario La arena errante, José Emilio Pacheco iguala la fugacidad del periplo vital al “¡Púmbale!” que emite un niño, y del cual, tras sucesivas caídas, finalmente no se levanta. El premio Cervantes mexicano propone, de ese modo, un relato al hermético y sincrónico verso de T. S. Eliot “En mi principio está mi fin”: “‘Púmbale’ dice el niño de cuatro años al caer en la hierba. ‘Púmbale’, y el que se levanta del suelo es un hombre altivo, cruel, implacable. No reconozco al niño a quien veía jugar hace un instante mientras hablaba con sus padres. ‘Púmbale’, y ahora es el derrotado. Hasta sus más abyectos aduladores le han vuelto la espalda. ‘Púmbale’, y otro segundo acaba de pasar y todos nos caemos de viejos y a la siguiente exclamación seremos polvo”. Es una adecuada ilustración de la inmanencia y hasta contingencia de la muerte, ya no como algo sobrevenido, sino que ocurre por implosión incorporada, en unos tiempos en que, como se ha dicho, “ya nadie quiere ser inmortal, sino que nos conformamos con ser inmoribles”. Ya ni siquiera nos resulta un giro irónico sino una inquietud constatable, para el común de los mortales, aquel aserto con que iniciaba Julio Llamazares su novela Escenas de cine mudo: “La pregunta ya no es si hay vida después de la muerte, sino si hay vida antes de la muerte”. Como dejó dicho, antes de su suicidio, el escritor Jean Amèry, “Morir es reventar”.
Ciertamente, cuando los nichos semejan bloques de apartamentos; los crematorios, uno de los pocos espacios no libres de humo permitidos, y los antiguos coches fúnebres, meras furgonetas de reparto, la muerte es ya el prosaísmo de un olvido. Es también, por eso mismo, una coartada para la ambivalencia: un alma de doble filo, que sirve por igual como horizonte de conmiseración –ante la expectativa del finiquito compartido sin remuneración alguna–, que como añagaza para la impunidad final: ese indulto postrero que saben que les aguarda a los corruptos (al cabo, lo serán después sus cuerpos), y que –como en “el bandido y su hembra” del verso de Dylan Thomas– vuelve “fantasmales” sus fechorías.
Un rasgo prototípico, conforme ha avanzado la secularización social, es la preeminencia individual, de los muertos mismos, a la hora de evocar la muerte, incardinada ya en el más acá. “A nacer no le damos el alcance de morir. Con júbilo celebramos un nuevo nacimiento, en vez de celebrarlo como nuevo tributo a la muerte”, apuntó en sus memorias, El río. Novelas de caballería (Fondo de Cultura Económica) el poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1904-1992), para rematar su reflexión con un axioma caro a la actual concepción de la muerte: “En el nacimiento se piensa como especie y en la muerte se piensa como individuo”. Hasta los versos más altivos y mortificantes reparan más en los muertos de carne y hueso que en la muerte misma: “Los muertos están fijos en su muerte / y no pueden morirse de otra muerte”, enarbola Octavio Paz, en Piedra de sol. O “¿Cómo era morirse? / ¿Como si nunca hubiéramos nacido?”, se pregunta, desconsolado, Luis Feria en Más que el mar.
Se trata ya de una muerte a la medida del muerto, como en la inoculación sutil que describe el poeta hispano-alemán Miguel Ángel Curiel, en el sobrecogedor poema ‘Habitación de hospital’ (El agua, editorial Tigres de papel, 2014), en que el instante exacto del moribundo es simbolizado por un copo de nieve, que, a través de un boquete del techo, le cae en el ojo. O con un enfoque perfectamente inmanentista, que tensa lo inextricable de ambas dimensiones, se lee en otro poema del mismo libro: “La muerte / tira así de nosotros. / No quiere que rompa / el sedal de la vida”.
O, sencillamente, “ya no existe la muerte; sólo existe el muerto”, subraya el narrador Francisco Umbral en Mortal y rosa, su libro más hondo, escrito como duelo por la pronta muerte de su hijo. Es un notable cambio de rumbo respecto a la malvada personificación de la muerte, como en la estremecedora e inmarcesible imagen del poeta suicida Cesare Pavese: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Y aun conservando esa personificación, un giro más radical aún emprende Fernando Vallejo en su novela El don de la vida (Alfaguara, 2010), otorgándole cualidades amistosas y benefactoras, como quien le da la mano a un antiguo contrincante. En su trama, dos ancianos conversan en un parque de Medellín, y al final se revela que uno de ellos (“—¿Hombre o mujer? —En alemán soy hombre y en español mujer”) es la muerte en persona, que ha venido a llevarse al otro. “Al final de cuentas la Muerte no es tan mala, es una buena mujer”, dice el anciano narrador: “Consuela al triste, reivindica al pobre, cura al masturbador, duerme al insomne, pone a descansar al cansado… Practica obras de misericordia ‘inéditas’, como dirían hoy los exquisitos”. Su mensaje más cabal es que, en esas “vacaciones eternas” la muerte vendría siendo como dormir pero sin ápice de insomnio, y sin el engorro de tener que levantarse a orinar (“¿Y qué es la Muerte pues? Es el sueño sin sueños. Con una diferencia sí pero tan pequeña que al fin de cuentas no cuenta: que en el sueño la maquinaria fisiológica sigue funcionando y con la Muerte deja de funcionar”).
Lo relevante, no obstante, es que frente a la muerte exógena y sobrevenida del pasado –desde la desembocadura inabarcable, como la concibe Jorge Manrique: “…el mar, que es el morir”, al parasitismo y tremendismo rapaz, como la expone Lorca: “La muerte puso huevos en la herida”–, hoy prevalece una noción de muerte más o menos contingente, y, sobre todo, incorporada. “Soy agua en una cesta, fardo de lluvia que gotea muerte por todas partes”, dice el narrador de Umbral, para constatar que “cuando se cierra la carpeta de apuntes de la vida”, se revela la falsa veracidad de la existencia, al obtener la libertad, al fin, quien llevaba reclamándola todo el tiempo: el “dandi del esqueleto”. Incluso el alma es ya una inmanencia encerrada que sólo con la muerte se libera: “El alma es una paloma loca que vuela por los ramajes del esqueleto, que va de un palo a otro, perseguida por los metafísicos bujarrones…”. “‘El muerto que seré se asombra de estar vivo’, escribió un poeta francés. ‘Qué vocación de muerto en mi esqueleto’, entrevé un poeta español”, ilustra Umbral, para concluir que “lo científico es estar muerto”, y lo ético que sea, por una vez y para siempre, el esqueleto quien salga a mover el esqueleto. De ahí que, cuando ya no se está, advierte, “todo cementerio es una reunión de enmascarados”.
Vallejo ofrece una imagen de la contingencia de la muerte, siempre correlativa a la vida, perfectamente actual: “De uno en uno la temida Parca le ha ido desgranando a usted la mazorca y ya no le va quedando sino la tusa”. Es una muerte por cantidad insuficiente, de materia y tiempo que se agotan, y, sobre todo, una muerte autorreferencial. Ya no es más un tajo cualitativo, sino que ocurre por implosión de la propia existencia, y lo que varía es sólo grado de asunción del evento: uno puede estar feliz de que se le acabe la mazorca (“Va a dejar por fin el planeta de los simios gesticulantes, siéntase afortunado”, le dice la muerte a su interlocutor, en El don de la vida) o, sencillamente, aterrarse, ante la experiencia abisal de abandonar la Tierra de un modo definitivo e inopinado, y destructivo…
… Porque “morir es reventar”, dice, sin ambages ni mortajas calientes, el escritor austriaco Jean Amèry (Viena, 1912 – Salzburgo, 1978) en Vivir con el morir, el epílogo de su imprescindible ensayo Revuelta y resignación. Acerca del envejecer (Pre-textos, 2001). Seudónimo de Hans Mayer, en su lápida, en el cementerio de Viena, sólo aparece, por designio propio, el número de su placa de identificación del año que pasó recluido en Auschwitz. Pues, de ascendencia judía, fue detenido y torturado por la Gestapo, cuando repartía, en Bélgica, propaganda de la Resistencia, y conoció, además, el campo de concentración de Buchenwald; experiencias que recoge en Más allá de la culpa y la expiación, donde hace una advertencia fundamental en torno a los magnicidios: “El holocausto judío es una pérdida de confianza en el mundo, y no en una parte del mundo; no representa una función accidental del totalitarismo nazi, sino su esencia mism”. En octubre de 1978, Jean Amèry –o mejor dicho, Hans Mayer– se suicidó en Salzburgo.
A partir de ese historial biográfico, cualquiera de las afirmaciones existencialistas más contundentes, como la de Kierkegaard de que “basta con los nueve meses trascurridos en el seno materno para que seamos unos ancianos abocados a la muerte”, o la de Heidegger, en su monocarril figuración del hombre como un “ser-para-la-muerte”, son cuentos de hadas en comparación con el desconsuelo radical de Amèry respecto al the-end sin finalidad alguna de la película del vivir. “Se habla mucho de la muerte, cuando lo relevante en ella es ‘el morir’, que forma parte del ‘vivir, que es un morir constante’”, asevera. No importan por tanto, ni la muerte ni el muerto, sino tan sólo “el morir”. Sin esta última, individual y concretísima acción, “la muerte no existe: está vacía”. Pero, “a su vez”, argumenta, “el morir aparece vacío de contenido sin la vacía muerte”. Ambos estadios se anulan mutuamente, y, en última instancia, se refuerza, de ese modo, la apertura del “abismo que separa la vitalidad del morir de la desolación de la muerte”.
Para Amèry, ni siquiera existe el muerto, sino tan sólo, y por un breve lapso de tiempo, el muriente o el moribundo, que, ipso facto, deja de serlo. De ese modo, la muerte se vuelve irreconocible, e, incluso, impensable, conforme a la sentencia el filósofo Vlademir Jankélévich: “Pensar la muerte es pensar lo impensable”. Concuerda con las tesis de Sartre, para quien la muerte es un absurdo, un azar negativo, una “casualidad”, que permanece impensable mientras haya un soplo de existencia. Pero lejos del cierto poder de redención que éste le otorga (“La muerte no me causa miedo y me parece natural; tras haber sido cultural, vuelvo al fin a la naturaleza”, manifestó poco antes de morir), para Améry, “morirse” –pues no existen ni la muerte ni el muerto– es un fraude sin paliativo, un homicidio impune, un “escándalo”. Es más: “Sólo existe ‘mi’ morir”, subraya Amèry, como la única certeza con respecto al tema de la muerte.
El concepto de eternidad se le antoja una poética broma macabra: “Uno no puede ponerse contra el tiempo ni correr detrás suyo, si bien tampoco existe la posibilidad de sustraerse al transcurso temporal y atenerse a una eternidad que es una nada… La eternidad tiene el aspecto del mar del Norte en los días en los que se ha calmado el viento pero hay niebla, cuando el mar y el cielo turbio se convierten el uno en el otro y no hay horizonte”…
Sus conclusiones desmantelan dos lugares comunes sobre la muerte: Que “todos somos iguales ante la muerte” –lo cual es cierto, pero, arguye, “eso no significa nada”, si “no somos todos iguales en el morir, pues con dinero es más fácil llorar, dice un proverbio judío oriental”–; y mitiga también el recurrido consuelo de Epicuro: “Cuando estoy yo, no está la muerte, y cuando está la muerte, yo ya no estoy”. Pues, aunque válido, asimismo, para el tajo entre la muerte y yo, ocurre que el “morir”, es justamente un acto inseparable de mi morir. Para Amèry, el enunciado de Epicuro es una broma de mal gusto, además de una contradicción flagrante, pues “si permanezco en mí mismo (al formularlo) –en el ‘yo no soy’ de la sentencia–, el ‘yo soy’ no admite el ‘no’”. Lo único que podemos decir –argumenta– es que el no, no está.
Es curioso que, partiendo de similares premisas en la consideración de la muerte como una barrera infranqueable, su coetáneo y también pensador centroeuropeo Elias Canetti (Rustschuk, 1905 – Zúrich, 1994) llegue a planteamientos más vitalistas. Al igual que para el autor de Vivir con el morir, también para el autor de El libro de las muertos la muerte es un fraude, a todas luces, por lo que tiene de inopinado finiquito existencial. Sólo que Canetti le echa moral afirmando, con todo el optimismo de su voluntad, que “el objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres”. Para Amèry, la muerte “es el rechazo de toda dialéctica: la negación de la negación de la negación. Sólo se puede definir negativamente, como disolución incluso de la última de todos los billones de células que constituyen nuestro organismo vivo. Por tanto, el muerto no es un querido difunto, sino que no es”. Frente a este vacío, Canetti se halla más próximo a la razón escéptica –no nihilista– del Borges que afirma: “La muerte es una vida vivida, mientras que la vida es una muerte que viene”.
La lúcida honradez de Canetti estriba en desmantelar sin remilgos la hipocresía sobre la condolencia altruista, tan arraigada en Occidente, al detectar que “el momento de sobrevivir (al difunto) es el momento del poder. El espanto ante la visión de la muerte se disuelve en satisfacción, pues uno mismo no es el muerto”. Sólo en este sentido, Amèry ofrece un enfoque complementario sobre lo que podríamos denominar la sincerización de un nuevo egotismo, e incluso, egoísmo, ante la muerte, al reconocer que “el acontecimiento de mi morir (…) me atañe más a mí que a cualquier otro y me atañe más que cualquier cosa (…) La muerte de los demás es triste, pero la muerte propia es un escándalo, un imposible”.
La diferencia radical es que, mientras para Améry la muerte es un escollo insalvable, de resignación, para Canetti es incluso un acicate o un estímulo, de rebeldía. “Por nada del mundo quisiera verme privado de mi sensibilidad frente al horror de la muerte; he pensado que si consiguiera vivir siempre con este horror acabaría adoptando la actitud más apropiada para el hombre: la que mantiene despierta la esperanza de vencer del todo a la muerte y no conduce nunca a la resignación ante ella”, anotó en sus diarios. “Desde hace muchos años nada me ha inquietado ni colmado tanto como el pensamiento de la muerte”, agrega. Son los dos rastros de Jano de la nueva inmanencia de la muerte. El derrotismo lúcido de Amèry (“Morir es reventar”) y el aliento reverencial, aun para velar el vacío, del Canetti que afirma: “Uno que se desprende de todos los muertos, ¿qué le queda?2. Nos reconforta al recordarnos: “Se muere con demasiada facilidad. Morir debería ser mucho más difícil”.
Antonio Puente (Las Palmas de Gran Canaria, 1961) es escritor, periodista y crítico literario. Escribe en los diarios La Razón y La Provincia, y en diversas etapas ha colaborado con El País y Abc. Es autor de ensayos como Poesía y posmodernidad y Crítica de la razón comunicativa, y de poemarios como Contraluz o el mar liquida su comercio, Agua por señas, Sofá de arena y Ojos de garza. En la actualidad es director de Comunicación de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, en Las Palmas.